LA MAGIA DE LAS FORMAS. Arte africano del Museo Nacional de

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Investigación y Textos: Raffaela Cedraschi
LA MAGIA DE LAS FORMAS.
Arte africano del Museo Nacional de las Culturas
Ciudad de México
Una exposición sobre arte africano implica obligatoriamente el reto de encontrar un equilibrio
entre lo etnográfico y lo estético. Un acercamiento exclusivamente estético de las piezas
excluiría muchos aspectos indispensables para el entendimiento de obras que se salen por
completo de nuestra manera acostumbrada de entender el arte. Desde un enfoque
exclusivamente etnográfico, en cambio, se correría el riesgo de perder de vista al objeto o
de considerarlo sólo como un elemento secundario dentro del análisis de las instituciones,
con todas sus implicaciones sociales y religiosas, que utilizan máscaras y esculturas.
El objetivo de esta exposición, y de la publicación que la acompaña, es de ofrecer ciertos
elementos para mejor enfocar las problemáticas planteadas al hablar de artes de África, al
mismo tiempo que, al contextualizar las piezas y ubicarlas en su universo cultural, permitir
una apreciación más profunda y significativa del arte africano en su conjunto.
En un museo de arte concebido desde un punto de vista occidental, el significado propio de
cada expresión artística, que incluye no solamente sus formas y funciones, sino también el
conjunto de valores que le dan su razón de ser, se pierde en una masa indiferenciada de
objetos. Cuandos se exhiben, las máscaras y esculturas se inmovilizan, se cosifican y
pierden fuerza puesto que están alejados de la matriz cultural que los generó y los
justificaba.
A pesar de lo mucho que se ha escrito y reflexionado sobre el llamado “arte primitivo”, el
reconocimiento de la existencia de gente que vive, piensa y crea de manera diferente es
todavía muy pobre. En historia del arte los términos de referencia siguen siendo la escultura
griega y la pintura europea u oriental que marcan el modelo por excelencia; evidentemente
el arte africano no responde a clasificaciones tales como “naturalismo” o “clasicismo”, ya que
se sitúa fuera de la tradición occidental que hace que conceptos tengan sentido. No es
sorprendente que los primeros admiradores del arte de culturas no europeas hayan surgido
al margen de la academia y en abierta rebeldía hacia las corrientes estéticas de finales del
siglo pasado. Artistas como Matisse, Picasso, Kandinsky “descubren” las artes de África y
Oceanía precisamente por su búsqueda de soluciones plásticas diferentes, un cambio
drástico en el concepto de las formas. No sabían nada o casi de las culturas que crearon las
tallas que tanto los impresionaron, pero tampoco era importante para su búsqueda. Las
palabras de Picasso después de haber visitado, por equivocación, una sala del antiguo
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Museo de Etnografía de París (hoy Museo del Hombre), contadas más tarde por André
Malraux, revelan muy bien el impacto emotivo y el poder expresivo del arte africano: “‘Ese
museo espantoso... Era asqueroso... El mercado de las pulgas, el olor... Quería irme. No me
iba. Me quedaba. Me quedaba...’ Al parecer presentía que le estaba pasando algo ‘...que era
muy importante’. Se dió cuenta improvisamente de ‘...porque era un pintor’. Puesto que
descubrió que las máscaras eran antes que nada ‘...unas cosas mágicas’, unos
intermediarios, unos ‘intercesores’ entre los hombres y las fuerzas obscuras, unos ‘medios’,
unas ‘armas’ para liberarse de las angustias y los peligros que pesan sobre la humanidad. ‘Y
las Demoiselles d’Avignon se concretaron precisamente ese día pero no precisamente a
causa de las formas; sino porque era mi primer lienzo de exorcismo...” Así, nuestra
fascinación por el “primitivismo” y los objetos “exóticos”, a los cuales atribuimos una serie de
valores como “espontaneidad”, “instinto primigenio”, “libertad de creación”, no intrínsecos en
las obras, es el resultado de nuestro particular proceso cultural.
Las creencias evolucionistas tampoco mueren tan fácilmente en un mundo donde el
progreso tecnológico sigue siendo considerado como la única y mejor manera de
sobrevivencia. El arte africano, entre otros, es visto como un reflejo de un pasado muy
remoto, un remanente de un estadío temprano de la evolución humana, o la expresión de
una cultura congelada en el tiempo. El término “primitivo”, entendido en el sentido de más
simple o más temprano en términos evolutivos, además de la connotación peyorativa, es
doblemente engañoso; las culturas africanas son, de hecho, las más antiguas, además de
que, como dijo el famoso antropólogo V. Turner, “en cuestiones relacionadas con la religión,
así como el arte, no hay pueblos ‘más simples’, sino sencillamente pueblos con tecnologías
más simples que la nuestras. La vida ‘imaginaria’ y ‘emocional’ de los hombres es rica y
compleja, siempre y en todas partes”.
Como parte integral de la vida de los pueblos que son sus destinatarios, ningún arte puede
considerarse primitivo; los universos estéticos, determinados ampliamente por los rasgos
colectivos de las culturas que los produce, son expresiones culturales totales, aun cuando
sus formas, en áreas donde la tradición oral predomina, sean muy a menudo efímeras. Las
variadas expresiones combinadas que aparecen -danza, música instrumental, canto, poesía,
ornamentación corporal, arquitectura, decoración y escultura- intenta lograr un dominio
sobre el cosmos que incluye al mismo tiempo al hombre, la naturaleza y lo sobrenatural. Lo
“bello” no es solamente una noción eminentemente cultural relacionada a normas
particulares, es también, en un contexto dado, un equilibrio de elementos de los cuales sólo
algunos son materiales. La escultura, de hecho, es simplemente la más accesible, la más
transportable, de esos elementos en juego. Al respecto, se ha observado correctamente que
las artes contemporáneas occidentales tienen mucho en común con las artes tradicionales
africanas por su acercamiento multidisciplinario, la importancia del ‘performance’, el
aprovechamiento de los materiales más diversos, la preeminencia del signo, la práctica de
una estética comunitaria.
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Cuando se habla de artes africanos, una de las principales problemáticas a enfrentar es la
dimensión histórica. Todos, o casi, caemos en la trampa de considerar valiosos sólo los
objetos “antiguos”, eliminando así los de hechura más reciente, llamados
despreciativamente “etnográficos”. En África, sin embargo, el concepto de pieza “original” no
tiene las mismas connotaciones; los objetos, constantemente en uso y hechos generalmente
de materiales perecederos, sufren tarde o temprano algún accidente causado por el clima,
los insectos o simplemente el manejo. La copia que se manda a hacer no es nunca una
reproducción exacta de la anterior, sin embargo toma literalmente el lugar de la pieza
fracturada o perdida, la cual seguramente también era una copia de una obra anterior. No
hay ruptura en la continuidad simbólica y la copia es considerada como la original, en todos
los sentidos, a pesar de los innumerables reemplazos; el interés en fechar con exactitud la
pieza se convierte en una preocupación exclusiva del historiador de arte. Esta concepción
de los objetos no tiene nada de particular en África, donde el tiempo está marcado por
interminables ciclos, no sólo a nivel de la naturaleza, sino también en la vida de cada
hombre, ritmada por las diferentes etapas físicas y culturales, como el nacimiento, la
pubertad y la iniciación, el matrimonio y la procreación, la vejez, la muerte y la entrada a la
comunidad de los antepasados, en un perpetuo movimiento en espiral.
La actividad artística en África no se limita a la creación plástica, es decir, a aquellos objetos
que son considerados en el mundo occidental dignos de ser clasificados como obras de
arte. Las artes africanas encuentran medios muy diversificados de expresión, puesto que
siempre se combinan con alguna preocupación de tipo funcional. La ornamentación personal
es al mismo tiempo una manera de expresión y un sistema de protección. Puede consistir en
escarificaciones (pequeñas cicatrices abultadas o hundidas que fungen como tatuajes sobre
la piel negra, formando a veces complejos dibujos en la cara o el cuerpo), pinturas faciales y
corporales, peinados elaborados, mutilaciones o deformaciones voluntarias, que pueden ser
reforzados con varios tipos de joyas hechas de materiales prestigiosos o con efectos
terapéuticos. En muchas sociedades, como las nómadas, la ausencia de las artes plásticas
está compensada por la práctica de la ornamentación corporal y formas de expresión
ligadas a la tradición oral, como música, cantos, poemas. Este tipo de prácticas y
expresiones se vuelven de hecho los soportes preferidos para los símbolos operativos del
grupo.
Las obras de arte africano no se reducen a la madera o el marfil, que son las materias
primas más conocidas, sino que encontramos una enorme variedad de materiales y un
perfecto dominio de las técnicas en alfarería, metalurgia, tejido y cestería. En un pasado
todavía reciente, todos los objetos cotidianos como utensilios, recipientes, telas, esteras,
instrumentos musicales, armas, pipas, asientos, apoya-cabezas, puertas, postes, símbolos
de poder- tenían ricas decoraciones, las cuales estaban pensadas no sólo para embellecer
el objeto, sino también para indicar su pertenencia, función o la importancia social o ritual.
Todos estos objetos pertenecen a las artes africanas por las mismas razones que los
objetos exclusivamente rituales o sagrados: son los testigos de un gusto secular por cosas
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bellas, hechas para el gozo de la vista así como del tacto. De hecho, estas “artes menores”
participan mucho más en la vida cotidiana de la gente que las máscaras o las estatuas, la
mayoría del tiempo guardadas o poco visibles en sus apariciones en público puesto que, al
ser una manifestación de lo sobrenatural, su identidad debe quedar oculta.
En África pocos escultores son profesionales, como en el caso de los escultores de corte,
que vivían bajo la protección del rey y creaban sólo para él, no precisamente por razones
estéticas o culturales, sino para reforzar su prestigio y poder, puesto que todas las
actividades artísticas estaban dirigidas a la producción de símbolos para el mantenimiento y
la continuidad del orden social existente. Por lo general, sobretodo en África occidental, el
escultor es al mismo tiempo un artesano, el herrero de la comunidad -y su mujer la alfareray se dedica principalmente a la construcción o reparación de los utensilios de labranza y de
caza utilizados por los agricultores. De la misma manera, el griot, músico, poeta y
cuentahistorias, se dedica al trabajo de la tierra buena parte del año para garantizar su
sustento.
El anonimato de los artistas africanos es el resultado de una enorme ignorancia en
occidente sobre las realidades locales donde los objetos fueron producidos. Algunas
investigaciones recientes ya revelaron que los artistas más destacados, así como los
curanderos, músicos, cazadores o guerreros, eran muy bien conocidos en su comunidad y
en la mayoría de los casos se conserva su memoria. Sin embargo, no hay que perder de
vista que la obra en sí sobrepasa al artista en cuanto el objeto se convierte,
independientemente de su apariencia, en un receptáculo de fuerzas sobrenaturales y en un
instrumento ritual. La creación de formas es un intento de aprisionar poderes invisibles. Los
símbolos formalizados, que hacen referencia a un sistema establecido y colectivo, se
convierten en las expresiones de toda una cultura.
Actualmente, ya no se puede ver a las esculturas africanas como creaciones “espontáneas”,
como eran consideradas a principios de este siglo, como si fueran producto de inspiraciones
individuales, y no como algo integrante de un sofisticado sistema de pensamiento. Sólo
recientemente se ha puesto más atención en las percepciones estéticas propias de los
pueblos africanos y, a pesar de que las investigaciones siguen siendo muy escasas, algunos
datos pueden ayudarnos a mejor acercarnos a estas concepciones distintas. En muchos
idiomas se encuentra que “bello” y “bueno” están reunidos en una sola palabra, sin
embargo, los elementos que entran en juego en la valoración estética varían
considerablemente de región a región; algunos grupos enfatizan la calidad de la hechura de
una talla y su acabado, otros el balance entre lo ideal y lo real en la representación, la
composición, la simetría o la proporción “emocional”, es decir, cuando se aumenta el tamaño
de la cabeza, por ejemplo, en relación al cuerpo, por ser ésta considerada el centro vital e
intelectual del hombre (desde nuestro punto de vista “antinaturista”). En general, los niños ni
los ancianos están representados en las tallas, por el contrario, siembre se idealizan los
rasgos de una persona joven pero completamente adulta, enfatizando así cualidades tales
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como fertilidad, salud, fuerza y el ser social por excelencia. Nada extraño en sociedades
donde los niños, antes de la iniciación que los convierte en adultos, no son considerados
como parte integrante de la sociedad, mientras que los ancianos ya se encuentran a un
paso de abandonar el mundo de los vivos para convertirse en antepasados; en ambos
casos, efectivamente, se encuentran en una etapa de transición.
Resulta evidente que, en momento en que un objeto está hecho para cumplir con un
propósito específico en el marco de una sociedad, el artista no puede crear algo “hermoso”
si falla en lo funcional. La libertad del artista, de la misma manera que la del músico o del
danzante, está restringida por los límites de la norma de comprensión, puesto que el
producto final es parte de un sistema de signos -temas, formas, colores, decoracionessupuestamente entendidas por los iniciados y aceptadas por todos los demás. Desde este
punto de vista, la escultura se vuelve una especie de “escritura”; se puede escribir bien o
menos bien, sin embargo, lo esencial es lograr comunicar el contenido de un mensaje.
La utilización de la madera es universal en África aun cuando la escultura sea una actividad
practicada esencialmente por culturas agrícolas sedentarias. El tipo de madera utilizado
varía en cada región, sin embargo, en la elección también influye la funcionalidad del objeto:
generalmente se prefieren maderas ligeras y suaves para las máscaras, mientras que las
maderas pesadas y de grano fino son elegidas para las figuras y los muebles que requieren
mayor fuerza y estabilidad. La mayoría de las esculturas se obtienen de un solo pedazo de
madera y la forma cilíndrica del bloque inicial, generalmente un tronco, puede verse todavía
en el objeto acabado. La técnica empleada es sustractiva, es decir, se remueve la madera
para que salga la escultura. Hechas generalmente en madera clara, las esculturas son
tratadas con ciertos tipos de plantas, pigmentos minerales, resinas o grasas, como aceite de
palma, que las obscurecen y conservan. Las máscaras se pintan con pigmentos minerales o
vegetales obtenidos de semillas, hojas, bayas, generalmente en blanco, rojo y negro,
aunque hoy en día es ya muy común encontrarse máscaras con los brillantes colores de
pinturas artificiales.
Las tallas africanas no pretenden nunca ser representaciones fieles a la realidad; así como
las esculturas o las máscaras de antepasados no están pensadas como retratos de los
mismos, sino que constituyen la materialización de los espíritus de los ancestros en su
conjunto, la representación en máscaras de animales, salvajes o domésticos, responde a
conceptos abstractos, ligados a una interpretación de la realidad. En varias partes de África,
por ejemplo, encontramos máscaras que reúnen en una misma talla características de
diferentes animales, nunca coexistentes en el mundo animal. Todos los atributos son
tomados en préstamo de animales salvajes, cada uno de ellos con cualidades particulares
de fuerza, inteligencia y agresividad, y el resultado obtenido es el de máscaras o tocados
bajo la forma de animales fantásticos. En ninguna otra escultura africana encontramos tan
claramente la expresión de una idea o concepto. Estas tallas impresionantes no quieren
representar a ningún animal en específico sino que son la materialización de la idea de una
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naturaleza en estado puro, es decir, salvaje e indómita, pero al mismo tiempo única fuente
de fuerza vital y generadora de fertilidad. En esta noción, donde la naturaleza es tomada
como un ámbito contrapuesto a la cultura y la sociedad, ésta no representa lo “natural”,
como lo podríamos entender en nuestra cultura, sino todo lo que no está bajo el dominio y
control del hombre; los campos cultivados y los animales domésticos, por lo tanto, caen
dentro del ámbito de la cultura, ordenado y reglamentado, y no en la esfera de la naturaleza.
Precisamente bajo este marco de referencia, las máscaras de animales fantásticos
aparecen de repente en los funerales para tomar lo que le pertenece: las almas de los
difuntos. Son las encargadas de alejar de la aldea a ese elemento perturbador, que ya no
pertenece a la sociedad de los vivos; el difunto debe abandonar el espacio de los hombres y
reincorporarse al flujo vital de la naturaleza.
Otras máscaras africanas son, en cambio, la representación más o menos idealizada o
abstracta del rostro humano. Dependiendo de los grupos étnicos, cumplen distintos papeles
según la ocasión, sin embargo, todas están acompañadas por música, pasos de danza, un
traje y otros elementos, que caracterizan y diferencian cada una de ellas. Un traje de tela,
hojas o fibras recubre al danzante y lo oculta por completo ante el público, evitando así
poder ser reconocido. Esto refuerza la inevitable y necesaria transformación que se opera
en el momento de utilizar una máscara, que se vuelve posible sólo gracias a un proceso de
despersonalización absoluta del danzante aunado a su total identificación con la máscara
que representa. De esta manera el danzante entra en un espacio ritual que garantiza su
anonimato, particularmente importante cuando la máscara realiza acciones acusadoras o
punitivas.
Una de las principales representaciones con máscaras está relacionada a los ritos de
iniciación que marcan el paso de la infancia a la vida adulta. Durante su reclusión y bajo la
supervisión de ancianos e instructores, los jóvenes aprenden todo lo que tienen que saber
para desarrollarse en su vida futura, como las técnicas y los secretos de la agricultura y la
caza, la estructura política y genealógica de su grupo, las normas dictadas por el sistema de
parentesco, los mitos sobre el origen del mundo y de los hombres, la ejecución de los ritos y
las danzas. Los jóvenes también tienen que pasar por pruebas físicas como, según los
casos, la circuncisión en los niños, la clitoridectomía en las niñas y las escarificaciones que
quedarán para toda la vida como prueba de valor y marcas de diferenciación social.
La iniciación es por lo tanto una marca cultural, física e intelectual sobre la condición natural
del cada hombre: sólo a través de este proceso el individuo entra a formar parte de la
sociedad. No es de extrañar entonces que las mismas máscaras de animales fantásticos,
que encontramos durante los funerales, vuelvan a aparecer para regresar a la aldea a los
jóvenes iniciados; se formaron como nuevos adultos en la selva, en el ámbito creador de la
naturaleza, pero han sido marcados culturalmente y por lo tanto pertenecen a la sociedad.
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Las esculturas son consideradas como receptáculos de alguna fuerza o espíritu con base en
la idea, muy común en África, de la existencia de dos esferas de la realidad: una física,
tangible, y otra inmaterial, espiritual. Todo ser viviente, animado o no, está compuesto por
estos dos ámbitos, los dos estrechamente conectados; la esfera espiritual, sin embargo,
domina o por lo menos influye invariablemente sobre la terrenal y material. Esta otra esfera
de la existencia sólo puede ser vista o percibida con poderes sensoriales particulares
propios de los adivinos y curanderos. Estos “especialistas”, incluyendo a los herrerosescultores que en muchas sociedades están relacionados con poderes mágicos, forman
grupos sociales particulares y separados del resto de la sociedad, compuesta por
agricultores, puesto que “viajan” constantemente entre los dos mundos, no perteneciendo
completamente ni al uno ni al otro. La importancia de su papel reside precisamente en poder
interpretar los signos y mensajes del ámbito espiritual, sobre todo en caso de enfermedades
o de calamidades que afectan toda la comunidad.
Después de estas breves anotaciones resulta evidente que sólo se podrá entender las artes
africanas si se determina la naturaleza de los mundos culturales en donde se producen y se
identifica la particularidad de los sistemas sociales y simbólicos que las mantienen, como
sociedades de iniciación, sistemas de parentesco, estructura de las relaciones sociales y de
los valores morales, mitos, costumbres, representaciones, rituales.
En estas complejas y sofisticadas concepciones del mundo, donde todo está
interrelacionado, se encierra la eficacia simbólica de las máscaras y esculturas de África, las
cuales desprenden un encanto y una “magia” tan particulares que rebasan cualquier
frontera, espacial, temporal o cultural.
Raffaela Cedraschi
Ciudad de México, Julio 1999
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