El siglo XVIII es para Europa un siglo de crisis (religiosa, política, filosófica, etc.) que culminará en 1789 con la Revolución francesa y la caída del Antiguo Régimen. En todos estos cambios tuvo mucho que ver el movimiento de la Ilustración, cuyo principal objetivo fue acelerar el progreso económico y cultural del pueblo (aun al margen de su voluntad: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, el despotismo ilustrado), utilizando la razón como único medio para alcanzar el progreso y la felicidad. En España, fueron los novatores, una minoría de intelectuales plenamente conscientes de la decadente situación del país, quienes abrazaron los ideales ilustrados europeos para la reconstrucción del país (tras la ruina que supuso el siglo XVII y una guerra de sucesión que condujo a los Borbones al trono). En lo artístico se impone el Neoclasicismo, que influyó en todas las artes, incluida la literatura, que para los ilustrados era, ante todo, un medio de comunicación que debía ser útil y servir para la difusión de la cultura y de la felicidad, como vamos a ver en el teatro y el ensayo. El teatro tiene dos etapas bien diferenciadas: una, la del teatro posbarroco, que domina la primera mitad del siglo XVIII y que repetía temas y argumentos del teatro del XVII hasta la inverosimilitud; otra, la del teatro neoclásico, que domina la segunda mitad, basado en la verosimilitud, el decoro, el respeto escrupuloso de las tres unidades clásicas de de tiempo, lugar y acción, la separación de géneros y la presentación de tipos y conflictos universales de los que se desprendiera una enseñanza útil. La tragedia y la comedia fueron los dos subgéneros teatrales más cultivados por los neoclásicos: en la tragedia, el tema fundamental fue la lucha por la libertad, tratado sobre un fondo histórico en el que la virtud, el patriotismo y la nobleza de los personajes siempre salen triunfantes. La pieza que más fama alcanzó fue Raquel, de Vicente García de la Huerta; en la comedia, los personajes, en su mayoría burgueses y criados, sirvieron para criticar las debilidades y vicios de la sociedad, que sólo se podían corregir por la vía de la razón y el buen sentido. Leandro Fernández de Moratín fue su principal cultivador, con obras como El sí de las niñas y La comedia nueva o El café. En la segunda mitad del siglo XVIII, para pesar de los renovadores, siguió cultivándose un teatro popular como el de las comedias sentimentales o lacrimosas o el sainete, una pieza breve, humorística, sin más pretensión que divertir, en la que destacó Ramón de la Cruz. La fórmula defendida por los neoclásicos no pasó nunca de ser un teatro minoritario, sin eco entre el público, aunque no faltan las excepciones (El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, tuvo un enorme éxito). Mejor le fue al otro gran género literario del XVIII, el ensayo, un texto de carácter reflexivo en el que se manifiesta una opinión sobre algún aspecto de la realidad. Fue un género que obtuvo un amplio desarrollo entre los ilustrados y en el que destacan tres autores: Feijoo, Cadalso y Jovellanos. Feijoo fue un monje benedictino que pretendía combatir los errores científicos y las supersticiones del pueblo, con un estilo familiar y cercano, humorístico a veces, apto para el amplio público al que quería llegar y que trató los temas más variados (economía, filosofía, política, geografía, medicina, literatura…) en obras como el Teatro crítico universal. Cadalso, por su parte, es el autor de las Cartas marruecas, en las que disecciona la España del XVIII con la excusa del intercambio de cartas entre el español Nuño (que juzga su patria desde dentro), la del joven marroquí Gazel (que viaja por España y representa al extranjero curioso interesado por la explicación de lo que ve) y la del anciano marroquí Ben Beley (que enjuicia desde ideas universales los datos aportados). Jovellanos, en fin, es quizá la figura más representativa de la Ilustración española. Sus obras (informes, memorias, discursos) abordan temas políticos, jurídicos, sociales, económicos y educativos (Informe sobre la ley agraria; Memoria sobre educación pública…), si bien no suelen dirigirse al pueblo, sino a las autoridades, con la finalidad de que se produjeran reformas que Jovellanos consideraba importantes para el desarrollo del país, siempre guiadas por el principio supremo de la razón.