Follet, Ken - La caída de los gigantes

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- Quítatelos -susurró él.
- ¡No!
Fitz encontró el cordón en la cintura. Estaba atado con un lazo y lo deshizo de un
tirón. Ella volvió a poner su mano sobre la del conde de nuevo.
- Para.
- Solo quiero tocarte ahí.
- Yo lo quiero más que tú -replicó ella-. Pero no. Fitz se arrodilló en la cama.
- No haremos nada que no quieras -le dijo-. Te lo prometo. -Entonces agarró los
calzones con ambas manos y los rasgó.
Ethel dio un grito de sorpresa, pero no opuso resistencia. Fitz volvió a tumbarse y la
ex plor con la mano. La chica abrió las piernas de inmediato. Cerró los ojos y empezó a
jadear, como si hubiera corrido. El conde supuso que nadie la había tocado de aquel
modo antes, y una vocecilla le dijo que no se aprovechara de su inocencia, pero había
sucumbido al deseo y ya no escuchaba.
El conde se desabrochó los pantalones y se puso encima de ella.
- No -dijo Ethel.
- Por favor.
- ¿Y si me quedo embarazada?
- Me apartaré antes de acabar.
- ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo -dijo, y se introdujo en ella.
Sintió una obstrucción. Ethel era virgen. Su conciencia habló de nuevo, y esta vez no
fue con una vocecilla. Se detuvo. Sin embargo, entonces era ella quien había llegado
demasiado lejos. Lo agarró de las caderas y lo atrajo hacia sí, mientras ella se alzaba un
poco al mismo tiempo. Fitz sintió algo que se desgarraba, la chica soltó un grito agudo
de dolor y desa pareci la obstrucción. Mientras él entraba y salía, ella se acoplaba a su
ritmo con ansiedad. Abrió los ojos y lo miró a la cara.
- Oh, Teddy, Teddy -exclamó, y Fitz se dio cuenta de que Ethel lo amaba.
Aquel pensamiento lo conmovió de tal manera que estuvo a punto de romper a llorar
y, al mismo tiempo, lo excitó tanto que le hizo perder el control y alcanzó el clímax
mucho antes de lo previsto. Se retiró de forma rápida y desesperada, y derramó su
semilla sobre el muslo de Ethel, con un gemido, mezcla de pasión y decepción. Ella lo
agarró de la nuca, lo atrajo hacia sí, lo besó apasionadamente, cerró los ojos y soltó un
pequeño grito preñado de sor presa y placer; entonces todo acabó.
«Espero haberme apartado a tiempo», pensó Fitz.
V
Ethel prosiguió con sus quehaceres habituales, pero se sentía como si tuviera un
diamante secreto en el bolsillo que podía tocar de vez en cuando, y sentir su superficie
pulida y sus bordes afilados mientras nadie la veía.
En sus momentos más serenos le preocupaba lo que significaba aquel amor y hacia
dónde iba, y de vez en cuando la aterraba el pensamiento de lo que diría su padre
socialista, temeroso de Dios, si llegaba a averiguarlo alguna vez. Pero gran parte del
tiempo se sentía como si estuviera cayendo y no tuviera forma de evitarlo. Le gustaba
todo lo referente a Fitz, su modo de caminar, su olor, su ropa, sus buenos modales, su
aire de autoridad. También le gustaba la cara de desconcierto que ponía de vez en
cuando. Y cuando salía del dormitorio de su mujer con aquella mirada dolida, se le
partía el corazón. Estaba enamorada de él y había perdido el control sobre sí misma.
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