Subido por Profesora. Leticia Sánchez Pérez

CUENTOS LATINOAMERICANOS

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CUENTOS LATINOAMERICANOS
INDICACIONES: LEER EL CUANTO Y REALIZAR
LAS ACTIVIDADES EN LA LIBRETA
CUENTO 1
Bosch
"La mancha indeleble" (1962) - Juan
Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas,
y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la
pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues
las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas,
aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el
espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí
paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para
actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie
podría evitarme esa macabra experiencia.
La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida
que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese
momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no
podía medirse en términos humanos.
-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.
-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
-Claro -¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las
paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía
la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de
mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del
recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las
grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes
lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna
de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.
-¿Y cómo me la quito?
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-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la
quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la
mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación.
Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez,
mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una
silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado
en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos
en la mesa.
-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan
terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal,
más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la
orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.
Al fin logré hablar.
-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así
como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis
ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin
ella, ¿con qué voy a pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para
tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa
burlona.
-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va
a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada.
Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos
extremos, pero ninguna estaba abierta.
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado
como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo
me hallaba en ese salón imponente.
Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse
con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos
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malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que
millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.
-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba
a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me
había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y
la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la
puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el
día que muere y la que todavía no ha cerrado.
En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la
puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se
alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido
sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los
ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De
todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como
loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en
todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo.
Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un
cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa
que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los
ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:
-Ese fue el que huyó después que estaba…
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta
violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.
Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me
esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del
hombre de los ojos sombríos:
-Después que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo
sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran
miembros o eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón,
cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va.
Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se
destaca más.
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A PARTIR DEL CUENTO IDENTIFICA RESPONDE.
AUTOR:
AÑO:
TRAMA: (LINEAL O NO LINEAL Y EXPLICAC EL POR QUÉ DE TU RESPUESTA)
DESENLACE: (ABIERTO O CERRADO)
PARAFRASIS:
ESCRIBE UN FINAL ALTERNATIVO:
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CUENTO 2: "Es que somos muy pobres" (1953) Juan Rulfo
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el
sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza,
comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha
de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes
olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo
único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del
tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada
amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos
que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo
despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si
hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me
volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue
haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había
seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía
más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua
revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo
poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa
mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y
al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo
que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a
esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién
sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque
ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso
nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de
todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua
que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde
debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa
aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que
decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y solo se ven las bocas
de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye
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nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el
río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se
había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi
papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra
colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando
sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue
tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse
matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le
abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día
entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las
vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al
sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató
de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella
agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran.
Bramó como solo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto
también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo
había visto. Solo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de
donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni
las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles
con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía
fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre
río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana,
ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos
trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela
a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja
como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi
casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego
que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas
malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las
llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por
agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral,
revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado
encima.
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Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero
más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron
para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya
a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la
falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da
por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para
siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera
faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, solo por llevarse también
aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le
haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha
está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese
modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala.
Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían
irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a
ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos
sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras
otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas,
llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda
aquí, la Tacha, que como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos
de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio
alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal;
como que estoy viendo que acabará mal.
Esa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está
aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin
dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera
metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De
su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace
temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a
podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella
se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse
para empezar a trabajar por su perdición..
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A PARTIR DEL CUENTO IDENTIFICA RESPONDE.
AUTOR:
AÑO:
TRAMA: (LINEAL O NO LINEAL Y EXPLICA EL POR QUÉ DE TU RESPUESTA)
DESENLACE: (ABIERTO O CERRADO, EXPLICA TU RESPUESTA)
DESCRIBE EL AMBIENTE: (CÓMO ES EL LUGAR Y QUE EMOCIONES PERCIBES)
ESCRIBE UN FINAL ALTERNATIVO:
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CUENTO 3: "El huésped" (1959) - Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso
de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no
era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se
acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión.
Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo
casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre,
siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que
parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada
supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía
resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —
dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia—. “Te acostumbrarás a su
compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de convencerlo de que se lo
llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer
que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi
marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza
grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin
embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura,
se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué
hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con
aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños
que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su
alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos
por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por
las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños,
entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.
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En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y
heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando
gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de
coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque
pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba
preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de
leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía
de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto,
como si nada hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la
perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda
vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi
cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la
cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón
del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba
realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está
durmiendo, él, él, él…
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez,
en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la
bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer
sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba
nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía
dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez
terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba
sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba
siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento
pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre
tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía
mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera…
Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija,
penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba
encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera
soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró
del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
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gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis
gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la
casa. Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el
afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra
y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día.
Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando
a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando
llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar
cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a
la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a
causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado,
me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban.
El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y
se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una
mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día
nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando
que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín.
“Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte
así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero
y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes
recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban
de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi
cuarto.
—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.
—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
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La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la
ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte
días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó
antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del
cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que
no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo
teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos
perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo
y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la
esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración,
bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a
clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas
gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba
durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos
abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin
alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles
los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera
muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de
dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos
días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y
desconcertante.
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