Prot. 03/2015 «Levanten los ojos y miren los campos» (Jn 4,35) Mensaje para la semana vocacional Mar del Plata, 7-15 de febrero de 2015 A mis queridos hermanos de mi diócesis de Mar del Plata: I. El campo de la diócesis El oficio pastoral me lleva a recorrer con frecuencia la variada geografía de esta diócesis. En la franja costera puedo admirar el mar; hacia el interior, las serranías y extensos campos de cultivo. En la periferia de las grandes ciudades zonas de pobreza, que a veces llega a la indigencia. En las localidades más pequeñas, contemplo la vida con sus ritmos más naturales, sus costumbres marcadas aún por grandes valores, aunque también asoman los signos evidentes de un fuerte cambio y desafío cultural. El contacto con las distintas comunidades me alegra, y me siento enriquecido al conversar con los párrocos, vicarios parroquiales y diáconos; así como con los sacerdotes que pertenecen a órdenes, congregaciones o sociedades apostólicas, además del trato con las religiosas. En el curso de estas visitas y encuentros pastorales he podido comprobar muchas veces la buena disposición de los sencillos para recibir el mensaje de Cristo, tanto en zonas rurales como en las periferias urbanas. Al mismo tiempo, a menudo he oído el deseo de la presencia estable y más frecuente de un sacerdote. A pesar de algunas apariencias, existe un deseo grande de Dios, de encuentro con Cristo, de contacto con la Iglesia Católica, donde la mayoría ha sido bautizada. Y sabemos que nuestros vacíos pastorales pronto son ocupados por otras propuestas. De este modo, quienes fueron bautizados en la Iglesia Católica, son captados y orientados hacia cultos ajenos a su origen, o bien se encuentran “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34). Como obispo, esto no deja de preocuparme seriamente. II. El encuentro con Jesús transforma la vida Atravesando caminos, me vienen a la memoria las palabras de Jesús que se encuentran en el Evangelio de San Juan: “Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega” (Jn 4,35). Son palabras que Jesús les dice a sus discípulos cuando regresan de la ciudad de Samaría, donde habían ido a comprar alimentos, mientras dejaban al Maestro junto al pozo de Jacob. Al volver, lo encontraron hablando con la mujer samaritana. En la sociedad de Israel, los samaritanos eran como una periferia sospechada y despreciada por el resto. Pero el encuentro con Él transformaba las vidas. Así sucedió con la samaritana, que ya iba por el quinto marido. Ella, sin embargo, se convirtió en pregonera de la presencia de este hombre tan especial, y ante sus paisanos exclama: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?” (Jn 4,29). El entusiasmo de la samaritana se vuelve contagioso para el resto, de modo que “salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro” (Jn 4,30). Y el relato prosigue más adelante: “Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que hice». Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo»” (Jn 4,39-42). Lo que sucedió entonces con la samaritana siguió siendo realidad en la vida de Jesús. El contacto que tuvieron con él resultó decisivo para gente como el publicano Zaqueo, o el samaritano leproso al verse curado, o el ciego de nacimiento, o María Magdalena y tantos otros. El dichoso encuentro con Cristo transformaba radicalmente las vidas, llenándolas de luz. III. Jesús necesita trabajadores para el campo de Dios Es clara en los evangelios la preocupación de Jesús por llevar a todos su mensaje. A sus discípulos pidió oración por la multiplicación de los 2 trabajadores y el cuidado de la cosecha en los campos de Dios: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lc 10,2). Durante su ministerio en Israel, Jesús envió en misión a sus discípulos, haciéndolos participar de su misión de anunciar el Reino de Dios (cf Mt 10,116; Lc 9,1-6; 10,1-12). Y después de su resurrección les dice: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). A sus discípulos les dejó ejemplo de generosidad sin límites en la entrega a su misión. Cuando los Apóstoles regresan de la misión que les había encomendado “Él les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco». Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,31-34). ¿De dónde sacaba Jesús las fuerzas para superar todo cansancio? La Palabra de Dios nos da la respuesta. Jesús vive buscando siempre la voluntad del Padre y la intimidad con él: “El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,29). “Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando” (Mc 1,35). Jesús vive en sintonía con el Padre bajo la guía y la fuerza del Espíritu Santo, como nos dice el apóstol San Pedro: “Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. El pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Un deseo ardiente lo anima en su misión: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Es claro, por tanto, de dónde le salen las fuerzas: de la misión recibida del Padre y de su intimidad con él en la oración; de su docilidad al Espíritu Santo, de su capacidad de compasión y de misericordia, y de la grandeza de la causa. 3 Hoy necesitamos muchas vocaciones de jóvenes formados en gran intimidad con el Señor, que encendidos en el fuego del Espíritu Santo y animados por una fuerte capacidad de compasión, descubran la belleza y el gozo de una vida totalmente entregada a la causa del Evangelio de Jesús. IV. Vocaciones de especial consagración En la semana vocacional, y a lo largo de todo el año, cuando hablamos de oración por las vocaciones, incluimos todas las formas posibles de colaboración apostólica a través de las cuales se edifica la Iglesia. Por dar sólo unos pocos ejemplos, el Nuevo Testamento nos habla de las mujeres que seguían a Jesús y a los apóstoles y los socorrían con sus bienes (Lc 8,1-3). San Pablo nos habla de Áquila y de su mujer, Prisca, a quienes llama “mis colaboradores en Cristo” (Rom 16,3) y envía igualmente saludos “a la Iglesia que se reúne en su casa” (Rom 16,5). Pero dentro de la Iglesia que es comunión y unidad constituida por una diversidad admirable, en la oración de esta semana hay un énfasis claro en aquellas vocaciones que llamamos de “especial consagración”. Vocación al ministerio eclesial (presbíteros, diáconos), vocación a la vida consagrada (órdenes, congregaciones, institutos, tanto masculinos como femeninos). Sin los ministros de la Iglesia, que actúan en nombre y representación de Cristo, y que enseñan, santifican y gobiernan al “Rebaño de Dios” (1Ped 5,2), las comunidades languidecen por falta de alimento espiritual, de la gracia de los sacramentos y de la guía y animación que los hombres necesitan. Sin el testimonio multiforme de la vida consagrada, la Iglesia se vería privada de una enorme riqueza. En este año de la Vida Consagrada, querido por el Papa Francisco, podremos ver mejor todo su potencial para irradiar el Evangelio. V. Oremos Señor Jesús, obedeciendo tus palabras, levantamos los ojos y miramos los campos maduros para la siega. Vemos que la cosecha es abundante y pocos los trabajadores. Con la unción del Espíritu Santo nos unimos a María, tu Madre, 4 y oramos contigo al Padre del cielo. Que no falten en tu Iglesia sacerdotes ministros de tu altar, pastores según tu Corazón, servidores de tu Palabra, pescadores de hombres, testigos de la Vida en abundancia que nos quieres regalar. Necesitamos religiosas y religiosos que con el testimonio de sus vidas enriquezcan nuestra Iglesia diocesana de Mar del Plata con la variedad de sus carismas. Concédenos perseverar siempre en la oración confiados en tus promesas. Amén. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 5