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LOS LIBROS Y LA MEMORIA DE LA LIBERTAD
EMILIO LLEDÓ
I
Es difícil evitar la emoción que produce el contacto de nuestra mirada,
de nuestras manos, con los fondos maravillosos que guardan las bibliotecas públicas. Siempre me ha llamado la atención ese término
«fondos», aplicado a los libros. Fondo quiere decir, según una de sus
acepciones en el DRAE, «superficie sólida sobre la cual está el agua». No
sólo, pues, conjunto de bienes, o de libros, sino ese fundamento sobre
el que se alza la memoria. Un fondo sólido donde se mueve el agua de
la vida, la luz de los ojos, y que, en el cambio de las generaciones, va
dando suelo al tiempo y surcos a la historia. El fondo y el agua son los
elementos que, en esta metáfora, constituyen la mayor riqueza de los
seres humanos. Porque ese fondo inmóvil de los libros, en el continuo
movimiento del mar de la existencia, necesita la luz que ejemplifica la
claridad líquida de los miles de ojos que pueden atravesar el oleaje del
vivir, y encontrar fundamento, encontrar fondo.
Algo de esto pensaba en las inolvidables horas que he pasado en la
sala Cervantes de la Biblioteca Nacional, buceando en ese fondo marino sobre el que se ha asentado el tiempo de miles de lectores, los sueños, la esperanza, los desencantos, las alegrías, la luz, la sensibilidad, la
sabiduría. Y sobre todo la lucha por entender el mundo, por interpretarlo, por decirlo.
Pero no se trata sólo de una tarea de recepción, en el presente, del
tiempo pasado que el agua limpia de la lectura deja ver en ese fondo. No
se trata sólo de entender el diálogo que alumbra nuestra mente y la desplaza, felizmente, de la inercia cotidiana. Cuando desprendemos esos
libros de ese fondo marino, arrastran consigo la historia y la vida de
unos misteriosos estratos geológicos con los que estaban identificados,
y mueven las aguas de cada presente dejándonos ver otros horizontes,
más allá de aquel que nos ciñe.
El llamado contexto histórico tiene algo telúrico. Tras la palabra escrita, llegan, de paso, hasta nosotros resonancias, ecos, estratos de
otros tiempos, y del trabajo, no sólo ideal, sino real, físico, de otros seres que se esforzaron por imaginar esos libros, por imprimirlos o,
como en algunos de los ejemplares seleccionados, por manuscribirlos.
Y hay como un gozo especial, un gozo físico, al tocar esas obras, al escuchar el murmullo de sus páginas cuando las hojeamos. Un murmullo tan diverso, tan distinto y que se debe, al parecer, a la contextura del
papel o el pergamino. Una voz como la del «mar de mil voces», que dice
Homero, y que nos habla con mil resonancias, con múltiples sonoridades. Un singular placer para nuestros sentidos el que nos ofrece el contacto real con estas misteriosas, silenciosas y, paradójicamente, locua-
ces criaturas. Homero, efectivamente, hablaba del «mar multisonoro»,
al contemplar y sentir el lenguaje de la vida, de los elementos que son
nuestra naturaleza. Multisonoro es, también, el rumor que desde el fondo de la historia emerge a la superficie de la luz y de los ojos. Ese rumor
alarga en el pasado nuestra vida, prolonga nuestras experiencias, ilustra nuestras percepciones, eterniza nuestros deseos, al conectarnos
con otras vidas que, al revivir en nuestra mente, adquieren una forma
de inagotable perennidad
Al mismo tiempo, descubrimos el amor al pensamiento y a sus palabras en esos admirables volúmenes impresos, muchos de ellos, con esmerada tipografía, y que comenzaron a convertir el lenguaje escrito en
obra de arte. Todo ello, por supuesto, era manifestación de ese descubrimiento, reciente aún, de la imprenta, y del asombro que debió de
producir, durante los primeros decenios después de Gutenberg, el hecho de poder ampliar, a través de los tiempos, la resonancia de la palabra hablada y, de paso, la pervivencia de lo pensado. Un sentimiento,
pues, de seguridad, de que no todo estaba sometido al inevitable carácter efímero del «aire semántico» que escapaba de los labios. Esa seguridad hizo intuir, también, que se estaba descubriendo un tiempo paralelo al tiempo de la vida individual, un tiempo que escapaba del latido de
los instantes, entre los que se iban apagando los seres humanos, y alcanzaba una cierta, inesperada, forma de inmortalidad.
Por eso, tal vez, a pesar de los mecanismos impresores que, en cierto
sentido, parecían deshumanizar la fabricación del libro, si se comparaba con la paciente caligrafía de los copistas, las páginas de las nuevas
ediciones adquirían formas de inusitada belleza, y la imprenta se convirtió, efectivamente, en un arte. Un arte que expresaba, en la fijeza de
la nueva escritura, una libertad que permitiría romper las limitaciones
del espacio y el tiempo, y expandirse y prosperar en la abundancia de
los nuevos lectores.
Como las ánforas griegas que encerraban hacia el futuro el presente
del agua o del vino, a la espera de mitigar, en ese futuro, la necesidad de
beber, el libro escrito alimentaba otra manera más refinada de esperanza: la de que aquello pensado y dicho podría ser pensado, de nuevo,
cuando las palabras con que nos pronunciábamos el misterioso lenguaje interior de la creación se hubieran ya esfumado en nuestra mente. Y de la misma manera que la arcilla de las ánforas no era, únicamente, la vasija que contenía la posibilidad de vivir en el mañana de la
escasez, y se adornaba con esos prodigiosos, admirables dibujos, los
pensamientos, las palabras de los libros estaban, frecuentemente, embellecidas por el deseo de perdurar, de vencer el uniforme, monótono,
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Séneca, De la clemencia [h. 2] (cat. 129).
discurrir del tiempo. Un deseo que se transfiguraba en amor, porque
pocos momentos de la existencia pueden ser más apetecibles y amables
que aquel que llena de ilusión a quien lo siente, porque sabe que el libro,
cuya impresión está cuidando y engalanando, entra en un reino casi
imperecedero donde, como en la añeja y luminosa pasión de la cultura,
se conjugan la búsqueda de la hermosura y de la verdad.
II
Entre los libros seleccionados se han configurado tres pequeños apartados. El primero de ellos acoge cuatro ejemplares de la cultura grecorromana. De todos los testimonios de la cultura clásica y, en este
caso, de la española, destaca la traducción, al castellano, de uno de los
diálogos más conocidos de Platón, el Fedón. Un manuscrito precioso
de noventa y tres hojas, escritas por los dos lados, con abundantes
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anotaciones en los márgenes. Desconocemos qué texto griego pudo tener ante la vista el traductor y si lo tuvo, además de la versión de «Leonardo de Arecio, docto y sabio hombre en las letras griegas». Este «sabio hombre» era Leonardo Bruni, el gran humanista, nacido en Arezzo
a finales del siglo XIV y que además de sus doce libros de Historiarum Florentini populi, y sus biografías de Dante y Petrarca, tradujo en magnífico
latín a Platón y a Aristóteles.
Aún faltaba un siglo para que apareciese en París (1578) el texto griego de la famosa edición de Henricus Stephanus, cuya paginación ha
sido aceptada, internacionalmente, para unificar y precisar la manera
de citar al filósofo. Una aventura es, pues, encontrar en las apretadas
páginas, sin respiro y sin hueco, de nuestro libro, aquel pasaje que quisiéramos comparar con traducciones más modernas, o detenernos en
algún problema semántico que ciertas lecturas de las diversas familias
de papiros plantean. Pero, aun así, el recorrido merece la pena, sobre
todo cuando podemos añadir en los márgenes, junto a las apretadas
anotaciones, que por la forma de la escritura parecen ser del mismo traductor, los números y letras de Stephanus.
Las nueve primeras páginas del manuscrito constituyen una especie
de prólogo. El problema de la muerte y de la inmortalidad es, por el argumento del diálogo, lo que importa a Sócrates y a sus apasionados interlocutores y, naturalmente, inquieta también a nuestro traductor. Un
tema eterno, por supuesto, que el traductor comienza a plantear refiriéndose a que «algunos de los philosophos que se llamaron epicuros negaron que el alma fuera inmortal. E dixeron que muerto el hombre el
alma perecia y della no quedaba sustancia alguna». El texto y los términos que el traductor utiliza sirven para darnos cuenta de su prosa. Una
prosa dura, balbuciente aún, que tiene que enfrentarse con el incomparable estilo de Platón, del que el mismo prologuista se hace eco, recogiendo la tradición de la «dulzura» del lenguaje platónico, y la vieja historia de las premoniciones que tuvieron lugar en su nacimiento, con el
panal que depositaron las abejas en su boca y que, por ello, habría de
ser «suave y dulce en su fabla».
En este prólogo, a propósito de la inmortalidad, se nos habla del coro
de una tragedia de Séneca donde se pregunta el lugar en el que están las
almas de los difuntos y si ese lugar puede parecerse a ese otro donde tal
vez estén las cosas no nacidas. A pesar de los temas –infierno, maldad
de los hombres, castigos, premios, etc.– y las citas de autores que se enfrentaron con la cuestión de la supervivencia, estas páginas iniciales de la
versión platónica dejan sentir una cultura de la inquietud, de la soledad,
pero también, paradójicamente, de la libertad. Desconozco, en el momento en que escribo estas líneas, si sobre el lenguaje de esta traducción
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y sobre sus contenidos hay algún estudio que, sin duda, encontraría aquí un «fondo» sólido para
un trabajo de historiografía y de filología. En el espejo del griego de Platón, ver reflejado el estilo
y las notas del traductor es un ejercicio intelectual verdaderamente apasionante.
De los incunables destaca la traducción latina de tres obras de Aristóteles, Ética, Política, Económica (entre ellas, la supuesta Ética Nicomaquea). El libro se publicó en Barcelona, en las prensas de Botel, Holz y Planck en l473. Una tarea filológica interesante es también el análisis del manuscrito
griego utilizado por el traductor, que entonces no podía distinguir las diferencias de las tres «éticas»
que han llegado hasta nosotros, y que constituyen el legado de teoría moral más importante de la
antigüedad griega. En sus magníficas traducciones al alemán y en sus extensos comentarios de las
Éticas (Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1956, 1958, 1984), Franz Dirlmeier resume
las investigaciones que se han hecho en torno al Aristóteles Latinus, y a las vicisitudes de la tradición
manuscrita que ya en el siglo XIX queda, en buena parte, fijada por la edición de Immanuel Bekker.
En el prólogo del incunable se indica que las antiguas traducciones, «Ut barbari magis quam latini
effecti viderentur»… porque estos autores, «ordinis predicatorum fuisse manifestum est, nec graecas
neque latinas literas satis scivisse».Y debido a este desconocimiento, continúa el autor, ni entendían
lo que leían, y el latín al que vertían el texto era «pueril, indocto y rudo». Una especie de crítica filológica se entremezcla, en estas páginas iniciales, con referencias a la filosofía, en las que no podía faltar Epicuro. Es interesante la obsesión por el filósofo de Samos «que establecía el bien en el placer (voluptas)», y que preocupó no sólo a los romanos, sino también a los mismos autores del Renacimiento. El traductor nos advierte de que estos libros de Aristóteles «qui de moribus inscribuntur» son
necesarios para nuestra vida. No sólo, pues, la amistad, como se dice al comienzo del libro octavo
de la Ética Nicomaquea es lo más necesario para la vida, sino que sin ética nadie podría vivir.
La edición en folio es preciosa, y está enriquecida con notas manuscritas que presentan muchas
dificultades para su desciframiento. En la primera anotación manuscrita de la primera página parece leerse «Hic est prefatio Leonardi»… Bastaría contrastar la traducción con las de Leonardo Bruni de Arezzo para confirmar su posible autoría. En la traducción del pequeño escrito sobre «economía», que también se recoge en este volumen, el traductor destaca la importancia, tal como dice
Aristóteles, de no sólo preocuparse de los fundamentos humanos que permiten construir una Polis, una «teoría» política, sino también de la manera de gobernar la pequeña polis, «la pequeña ciudad familiar».
Citemos otro libro importante, no ya por la belleza del ejemplar, sino por ser la primera traducción al castellano de la Política de Aristóteles, que llevó a cabo Pedro Simón Abril y que imprimieron Lorenzo y Diego Robles (Zaragoza, 1584). Desde comienzos del siglo XVI, abundaban las obras
escritas en castellano de Alfonso y Juan de Valdés, Luis de Granada, Francisco de Osuna, Luis de
León, Teresa de Jesús, etc. Alguna de ellas, como los Comentarios sobre el Catecismo cristiano, del arzobispo de Toledo Bartolomé Carranza de Miranda, publicado en Amberes, en 1558, y del que la Biblioteca Nacional conserva un magnífico ejemplar, tuvo un aciago destino. No sólo se prohibió su
difusión en España, sino que el mismo arzobispo, procesado por la Inquisición, pasó en prisión los
diecisiete últimos años de su vida.
El espíritu renovador que, en cierto sentido, representaba el erasmismo, fue reprimido duramente en el largo reinado de Felipe II. Como si se temiera que los temas religiosos, al ser escritos
en la «lengua del pueblo» y no en latín, entrasen a formar parte de la temida «libertad de conciencia».
Bartolomé Carranza de Miranda, Comentarios sobre el Catecismo cristiano, 1558 [h. *2r.] (cat. 137).
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Esta lucha entre el latín y el castellano se percibe en autores menos conocidos como Antonio de Valenzuela en su apasionado y sorprendente libro Doctrina cristiana para los niños y para los humildes, publicado en Salamanca por Andrea de Portonariis en 1556, o las condenas del inquisidor
general Fernando de Valdés, que había desempeñado un papel acusador
en el proceso contra Bartolomé Carranza, y que incluía en su Índice romances inspirados en el Evangelio.
Pero en los libros filosóficos o políticos como, por ejemplo, la Política
de Aristóteles, parece que no hubo tan sutiles controles. En la portada
se lee: Los ocho libros de República del filosofo Aristóteles, traducidos originalmente de lengua Griega en Castellana por Pedro Simón Abril natural de Alcaraz
i Cathedrático de Rhetorica en la Vniversidad de Çaragoça, i declarados por el mismo con unos breves i provechosos comentarios para todo género de gente i particularmente para la q tiene cargo de publico gobierno.
El traductor intuía que el estudio del inventor de la teoría política podía
ser útil a los gobernantes ofuscados, tantas veces, por el absolutismo y el
fanatismo. En el prólogo, Simón Abril compara la República de Platón,
«que es mas como idea de Republica», con la República de Aristóteles donde es la «experiencia» de los hombres la que ha de determinar la organización de la vida común. Menciona el traductor el hecho de que estos libros andan traducidos a otras «lenguas vulgares para que mejor pueda
servirse de ella la gente noble i de gobierno». Pero Simón Abril nos informa de que poco puede aprovechar la organización de una ciudad si antes
no se preocupan sus gobernantes de construir un ser humano que responda a un cierto ideal de justicia y bondad. Para ello es necesario investigar también en la estructura «personal» del individuo. La ética será la
respuesta a esa investigación. Simón Abril había traducido ya los «diez libros morales» de Aristóteles, según nos dice en este prólogo. Felizmente,
el manuscrito del que había, al parecer, tres copias, una de ellas en la Biblioteca Nacional, fue publicado por Adolfo Bonilla y Sanmartín en 1918.
Las páginas preliminares son un interesante testimonio, casi autobiográfico, de nuestro humanista que describe la conexión entre el individuo y la comunidad. En ella se hace ver cómo el ideal de construir
la bondad en el ser humano es, como reza el aforismo filosófico, «la medida de todas las cosas», lo que verdaderamente mide el valor de la existencia. Una teoría largamente expuesta en las «éticas» de Aristóteles y
que Pedro Simón Abril glosa en un texto de extraordinaria modernidad: «Porque con los tiempos i malas inclinaciones acontece, que los
ministros de la justicia so color de hazer justicia buscan manera de apoderarse de las haziendas i bienes de los subditos, i la profesión que es
honor i dignidad la convierten en arte de ganancia, con daño i agravio
de aquella virtud, de la que se dicen ser ministros».
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La traducción de la Ética y la Política que hizo el admirable humanista es un modelo de erudición y de pasión intelectual. Fue una desgracia más, en aquellos tiempos, como lo está siendo en los nuestros, la
pérdida de esos modelos y de la reflexión y renovación de unos principios éticos y políticos, sin los que apenas es posible la democracia y la
justicia. Pero todo ello tenía que surgir con una revolución pedagógica, una revolución de la inteligencia y el pensamiento racional, sobre
el significado y práctica real de las palabras. De las palabras y la manera como actúan en nuestra mente y, en consecuencia, en nuestros
comportamientos.
Con Séneca entramos en otro mundo teórico distinto, aunque también se trate, como en este magnífico ejemplar manuscrito del opúsculo De clementia, de organizar la vida política. Sabemos que Séneca pensaba en Nerón y en las relaciones con sus súbditos cuando escribía sobre
la clemencia del poderoso. Por supuesto, el poder supremo pertenece
al emperador; pero éste tiene que mitigarlo, suavizarlo, humanizarlo
con la clemencia. El pequeño escrito comienza con esta sugestiva comparación dirigida a Nerón, a quien aconseja que se contemple en sus líneas, «como si yo fuera un espejo para que te veas a ti mismo en mi escritura y sepas de qué manera podrás alcanzar la mayor deleitación de
todos los deleytes».
La imagen del espejo que había utilizado ya Aristóteles en un contexto mucho más intenso y hondo –el amigo como alter ego– queda
convertido aquí en letra que, sin embargo, es capaz de penetrar en el
interior de Nerón, y dejarle verse, dejarle mirar. Sin plantear la posible
contradicción –una más en la filosofía de Séneca– de si este espejo se
puso ante el emperador después del asesinato de Británico, parece iniciarse aquí toda esa literatura de «espejo» de príncipes, con las que se
teorizaba sobre el siempre temible poder absoluto.
Por supuesto, la traducción es mucho más jugosa que el cortante latín con que comienza el original del pequeño escrito, y es libre e inteligente interpretación del traductor convertir la simbología del espejo
en escritura. Una traducción de enorme modernidad es, pues, la utilización de la expresión «para que te veas a ti mismo en mi escritura».
Un análisis detenido merece también la obra hermenéutica de nuestro
traductor. Los dos libros de que consta el escrito han planteado numerosos problemas. Sobre todo, porque el llamado segundo libro son
sólo siete páginas, y algunos editores recientes, como Manfred Rosenbach (Darmstadt, WBG, 1999), François Préchac (París, Les Belles Lettres, 1967-1972), han incluido y adaptado en el primero los supuestos
restos del segundo libro.
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Un espacio bibliográfico de gran interés está representado por dos personajes excepcionales, Ramón Sabunde y Miguel Servet. De Sabunde
existe en la Biblioteca Nacional un ejemplar magnífico de la Teología naturalis sive liber creaturarum specialiter de homine et de natura eius inquantum
homo et de his quae sunt neccesaria ad cognoscendum seipsum… Sólo en la última página aparece, apretado con la columna del texto, el lugar de la
impresión, el editor y el año (Nürenberg, Antonio Koberger, 1502). Entre nuestros heterodoxos, Sabunde es casi un desconocido, a pesar de la
importancia de su «libro de las criaturas», que rompía la tradición escolástica e iniciaba una atmósfera nueva que llegaría a los filósofos italianos del Renacimiento. Menéndez Pelayo dedicó pocas páginas al genial
barcelonés en su Historia de los heterodoxos españoles y estuvo más preocupado en la polémica con el abate Reulet sobre la patria de Sabunde.
Y no sólo la patria, sino la misma personalidad de Ramón Sabunde
está envuelta en misterio, aunque sabemos que estuvo vinculado a la
ciudad de Toulouse. Sin embargo, su obra tuvo una gran difusión. La
primera edición fue probablemente la holandesa en Deventer (1484), a
la que siguieron las de Wolfenbüttel (1488), Estrasburgo (1496), Nüremberg (1502), Venecia (1581), Halle (1631), Lyon (1648; había ya otras
anteriores en esta ciudad), París (1647), Fráncfort del Main (1631 y
1635), Ámsterdam (1661), aunque esta edición es ya un compendio hecho por el pedagogo Johann Amos Comenius. Por cierto, sorprende
que en uno de los últimos libros sobre Comenius, como el de V. J. Dieterich, Hamburgo, Rowohlt, 1991, no haya mención alguna de la traducción del libro de Sabunde.
Dada la difusión del escrito, no es extraño que Montaigne dedicase en
el libro II de sus Essais un largo capítulo a la Apologie de Raimond Sebond:
«Pareciéndome esta obra –dice Montaigne– demasiado rica y demasiado
bella para un autor cuyo nombre es tan poco conocido, y del cual sólo sabemos que era español y que ejercía la medicina en Toulouse, hace doscientos años, preguntéle a Adrien Tournebu, que sabía tantas cosas, qué
podía ser ese libro, y me dijo que tal vez pudiera tratarse de alguna quinta esencia de S. Tomás de Aquino. El caso es que fuera quien fuese el autor e inventor (y no hay razón para privar a Sabunde de este título), era un
hombre muy inteligente y dotado de muchas y hermosas cualidades».
Montaigne se extraña de la lengua en que está escrito el libro, «español, disfrazado con terminaciones latinas» y a instancias de su padre se
puso a traducir el Libro de las criaturas, dándonos un pequeño aviso hermenéutico: «Es fácil traducir a autores como éste, en los que sólo hay
que transmitir la materia; pero los que dan gran importancia a la gracia
Ramón Sabunde, Theologia naturalis, 1502 [h. C4r] (cat. 132).
y a la elegancia de la lengua, son peligrosos de acometer». La versión de
Montaigne apareció en París en 1599. Poco después se publicó una traducción francesa con el título de Violette de l’âme del monje Charles
Blendecq que era, como el de Comenius, un resumen. En España aparecieron dos ediciones en Toledo (1500 y 1504) y una en Valladolid en
1549. Un compendio en castellano, debido a fray Antonio Ares, se publicó en Madrid en 1614, en la imprenta de Juan de la Cuesta, con el título Diálogos de la naturaleza del hombre, de su principio y fin… También
hubo, en el siglo XIX, otras adaptaciones y resúmenes.
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Nuestro gran desconocido ha sido recuperado, en parte, y en la bibliografía de J. de Puig Oliver en los Arxius de Textos Catalans Antics (1982)
y en trabajos posteriores de este autor pueden encontrarse útiles referencias. También existe una traducción con prólogo y notas de Ana
Martínez Arancón (Tratado del amor de las criaturas: libro III, Madrid, Tecnos, 1988).
La filosofía de Sabunde era, para aquellos tiempos, realmente revolucionaria, y recogía una tradición que rompía el anquilosamiento y vaciedad de muchos formalismos escolásticos. La experiencia del mundo,
la mirada hacia la naturaleza que, por nuestra identificación con ella,
era el único camino para el propio conocimiento, constituía un paso
esencial en el nuevo camino que habría de recorrer, en sus nuevos comienzos, la sabiduría y la ciencia. Pero, además, ese «libro de las criaturas» estaba leído desde una apasionada teoría de la unión amorosa que,
en cierto sentido, enraizaba con lo mejor del franciscanismo y con el
neoplatonismo.
Los capítulos centrales de esta obra, De amore Dei et proximi, De conditione amoris, De fructis amoris, por ejemplo, son una fascinante filosofía
del amor. El «libro» de una naturaleza que acompaña y cobija nos permite «leer» nuestra particular experiencia y unirla así, ya que nosotros
también somos «naturaleza», al misterio del universo. El lazo de esa
unión era el amor, ligamina amoris, que dice Sabunde y, por ello, continuaba en su peculiar latín, nihil habemus in nobis, quo vere nostrum nisi solus amor. Estas ligaduras «mostraban al hombre su posibilidad de salvación», y en ese conocimiento y afecto de la naturaleza que nos rodeaba
y, al mismo tiempo, nos constituía, encontraba el primer fundamento
de su existencia. «Nada hay de verdad humano que no nos conduzca al
amor. Sólo el amor es capaz de transformarse en la cosa amada». Pero
sin aspiración a lo noble y lo verdadero, la voluntad que desea y quiere
puede, sin embargo, mejorarse o envilecerse. «Cuanto más noble y digna sea la cosa que amamos, tanto más lo será la voluntad que estará ya
por encima de sí misma».
En muchos textos del Libro de las criaturas se anticipan intuiciones e
ideas de Bruno y de Spinoza que engrandece la sorprendente obra de
Sabunde. Nada tiene de extraño que en el Concilio de Trento se prohibiese el prólogo del libro. Esta prohibición continuó vigente en otros
Índices, como el del cardenal Quiroga de 1584.
La censura a una parte del libro de Sabunde no había de arrastrar el
dramatismo de la vida y la obra de otra personalidad genial como fue
Miguel Servet. La edición que se encuentra en la Biblioteca Nacional no
tiene la belleza ornamental y tipográfica de alguno de los otros libros
reseñados, pero en su sobriedad evoca, paradójicamente, la vida agita-
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da, y rebelde, de uno de los personajes más excepcionales de la historia
española. En la portada de la Christianismi restitutio no consta el nombre
del autor, ni siquiera el lugar, sólo la fecha, 1553, aunque una nota manuscrita en la contraportada, quizá de Luis de Usoz, que con tanto cuidado recuperó, coleccionó y editó a nuestros heterodoxos, indica que
podría tratarse de una reimpresión de 1790.
Una historia curiosa para el «destino» de los libros es la persecución
de la imprenta donde se imprimió. Se supone que la edición se hizo en
Vienne (Francia), pero cuando los esbirros de la Inquisición, ante la
acusación de un tal Antoine Arneys, un católico emparentado con un
amigo de Calvino, fueron a buscar el cuerpo del delito, los impresores
y sus prensas habían desaparecido de la casa.
Ya en la misma portada hay un pequeño manifiesto sobre el contenido del volumen: se trata de «restituirnos, por fin, al reino celestial, libres de la cautividad de la impía Babilonia y a destruir al Anticristo y a
todos los suyos». En la contraportada del volumen se anuncian los seis
escritos que contiene: I, De Trinitate divina, quod in ea non sit invisibilium
trium rerum illusio, sed vera substantiae Dei manifestatio et communicatio in
spiritu. II, De fide et de justitia regni Christi. III, De regeneratione et manducatione superna, et de regno Antichristi. IV, Epistolae triginta ad Joannes Calvinum. V, Signa sexaginta regni Antichristi. VI, De misterio Trinitatis et veterum
disciplina ad Philippum Melannchtonem et eius collega.
Es lógico que semejante programa, a pesar de su brevedad, pusiera en
guardia a las autoridades eclesiásticas, y no sólo católicas, que, de alguna manera, debían sentirse aludidas. Como es sabido, fue Calvino quien,
después de un monstruoso proceso, hizo quemar a Servet en la colina
de Champel en Ginebra. Antes había fracasado un intento para que lo
condenasen los católicos en Vienne, de cuya cárcel escapó. Las autoridades eclesiásticas se conformaron con hacer arder su efigie y su libro.
Aunque prácticamente todas las iglesias suizas (Berna, Basilea, Zúrich
y otras) enviaron respuesta a Farel y a Calvino asumiendo la muerte de
Servet, había en Ginebra un cierto movimiento de simpatía hacia el «hereje». Sobre todo desde que se conocieron ecos de las protestas que el reo
había dirigido a los magistrados, simples mediadores y, por supuesto,
aceptadores del fanatismo: «Los parásitos me comen vivo. Mis zapatos
están desgarrados. No tengo ni vestidos ni ropa alguna… Os ruego por
el amor de Cristo que no me neguéis lo que concederíais a un turco o a
un criminal. Es en extremo cruel que no me deis ninguna oportunidad
para remediar mis necesidades corporales». Los acusadores fueron implacables. Camino de la hoguera hicieron parar a Servet ante el Hôtel de
Ville, donde el tribunal leyó la sentencia «Contra ti, Miguel Servet», «villanovanus, de Villanueva, en el reino de Aragón, en España, hemos hecho
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Miguel Servet, Christianismi restitutio … [p. 5] (cat. 135).
este proceso por el cual y por tus propias confesiones muchas veces reiteradas resulta que tú has enseñado doctrinas falsas… y las has divulgado con perversa obstinación en libros impresos».
La frase, en griego, que está en la portada del libro de Servet: «Ha surgido una lucha violenta en el cielo», iba a tener lugar no en el cielo, sino
en la tierra, que es donde realmente se dan las luchas, aunque las más
encarnizadas se levanten en el aire poco celestial de los fanatismos.
«Precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de
forzar la opinión de los otros, son los más hipócritamente sensibles
ante cualquier oposición a su propia persona».
Pronto, ante la ferocidad de estos «espíritus piadosos», y ante el escándalo farisaico de Calvino y los suyos, aparecieron algunos escritos que
protestaban contra la fechoría. En Basilea se difunde un escrito De haereticis que provoca la indignación del portavoz de Calvino, Théodore de
Beze: «Han impreso el nombre de Magdeburgo sobre el título, pero ese
Magdeburgo está, creo yo, junto al Rin. Hace tiempo que sabía que allí
se discurrían tales infamias». Las infamias eran, además del libro, el pró-
logo de Sebastián Castellio, una de las páginas más hermosas sobre la
tolerancia y contra el fanatismo. Entre otras protestas contra la ferocidad de esos inquisidores, destaca también Mino Celso de Siena y su tratado De haereticis capitali supplicio afficientibus. Estos y otros escritos defendían aquella libertas conscientiae que no era, en absoluto, un diabolicum
dogma, como pretendían los inquisidores y los ignorantes pervertidos y
atemorizados por ellos. Una «libertad de conciencia» de la que se hace
eco el morisco Ricote, cuando le cuenta a Sancho sus experiencias por
Alemania, en la segunda parte del Quijote.
El mismo mundo de inquietudes teóricas, que pretendían cambiar las
formas de vivir y de pensar, se refleja en uno de los libros que mayor influencia tuvo en Europa: El Enquiridion manual del caballero Christano, compuesto primero en latin por el Ecelente y famoso varon. D. Erasmo Roterodamo,
Dotor en sacra Teología del Consejo de su Majestad. Traducido de alli en Castellano: y después visto y aprobado por el muy Illustre y reverendissimo señor Alonso
manrrique Arçobispo de Sevilla Inquisidor general en estos reynos: y por los señores del consejo de su Majestad de la sancta Inquisición. Dirigido a su muy
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Illustre reverendissima Señoría: y Impresso por su mandado. En la insigne Universidad de Alcala de Henares En casa de Miguel de Eguia… No es segura la
fecha de la edición. Probablemente 1526. Hay otra edición, también de
Miguel Eguia, de 1527. El Enquiridion fue publicado repetidas veces, y
fueron también distintos sus impresores, además de Miguel Eguia. Hay
una primera edición, al parecer, perdida.
Escrito el original latino en 1501, un año después de la publicación de
los Adagia, apareció en 1503, en la colección «Lucubratiunculae» de
Theodor Martinus en Amberes. El libro despertó, al principio, muy
poco interés, ni siquiera en la edición que, fuera ya de la colección, hicieron el mismo Martinus y Valentin Schumann en 1515. Sólo, como
cuenta el reciente editor, Werner Welzig, en su introducción al Enchiridion (Erasmus von Rótterdam, Ausgewählte Schriften, vol. 1, Darmstadt, WBG,
2006), empezó a encontrar resonancia cuando apareció en Basilea, en
1518, en la famosa edición de Froben. Esta nueva edición iba acompañada de una larga carta dirigida a Paul Volz, abad de un monasterio benedictino en Schlettstadt y en el que se exponía, concisa y claramente, el
ideal fundamental del libro. En 1536, el año de la muerte de Erasmo, se
habían publicado más de cincuenta ediciones y traducciones al castellano, inglés, alemán y francés.
El éxito del Enquiridion se debía, entre otras cosas, a esa atmósfera de libertad, o mejor de liberación, que suponía situarse, en principio, fuera
de esquemas escolásticos y, sobre todo, de las monótonas y viejas fórmulas de predicación oral que, casi exclusivamente, habían alimentado
al pueblo. Es verdad que un libro escrito en latín tenía que mantenerse
en un espacio culto. Pero Erasmo no escribe para eclesiasticos. Su libro
está dedicado a un «amicus aulicus», Johannes Poppenreuter, un importante industrial de Núrenberg, amigo, a su vez, de Durero. De esta mutua amistad surgió, sin duda, el admirable grabado que el pintor hizo de
Erasmo «ad vivam effigiem deliniata, MDXXVI».
Un libro escrito pensando en ese lector suponía ya la existencia de un
público culto que podía mirar el cristianismo con nuevos ojos. Ese espíritu renovador se hizo presente en la buena acogida que tuvo en España. Durante la primera mitad del siglo fueron también numerosas
sus traducciones. En el prólogo a esta edición de Alcalá de Henares, el
traductor escribe que es cosa razonable «que los que no aprendieron
Latín, así Hombres como Mugeres: tengan y lean los libros dela sancta
escritura en nuestro Romance y lengua comun». Porque no son menos
devotos «los que con su buena simplicidad y atención la oyen y tienen
en reverencia; creyendo estar alli encubiertos grandes y maravillosos
misterios, aunque no los alcançan: que los otros que por saber la lengua: gustan mas de su intelligencia».
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A pesar del gran suceso que hasta mediados el siglo XVI tuvo, en España, la obra de Erasmo, y, sobre todo, los Adagia y el Enchiridion, con la
muerte de su autor en 1536 y el poder inquisitorial creciente bajo el reinado de Felipe II, se fue extinguiendo la influencia erasmista. Marcel Bataillon, el extraordinario hispanista francés, en uno de los mejores libros
que se han escrito sobre la cultura española, ha narrado, con apasionante interés y asombrosa erudición, la historia de esta frustrada aventura
intelectual (Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI,
traducción de Antonio Alatorre, México-Madrid-Buenos Aires, Fondo
de Cultura Económica, 1966. Hay varias ediciones posteriores. El original francés se publicó en París, en 1937). Dámaso Alonso hizo una edición del Enquiridion, adoptando el texto del ejemplar que se conserva en
la Biblioteca Nacional con un extenso prologo de Bataillon (Madrid, Junta para Ampliación de Estudios, 1932). En 1971 apareció una reimpresión de esta obra.
De los múltiples textos que podríamos citar, recogeré uno. Toda la
obra de los verdaderamente grandes escritores, adquiere esa categoría
de excelencia que solemos llamar «clásico». Entre los significados de tal
palabra, se podría recordar que lo clásico es aquello que resiste el desgaste del tiempo, que alcanza un nivel de perennidad, que lo que dice sigue teniendo el poder de establecer un diálogo con todo lector y, sobre
todo, en cualquier época. Lo clásico llega más adentro, en la mente del
lector, que ese sarpullido efímero de muchos de los supuestos estímulos de la supuesta modernidad. Una modernidad o postmodernidad
que promociona, alienta y, en cierto sentido, falsifica el tantas veces deteriorado espacio de la escritura.
En el prólogo del autor, «a un amigo suyo a quien endereço este libro»,
escribe Erasmo: «Lo primero que te consejo es que una y muchas veces
traygas a la memoria que toda la vida de los mortales no es aquí sino
una perpetua guerra… y assí andan las gentes por la mayor parte muy
engañadas. Porque este mundo embaucador los tiene ocupados y embovecisos los entendimientos con sus trampantojos y engaños halagúeños». Resuena, en este texto, el desgajado y desgarrado fragmento
de Heráclito (Diels, 53): «La guerra es el padre de todas las cosas y el rey
de todo, a unos nos los deja ver como dioses, a otros como hombres, a
unos los hace esclavos, a otros libres». Pero, por suerte, sobre el texto de
Erasmo tenemos el inmenso contexto de su obra que cobija nuestra libertad hermenéutica a la que nos abandona, completamente, el filósofo de Éfeso. Esa guerra de Erasmo tenía que ver con la educación, con la
libertad ante los prejuicios que nos acechan, con la liberación de la
consciencia y, al mismo tiempo, con la liberación para poder pensar.
Erasmo estuvo, naturalmente, atado a la problemática religiosa de su
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tiempo; pero en ella se habían sembrado ya las semillas que permitirían
dar un paso adelante en el camino del progreso, en el que siempre sueña avanzar la humanidad por muy utópico que parezca, y en la lucha
que conduce a la justicia, a la verdad, fuera ya del fanatismo y la superstición, que se extiende a los dominios más inesperados y perversos.
IV
Tan divulgados debieron de ser los Dialoghi d’amore de Judas Abravanel o
Abarbanel, más conocido por León Hebreo, que los encontramos ya en
el prólogo del Quijote. Allí, Cervantes hace un elogio, en un famoso texto, de la Philographia, como su autor llamaba a esta ciencia del amor que
late en sus tres diálogos: «Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, topareis con León Hebreo, que os hinchará las
medidas». Pero no es sólo en la Galatea, como suele afirmarse, sino, sobre todo, en el asombroso parlamento de Marcela, en la primera parte
del Quijote, donde encontramos los ecos platónicos, a través de la tradición renacentista que León Hebreo conoce, de esta filosofía del amor.
El autor de estos diálogos amorosos entre Philón y Sophía había nacido, probablemente, en Lisboa, de familia oriunda de Castilla, hacia
1460, y muerto ya en Italia en 1535, cuando aparece su, tal vez, único libro. León había sido víctima, junto con su familia, –su padre, Isaac, fue
consejero de Alfonso V de Portugal–, de la expulsión de España decretada por el edicto de 1492. Nuestro autor ejerció la medicina en distintas ciudades italianas, que le acogieron, como solía ocurrir, más generosamente que en su propia patria. «Madrastra de tus hijos verdaderos»,
había escrito el poeta.
Los Dialoghi debieron ser compuestos en italiano, aunque las «onzas
de lengua toscana» de que habla Cervantes eran, quizá, medias onzas,
porque el supuesto «toscano» tuvo que ser retocado o quién sabe si traducido del castellano, en el caso de que ésta fuese la verdadera lengua
materna de Judá Abravanel. Pero en castellano tenemos la fortuna de
poder leer los Dialoghi en la traducción del Inca Garcilaso. Una edición
de esta traducción, al cuidado de Andrés Soria Olmedo, se ha publicado con el título Garcilaso Inca de la Vega. Traducción de los Diálogos de amor
de León Hebreo. Madrid, Biblioteca Castro, 1996. El ejemplar de la Biblioteca Nacional que perteneció a Pascual Gayangos, lleva el título: Dialoghi di amore di Leone Hebreo, Medico. Di nuovo corretti e ristampati. In Vinetia
Presso Giorgio de’Cavalli, 1562. Hubo otras ediciones anteriores a partir de
la primera en Roma, de 1535.
El mundo filosófico de León Hebreo se mueve en el círculo del renacimiento platónico que había puesto en marcha, principalmente, Mar-
silio Ficino en la Academia Florentina, fundada en Careggi, en la villa
donada por Cosimo de Medici. De aquí salieron algunas de las obras
más importantes de Marsilio Ficino, entre ellas la monumental traducción latina de Platón, Omnia Divini Platonis Opera tralatione Marsilii Ficini,
emendatione et ad graecum codicem collatione Simonis Grynaei, summa diligentia repurgata, quibus subjectus est Index quam copiosissimus. – Basileae, in officina Frobeniana, 1546, que ya habían aparecido en Florencia (1483-1484).
También en Basilea, en Froben, se imprimirán, posteriormente, las Opera Omnia de Marsilio Ficino.
Ficino compuso un comentario al Convivium de Platón, en 1469, que
fue redactado varias veces. Traducido y reelaborado por el mismo Ficino de la versión latina de los diálogos de Platón con el título De amore, la versión en lengua «vulgar», publicada después de su muerte, habría de tener un extraordinario suceso. Pero, por las fechas, no podemos pensar, al menos por esta obra, que influyese en León Hebreo
que, sin embargo, debió de conocer las traducciones latinas de Platón
o, al menos, el tratado sistemático más importante de Ficino, fundamental monumento del platonismo renacentista: Theología platónica:
De inmortalitate videlicet animorum ac aeterna felicitate libri XVIII (1474).
La teoría del amor de León Hebreo discurre por los cauces platónicos que modificaron y orientaron los autores renacentistas. El deseo
de unión con la verdad, con la bondad, con la belleza y, en definitiva,
con el ser, podía aplacar las múltiples tendencias y pasiones de los seres humanos; conforme a lo más característico del platonismo, frecuentemente, surgen temas del Timeo y de la cosmología y «biología»
aristotélica. En el diálogo con su amada, Filón explica a Sofía la generación del esperma en el hombre, en relación con el Cosmos y que recogemos como ejemplo del magnífico traductor: «El Sol es el corazón
del cielo, del cual se deriva el calor natural espiritual, que hace exhalar
los vapores de la tierra y del mar y engendra el agua y el rocío, que es
el semen, y los rayos, aspectos suyos, lo conducen, mayormente con la
mutación de los cuatro tiempos del año que él hace con su movimiento anual. La Luna es el cerebro del cielo, que causa las humedades, que
son el semen común; y por sus mutaciones se mudan los vientos y descienden las aguas, hace la humedad de la noche y el rocío que es nutrimiento seminal». Pero no sólo en el Universo celeste, como en el corazón
del hombre, se da ese deseo de unión amorosa según nos dice el enamorado Filón en una página admirable: «Los planetas se aman el uno al otro
cuando se miran de aspecto benigno». Por eso también la «pequeña» naturaleza está sujeta al deseo amoroso, como se percibe en las imágenes
de Venus: «Y la pintan ceñida de un cesto, cuando hace matrimonios y
bodas, por significar la ligadura grande y vínculo inseparable que Venus
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pone entre los conjuntos en amor. Aplícanle a ella, de los animales, las
palomas, por ser muy dedicadas al ayuntamiento amoroso, y de las yerbas, el mirto, así por el suave olor como porque está siempre verde
como el amor». El texto de León Hebreo, en la afortunada versión del
Inca Garcilaso de la Vega, hizo llegar al pensamiento español la obra de
un autor que habíamos perdido, en muchos sentidos, con su destierro.
Una cultura que luchaba por mantenerse entre inquisiciones y exilios.
V
Un mundo no muy distinto, a pesar de que sus obras tienen un horizonte, digamos, más «científico» y pedagógico que la metafísica del
amor de Judá Abravanel, es el de Juan Luis Vives. Tal vez el médico judío, castellano, italiano, pretendió, a su manera, iluminar los sentimientos, hacer ver el inmenso territorio de la sensibilidad y, con su conocimiento, educar nuestros quereres y deseos. Algo así, en un espacio
mucho más extenso que hace más admirable, a pesar de su prematura
muerte, su también extensa obra, es la tarea filosófica y educadora de
Vives.
La pequeña edición que hemos recogido es la traducción castellana del
original latino, escrito en Brujas, en 1524, e impreso en Lovaina «apud Petrum Martinum Alostensem». Una edición posterior del texto latino, encuadernado con otras obras, entre ellas de Francisco Sánchez el Brocense, es la que guarda la Biblioteca Nacional: Joannis Lodovici Vivis Valentíni ad
sapientiam Introductio… Salmanticae. Excudebat Matthias Gastius, 1572.
La traducción lleva por título Introducción a la sabiduría compuesta en latín por el doctor Juan Luis Vives, traducida en castellano por Diego de Astudillo,
Con licencia en Valencia por Benito Monforte. Año 1765.
Un prólogo de Gregorio Mayans y Siscar, firmado en Oliva el 1 de julio de 1765, enriquece la edición. Mayans parafrasea el sentido general
del texto de Vives, que, por cierto, está dividido en pequeños apartados independientes, alguno de ellos de no más de tres o cuatro líneas.
Mayans escribe que «este insigne valenciano, pensando bien que la virtud es el fundamento de la sabiduría… hizo una breve suma de la Filosofía Moral, en que recogió toda la sana i util dotrina de Platón, Aristóteles, Cicerón, Epicteto, Séneca, Plutarco en lo que era conforme a la
Razón Natural i la religión Christiana, perficionando aquella, usando
de un estilo filosófico esto es, propio, juicioso, desnudo de adornos,
sencillo, metódico i claro… distribuyendo la obra en 15 capítulos de
manera que leyendo uno cada día, en dos semanas se concluye la lectura i puede repetirse, dando todos los días al Entendimiento un alimento provechoso a la voluntad».
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Como traductor, nos cuenta también Astudillo que emprendió su
trabajo de divulgar el texto en castellano porque «la primera vez que le
lei, me contento tanto que me parecio no haber leido en tan pocas hojas tantas cosas tan buenas, tan bien concertadas, tan claras, ni tan provechosas. I tornandole a leer la segunda y aun la tercera vez i contentándome siempre más i estando mui alegre con él…».
Las resonancias del pequeño tratado sobre la sabiduría que Mayans y
Astudillo, entre otros, leían en esa atmósfera de los buenos deseos, más
o menos utópicos, alientan hoy con toda la fuerza que Vives deseaba en
su tiempo. «Porque no hay error en el entendimiento humano (in hominum mentibus), ni hay cosa en toda la vida, que mayor destrucción traiga, que tener dañado el juicio (depravatio illa judiciorum) de manera que
no pueda apreciar y estimar las cosas en su verdadero y justo precio».
Este daño en el entendimiento era el resultado de una equivocada
educación de la que apenas pueden librarse los seres humanos si, desde
la infancia, han estado sometidos a los embates de la sinrazón, del fanatismo, de la degeneración del cerebro a la que conduce la manipulación educativa. El camino hacia la sabiduría que Vives predicaba no era
otro que el «camino de la libertad» que libra de la tiranía de las opiniones sin fundamento. Una doctrina que constituye la raíz de todo posible desarrollo del ser humano. Este ideal tenía que crecer entre el mundo de las pasiones, de los egoísmos personales y tribales, de la perversión de la mente y del ánimo; pero, a pesar de todo, la obra entera de
Juan Luis Vives era un testimonio y un esfuerzo continuado para mantener vivo ese fuego de la racionalidad, de la verdad y de la bondad.
En algo parecido soñaba el médico Juan Huarte de Sanjuán, nacido
hacia 1526. La portada de su famoso libro incluye datos sobre su persona y una especie de manifiesto de sus intenciones intelectuales y, por
supuesto, pedagógicas: Examen de ingenios para las ciencias / Donde se muestra la diferencia de habilidades que ay en los hombres, y el genero de letras que a
cada uno responde en particular. / Es obra donde el que leyere con atención hallara la manera de su ingenio, y sabra escoger la ciencia en que mas ha de aprovechar:
y si por ventura la vuiere ya profesado, entendera si atino a la que pedia su habilidad natural / Compuesta por el Doctor Juan huarte de sant Juan, natural de sant
Juan del pie del puerto / Va dirigida ala Majestad del Rey don Philipp, nuestro señor. Cuyo ingenio se declara, exemplificando las reglas, y preceptos desta doctrina.
Con privilegio Real de Castilla y de Aragon. Con licencia impresso en Baeça, en
casa de Juan baptista Montoya (1575).
En Baeza también se imprimió una nueva edición en 1594. El ejemplar
de la Biblioteca Nacional lleva una nota en la que se dice que esta edición
segunda es «la más apreciable y rara». El libro de Huarte se tradujo pronto a varios idiomas. La traducción alemana fue obra de Lessing, en 1752,
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con una título de sabrosa variante: Johnn Huarts Prüfung der Köpfe zu den
Wissenschaften.
En el siglo pasado, Rodrigo Sanz llevó a cabo una excelente edición,
mejorando la que había en la Biblioteca de Autores Españoles. La edición de Sanz apareció en la Biblioteca de Filósofos Españoles que dirigía Eduardo Ovejero y Maury y se publicó en dos volúmenes, en Madrid, Imprenta La Rafa, 1930. Esta meritoria Biblioteca de Filósofos Españoles quedó truncada en la Guerra Civil. Rodrigo Sanz tomó en
cuenta las dos ediciones de Baeza para componer la suya. En el detallado prólogo explica no sólo las característica de su edición, sino la experiencia que llevó a Huarte a concebir un «examen de ingenios» para
hacer progresar nuestra ciencia. Precisamente por el extraordinario interés de la obra de Huarte, aunque la edición de la Biblioteca de Filosofos Españoles es ya difícil de encontrar, disponemos hoy de una muy
buena edición de Guillermo Serés, en la colección Letras Hispánicas,
Madrid, Cátedra, 1989.
Obviamente, el libro que se publicó, con censura favorable, empezó a
tener problemas con la Inquisición, que lo prohibió, por primera vez,
en el Índice de l581. Estas prohibiciones obligaron a su autor «a andar
por tantos tribunales», y a tachar numerosas páginas. Rodrigo Sanz, el
cuidadoso y entusiasta editor, ha narrado las tristes peripecias inquisitoriales del extraordinario libro.
En su memoria quisiera acabar estas notas con un texto del prólogo de
su edición de 1930: «La presente, pues, no quiere ser una edición crítica,
sino tan solo poner a clara luz la palabra y por la palabra la mente de
Huarte, para que los estudios del Examen puedan facilitarse sobre texto
seguro, y seguros se hagan en España para quien Huarte escribió. Aquel faro
de nuestro pensamiento –como otros de nuestro siglo XVI– es preciso
que vuelva a alumbrarnos en la necesaria empresa de empalmar nuestra
vida científica nacional y propia, que se fue aletargando desde el siglo XVII,
en sopor de que aun no estamos completamente recobrados».
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