San Vicente de Paúl y la Eucaristía - Misioneros Paúles

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SAN VICENTE DE PÁUL Y LA EUCARISTÍA
Aproximación eucarística a san Vicente de Paúl
en este año consagrado a la Eucaristía
Autor: Jean-Pierre Renouard, CM
Cuando visitéis la capilla de la Casa de San Lázaro, en París, 95, rue de
Sèvres, no dejéis de observar, en el muro derecho según se entra, al fondo, un
curioso cuadro: san Vicente favorecido por una visión mientras celebra la misa.
El hecho fue atestiguado por san Vicente mismo. A la muerte de santa Juana
de Chantal, en 1641, ve tres globos de fuego que van elevándose y se pierden uno
en otro. El primero es el alma de la santa; el segundo, la de san Francisco de Sales;
el tercero y mayor, la Esencia divina. Plasma la escena un pintor del siglo XVIII, tal
vez Gaétan Sontin: en la cima del cuadro, sobre las nubes, toma asiento la
Trinidad; a la izquierda los tres globos; a la derecha, rodeados de diminutos
ángeles, conversan san Francisco y santa Juana. Como transpuestas, las
visitandinas asisten tras de la reja a la misa del santo. Éste escribe al vicenciano
Bernardo Codoing acerca de la Madre Chantal: Dios ha querido consolarme con la
visión de su reunión con nuestro bienaventurado padre y de los dos con Dios (SVP
II, 180). La cosa fue tan «sensible» (su vocablo), que nos dejó una relación, por
supuesta tercera persona, de esta misa memorable. He aquí el texto que da no
poco que pensar sobre el estado místico de nuestro santo
Esa persona me ha dicho que, cuando se enteró de que
nuestra difunta se hallaba en extrema gravedad, se puso de
rodillas para rezar a Dios por ella; el primer pensamiento
que le vino a la mente fue hacer un acto de contrición por
los pecados que había cometido y comete de ordinario;
inmediatamente después se le apareció un pequeño globo
de fuego, que se elevaba de la tierra y fue a juntarse en la
región superior del aire con otro globo mayor y más
luminoso; luego los dos, reducidos a uno solo, se elevaron
más arriba, se introdujeron y empezaron a brillar en otro
globo infinitamente más grande y más luminoso que los
otros; entonces se le dijo interiormente a aquella persona
que el primer globo era el alma de nuestra venerable madre, el segundo el de
nuestro bienaventurado Padre y el otro la esencia divina, y que el alma de nuestra
y ambos con Dios, su soberano principio.
Me dijo también aquella persona que, al celebrar la santa misa por nuestra
digna madre inmediatamente después de saber la noticia de su bienaventurado
tránsito, cuando estaba en el segundo Memento, en que se reza por los muertos,
pensó que hacía bien al rezar por ella, pues quizás estaba en el purgatorio por
ciertas palabras que había dicho en una ocasión, que parecían ser pecado venial, y
que entonces volvió a ver la misma visión, los mismos globos y su unión, y que le
quedó un sentimiento interior de que aquella alma era ya bienaventurada y no
tenía necesidad de oraciones; esto se le quedó tan impreso en el alma, que la ve
siempre en ese estado cada vez que piensa en ella. Lo que puede hacer dudar de
esta visión es que aquella persona tiene tan gran estima de la santidad de aquel
alma bienaventurada que no lee jamás sus respuestas sin llorar pensando que es
Dios el que inspiró lo que ellas contienen a ese alma bienaventurada, y que dicha
visión es por tanto un efecto de su imaginación. Y lo que hace pensar que se trata
de una verdadera visión es que esa persona no se muestra nunca sujeta a ellas y
nunca ha tenido más visión que ésta (SVPX 141-142).
Tenemos así representada la situación mística de la que habla san Vicente. Es
de notar que acontezca durante la celebración de la misa.
El extraordinario episodio es tal vez significativo, pues nos hace pasar de la
enseñanza ordinaria de san Vicente, a una comprensión más rica y más densa del
lugar que ocupaba la Eucaristía en su vida y en su acción
LA VÍA EUCARÍSTICA ORDINARIA DE SAN VICENTE
Una vida eucarística
Antes de leer a san Vicente mirémosle vivir la Eucaristía. Su enseñanza se
cifra en actos. ¿Cómo no demorarse sobre este hombre, que celebra la santa misa
a maravilla, diariamente? Hay testigos que se extasían: He aquí un sacerdote que
dice bien la misa. Tiene que se un santo hombre de Dios. En la sacristía, antes de
salir a la iglesia camino del altar, se arrodilla, examina su conciencia, y si en ella
advierte algo contrario al evangelio, va en busca de su confesor. Según Abelly, su
primer biógrafo – aunque sabemos que su finalidad no era completamente
desinteresada pues trataba de activar la beatificación -, san Vicente depone un día
las vestiduras y va a reconciliarse con un religioso; en otra ocasión, llega hasta la
bodega misma, donde está el hermano cocinero, y se postra a sus pies. El Padre
Coste repite: "Los que lo veían en el altar creían que tenían un ángel ante la vista.
En algunos momentos, como en la palabras confiteor, in spiritu humilitatis et in
animo contrito, Nobis quoque peccatorisbus, Domine non sum dignus, su voz
tomaba un acento indefinible, que penetraba en los corazones. Siempre que en el
evangelio salía la fórmula, amen, amen dico vobis, se detenía unos instantes para
prestar una atención más particular a las palabras pronunciadas por Jesucristo"
(Coste, P., El Señor Vicente, III, p. 240). Está como en estado de alerta. Observa
literalmente las rúbricas y quiere que la capilla de San Lázaro sea un lugar de
irradiación litúrgica. Las fiestas son presididas solemnemente por él mismo, y nada
es demasiado hermoso, según él, en cuanto a la elección de ornamentos y paños
agrados. Prolonga luego la misa por una larga acción de gracias. De él procede esta
pregunta, en la que se nos entrega íntegro, y a mí siempre me causó perplejidad,
hasta tal punto nos descubre su corazón:
¿No sienten ustedes, hermanos míos, no sienten arder ese divino fuego en sus
pechos, cuando han recibido el Cuerpo adorable de Jesucristo en la Comunión?
(Abelly, 603; SVP, XI, 807).
¿Cómo no evocar asimismo su cuarto de hora de adoración ante el Santísimo
Sacramento? Ante Él lee algunas cartas de su correo, y nunca deja de visitarle
antes de salir a la ciudad, y luego al volver a casa. Se atiene estrictamente a este
punto de la Regla. Llegado a una ciudad, saluda siempre al Señor, y desciende del
carruaje cuando oye la campanilla que anuncia a un sacerdote con el viático para
un enfermo. San Vicente enseña y transmite un mensaje eucarístico, con toda la
fuerza que encierra.
Una argumentación catequética
Tenemos dos sermones de san Vicente de Paúl sobre la comunión: el primero
es como el borrador del segundo. La catequesis es fuerte, densa, en apariencia
muy distante del «pequeño método», que le sería después tan querido. El tenor es
doctrinal: naturaleza de la Eucaristía; su institución por Cristo; fundamentación
bíblica; explicación teológica, que incide en la belleza de la Virgen, lo cual requiere
de nosotros que engalanemos nuestra alma para recibir a nuestro creador,
sabiendo lo que nosotros somos y quién es aquel a quien recibimos; como no
somos más que gusanillos de la tierra, vapor de humo, saco lleno de suciedad y
antros de mil malos pensamientos; y Nuestro Señor, por el contrario, es un ser
eterno e infinito, esplendor de la gloria y fuente de toda gracia y hermosura (SVP,
X, 44).
Cuesta en verdad algo reconocer el estilo y el pensamiento de san Vicente en
estas palabras, aun cuando el texto es de su puño y letra. Tal vez cayó en el
defecto del predicador, que se apropia ideas y expresiones de una fuente conocida,
o bien anónima. Su biblioteca personal estaba atestada de libros, y su humor le
indujo probablemente a alguna indagación descabellada.
Una enseñanza abierta sencilla
Muy otra es la enseñanza impartida a las Hijas de la Caridad. En su mayor
parte, éstas viven una verídica mutación espiritual. Por la época del concilio de
Trento, la comunión no era objeto de gran asiduidad… Ahora bien, el concilio
manifiesta una insistencia indudable sobre la comunión frecuente (sess. XIII, can.
8); expresa el deseo de ver participar a los fieles cada día en el sacrificio
eucarístico, con todas la disposiciones requeridas para el buen uso de este
sacramento. Seguro que, en concreto, las cosas no son fáciles. Es preciso hallar un
justo medio entre quienes tienden al laxismo y los que propenden al rigorismo. Un
libro, el de Antonio Molina, describe un trazo luminoso: es reimpreso siete veces en
1608. Pero están presentes resistencias que durarán hasta san Pío X. La costumbre
de comulgar semanalmente casi llegará a ser norma; regular la comunión es ante
todo competencia del confesor, tal como lo entiende san Francisco de Sales.
Quieren en cambio la comunión diaria Bossuet y Fénélon.
San Vicente reacciona contra las exigencias casi imposibles de Antoine
Arnauld, que en su libro De la comunión frecuente propugna un acceso excepcional
a la comunión, y lo vincula a impensables condiciones de conciencia. No falta el
humor, cuando nuestro landés pregunta: ¿Se encontrará algún hombre sobre la
tierra que tenga tan buena opinión de su propia virtud, que se crea en situación de
poder comulgar dignamente? Esto es sólo un privilegio del señor Arnauld que,
después de haber puesto estas disposiciones en un grado tan alto, que ni san Pablo
se hubiera atrevido a comulgar, no deja de jactarse en varios lugares de su
apología, de celebrar misa todos los días (SVP, III, 340). La objeción es pertinente
y conlleva una buena apertura de espíritu: nadie es digno de comulgar, pero la
comunión purifica al hombre.
El mismo pensamiento se encuentra en sus pláticas a las hermanas. Sencillo y
modesto auditorio, ¡con qué naturalidad se adapta a ellas! En 1646 las anima a que
comulguen
bien.
indignamente.
Se
Por
encima
capta
la
de
tensión
todo,
del
hay
que
guardarse
de
comulgar
momento:
comulgar,
pero
hacerlo
dignamente, he ahí la consigna. No efectuar acciones propias de un demonio,
comulgando mal. Teme los ultrajes, pero le admira todavía más una comunión bien
hecha, pues es hacerse una misma cosa con Dios, obtener las arras de una
eternidad bienaventurada (SVP, IX, 227).
La paz y la tranquilidad de la conciencia son la señal por antonomasia de una
buena comunión, una marca infalible y segura. Un alma disponible es un alma
formada, esculpida por la comunión. Es entonces capaz de evangelizar a los
pobres: Necesitan el maná espiritual, necesitan el espíritu de Dios; ¿y dónde lo
tomaréis vosotras para comunicárselo a ellos? Hijas mías, en la santa comunión
(SVP, IX, 22); Las hermanas son cooperadoras de Dios (SVP, IX, 229); Y concluye,
pero acerquémonos a este fuego para vernos invadidos primeramente nosotros, y
luego, por nuestra caridad y buen ejemplo, atraer a él a los demás. Sabed, hijas
mías, que la virtud capital de las Hijas de la Caridad es comulgar bien (SVP, IX
229).
¡He ahí algo que tiene aliento!. No estamos lejos de su experiencia mística. Se
entiende que ha podido tener una vivencia de corazón a corazón con Dios, con el
cual ha entrado en contacto profundo.
Acción por Cristo
Idéntica insistencia en 1647. La reflexión de una hermana le da pie para decir:
¡La persona que ha comulgado bien, lo hace todo bien! … Lleva a Dios en su
corazón, lleva por todas partes un buen olor, no hace nada sino a la vista y por el
amor de Dios… Su corazón es el tabernáculo de Dios (SVP, IX, 307-308). Se ve a
las primeras hermanas repletas de una enseñanza muy a su alcance, que no
excluye la cultura evangélica, a falta de un cultivo intelectual desarrollado, si bien
ellas tienen la inteligencia de la fe.
Pero dejemos que hable más prolijamente:
¡Oh! ¡qué buena observación, la de que la
persona que ha comulgado bien, lo hace todo
bien! Si Elías, con su doble espíritu, hacía tantas
maravillas, ¿qué no hará una persona que tiene a
Dios en sí, que está llena de Dios? No hará ya
ciertamente sus acciones, sino que hará las
acciones de Jesucristo; servirá a los enfermos con
la caridad de Jesucristo; tendrá en su conversación la mansedumbre de Jesucristo;
tendrá en sus contradicciones la paciencia de Jesucristo; tendrá la obediencia de
Jesucristo. En una palabra, hijas mías, todas sus acciones no serán ya acciones de
una mera criatura; serán acciones de Jesucristo.
De esta forma, hermanas mías, la Hija de la Caridad que ha comulgado bien
no hará nada que no sea agradable a Dios; porque hará las acciones del mismo
Dios. El Padre eterno ve a su Hijo en esa persona; ve todas las acciones de esa
persona como acciones de su Hijo. ¡Qué gracia, hijas mías! ¡Estar segura de que
Dios la ve, de que Dios la considera, de que Dios la ama! Así pues, cuando veáis a
una hermana de la Caridad servir a los enfermos con amor, con mansedumbre, con
gran desvelo, podéis decir sin reparo alguno: «Esta hermana ha comulgado bien».
Cuando veáis a una hermana paciente en sus incomodidades, que sufre con alegría
todas las cosas penosas con que puede encontrarse, estad seguras de que esa
hermana ha hecho una buena comunión y de que esas virtudes no son virtudes
comunes, sino virtudes de Jesucristo. Aficionaos, hijas mías, a imitar la sacratísima
y augusta persona de Jesucristo, por él mismo, y porque él os hará agradables a
Dios su Padre (SVP, IX, 309).
Acción a favor de los pequeños
Es claro que, para san Vicente, la calidad del servicio se vincula sin ambages a
la calidad de la vida eucarística. Resultado de ello son ciertas actitudes de fondo,
que quienes comulgan han de vivir en primer lugar:
desearlo, la acción de gracias, el recogimiento, implorar
perdón por las faltas contra la comunión: ¡Misericordia
Dios mío, misericordia por todo el mal uso que hemos
hecho de tus gracias! (SVP, IX, 319) A raíz de lo cual, da
las consignas para los días de comunión: las hermanas
oyen de él esta precisa indicación, cuyo giro sorprende: En cuanto a la sagrada
comunión, comulgad los días que están mandados, si es que no os lo impide la
atención a los pobres (SVP, IX, 811). Pide a las primeras señoras de la Caridad de
Châtillon que comulguen en las festividades de los santos Martín y Andrés, los dos
santos de la caridad. Se ve bien su insistencia en orientar la vida eucarística hacia
el servicio de los pobres.
Acción sacerdotal
Para él no cabe duda de que los seglares son sacerdotes. Por el bautismo,
todos deben ofrecer la vida, todos son sacerdotes con Jesucristo. Todos forman su
cuerpo místico, y tiene esta expresión admirable, justamente célebre, y ocupando
aquí regio lugar:
¿Qué pensáis estar haciendo durante la santa misa? No es solamente el
sacerdote el que el que ofrece el Santo Sacrificio, sino todos los que asisten a él;
estoy seguro de que, cuando estéis bien instruidas en este punto, tendréis gran
devoción; porque es el centro de la devoción (SVP, IX, 25).
Vicente demuestra cómo, los asistentes que toman parte en el sacrificio,
«participan en éste aun más que el sacerdote, si tienen más caridad que él». He
aquí el contexto de la conferencia del 7 de noviembre de 1659, cuyo tema es éste:
Cuando un sacerdote celebra la misa, hemos de creer que es el mismo
Jesucristo, Nuestro Señor, principal y soberano sacerdote, el que ofrece el
sacrificio; el sacerdote no es más que ministro de Nuestro Señor, que se sirve de él
para realizar externamente esa acción. Pues bien, el acólito que sirve al sacerdote y
los que oyen la misa, ¿participan, como el sacerdote, del sacrificio que él hace y
que ellos hacen con él, como él mismo dice: Orate, fratres …? Sin duda que
participan, y más que él, si tienen más caridad que el sacerdote … No es la cualidad
de sacerdote o de religioso lo que hace que las acciones sean más agradables a
Dios y merezcan más, sino la caridad, si ellos la tienen mayor que nosotros. (SVP,
XI, 646).
He ahí un lenguaje próximo al de san Francisco de Sales en la Introducción a
la vida devota, no menos que al de san Juan Eudes en La vida y el reino de Jesús.
El sacerdocio ministerial es por cierto admirable: ¡No hay nada más mayor
que un sacerdote! (SVP, XI, 391) San Vicente, como teólogo que ha asistido
fielmente a clase, sabe muy bien que el carácter de los sacerdotes es una
participación en el sacerdocio del Hijo de Dios (SVP, XI, 403). Es misión del
sacerdote interceder. Y hay una única vía de realizar esa misión, ser conformes a
Cristo sacerdote, ejerciendo las dos grandes virtudes de Jesucristo: la religión hacia
el Padre, y la caridad hacia los hombres (SVP, VI, 360).
A decir verdad, san Vicente no separa la espiritualidad del sacerdote de la de
los bautizados. El Padre Bernard Koch [en unos escritos sin igual, merecedores de
publicación] explica cómo, “no propone” san Vicente “a los vicencianos una
espiritualidad sacerdotal, o más bien «presbiterial», pues la Compañía se compone
de eclesiásticos y laicos; propone una espiritualidad de cristianos, propia de la
«religión de san Pedro». Nunca separa la espiritualidad sacerdotal de la
espiritualidad misionera. Es bajo este aspecto como, a Bérulle y sus amigos de la
Escuela Francesa de espiritualidad, Vicente añade, no sólo el espíritu misionero que
él tenía, sino además el sentido de los pobres y de los enfermos, los olvidados de la
pastoral. Teniendo ese cuadro como fondo, puede exponer la grandeza del
sacerdocio «presbiterial»: nada mayor que un sacerdote, a quien él le da todo
poder sobre su cuerpo natural y su cuerpo místico, el poder de perdonar los
pecados (SVP, XI, 391). De ese modo establece un lazo entre ambos, el cuerpo
eucarístico y el cuerpo místico de Cristo”.
“Para san Vicente” – comenta el Padre Koch – “el sacerdote es a la vez
hombre de la Eucaristía, de la misa, y hombre de la construcción, de la unión del
cuerpo místico, por las instrucciones y la reconciliación, entre las familias y con
Dios, por el sacramento” (El rostro del sacerdote según SVdP, CEME, 2004, p.54).
No está muy lejos de la actual doctrina conciliar sobre el sacerdote, cuando indica
tres funciones complementarias de los sacerdotes: enseñar, reunir, celebrar. Esto
se evidencia en la gobernación.
La vía de santidad para los sacerdotes es la conformidad con Cristo sacerdote.
Cierto que ellos no tienen el monopolio de la santidad. Todo fiel está llamado a ser
santo. A los Hermanos de la Congregación de la Misión, que son ante todo laicos,
san Vicente enseña:
Otro motivo que tenéis, hermanos míos, para dar gracias a Dios, es que
habéis sido llamados a una compañía, en la que cada uno tiene por finalidad su
propia perfección. Así pues, estáis aquí para trabajar por la vuestra. ¡Qué gracia!
¡Cuánto motivo para humillaros! En esto podéis vosotros llevar la virtud tan
adelante como los sacerdotes. Y si trabajáis fielmente en la adquisición de las
virtudes, se podrá decir con razón que estáis en un estado perfecto. Y si hay un
sacerdote que trabaja en ello de una forma ruin, como yo, que soy un miserable
pecador, habrá que confesar que seréis mucho más perfectos que él, aunque sea
sacerdote, aunque sea anciano, aunque sea superior … Vosotros podéis amar a Dios
tanto como los sacerdotes … (SVP, XI, 404).
En cuanto a los sacerdotes, su ideal de santidad se basa en la gloria del Padre,
de modo particular en la celebración de la Eucaristía:
No basta con celebrar la misa; además hemos de ofrecer ese sacrificio con la
mayor devoción que nos sea posible, según la voluntad de Dios, conformándonos,
en cuanto podamos con la gracia de Dios, con Jesucristo, que se ofreció a Sí mismo
en su vida mortal en sacrificio a su Padre eterno. (Abelly, p. 600).
No hay tal gloria del Padre sin una caridad ardiente, sin un celo más y más
fuerte, en una donación total, que prolongue la Eucaristía:
Nosotros somos el Moisés que levanta continuamente las manos al cielo por
ellos (cfr. Ex 17,8-13). Somos los culpables de que ellos sufran por su ignorancia y
sus pecados; nuestra es, pues, la culpa de que ellos sufran, si no sacrificamos toda
nuestra vida por instruirlos (SVP, XI, 121).
En este sentido es cosa grande formar a «buenos sacerdotes», para que vivan
de conformidad con la alteza y dignidad de su condición (SVP, XI 392). El lenguaje
es «anticuado», pero la santidad real del sacerdote continúa siendo una exigencia.
UNA VÍA EUCARÍSTICA MÁS HONDA
Se ha dicho innumerables veces, hasta cansar e indisponer los espíritus: san
Vicente no es un teórico. Pero eso no significa que no tenga un pensamiento y una
visión espiritual. Su posición en cuanto a la doctrina católica es sana, y para un
tiempo de renovación y de reforma en profundidad, él aporta su cautela a la actual
puesta al día. Su tratamiento de la Eucaristía rebasa la simple enseñanza, y sabe él
apoyarse en la verdadera doctrina para hablar sobre ella «a tiempo y a destiempo».
Tres pasajes me parecen señalar especialmente el lugar céntrico que ocupa la
Eucaristía.
“El amor es inventivo hasta el infinito”
Así en «la exhortación a un hermano agonizante», de 1645. Gusta de asistir a
los moribundos, desde los más pequeños, como el campesino de Gannes, hasta los
más grandes, como el rey Luis XIII. Un día ayuda a bien morir a uno de los
primeros hermanos de la Misión. Le sugiere pensamientos piadosos, actos de
confianza, de esperanza, le recuerda del amor de Dios. De repente, la exhortación
adopta el tono de una larga y honda meditación sobre el testimonio supremo de
amor que es la Eucaristía. Se le siente vibrar evocando la intensidad y adhesión, en
el afecto de Dios hacia a los hombres que ama. El texto se hace denso, abundante,
difícil sin duda para un hombre en trance de morir y puede que sin instrucción.
¿Quién tomó notas, y nos dejó tal herencia? Se puede preguntar…, pero ¿meditaría
sobra el suceso por la noche? Tal vez formuló para sí, lo que había vulgarizado para
agonizante…
La meditación da mucho que pensar: el amor de Dios, inventivo hasta el
infinito, concibió la Eucaristía para hacerse alimento nuestro. En la lectura del texto
se nos descubre su vida interior. «El amor lo puede y lo quiere todo». Este hombre,
este santo vive de amor, y vive de la Eucaristía. Rebosa de esos amores:
Como el amor es infinitamente inventivo, tras haber subido al patíbulo infame
de la cruz para conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea
ser amado, por no hablar de otras innumerables estratagemas que utilizó para este
efecto durante su estancia entre nosotros, previendo que su ausencia podía
ocasionar algún olvido o enfriamiento en nuestros corazones, quiso salir al paso de
este inconveniente instituyendo el augusto sacramento donde él se encuentra real y
substancialmente como está en el cielo. Más aún, viendo que, rebajándose y
anulándose más todavía que lo que había hecho en la encarnación, podría hacerse
de algún modo más semejante a nosotros, o al menos hacernos más semejantes a
él, hizo que ese venerable sacramento nos sirviera de alimento y de bebida,
pretendiendo por este medio que en cada uno de los hombres se hiciera
espiritualmente la misma unión y semejanza que se obtiene entre la naturaleza y la
sustancia. Como el amor lo puede y lo quiere todo, él lo quiso así; y por miedo a
que los hombres, por no entender bien este inaudito misterio y estratagema
amorosa, fueran negligentes en acercarse a este sacramento, los obligó a él con la
pena de incurrir en su desgracia eterna: Nisi manducaveritis carnem Filii hominis,
non habebitis vitam Jn 6,54. (SVP, XI, 65-66)..
En los medios vicencianos es hoy día de buen tono citar la frase «el amor es
inventivo hasta el infinito», muchas veces para justificar, con todo derecho, todos
los compromisos sociales y evangélicos, pero quien recuerde que semejante
afirmación san Vicente la aplica a la Eucaristía, tendrá el beneficio de una dinámica
plusvalía espiritual. Es el amor de Dios lo que capitaliza nuestra vida de caridad. Y
Cristo mismo es quien hace entrega de la «agape» y conduce al servicio cotidiano:
Sin Él no podemos hacer nada Jn 15,5.
“O salutaris hostia”
Se sabe asimismo el cuidado con que san Vicente perfiló las Reglas de la
Congregación. Sólo al cabo de 33 años de experimentación se las entregó escritas a
los vicencianos. Son literalmente un «libro de vida», mucho más inspirado que las
Constituciones hoy en vigor. Un texto y un grabado señalan en ellas la importancia
que san Vicente atribuye a la Eucaristía. He aquí uno y otra:
Y porque, según la Bula de fundación de nuestra Congregación, debemos
venerar de una manera especialísima los inefables misterios de la Santísima
Trinidad y de la Encarnación, procuraremos cumplirlo con el mayor cuidado y de
todos los modos que podamos, pero principalmente cumpliendo estas tres cosas. 1.
Hacer frecuentemente y de lo íntimo del corazón actos de fe y de religión sobre
estos misterios. 2. Ofrecer todos los días en su honor algunas oraciones y buenas
obras, y especialmente celebrar sus festividades con solemnidad y con la mayor
devoción que nos sea posible. 3. Haciendo todo cuanto esté de nuestra parte para
que, por medio de nuestras instrucciones y buenos ejemplos, estos misterios sean
conocidos y venerados por todos los pueblos.
Y porque, para venerar perfectamente estos misterios, no puede darse medio
más excelente que el debido culto y el buen uso de la Sagrada Eucaristía, ya la
consideremos como sacramento, ya como sacrificio, teniendo en cuenta que
contiene en sí como un compendio de los demás misterios de la fe, y que por sí
misma santifica y finalmente glorifica las almas de los que celebran como es debido
y de los que comulgan dignamente, y de esta manera se da mucha gloria a Dios
trino y uno y al Verbo encarnado, por eso en ninguna cosa pondremos tanto
empeño como en tributar a este sacramento y sacrificio el culto y honor debidos y
en procurar que los demás le tributen el mismo honor y la misma reverencia, y esto
procuraremos cumplirlo con el mayor esmero, en especial impidiendo, en cuanto
esté de nuestra parte, que se cometa contra él la menor irreverencia, de palabra y
obra, y enseñando con diligencia a los demás lo que deben creer acerca de este
inefable misterio, y cómo deben venerarle (SVP, X 507-508).
Las consignas son claras y formales. Tomando como centro la veneración de
la Eucaristía, es misión de los misioneros formar al pueblo cristiano en «el
compendio de nuestra fe», y hacer que viva en contacto con la hondura del
misterio.
Haciendo eco a esta línea de conducta, san Vicente llega a la minucia, cuando
elige una ilustración precisa para frontispicio del libro de la Reglas. Se ha
reproducido fielmente un siglo tras otro, en las sucesivas ediciones. Cuatro escenas
resumen lo esencial en la vida espiritual de la Congregación:
- en el primera está la Trinidad: Sancta Trinitas unus Deus
- en el segundo la Anunciación: Verbum caro factum est
- en el tercero la Eucaristía: O salutaris hostia
- en el cuarto la Sagrada Familia: Et erat subditus illis.
Queda dicho todo: hay que vivir y hacer vivir el amor divino tal cual es vivido
en la Trinidad, por el misterio de la Encarnación, al que prolonga el de la Eucaristía.
Todo para Dios en la obediencia a su Nombre. Hoy, Dios nos habita, y es esa Buena
Nueva la que el misionero debe anunciar.
La catequesis
¿Cómo anunciar esa Buena Nueva? Ciertamente por la predicación, pero
también por la catequesis. Se sabe la importancia a ella atribuida por san Vicente.
En sus numerosas misiones, él mismo la garantiza; la pone como piedra clave de su
edificio misionero. Está la catequesis menor, para los niños solos; y la mayor, para
todos: los niños son de ese modo catequizados de nuevo en presencia de sus
padres. Nuestro santo afirma: Todo el mundo está de acuerdo en que el fruto que
se realiza en la Misión se debe al catecismo (SVP, I, 441). La catequesis
[«doctrina»] es la baza la misión.
Tenemos retazos de un catecismo que él redactó. La Bibliothèque Nationale
tiene un “Catéchisme de Saint Vincent”… Tres capítulos se reparten el primer plano:
la Trinidad, la Encarnación y … la Eucaristía. De otro lado, el catecismo malgache de
1657 es cercano a san Vicente, si no ya inspirado por sus explicaciones. Se debaten
los expertos. Pero, al hojearlo, bien se ve el alto lugar que ocupa el Santísimo
Sacramento del Altar: hace su entrada en el capítulo sexto, y recibe atención a lo
largo de treinta más.
El medio doctrinal del santo nos comunica de ese modo, que Vicente da una
gran importancia a la iniciación eucarística. Y todo el mundo le reconoce como
institutor de la «primera comunión».
LA PRIMERA COMUNIÓN
Acaba una misión. San Vicente y los misioneros han trabajado el campo del
Señor durante días y días. A los niños juzgados suficientemente preparados e
instruidos «en las verdades necesarias a la salvación», se les dispone para que se
acerquen por primera vez a la sagrada mesa. Poco a poco, el rito así instaurado
gana en amplitud, y se hace costumbre una cierta solemnidad, por lo cual dará san
Vicente a aquellos misioneros que hacen retiro el año 1635: Huir de las pompas y
de la aparatosidad extraordinaria en las procesiones y comuniones de la juventud
(SVP, XI, 30) Muchos párrocos aplaudirán esta consigna, pero que no olviden el
sentido dado por «el gran santo del gran siglo» a la primera comunión. No es ella
profesión de la fe, sino la solemnidad de un primer contacto con Jesús-Hostia [¿?
Cristo-Sacramento]. Debe sin duda leerse con atención el mensaje que, por encima
del tiempo, nos deja san Vicente:
Es uno de los [medios principales] que tenemos para tocar a las personas
mayores, que tienen el corazón duro y obstinado, pero se dejan convencer por la
devoción de los niños y por el cuidado que en ellos se pone (SVP, III, 112-113)
¿Los niños, evangelizadores de los adultos? ¡Uno entre los milagros de la
Eucaristía!
PERSPECTIVAS PARA HOY
Leyendo con atención a san Vicente, se evidencia cómo sitúa a la Eucaristía en
la prolongación de la Encarnación. En la sagrada forma, no adora san Vicente al
solo Señor crucificado, sino también al Salvador hoy presente al mundo y al
hombre. Cristo continúa en cada misa su obra de salvación, de liberación, de
sanación; los signos de la salvación continúan siendo dados, como lo fueron a los
enviados de Juan Bautista. El Señor se muestra en acción. Actúa en relación a y en
contra de todo, pese a nuestro pecado, a nuestra torpeza, nuestra falta de fe, a
nuestra crasitud humana. Para eso viene de nuevo. Él es el gran actor de nuestras
Eucaristías. Toda misa, toda comunión es el lugar efectivo donde se efectúa la
salvación del mundo y nuestra salvación colectiva y personal. En ese sentido
ninguna misa es banal, existe sólo el acto salvador de Cristo, tan presente como el
propio acto creador.
Y así puntualiza san Vicente las consecuencias de nuestra participación:
hacernos una «tierra de encarnación», expresión bellísima, a imagen de la Virgen
María. Se nos invita de ese modo a ponernos en estado de cultivo, a esparcir la
enjundia de nuestra buena voluntad y de nuestra acción, a recibir la gracia
acumulada en esa Eucaristía. Nos quiere asimismo en espera de que Nuestro Señor
nos marque, dándonos la flor y nata de su espíritu. Se hace eco del Apóstol cuando
dice a Antonio Durand: Debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo
(SVP, XI, 236). Toda adhesión a la Eucaristía es una llamada a la implicación a
construir el mundo y servir a los hermanos.
A la luz de la enseñanza de san Vicente, nos vemos sin duda cuestionados, y
podemos hacer revisión de vida, para afinar en nosotros la presencia activa de
Cristo en la Eucarístía.
Presencia: ¿a qué equivale? «Yo soy el pan de vida» es tanto como decir:
«Heme aquí». La fórmula de la consagración subraya el carácter personal de la
presencia del Señor. Necesitamos oírnos gritar: «Es el Señor» (Jn 6:35; Mc 6,50;
Jn 21,7).
Es presencia activa: sabemos por experiencia hasta dónde puede ser invasora
una presencia. Desde el momento en que el ser humano es dos, no se pertenece.
Es del otro tanto como de sí mismo. Hace las cosas del otro al igual que las suyas.
Actúa tanto por el otro como por sí mismo. Ahora bien, Cristo nos invade, nos
hacemos carne de su carne, «una misma cosa con Él» (cfr. Jn 6,57; 15,4).
Como la Encarnación, la Eucaristía es también intercambio. Por ella somos
divinizados. Si somos sinceros, de cada misa salimos tocados. Toda Eucaristía nos
orienta indisociablemente hacia Dios y hacia el prójimo. Imposible situarse en su
lógica sin amar mejor a los demás. Toda comunión nos pone en una común-unión.
Lo decía Juan-Pablo II: «El sentido auténtico de la Eucaristía se hace por sí mismo
escuela de amor que se efectúa en favor del prójimo». Es preciso que nos reapropiemos las palabras de san Vicente: Acudid a la santa comunión siempre que
os lo permita la bondad de Dios … allí es donde hay que ir a estudiar el amor (SVP,
XI, 280).
La Eucaristía en consecuencia nos hace misioneros. Dios viene a nosotros para
transformarnos en Sí y, por nosotros, para transformar el mundo. Somos enviados
a testimoniar la poderosa transfiguración experimentada en la Eucaristía,
participando en la transformación de las condiciones existenciales de aquellos que
nos rodean. En ese sentido, la Eucaristía, vivida a la manera vicenciana, nos hace
profetas y nos remite a sus preferidos, los pobres. Aun a riesgo de repetirme, el
«test» de una Eucaristía bien vivida es la caridad, el amor efectivo a los
desdichados. San Vicente nos presta un servicio, recordándonos lo esencial: precisa
hacer tangible el evangelio y anunciarlo a los pobres, porque ellos lo necesitan más,
es mayor su indigencia, y su suerte reclama justicia de Dios.
Por fin, cuando san Vicente habla de «dejar a Dios por Dios» (SVP, IX 725),
entiende: dejar un encuentro con Dios en la misa, hondamente personal y
enriquecedor, para vivir, en la persona de los pobres, un encuentro con Dios,
menos gratuito y más difícil. Nos saca así de toda rutina, de toda esclavitud, - aun
la sacramental -. Recuerda que nuestra fe se vive y se realiza en la acción:
¿Qué le aprovecha, hermanos míos, a una decir: “Yo tengo fe”, si no tiene
obras? … Pues como el cuerpo sin el espíritu está muerto, así también está muerta
la fe sin las obras (Sant 2,14,26).
«Cahiers Saint Vincent» [Bulletin des Lazaristes de France]
Autumne 2004 – Nº 188, 27-43
Traducción de Luis Huerga Astorga, C. M.
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