yacía en el suelo inconsciente. Valeria intentó llegar hasta él para ayudarlo, pero no consiguió abrirse paso entre el gentío. Un campesino que llevaba una guadaña arremetió contra el retrato del severo abuelo de Bea y rasgó el lienzo. Uno de los hombres disparó contra la araña de luces, que cayó y se rompió en mil pedazos. Unas cortinas empezaron a arder: alguien había acercado una ant orcha a ellas. Fitz había estado en el campo de batalla y había aprendido que la gallardía debía tem plarse con el cálculo frío. Sabía que él solo no podría salvar a Andréi de aquella turba. Pero tenía que conseguir rescatar a Valeria. Enfundó el revólver. Salió al vestíbulo. Toda la atención estaba centrada en el príncipe yaciente. Valeria seguía junto a la turba, golpeando en vano las espaldas de los campesinos que tenía delante. Fitz la agarró por la cintura, la levantó y se la llevó en volandas a la sala de estar. Sintió un dolor tremendo en la pierna al cargar con ella, pero apretó las mandíbulas y siguió. - ¡Suéltame! -gritó ella-. ¡Tengo que ayudar a Andréi! - ¡No podemos ayudarlo! -repuso Fitz. Se acomodó mejor sobre el hombro a su cuñada para aliviar un poco la presión en la pierna. Al hacerlo, una bala pasó lo bastante cerca para que él pudiera oírla. Fitz miró atrás y vio a un soldado uniformado sonriendo y apuntándolo con una pistola. Oyó un segundo disparo, y notó un impacto. Por un instante creyó que estaba herido, pero no sentía dolor, y echó a correr hacia la puerta que daba al comedor. Oyó que el soldado gritaba: - ¡Se la llevan! Fitz cruzó la puerta justo cuando otra bala alcanzó la madera del marco. A los soldados rasos no se les adiestraba en el uso de pistolas y en muchos casos ignoraban que esas armas eran mucho menos precisas que los fusiles. Corriendo tan deprisa como le permitía la pierna herida, pasó junto a la mesa esmeradamente preparada para que cuatro acaudalados aristócratas cenaran en ella, con cubertería de plata y cristalería. Oyó que le seguían varios hombres. Al final del comedor, otra puerta comunicaba con la zona de las cocinas. Accedió a un pasillo estrecho y de allí a la cocina. Un cocinero y varias criadas habían dejado de traba jar y lo miraron, paralizados y aterrados. Fitz advirtió que los hombres estaban ya demasiado cerca. En cuanto lo tuvieran a tiro, lo matarían. Tenía que hacer algo para impedirles avanzar. Bajó a Valeria al suelo. Ella se balanceó, y Fitz vio sangre en su vestido. Le había alcan zado una bala, pero seguía con vida y consciente. La sentó en una silla y volvió al pasillo. El sonriente soldado corría tras él, disparando a discreción y seguido por varios hombres más; la estrechez del pasillo los obligaba a ir en fila. Tras ellos, en el comedor y la sala de estar, Fitz vio llamas. Desenfundó el Webley. Era un revólver de doble acción, por lo que no era preciso amartil larlo. Desplazando todo su peso a la pierna sana, apuntó con cuidado al vientre del soldado que corría hacia él. Apretó el gatillo, se oyó la explosión y el hombre cayó al suelo de piedra delante de él. En la cocina, Fitz oyó gritar a las mujeres, aterrorizadas. Fitz disparó de inmediato al siguiente hombre, que también cayó. Volvió a disparar al ter cero, con el mismo resultado. El cuarto reculó al comedor. El conde cerró de golpe la puerta de la cocina. Los demás hombres dudarían, y se preguntarían cómo podían averiguar si Fitz los esperaba con la pistola, y eso le proporcionó justo el tiempo que necesitaba. Cogió a Valeria, que daba la impresión de estar perdiendo el conocimiento. Fitz nunca había estado en las cocinas de aquella casa, pero avanzó hacia la parte trasera. 487