Disonancia Cognitiva

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Se cometieron errores, pero yo no los hice 1
por José Luis Escorihuela ‘Ulises’ <[email protected]>
Siempre me he preguntado por qué nos resulta tan difícil aceptar las críticas, por qué nos
mostramos tan defensivos, tan protectores, tan cuidadosos de nuestra identidad que somos
capaces de mentir, humillar, anular e incluso eliminar a quien tenemos enfrente si con su
presencia, su palabra o su acción amenaza lo que somos. Me he visto más de una vez
defendiéndome con ahínco de críticas que apenas pasaban del nivel de simples comentarios,
respondiendo con fuerza a quien se ha atrevido a decirme algo que no me gusta, y cuando todo
eso se pasa y puedo entrar en un espacio de calma interior no dejo de preguntarme por qué. Por
qué tanta necesidad de justificarnos, de tener razón, de quedar por encima del otro, sin importar si
hacemos daño; por qué aferrarnos con tanta fuerza a una idea aunque eso suponga vivir con
ansiedad y tensión, aunque eso implique relaciones deterioradas o rotas y proyectos fracasados;
por qué tanta dificultad en reconocer que tal vez nos equivocamos, que hay otras opciones, que
realmente (nos) estamos haciendo daño; y por qué nos cuesta tanto salir de ahí, por qué nos
mantenemos en el engaño, cuando todo a nuestro alrededor parece dejar bien claro que ese
camino no lleva a ninguna parte, que sólo encierra dolor, soledad y cansancio.
Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba
primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner
entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese
espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David
Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos
pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo
en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir
inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para
siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre
paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien
presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la
sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un
instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o
contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre
habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la
desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se
basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras
no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad
defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo
participado. Un ‘individuo participante’2.
Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones,
formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad,
como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que
surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones
espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen.
De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes
de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una
gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo
de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se
apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos
nosotros quienes controlamos nuestro destino.
1
Título del libro Mistakes were made, but not by me, escrito por Carol Tavris y Elliot Aronson, ed. Pinter & Martin
2
Véase Camino se hace al andar, 2007, Ed. Nous
3
Véase Sentados en el fuego, 2004, Ed. Icaria
Con todo, desidentificarse, separarse de lo que creemos ser, no es fácil. Personalmente, a pesar
de todos mis esfuerzos de desidentificación, de tratar de ser más consciente de los roles que
juego, todavía tengo muchas dificultades para aceptar algunas críticas y no atascarme en ciertos
roles, sobre todo si amenazan ideas tan queridas como, por ejemplo, la de que soy un ser
bondadoso, amoroso o lleno de cuidado. El que alguien diga en un momento dado que mi
comportamiento es abusivo o que le he hecho daño, me resulta difícil de aceptar. “¡Eso es
imposible!”, me digo a mi mismo. “Yo nunca haría daño a nadie, ni siquiera permitiría que otras
personas hicieran daño a otros seres humanos, ¡cómo iba yo a hacerte daño a ti!”. Diga lo que
diga la otra persona, por muy claras que sean sus razones, yo justifico mi comportamiento con
tanta fuerza como sea necesario. Aún más, si la otra persona se calla y asume mis argumentos
puedo mostrarme benevolente y reconocer que algo de lo que dice tiene sentido, pero si la otra
persona se empeña en defender su posición, entonces mi necesidad de justificación aumenta, a la
par que tiendo a despreciar cada vez con más ahínco su queja, tratándola de irrisoria o sin
sentido. Desde luego no se trata de un patrón que me guste, pero tampoco sabía cómo cambiarlo.
Durante mucho tiempo pensé que defenderme de una crítica, o dejar clara mi posición ante lo que
entendía como una idea o comportamiento equivocado del otro, era algo inevitable y necesario.
“¡Cómo permanecer callado ante lo que, claramente, es un absurdo, una mentira, o un error!”, me
decía a mi mismo. Más tarde, después de sentir en mis propias carnes el dolor y el daño que tal
actitud conlleva, empecé a cuestionar mis apegos, mis razones y mi propia conducta; empecé a
darme cuenta de que hay vida en la conciencia más allá del yo y su propia imagen, más allá de lo
que creemos ser; empecé a asumir que no es necesario dejarse arrastrar todo el tiempo por un yo
inflexible e incapaz de reconocer sus errores. Comprendí que no somos lo que creemos ser y que
la mayoría de las veces simplemente estamos representando roles que nos vienen impuestos
desde afuera. Pero me faltaba saber por qué ocurre todo esto, por qué el yo nos arrastra en
estrategias de auto-justificación que suponen tantas veces una mentira para los demás y, sobre
todo, un gran engaño para nosotros mismos. Hace poco encontré una posible respuesta en la
Teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por León Festinger en los años 50 del siglo pasado
y ahora actualizada en el libro de Tavris y Aronson que da título a este artículo.
La disonancia cognitiva se define como el malestar causado por la presencia simultánea en
nuestra conciencia de dos cogniciones contradictorias. Las cogniciones pueden ser ideas,
creencias, valores, reacciones emocionales... El malestar puede ir desde una simple expresión de
sorpresa hasta sentir miedo, vergüenza o rabia, dependiendo del caso y de la cantidad de
disonancia experimentada. La Teoría de la disonancia cognitiva dice simplemente que en una
situación de disonancia, las personas hacemos todo lo posible para reducirla, bien alterando
nuestro sistema de creencias para acoger una idea nueva y recuperar la consistencia interna, bien
reduciendo la importancia de uno de los elementos disonantes. En el caso comentado
anteriormente, es evidente que la idea de que yo pueda hacer daño a alguien es fuertemente
disonante con la imagen que guardo de mi mismo, lo que me lleva a pensar: “yo soy una buena
persona, yo nunca haría daño a nadie, cómo se atreve alguien a decir que le he hecho daño”.
Para reducir la disonancia podría cuestionarme si realmente soy tan buena persona como pienso,
podría pensar que tal vez hay cosas que puedo hacer mejor, que no soy tan bueno o cuidadoso
como creo, o que aun cuando intento serlo, hay cosas que no controlo y que no podré evitar hacer
daño algunas veces...; podría pensar muchas cosas similares, pero lo cierto es que todavía me
siento demasiado identificado con la imagen de un ser bondadoso como para abrirme a lo
contrario, y en lugar de acoger la crítica, tiendo a defenderme jugando un rol de auto-justificación,
que puede llegar a ser un tanto violento. Lo peor es que una vez elegido el camino de la autojustificación, que no olvidemos puede venir acompañado de cierta tensión y agresividad, resulta
cada vez más difícil echarse para atrás, porque de nuevo reconocer que mi justificación conlleva
cierta agresión es una idea disonante con mi propia imagen de ser bondadoso, así que mejor
dejar claro que mis actos y la manera en que los defiendo están justificados y llenos de sentido, y
hacer del otro el único responsable de lo que le pasa.
Para salir de esta desagradable situación, que sólo genera dolor y frustración, es fundamental
aprender a desidentificarnos de lo que creemos ser y generar respuestas que nos permitan
reducir la disonancia a la vez que permiten la expresión crítica del otro. Con todo,
desidentificarnos de algunas ideas y patrones que llevamos bien grabados en nuestro cuerpo no
es nada fácil, en ocasiones resulta casi imposible responder asertiva y compasivamente ante las
críticas, opiniones o comportamientos de otros, especialmente cuando nos afectan íntimamente.
Por otra parte, no hay que olvidar que la disonancia es una reacción físico emocional bien anclada
en nuestros circuitos neuronales. No la podemos evitar simplemente porque así lo queramos. En
mi caso, y dadas mis dificultades para desidentificarme completamente de algunas ideas y
patrones, y por consiguiente para reducir la disonancia por el lado de la aceptación y no de la
justificación, desde hace algún tiempo he puesto en marcha una estrategia que me permite
solventar el tema de una manera una manera que hasta ahora me está resultando bastante
satisfactoria.
La idea es sencilla: he introducido una nueva idea en mi mente, una idea que trato de reforzar una
y otra vez, tanto exponiéndola a otras personas como recordándomela a mi mismo, tanto en la
teoría como en la práctica, hasta ir integrándola bien dentro de mi. Esta idea dice más o menos
así: “no sé si soy una persona buena o no, no sé si actúo correctamente o no, si hago daño o no,
no sé si tengo razón o no, pero sí sé que estoy abierto a escuchar al otro en su verdad y entrar en
un espacio en el que quepan todas las voces”. Ahora, cuando al escuchar o ver al otro mostrarse
en su diferencia, aunque inicialmente pueda saltar de manera imperiosa a defender mi postura, no
pasan unos segundos antes que esta nueva idea surja con fuerza en mi mente, generando una
nueva disonancia, en esta ocasión entre el ‘estar abierto a la escucha empática del otro’ y el
‘hecho de estar justificándome y por tanto cerrado al otro’. En el momento en que soy consciente
de lo que pasa, la idea de ser un ‘ser abierto y empático’ se apodera de mi parando la necesidad
de respuesta y justificación. Es un instante de revelación en el que se me hace claro a la
consciencia en qué juego ha entrado mi yo, a partir del cual ya no puedo seguir jugándolo porque
eso sería ir en contra de esta nueva idea tan querida de ser un ser abierto al otro. Por supuesto, a
veces hay una cierta vacilación, una resistencia sutil por parte de un yo que se niega a perder la
cara, a veces necesito un tiempo de silencio, un tiempo para recomponerme y dejar que la
‘apertura’ me atraviese, un tiempo para poder decirme: “mi identidad no está en juego por lo que
otros dicen o hacen”. Entonces todo cambia, mi yo se relaja al acogerse a una nueva identidad
que no implica justificación, y un espacio ligero se abre para la escucha del otro y la expresión
auténtica de mi mismo. Es un espacio amoroso y lleno de compasión, ¿te animas a practicarlo?
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