Neuquén, abril de 2013 La primera ola del tsunami” La Revolución Industrial en Gran Bretaña (1780-1840) 2 Joaquín Perren 3 “Y tanto Gran Bretaña como el mundo sabían que la revolución industrial iniciada por y a través de comerciantes y empresarios cuya única ley era comprar en el mercado más barato y vender sin restricciones en el más caro, estaba transformando al mundo. Nadie podía detenerla en este camino. Los dioses y los reyes del pasado estaban inermes ante los hombres de negocios y las maquinas de vapor del presente” HOBSBAWM (1999) La ambigüedad del término ‘revolución industrial’ nos obliga a prestar atención a sus significados. En principio, podría decirse que existen dos acepciones que dialogan en su definición. La primera de ellas, de carácter general, se refiere a “todo proceso acelerado de cambio tecnológico que entraña una transformación de la estructura social”. Debajo de este rótulo, no sólo encontramos los cambios que sacudieron a Gran Bretaña hacia finales del siglo XVIII, sino también a las diferentes experiencias industrializadoras que surcaron el globo en los siglos XIX y XX. Un repaso por la historia moderna nos pone frente a numerosos escenarios, desde Estados Unidos hasta países de Latinoamérica y Asia, que experimentaron el pasaje de una producción artesanal a otra fabril. No es extraño, entonces, que esta definición haya servido de criterio para evaluar el desarrollo relativo de un país. La idea detrás de este razonamiento era bastante sencilla: a medida que una economía se desprendía de sus componentes precapitalistas, podía emprender su desarrollo industrial. Quedaba así establecida una clasificación que medía el grado de avance en el cumplimiento de esta meta: en la cúspide se encontraban las potencias industriales, tanto capitalistas como socialistas, y debajo de ellas se ubicaban las economías “en vías de desarrollo” y las “subdesarrolladas”. Pero el término ‘revolución industrial’ tiene un segundo significado que nos interesa. Alejada de las definiciones de dudoso carácter universal, esta variante hace referencia a “la primera transición de una economía agraria a otra dominada por la manufactura”. Esta experiencia piloto tuvo un escenario privilegiado: Gran Bretaña, en la bisagra de los siglos XVIII y XIX. En palabras de Hobsbawm, la revolución industrial implicó que “por primera vez en la historia, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de un crecimiento rápido y constante de hombres, bienes y servicios” (1999: 35). En pocas décadas, la economía británica inició su despegue hacia el crecimiento autosostenido, despojándose, en ese tránsito, de los pocos vestigios del feudalismo que aún albergaba. Si bien el continente europeo había dado algunos pasos en esta dirección, especialmente durante el 4 Renacimiento del siglo XVI, ninguno de ellos dejaba de ser un condimento capitalista de una receta feudal. A diferencia de lo ocurrido en los siglos anteriores, la irrupción de una economía industrial significó un punto de inflexión en materia de productividad. Hasta allí, las sociedades no podían escapar a los rendimientos marginales decrecientes que llevaban a situaciones “estacionarias”: una economía agrícola extensiva chocaba, tarde o temprano, con barreras que impedían el desarrollo continuo de las fuerzas productivas. Luego de periodos de bonanza –en los que se ocupaban tierras, aumentaba la producción y se reactivaba el comercio-, sobrevenían épocas de recesión, guerras y hambrunas. Pero si la historia medieval podía reducirse a una sucesión de crisis y auges, ¿qué elementos permitieron escapar a los clásicos fantasmas malthusianos? Para responder a esta pregunta, es necesario señalar tres cambios tecnológicos que interactuaron en la emergencia del capitalismo industrial. El primero de ellos es fácilmente deducible: la sustitución del hombre por máquinas. Una de las postales más repetidas de la Inglaterra del siglo XIX es aquella que muestra enormes telares mecánicos cumpliendo tareas que antes ocupaban a decenas de trabajadores. La fuerza que nutría a estos nuevos dispositivos nos pone frente a la segunda innovación: una economía basada en la energía de origen orgánico fue relevada por otra sostenida en la energía de mineral. Así, la producción dejaba de depender de un recurso limitado como la tierra y comenzaba a recostarse sobre recursos a priori ilimitados (Wrigley, 1987: 9). El carbón y el vapor fueron los ejemplos más claros de una economía que podía aumentar rápidamente su producción sin temer una caída de la productividad. Estas innovaciones convivieron con importantes transformaciones en la organización de la empresa. El trabajo familiar en pequeñas unidades de producción, aunque no desapareció por completo, fue eclipsado por el mundo de la fábrica. A su interior, se desarrollaron relaciones que desafiaban las convenciones establecidas por el feudalismo. Los nuevos actores alumbrados en este espacio, empresarios y obreros, quedaron ligados por una relación económica de dos caras. En principio, ambos estaban anudados en una relación salarial, a partir de la cual el empresario le compraba al obrero el disfrute de la única mercancía a su disposición: su fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, existía, entre ellos, un vínculo funcional que le quitaba al trabajador el control sobre el proceso productivo y, desde luego, sobre el producto final. Así, los tiempos del reloj y una supervisión permanente hicieron de la disciplina un elemento fundante de esta nueva relación. Ahora bien, la disponibilidad de innovaciones técnicas que permitan un aumento de la productividad no significa que sean automáticamente empleadas y, menos aún, a una 5 escala masiva. El aprovechamiento del vapor, por ejemplo, era una realidad mucho antes de que Inglaterra se convirtiera en una potencia industrial, pero su existencia no se tradujo en un despegue económico. Esta constatación nos obliga a explorar las condiciones que favorecieron la difusión de los cambios tecnológicos señalados. Landes nos ofrece una respuesta a este interrogante que nos ubica a las puertas de la industrialización británica. En un texto clásico, este autor entendía este proceso en términos de ruptura, pues, al inmovilizar el capital, transformaba a los empresarios en prisioneros de la inversión (1979: 78). Las máquinas, aunque eran mucho más eficientes que el trabajo domiciliario, suponían un riesgo para su dueño: si la tasa de beneficio se esfumaba, el empresario no tenía la posibilidad de reencontrarse con su dinero. Una apuesta de esta naturaleza sólo podía suceder cuando las técnicas existentes se volvían inadecuadas y cuando la superioridad de los nuevos métodos permitía cubrir los costos del cambio. Si, por ejemplo, el precio de la mano de obra se incrementaba y los dispositivos mecánicos no suponían una carga demasiado pesada, era probable que el empresario apostara por la innovación tecnológica. La suma de ambos elementos hacía que una decisión, en el corto plazo suicida, se convirtiera en viable a largo plazo. Aumentar esta clase de inversiones había sido el objetivo de la mayoría de las monarquías ilustradas del siglo XVIII. Tomando distancia de la economía natural, los estados absolutistas, con sus obvias limitaciones, tenían al desarrollo económico como una de sus metas más sentidas. Esta intención, sin embargo, permaneció recluida al campo de los discursos. Puede que una metáfora de Hobsbawm nos ayude a entender el panorama previo al despegue económico: “Si en el siglo XVIII iba a celebrarse una carrera para iniciar la revolución industrial, sólo hubo un corredor”. Gran Bretaña tenía condiciones favorables que alentaban la inversión en sectores que tenían un elevado potencial transformador. La producción de bienes suntuarios operaba sobre un mercado existente y difícilmente podía generar efectos de arrastre sobre el conjunto de la economía. La producción de algodón, en cambio, suplía una demanda flexible que podía aumentar rápidamente y, a diferencia de otros rubros, una innovación en una etapa podía arrastrar hacia la transformación a las restantes fases de elaboración. Sería difícil explicar, sin este tipo de producción, esa “succión forzosa” que avivó la codicia capitalista y permitió, en algunas décadas, modelar a las sociedades modernas. En el próximo apartado, trataremos de contestar una pregunta tan simple como difícil de responder: ¿por qué la Revolución Industrial estalló en Gran Bretaña y no en escenarios que habían llevado la delantera en el siglo XVII? 6 El mercado en el origen de la Revolución Industrial En 1760, los avances económicos británicos eran interesantes, pero no asombrosos. Algunas regiones del país contaban con una activa industria domiciliaria y sus principales centros urbanos albergaban unos pocos talleres. En ambos espacios, el trabajo manual era la norma y la importación de algodón apenas llegaba a las dos millones de libras. Treinta años después, esa cifra se había multiplicado diez veces y los cambios en el ámbito de la producción eran evidentes: las fábricas y las máquinas comenzaban a opacar a las formas económicas tradicionales. Además, una amplia red de distribución puso una variada gama de productos a disposición de consumidores distribuidos alrededor del mundo. Pero ¿cuál fue el detonante de esta acelerada transición? No caben dudas de que debieron ser muy fuertes los incentivos que decidieron a los capitalistas a embarcarse en una empresa que rompía los cánones1 establecidos. Hasta mediados del siglo XVIII, la industria domiciliaria suministraba a los comerciantes un sistema flexible, pero con ciertas dificultades para expandirse. Si bien era conveniente en un primer momento porque se contaba con una enorme reserva de mano de obra, presentaba tensiones cuando la demanda de productos crecía a mayor velocidad que la oferta. En la medida en que comenzaba a agotarse la fuente de mano de obra en las áreas rurales, los márgenes de negociación de los trabajadores-campesinos mejoraban y esto se traducía en costos laborales cada vez más elevados. Ante esta situación, el comerciante quedaba atrapado en una incómoda posición. De seguir apostando por un sistema extensivo, debía aumentar los niveles de producción para conservar el mismo beneficio. Pero este camino sembraba las semillas de futuras crisis de crecimiento: la presión sobre la oferta recrudecía la inflación de costos y empeoraba la situación de los comerciantes. La única chance de asociar mayor producción y menores costos era aumentar la productividad de las unidades domésticas. Ésta era, sin embargo, una misión imposible: los deseos de los empresarios se estrellaban con un conjunto de prácticas que iban desde un uso irracional del tiempo (algo lógico si pensamos que el tejido ocupaba los baches dejados por el calendario agrícola) hasta robos de materias primas y de productos terminados. Este nudo de problemas nos permite entender el paso a un taller supervisado y el creciente uso de dispositivos mecanizados. Una demanda que avanzaba a un ritmo decidido provocó estrangulamientos de la oferta, que condujeron a la inversión en capital fijo. Esta verificación nos obliga a reflexionar sobre los motores que estimularon la 7 expansión del consumo. Tomando distancia de las interpretaciones partisanas, que pusieron énfasis en un factor explicativo, parece más adecuado pensar en la confluencia de factores internos y externos. En la intersección de un mercado interno que ponía una constelación de consumidores al servicio de la naciente industria y un mercado externo donde se obtenían materias primas y se ubicaban las manufacturas, encontramos una respuesta a la marea de cambios que trajo consigo la Revolución Industrial. Comencemos por una de las notas distintivas de la economía británica: un mercado interno sediento de productos. Hacia mediados del siglo XVIII, la isla gozaba del poder adquisitivo más alto de Europa y, a diferencia del continente, la riqueza estaba mejor distribuida. Cualquier trabajador que habitaba en alguna de las ciudades británicas gastaba una porción de su salario en alimentos y tenía margen para consumir distintas clase de manufacturas. El acceso al consumo hizo de Inglaterra una sociedad abierta, donde las definiciones de status2 eran menos precisas que las tradicionales. Pero lo interesante no era el peso de las diferencias con otros países europeos, sino lo difundido de las mismas. Mientras que el continente contenía a la mayoría de su población en la campaña, Gran Bretaña era protagonista de una acelerada urbanización. En 1780, Londres era una metrópoli de un millón de habitantes y, detrás de ella, se desarrollaron ciudades que funcionaban como centros de intercambio y acabado de los productos (Manchester, Liverpool, Leeds o Birmingham). Este standard3 de vida hubiera sido imposible de no haber existido profundas transformaciones rurales. La salida de la crisis del siglo XIV había fortalecido la posición de los terratenientes. Una estructura social descompensada fue el reflejo más claro de esta situación: el campo británico estaba dominado por un puñado de terratenientes que arrendaban parcelas a personas que empleaban a jornaleros sin tierra. Sin la resistencia de las comunidades campesinas, una especie en extinción luego de los cercamientos, los dueños de la tierra implementaron mejoras que permitieron el aumento de la producción y, sobre todo, de la productividad agrícola. La rotación de cultivos fue quizás la más significativa. Su difusión permitió abandonar el antiguo sistema de barbecho, que alternaba tiempos de producción y tiempos de descanso. El nuevo sistema, que no conocía los tiempos muertos, fue acompañado por la aparición de nuevos cultivos y de plantas forrajeras que cumplieron una doble función: por un lado, aumentaban la fertilidad de las 1 cánones: normas, reglas. status: rango, prestigio, categoría, reputación. 3 standard: nivel 2 8 parcelas gracias al nitrógeno que depositaban en la tierra; por el otro, mejoraba la alimentación de la hacienda y el rendimiento general de la ganadería. La combinación entre un fenomenal proceso de concentración de la tierra y la mejora de la productividad dio a la agricultura todos los atributos necesarios para edificar una economía industrial (Hobsbawm, 1999: 38). El incremento de la producción permitió, en primer lugar, alimentar a una creciente población urbana. Al mismo tiempo, la desaparición de los open fields proporcionó a la naciente industria una masa de reclutas que comenzaron a alojarse en las ciudades. La liberación de la mano de obra rural, que resultaba excesiva por las mejoras introducidas, facilitó el desembarco de una nueva forma de organización del trabajo. Después de todo, la escisión entre productores y medios de producción era una condición indispensable en el desarrollo del mundo fabril. Estos aspectos hubieran sido inútiles de no haber existido una acumulación primitiva de capital. Y una agricultura comercial era un mecanismo clave en este proceso: alejada de los bajos rendimientos feudales, este sector prestó las bases a una acumulación de riquezas que fácilmente podía transferirse a los sectores más modernos de la economía. Estas condiciones materiales, de innegable importancia, convivieron con otros aspectos que asfaltaron el camino a la industrialización. La mirada favorable a la ganancia era uno de ellos. A diferencia de otros escenarios, la iniciativa privada no tenía obstáculos legales a su desarrollo. Los límites impuestos a la autoridad estatal, sobre todo luego de la Revolución Gloriosa del siglo XVII (1688, levantamiento del pueblo y el Parlamento contra el soberano absolutista), prepararon el terreno a la difusión de los contratos entre las personas. Antes que cualquier otro país, la autoridad señorial tendió a desaparecer y fue reemplazada por un cuerpo legislativo sintonizado en una frecuencia liberal. Claro que esto no sólo afectó las relaciones interpersonales: el beneficio privado era aceptado como un objetivo gubernamental. Esto era así al punto de que el estado ponía a disposición de los comerciantes una infraestructura que facilitaba el intercambio y achicaba distancias en un espacio mayormente integrado. Un temprano sentido de racionalidad, que no dudaba en adaptar los medios a los fines, funcionaba en el mismo sentido. La ciencia, aunque todavía en pañales, había logrado divorciarse del pensamiento religioso (el dogma y la fe) y había puesto su conocimiento (y la razón) al servicio de la producción de riqueza. E inclusive en materia religiosa, el desarrollo británico presentaba ventajas con respecto a sus competidores católicos: una ética protestante, que suponía al tiempo y a la vida ascética como valores, estimuló un ahorro que, de estar dadas las condiciones, podía convertirse en inversión. 9 Pero el despegue de la economía británica no sólo estaba sostenido en la fortaleza del mercado interno. Hobsbawm, en un estudio clásico sobre la Revolución Industrial, planteaba una idea sugestiva respecto de la importancia de los mercados nacionales para el proceso de industrialización. Los mismos, por sus dimensiones acotadas, limitaban enormemente la dinámica. Por ese motivo, el veterano historiador inglés definía la industria británica como un sub-producto del comercio ultramarino (1999: 41). Sin ese intenso intercambio, que tenía al Atlántico como eje, sería complicado comprender los incentivos adecuados para la producción en masa. Descartando sus apetencias en el continente europeo, siempre costosas y sujetas a vaivenes políticos, Inglaterra privilegió el monopolio sobre áreas periféricas que prometían una rápida expansión (América del Norte y otras). Así, las jugosas ganancias que se desprendían de este intercambio, en ascenso desde mediados del siglo XVII, compensaban los costos de lanzarse a una aventura tecnológica de gran envergadura. Una imagen que puede ayudarnos a comprender este comercio es una figura geométrica de varios lados. En uno sus vértices, encontramos la industria del algodón que, en términos de Hobsbawm, “fue lanzada como un planeador por el impulso del comercio colonial”. Localizada en los alrededores de ciudades desarrolladas al compás del sector secundario, contaba con un punto a favor: las manufacturas de algodón, a diferencia de otros rubros, podían producir, a bajo costo, artículos cuya demanda era extremadamente elástica y podía expandirse rápidamente. Tanto América como África y Asia, los restantes vértices de este intercambio a escala planetaria, no tenían deseos de adquirir productos de lujo y eso permitía que la calidad pudiera ser sacrificada por la cantidad. El peso del algodón dentro del comercio exterior británico es una clara muestra de esto: las manufacturas de ese material representaron el 40 y 50% del valor de todas las exportaciones de la isla entre Exportaciones británicas de algodón a diversas partes del mundo 1816 y 1848 (Hobsbawm, 1999: 45). Ahora bien, si 300 los 250 enorme mercado para las manufacturas británicas, esto era porque existían allí actividades que suministraban divisas necesarias para insertarse en el Miles de toneladas espacios periféricos ofrecían un 200 1820 150 1840 100 50 0 . a .UU urop erica EE E m da Su r. ica sO Afr a i Ind 10 comercio internacional. El tráfico de esclavos era una de las más importantes. En cercanías de los puertos africanos se cazaban nativos, que luego eran transportados, en pésimas condiciones, a las plantaciones americanas. Con los ingresos obtenidos, los enclaves del continente negro se convirtieron en un destino obligado para las baratas manufacturas del Lancashire. Lo sucedido en América Latina puede ser ubicado en las mismas coordenadas. El vetusto imperio español poco podía hacer para evitar la llegada de productos industriales elaborados en Gran Bretaña. En un primer momento, los industriales de ese país se contentaban con ingresarlos de manera clandestina (contrabando), en una práctica que hundía sus raíces en el siglo XVII. Cuando las independencias americanas fueron un hecho consumado, las jóvenes repúblicas dependieron por completo de las importaciones británicas. Los bienes que inundaban sus mercados eran pagados con muchas de las materias primas necesarias para poner en marcha una economía industrial. Tomando distancia de la autosuficiencia que había logrado en tiempos coloniales, Latinoamérica comenzaba a tomar un rumbo emparentado con el sector primario (cuero, y sebo, o productos tropicales, a cambio de tejidos). La India no era la excepción a este esquema. En los siglos anteriores, Oriente había funcionado como un imán que atraía, gracias al intercambio de telas lujosas y especias, los metales preciosos del continente europeo. Para fines del siglo XVIII, esta situación de privilegio era sólo un lejano recuerdo. Una vez agotadas las ganancias asociadas al saqueo, la administración colonial apostó a la producción de un creciente volumen de productos primarios. En poco tiempo, la India se desindustrializó, convirtiéndose en un apéndice de las comarcas manufactureras británicas. Entre 1815 y 1832, el valor de los géneros exportados desde aquel país pasó de 1.300.000 de libras a menos de 100.000. Mientras tanto, la importación de productos textiles británicos se multiplicó dieciséis veces. Hacia 1840, un observador no ahorraba críticas cuando hablaba de la inconveniencia de transformar a la India en “el granero de Inglaterra, pues era un país fabril, cuyos diversos géneros de manufacturas existían hacía mucho tiempo, sin que con ellos hayan podido competir en juego limpio las otras naciones” (Hobsbawm, 1999:169170). Más allá de obvias diferencias económicas, culturales y sociales, todos estos espacios tenían un punto de contacto que facilitaba el crecimiento industrial británico. En las economías periféricas, era posible expandir rápidamente el stock de materias primas: una producción sostenida en la mano del esclavismo o en una servidumbre encubierta, impuso condiciones de trabajo que difícilmente podríamos encontrar en el continente europeo. 11 De este recorrido por el escenario previo al despegue industrial, un aspecto queda claro: la tendencia hacia la producción en masa de artículos baratos debe ser atribuida a la expansión del mercado interno y del externo. Esta constatación nos obliga a descartar teorías que trataban de explicar la Revolución Industrial sólo a partir de factores climáticos, recursos naturales o características biológicas. Si bien estos elementos, sobre todo los dos primeros, eran insumos indispensables para lograr un crecimiento autosostenido, no ayudan a entender por qué este proceso sucedió entre los siglos XVIII y XIX y no mucho antes. Las implicancias de este razonamiento son claras: la disponibilidad de carbón, una posición geográfica privilegiada o el número de habitantes no pudieron, por sí solos, llevar a la industrialización. Para generar una transformación de envergadura, era necesaria una determinada estructura social y un cierto esquema de intercambio comercial. Gran Bretaña, mucho antes de la Revolución Industrial, funcionaba como una economía de mercado que tenía un sector manufacturero en crecimiento, una masa de población disponible (resultado de las reformas agrícolas) y un comportamiento favorable a la iniciativa privada. Pero si la ventaja del mercado interno británico era su estabilidad y su tamaño, el mercado externo tenía un potencial expansivo difícilmente equiparable. La armónica relación entre comercio y diplomacia dio a Gran Bretaña una enorme área de influencia, que incluía un vasto imperio colonial y diversos espacios semicoloniales. En el siglo XVII, encontrábamos que los países que iban a la vanguardia del desarrollo económico confiaban en las bondades del intercambio de productos de lujo. Aunque este negocio brindaba grandes beneficios, que llevaron a Holanda a convertirse en una potencia de primer orden, tenían un escaso potencial transformador. En el siglo XVIII, en cambio, los beneficios que se desprendían del comercio ultramarino, centrado en masivas transacciones, estimularon a los hombres de negocios a invertir directamente en la producción a través de la fábrica. La revolución en sí: el problema del capital y los precios La expansión de la demanda, como dijimos, generó los estímulos adecuados para invertir capital fijo. Esta situación en solitario no explica, sin embargo, el proceso de mecanización de la economía británica. Para abordar este problema, debemos atender a dos temas de singular importancia, a saber: las condiciones necesarias para la creación de dispositivos mecánicos y las formas en que estas innovaciones se fueron difundiendo. 12 Comencemos por un interrogante básico: ¿qué condiciones sirvieron de humus al desarrollo de nuevas tecnologías? La fluidez de la sociedad británica nos brinda algunas pistas al respecto. Los empleos manuales no eran considerados tareas deslucidas, sino un potencial camino de ascenso social. La ausencia de barreras sociales permitía que los hijos de buenas familias se convirtieran en aprendices de carpinteros o tejedores. Es sorprendente comprobar que los creadores de las primeras máquinas textiles provinieran de los estratos medios de la sociedad. Esta predisposición no podría explicarse sin la oferta educativa que albergaban localidades que, por entonces, no eran más que pequeños pueblos. La existencia de un gran número de academias o sociedades ilustradas nos permite cuestionar una escala habitual de la historiografía4 tradicional. Esa imagen que tenía a los inventores como self made man5, carentes de todo conocimiento que no fuera su intuición, no coincide con la realidad. Por más que no hizo falta grandes refinamientos para producir la Revolución Industrial, estos hombres solían ser “aritméticos aceptables, sabían algo de geometría, nivelación, medición y, en algunos casos, poseían conocimientos sobre matemáticas aplicadas” (Landes, 1979: 28) Más allá de las causas que hicieron de Gran Bretaña una tierra de artesanos cualificados o imitadores aventajados, lo cierto es que las innovaciones tenían una enorme recepción en la comunidad manufacturera. Una mirada tradicional suponía que este fenómeno era una consecuencia de la disponibilidad de dinero barato para quienes estuvieran dispuestos a invertir. El cambio tecnológico era, entonces, el resultado de una mayor oferta de capital, que se traducía en tasas de interés bajas y un menor costo a la hora de endeudarse. Aunque convincente, esta línea argumental presentaba un defecto fundamental: es poco probable que una diferencia de unos pocos puntos haya jugado un papel crucial dadas las enormes ventajas que una innovación mecánica traía aparejadas. Puede que, para inversiones a largo plazo, como canales o caminos, esas diferencias hayan sido cruciales. Pero el desafío para un empresario textil, que enfrentaba una explosión de la demanda, no era tanto cubrir un préstamo como acceder a él. Los beneficios para quien apostaba por los sectores más dinámicos de la economía eran tan suculentos que poco importaba si el interés que debía afrontar era de 6 o de 12%. 4 historiografía: Análisis de la forma y de los parámetros utilizados para la escritura de la historia. self made man: hombre que ha llegado a su posición actual por sus propios esfuerzos, por sus propias obras (emprendedores autogestionarios) 5 13 Las oportunidades que brindaba el mercado a los primeros en llegar convertían el costo del dinero en un dato secundario. Después de todo, las primeras máquinas eran mecanismos relativamente sencillos, cuyo costo no era privativo. Una simple comparación puede venir en nuestro auxilio: una hiladora costaba el equivalente al sueldo de dos semanas de las cuarenta mujeres que reemplazaba (Landes, 1979: 80). La única inversión de peso era la edificación de un recinto que albergara las máquinas. El símbolo quizás más representativo de la Revolución Industrial fueron esas enormes fábricas que, según la mirada, eran consideradas templos del progreso o de la opresión. No obstante, las empresas que cabían dentro de esta descripción eran excepcionales. El paisaje industrial británico estaba dominado por talleres que reunían algunas decenas de obreros alrededor de un puñado de máquinas. Para poner en marcha tales emprendimientos, no hacía falta volverse propietario, sino que era suficiente alquilar un edificio o una fracción de él. Los orígenes de ese capital podían ser variados y necesariamente nos llevan a los estratos superiores de la sociedad: algunos pudieron empezar con el capital acumulado en el comercio local de hilo y otros pudieron hacerlo con los beneficios que se desprendían de la introducción de materiales robados al mercado negro6. Las mismas observaciones podríamos hacer a otra tesis defendida por la historiografía tradicional. El relato es, a esta altura, un clásico: la sostenida inflación aumentó los beneficios de los empresarios, facilitando el desembarco de dispositivos mecánicos. La debilidad de esta explicación no reside tanto en comprobar la existencia de esta suba de los precios durante el siglo XVIII, sino en imaginar que ella sólo pudo involucrar a Gran Bretaña. Si esta situación afectó a gran parte del continente, es de suponer que el volumen del beneficio no fue la única variable a la hora de explicar el despegue industrial. No hay que ser brillante para descubrir que muchas empresas del continente compitieron con las británicas en materia de ganancias. El problema, entonces, no es tanto el nivel de beneficios como la forma en que ellos fueron utilizados. Como ya dijimos, las empresas de la isla reinvirtieron sus beneficios en propio negocio, mientras que las instaladas en el continente hicieron, en gran 6 mercado negro: expresión popular con la que se designan las ventas de productos de consumo realizadas en condiciones ilícitas, generalmente artículos de contrabando. 14 medida, lo contrario. Las ganancias de estas últimas fueron transferidas desde la producción hacia actividades menos plebeyas o, en el peor de los casos, los conservaron en forma de reserva en tierras, hipotecas y otros usos no industriales (Landes, 1979: 90). Si las tasas de interés o los beneficios derivados de la inflación no eran fundamentales en la difusión de novedades productivas, ¿qué mecanismo facilitó el acceso de los manufactureros al capital necesario para iniciar sus negocios? Para responder esta pregunta, debemos dirigir nuestra mirada al sistema financiero británico. El extendido uso del dinero y una amplia red de bancos fue una fuente permanente de financiamiento para el mundo de la industria. Las características de las primeras manufacturas hacían de los créditos a corto plazo los más habituales y esto, como no podía ser de otra forma, se reflejaba en tasas que no eran precisamente bajas. De todos modos, las astronómicas ganancias redujeron los riesgos que traía aparejados un endeudamiento en esas condiciones. De ahí que la ventaja decisiva del sistema financiero británico no fueran tanto sus tasas convenientes como su extensión geográfica. Las consecuencias de esta amplia estructura no fueron menores. Gracias a sus servicios, pudieron transferirse los excedentes de los espacios agrícolas hacia sectores sedientos de capital, como la naciente industria. Estas consideraciones nos llevan a producir un giro en la explicación. Por lo general, el peso de la argumentación recaía en la importancia de la oferta de factores y, sobre todo, en la formación de capital. Impresionados por los enormes desembolsos necesarios para la industrialización contemporánea, los historiadores posaron su mirada en el volumen de la inversión inmovilizada. Ésta, sin embargo, no era la situación británica a finales del siglo XVIII. La brecha actual entre el costo de los bienes de capital y los ingresos a disposición de las economías periféricas, era difícil de imaginar en el contexto previo a la Revolución Industrial. En principio, Gran Bretaña, partía de una base más elevada que la mayoría de los países del tercer mundo: la renta per capita7 de la primera estaba bastante por encima del nivel que muestran algunas economías de África o Asia en nuestros días. Además, como ya dijimos, el dinero necesario para introducir mejoras productivas era insignificante en comparación con los actuales. Una persona -o bien una familia- podía financiar, a partir de los beneficios previos, la introducción de innovaciones que optimizaban la producción y mejoraban su posición del mercado. Un tercer factor restaba importancia al stock de capital disponible. Las innovaciones más revolucionarias se concentraron, al principio, en un sector reducido de la economía y, por ese motivo, las necesidades de capital no fueron tan impresionantes 15 como se suponía. Una industria con un elevado potencial transformador, como la del algodón, podía generar -con una inversión relativamente pequeña- una reacción en cadena que podía abarcar al conjunto de la economía. Recordemos que este sector llegó a emplear, en las primeras décadas del siglo XIX, un millón y medio de trabajadores y su funcionamiento arrastraba a otros sectores como la construcción, la producción de maquinarias, el transporte y una naciente industria química. Lo sucedido a escala global reflejaba, entonces, el comportamiento de las empresas: la economía británica creció de la mano de una demanda que se nutría de los éxitos logrados con anterioridad (Landes, 1979: 94). Este cocktail de factores nos conduce a una conclusión que no deja de ser interesante. En los momentos iniciales de la industrialización, fue la circulación de capital, facilitada por un extendido sistema financiero y el comercio, aquello que marcó el pulso del crecimiento económico. Sólo cuando la tecnología se hizo más compleja, fueron necesarios desembolsos de mayor envergadura. Algunas cifras pueden ayudarnos a entender este proceso. Hacia fines del siglo XVIII, una relación entre inversión y producto bruto del 5% permitió el despegue industrial británico. Recién con la generalización del ferrocarril, luego de 1840, la tasa de inversión debió cruzar el umbral del 10% para asegurar un mayor mercado y una tasa de crecimiento constante. Las innovaciones en perspectiva. El caso del algodón La combinación de rasgos sociológicos y un amplio sistema financiero, favoreció un clima de innovación tecnológica. Para principios del siglo XVIII, sus resultados ya eran evidentes. Todos ellos tenían un área por excelencia: las manufacturas textiles. Con el paso del tiempo, la antigua rueca fue reemplazada por una rueda de hilar, que no cesaba de aumentar su velocidad, y la calidad de sus productos. Para las operaciones que precisaban combustible -por ejemplo, el tinte-, el uso de leña se fue diluyendo conforme el carbón ganaba terreno. Los cambios de mayor peso fueron acompañados, además, por una infinidad de pequeñas mejoras en la preparación de las fibras, el tejido y el acabado del producto. Estas innovaciones, vistas de forma aislada, no fueron suficientes para detonar un proceso de cambio acumulativo o, usando palabras de Hobsbawm, autosostenido. Para producir un take off (despegue), fueron necesarios dos elementos. Las máquinas no sólo debían reemplazar el trabajo doméstico, sino que además debían facilitar la concentración 7 per capita: (literalmente: ‘por cabeza’) por persona. 16 de la producción en las fábricas. Este pasaje, como ya vimos, fue posible gracias a que los nuevos dispositivos permitían escapar a los problemas que llevaban consigo las formas de producción domiciliarias. Los costos de inmovilizar capital se veían rápidamente compensados por una demanda que estaba en plena expansión. En segundo lugar, era imprescindible un sector capaz de producir un bien que se adaptara a esta explosión del consumo y, sobre todo, que las mejoras en alguna de las etapas productivas generaran presiones sobre las restantes. A esta altura del relato, parece una obviedad decir que la industria del algodón cumplió con esas características. La pregunta que deberíamos contestar es: ¿por qué fue el algodón el protagonista y no otras manufacturas que estaban por delante de ella hasta mediados del siglo XVIII? Algunas características técnicas del primero nos brindan indicios. A diferencia de la lana, más débil e irregular, la fibra de algodón es dura y homogénea. Aunque pueda parecer secundaria, esta diferencia fue crucial en los momentos iniciales de la industrialización. Las primeras máquinas, rudimentarias y no precisamente dúctiles, hicieron que la resistencia de la fibra fuera una ventaja decisiva. Este retraso relativo permanece todavía, es visible hoy en día: el tejido de algodón suele asociarse a la producción en masa, mientras que la lana aún conserva un aroma artesanal. Una segunda característica desnivelaba la balanza a favor del algodón. Como ya anticipamos, su producción era mucho más elástica que la de la lana. En momentos de expansión de la demanda, como la segunda mitad del siglo XVIII, era más fácil aumentar las áreas cultivadas que multiplicar las existencias de ganado. Alejadas de los límites que imponía la agricultura campesina europea, la superficie cultivada en la periferia podía expandirse sin grandes obstáculos. Las ventajas de este contraste son evidentes: las importaciones de materia prima podían aumentar rápidamente sin temer aumentos drásticos en su precio. Esta situación se vio potenciada en ocasión de la incorporación de las plantaciones de América del Norte. La introducción de un ejército de esclavos en el área del Mississippi permitió asociar el incremento de la producción (y de la productividad) con precios en baja. La tercera ventaja del algodón nos lleva a examinar los gustos de la población. A largo plazo, los tejidos ligeros derrumbaron los tabiques entre las diferentes clases sociales, ampliando el mercado para quienes estuvieran dispuestos a invertir. Los sectores populares mostraron una mayor inclinación al uso de telas lavables, que antes sólo estaban disponibles para una porción de la población. Además, los mercados que se abrían paso en la periferia de la economía del mundo estaban situados entre los trópicos. Las prendas de lana eran, en esas latitudes, a todas luces inconvenientes. Por el contrario, los tejidos de 17 algodón brindaban una alternativa barata y adecuada a las temperaturas reinantes en lugares tan variados como Madras, Kingston o Zanzíbar. Resultado de ello, vemos cómo la importancia de los mercados ultramarinos fue in crescendo8 a lo largo del siglo XVIII: el conjunto de las colonias sólo consumían el 10% de las exportaciones británicas en 1700; mientras que, cien años después, esa participación se acercaba al 70% (Landes, 1979:100). Pero fue el impacto de los grandes inventos lo que permitió el aumento de la producción de bienes de consumo masivo. La lanzadera automática o la hiladora continua fueron sólo parte de un proceso mucho más amplio, que incluyó una multitud de pequeñas mejoras subterráneas. La Revolución Industrial fue, en definitiva, una secuencia de desafíos y respuestas, en la cual una innovación en una etapa de la producción generaba tensiones en las restantes. Si no hubiera existido esta cadena de transformaciones, es probable que se provocaran estrangulamientos que impedirían satisfacer una demanda en expansión. Una oferta que no lograba cubrir los requerimientos de consumo podía elevar los costos productivos y detener el despegue de la economía británica. Veamos qué sucede en la primera etapa del proceso productivo: el hilado. En esta fase, siempre sujeta a presiones por el lento crecimiento del sistema domiciliario, las ventajas de las primeras máquinas de hilar eran enormes. En el transcurso de algunos años, los dispositivos manuales se convirtieron en un espejismo del pasado. Las primeras hiladoras mecánicas, entre las que descollaba la jenny, se difundieron rápidamente porque eran máquinas económicas que podían instalarse en espacios reducidos. A modo de ejemplo, podríamos decir que esta clase de mecanismo multiplicaba entre seis y veinticuatro veces la productividad de sus competidores más cercanos. Pero las ventajas de la mecanización no sólo se relacionaron con el volumen de producción: gracias a su uniformidad y resistencia, la calidad del hilo industrializado era superior al obtenido por medio de la rueca o la rueda. Las mejoras introducidas en el hilado tuvieron como obvia consecuencia un crecimiento de la oferta de hilo. Esta situación se trasladó a la siguiente etapa del proceso productivo: el tejido. De no existir innovaciones que procesaran una mayor cantidad de hilo, podía generarse un cuello de botella, fácilmente traducible en mayores costos a la hora de comercializar el producto terminado. A diferencia de la rápida mecanización del hilado, en el caso del tejido las trasformaciones fueron más lentas. El principal obstáculo que los ingenieros debieron sortear fue la debilidad de los hilos ante la creciente velocidad del tejido. La primera innovación de importancia en esta materia fue 8 in crescendo: en aumento. 18 la lanzadera volante. Gracias a este dispositivo, pudo simplificarse la tarea de los operarios y permitía, a la vez, el tejido de telas mucho más anchas que las precedentes. De esta forma, una persona en solitario podía atender cuatro telares simultáneamente y conseguir una producción veinte veces superior al tejedor manual. La mayor productividad de estos dispositivos, sin embargo, no implicó la desaparición de los telares de viejo cuño. Por más que disminuyó su número, consiguieron sobrevivir en los márgenes de la economía industrial, compensando su menor productividad con la precarización de condiciones laborales de quienes los manejaban. La relevancia de las innovaciones en estas dos áreas sensibles tendió a oscurecer lo sucedido en las etapas subsiguientes y en las tareas preliminares. Sobre estas últimas, deberíamos decir que la mecanización del hilado hubiera sido imposible de no generarse innovaciones en la limpieza, cardado y torsión de las fibras de algodón. No muy diferente fue la situación del acabado de los productos. La creciente oferta de tejido complicó enormemente la posibilidad de blanquear los tejidos a cielo abierto, dado que las parcelas disponibles para hacerlo eran limitadas. Como respuesta a este desafío, comenzó a ser habitual el uso de productos químicos como el cloro o el ácido sulfúrico. Y, como no podía ser de otra forma, este tipo de cambios impactaron en el estampado de las telas: la impresión por medio de prensas perdió terreno con la difusión de cilindros impulsados a vapor. Las consecuencias sociales de la industrialización Hasta aquí hemos señalado las causas y los principales rasgos de un proceso que cambió la fisonomía del mundo. En las siguientes páginas, nos sumergiremos en los efectos sociales que la industrialización trajo consigo. Con ese propósito, conviene que nos detengamos en la larga polémica alrededor del nivel de vida de los trabajadores entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. En 1830, Macaulay, un hombre de la alta sociedad, inauguró la discusión con una frase contundente: “no existe ninguna nación en la que las clases trabajadoras hayan estado en situación más confortable que en Inglaterra durante los últimos treinta años” (Rule, 1990: 45). La fuerza de esta afirmación se apoyaba en los indicadores de salud que suministraba el embrionario sistema estadístico británico. A primera vista, su razonamiento no presentaba flancos débiles: la gente vivía más tiempo porque se alimentaba mejor y porque eran mejor tratadas sus enfermedades. La mayor 19 esperanza de vida, concluía Macaulay, era una consecuencia directa del nuevo sistema fabril. Salvo un puñado de víctimas, el saldo de la Revolución Industrial no podía ser más favorable: el supuesto bienestar de la población parecía demostrarlo. Vistas desde el presente, las razones esgrimidas por Macaulay resultan poco defendibles. Es cierto que el siglo XIX presenció el fin de las grandes epidemias, pero difícilmente podríamos asociar este hecho al desarrollo industrial. Difícilmente podríamos decir que la mayor disponibilidad de prendas de algodón o el aumento del consumo de pan causó la desaparición de las pestes medievales. Algunos estudios han demostrado que los niveles nutricionales tienen poca importancia a la hora de medir el avance de enfermedades infecciosas como la viruela o la peste bubónica (Chambers, 1972). Otros aspectos, como la difusión de normas de higiene y el desarrollo de la medicina, explican de mejor manera este rasgo clave de la modernización demográfica. A pesar de su precariedad, los argumentos de Macaulay sortearon con éxito la prueba del tiempo. A excepción de las sórdidas imágenes literarias y de las críticas lanzadas desde la izquierda, la mirada optimista fue dominante durante el siglo XIX. Fue recién en 1926 cuando se escucharon las primeras críticas al modelo propuesto por Macaulay. En tiempos de retroceso del liberalismo, Toynbee propuso un razonamiento que invertía al tradicional. Pertrechado de evidencia cualitativa y de una enérgica pluma, no dudó en señalar que la Revolución Industrial había sido “el periodo más catastrófico y terrible que nadie había vivido” (Rule, 1990: 47). Desde su perspectiva, la expansión capitalista mostraba un balance ambiguo: el aumento astronómico de la producción había sido acompañado de un empobrecimiento generalizado. Las implicancias políticas del pesimismo estaban a la vista. Si los argumentos de Macaulay servían para justificar el orden industrial, las crudas descripciones de Toynbee permitían cuestionar la conveniencia de cualquier economía de mercado. La reacción contra la nueva ortodoxia pesimista no tardó en llegar. Al mismo tiempo que la obra de Toynbee salía a la luz, algunos estudios pusieron en tela de juicio la “leyenda negra” sobre el empeoramiento de la condición de vida de los trabajadores. El más importante de ellos fue escrito por Clapham. Tomando distancia de los desgarradores testimonios, este entusiasta militante anti-bolchevique9 usó el único recurso que podía desnivelar la balanza en su favor: las fuentes estadísticas. Con el índice de costo de vida como aliado –es decir, la relación entre el precio de los productos básicos y los salarios- 9 bolchevique: Una de las ramas en que se dividió el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (1903), bajo la dirección de Lenin y Plejanov, que exigía la conquista del poder por medio de una revolución. Este grupo decidió la victoria de la Revolución rusa en octubre de 1917. 20 demostró que, entre 1790 y 1850, el obrero medio había mejorado su poder adquisitivo en un 60% (Barbero y otros, 2001: 64). Frente al peso de la evidencia cuantitativa, los pesimistas emprendieron la retirada. Sólo atinaron a decir que el principal deterioro se había dado en la “calidad de vida” y no en el “nivel de vida” (concepto más restringido y cuantificable). La postura defendida por Clapham durante dos décadas no recibió cuestionamientos. Fue en los años cuarenta cuando la polémica sumó nuevos argumentos. Pero, a diferencia del pasado, los nuevos aportes vinieron a fortalecer la posición optimista. Ashton comenzaba su estudio sobre la Revolución Industrial diciendo que Clapham había empuñado un arma poderosa pero vulnerable. Desde su perspectiva, los datos estadísticos utilizados por este último eran poco fiables. Y todos sus dardos apuntaban al índice de precios: no sólo eran mayoristas (no reflejaban lo que los trabajadores efectivamente gastaban), sino que, además, no incorporaba los cambios sucedidos en el consumo popular (la masificación del azúcar, por mencionar un ejemplo). En un tono humorístico, Ashton afirmaba que el inglés medio se hubiera sentido extraño frente a la canasta de productos escogida por Clapham: la dieta prevista por este último se parecía a la de un diabético (Rule, 1990:50). Algo similar ocurría cuando se echaba un vistazo a la tendencia de los salarios reales. Las investigaciones de Ashton demostraron que el aumento de la capacidad adquisitiva se debió menos a un incremento salarial, como sostenía Clapham, que a la deflación10 de algunos productos que se habían vuelto masivos. Esta constatación llevó a Ashton a ser más cauteloso que su maestro. La idea de que la mayoría de la población había sido favorecida por la industrialización se convirtió en un lejano recuerdo del pasado. En su lugar, Ashton concluía diciendo que la Revolución Industrial había beneficiado a más gente que la que había perjudicado. Quedaba así establecida una nueva ortodoxia que tenía al “optimismo moderado” como bandera. En 1957, Hobsbawm reavivó la polémica. El historiador británico fue el primero en fundamentar la posición pesimista con datos convincentes. El aumento de la mortalidad en las primeras décadas del siglo XIX y la existencia de un gran número de desempleados, lo llevaron a relativizar los dichos de Ashton. En el mejor de los casos, concluía Hobsbawm, el mejoramiento de la condición de vida de los trabajadores había sido marginal y se dio en un periodo de crecimiento exponencial de la riqueza. En otras palabras, el declive no había sido absoluto sino relativo: en comparación con otros sectores, el bienestar de la industria había salpicado muy poco a los obreros. Además, 21 los historiadores sociales británicos -entre los que encontramos a Hobsbawm pero también a E.P. Thompson- pusieron sobre el tapete otro tipo de perjuicios que eran muy difíciles de cuantificar. Por un lado, las familias llegadas del campo debieron enfrentar las consecuencias de un proceso de dislocación social: el traslado a la ciudad significó el fin de sus costumbres tradicionales y de la independencia económica que habían gozado con anterioridad. Por el otro, el montaje de una economía industrial implicó un deterioro del medio ambiente, que tuvo como principales víctimas a quienes vivían en los suburbios. De este modo, la combinación de polución atmosférica, ausencia de medidas de saneamiento y el hacinamiento habitacional hizo de la industrialización un proceso penoso para quienes sobrevivían en los márgenes de la sociedad. Las décadas siguientes fueron testigos del avance de posturas intermedias. Flinn fue quizás su mejor representante. En un estudio clásico, propuso una mirada de largo aliento que evitara los riesgos de las investigaciones sólo interesadas en la corta duración. Las conclusiones de su trabajo ofrecieron una solución de compromiso entre optimistas y pesimistas: entre 1750 y 1850, el nivel de vida de los trabajadores mostró un comportamiento oscilante. En la etapa de despegue de la economía (1750-1815), no pareció que existieran cambios significativos. Las implicancias del descubrimiento no dejan de llamar la atención: la industrialización permitió amasar inmensas fortunas, pero sus beneficios no alcanzaron a los sectores asalariados. Durante la posguerra (1815-1820) (se refiere a la Guerra Napoleónica), la situación de los trabajadores fue una caída libre. El final de la larga contienda desarticuló una economía acostumbrada a los esfuerzos bélicos y esto impactó desfavorablemente en las condiciones de vida de los trabajadores. Las primeras mejoras fueron recién evidentes en las tres décadas siguientes. Esto quiere decir que la economía británica tuvo que emprender vuelo para comenzar a distribuir los beneficios de la industrialización. Puede que un dato nos ayude a graficar esta situación: el salario real de los trabajadores se duplicó entre 1820 y 1850 (Flinn, 1976: 141-142). Podríamos concluir este recorrido por la polémica sobre el nivel de vida con los aportes de Rule. En su extenso trabajo sobre la industrialización británica, este autor 10 deflación: baja general de precios. Es lo opuesto a inflación. 22 señaló la inconveniencia de pensar a la clase trabajadora a partir de una plantilla dual. La distinción entre obreros calificados (numerosos y con un alto standard de vida) y obreros no calificados (minoritarios y rezagados en materia salarial) era una caricatura de la realidad. En su lugar, este reconocido historiador social propuso una clasificación por estratos. En la cima ubicaba a un grupo que, pese a no trabajar en fábricas, obtuvo los mayores beneficios del nuevo orden industrial: la aristocracia del trabajo. Estos artesanos –entre quienes contamos ebanistas, impresores, cuchilleros, fabricantes de máquinas, entre otros- tenían consumos sofisticados para la época y fueron los protagonistas de los primeros sindicatos. Si concentráramos nuestra mirada en este grupo, no dudaríamos en darles la razón a los optimistas. Pero su reducido peso dentro del mundo del trabajo complican esa posibilidad: este sector representaba sólo un 15% de los asalariados del sector secundario. Por debajo, se encontraban obreros varones que cumplían tareas de cierta calificación (el cardado o el hilado). Si bien su poder adquisitivo era inferior a los artesanos calificados, su situación era bastante mejor que la de las mujeres y niños que cumplían las mismas funciones. El menor costo salarial de estos últimos los convirtió en mayoritarios dentro de la industria textil. Más bajo aún, estaban, los tejedores manuales y los calceteros, quienes luchaban por sobrevivir junto a jornaleros, vendedores callejeros y vagabundos. Este amplio sector debió esperar al siglo XX para recibir algún beneficio de un orden que se construyó sobre sus espaldas. Con todas las piezas del puzzle ensambladas, Rule llegó a una conclusión que podríamos situar en el casillero pesimista: los perdedores de la industrialización fueron más numerosos que los ganadores. Otros puntos ayudaron a Rule a desmoronar el edificio optimista. El análisis basado en los ingresos salariales, como el utilizado por Ashton, no prestaba suficiente atención al desempleo. A diferencia del pasado, las oscilaciones propias del capitalismo industrial hicieron de la pérdida del empleo una triste realidad. Como no podía ser de otra forma, esta comprobación resintió la hipótesis de un aumento real de los salarios. Más allá de que las remuneraciones hayan ido en ascenso, sobre todo luego de 1820, los trabajadores enfrentaban largos periodos de inactividad que achantaban sus ingresos. En esas circunstancias, la mayoría de las familias de trabajadores, sin importar su posición, debieron enfrentar situaciones de pobreza. Además del fantasma del paro, el modelo fabril trajo consigo problemas que bien podían llevar a la miseria: cuando la mujer quedaba embarazada o los niños permanecían fuera del mercado laboral, la economía doméstica sufría una sangría muy difícil de compensar. Y si a esto sumamos el malgasto de recursos 23 en artículos de lujo o en el extendido hábito de beber, el cuadro económico de los trabajadores fue cuanto menos delicado. ¿Qué conclusiones podemos extraer de esta visita guiada a la polémica sobre el nivel de vida? Podríamos decir que, luego de décadas de debate, algunas cuestiones parecieran estar fuera de discusión. En principio, los optimistas han conseguido refutar la hipótesis de un empobrecimiento absoluto y generalizado sugerida por Toynbee. En lugar de un descenso a “niveles asiáticos”, encontramos una tendencia oscilante que pareciera favorecer a los pesimistas hasta 1820 y, levemente, a los optimistas luego de esta fecha. Los pesimistas, dejando de lado los argumentos más extremos, han demostrado que la economía creció a mayor velocidad que el nivel de vida de los trabajadores. Además, incorporaron al análisis algunos aspectos que no habían sido contemplados con anterioridad. La traumática transición a la vida urbana, el siempre latente riesgo del desempleo, los problemas ambientales son sólo algunos elementos que parecieran inclinar la balanza a favor de los pesimistas. Puede que una frase con el sello de E.P. Thompson refleje el impacto de la industrialización en la vida de los trabajadores: “Más patatas, unas pocas prendas de algodón para su familia, jabón y velas, un poco de té y azúcar y muchísimos artículos en la Economic History Review”. 24