2 Los días pasaron lentamente. Kendra se limitaba a hacer lo

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Los días pasaron lentamente. Kendra se limitaba a hacer lo mínimo para subsistir y quedarse
ensimismada pensando en su madre. Esperando oír su voz en cualquier momento. Tenía la
fuerte convicción de que encontraría la manera de comunicarse con ella. Incluso se planteó
volver al lugar donde estaba su cadáver, pero desechó la idea rápidamente. Respecto a lo que iba
a hacer a continuación, pospuso cualquier tipo de decisión. No quería pensar en abandonar aquel
lugar porque entonces tendría que pensar dónde quería ir y qué iba a hacer. No quería pensar en
el futuro. No quería enfrentarse a la gente. No quería pensar en el invierno. Y entonces empezó
a llover.
Al principio no le importó demasiado. Tenía algunas provisiones y el gigantesco árbol la
protegía de la lluvia, así que su escondite permanecía más o menos seco. Luego se levantó un
fuerte viento y las gotas empezaron a colarse bajo las raíces. Con todo, si evitaba el charco que
se había formado en uno de los lados, la mayor parte del hueco todavía se mantenía seco.
Estuvo todo el día acurrucada en la zona más protegida del viento, y al final se quedó dormida.
Se despertó por la noche, empapada. No veía nada, pero palpó el suelo a tientas y su mano
produjo un chapoteo al hundirse en el agua. Un rayo iluminó el escondite y vio un enorme
charco que cubría todo el suelo. El agua entraba por todas partes. Se puso de pie y pensó qué
podía hacer. No se le ocurría nada. Salir al bosque a buscar un lugar mejor en medio de la
tormenta y a oscuras era una tontería. Intentar que no entrara más agua era inútil y además ya no
tenía sentido, aquello se estaba convirtiendo en un lago. Aprovechó la luz de otro rayo para salir
del agujero sin tropezar con las raíces. Estaba toda mojada y helada y, aunque en su escondrijo
no parecía tener una gran protección, al salir el viento y el frío la golpearon con fuerza. Por un
momento no pudo hacer otra cosa que abrazarse el cuerpo doblada por la mitad, intentando
entrar en calor. Luego levantó la cabeza y miró a su alrededor, entrecerrando los ojos a causa
del viento. La lluvia arreciaba y el claro estaba inundado. Por eso el agua había terminado por
entrar bajo las raíces. Más allá no se veía nada. El árbol era su mejor opción, ya que debajo casi
no llegaba la lluvia. Empezó a rodearlo y en una de sus caras le pareció ver una hendidura.
Cuando se acercó vio que, en efecto, había una estrecha cavidad vertical, algo sinuosa,
enmarcada por numerosos nudos. Parecía la cicatriz de un rayo caído tiempo atrás. Esperó que
no volviera a caer otro. Rápidamente se quitó la capa, se introdujo en la grieta y utilizó la capa
para cubrir la obertura, más para protegerse del viento que de la lluvia. Era un poco estrecho,
pero estaba seco y poco a poco fue entrando en calor. No podía echarse, tan solo apoyarse
contra la madera, pero menos era nada.
Tras una noche interminable al fin se hizo de día, aunque seguía lloviendo. Kendra sentía las
manos y los pies entumecidos, y tosía de vez en cuando. La ropa que llevaba puesta no se había
secado y la sensación de frío era insoportable. El día anterior se había comido todas sus
provisiones, así que tendría que armarse de valor y salir a buscar algo de comer. Esperó por si
amainaba un poco, pero después de un buen rato se hartó de estar allí sin hacer nada. Tenía
mucha hambre. Suspiró y salió de la grieta. Tenía todo el cuerpo dolorido. Como allí apenas se
mojaba aprovechó para calentarse un poco dando unos saltitos. Notaba los pies como si fueran
de cristal, a punto de romperse. Cuando se sintió preparada, atravesó corriendo el prado
tapándose con su capa y se internó en la espesura. Por suerte, no le costó mucho encontrar
comida. Ya conocía un par de lugares donde podía conseguir las dichosas raíces, y también
encontró unas nueces al pie de un nogal. En el camino de vuelta se hizo con un par de piedras
para abrir las nueces. La tos empeoraba por momentos, y tomó nota mental para buscar algo de
muscarela cuando dejara de llover. La muscarela iba muy bien para curar los resfriados, a
menudo la había ido a recoger con su madre en el pasado, pero no era cuestión de ponerse a
buscarla bajo la lluvia. Llegó bajo su árbol totalmente calada. Se metió en su hendidura y dio
cuenta de las raíces. Luego tuvo que salir un momento para abrir las nueces cómodamente,
cascándolas entre las dos piedras. Estaban un poco amargas, pero cualquier cosa era mejor que
las raíces, por eso se las había guardado de postre. Con el estómago lleno, Kendra se refugió una
vez más en su hendidura y se preguntó cuánto duraría la lluvia, y cuánto podría resistirlo.
La tos de la niña iba de mal en peor, y el tercer día amaneció con fiebre. Le dolía la cabeza y las
articulaciones, y las excursiones para buscar comida se convirtieron en un suplicio. Cuando
volvía a su árbol con unos madroños un rayo cayó a pocos metros de donde estaba. Se
sobresaltó tanto que se le cayeron todos los frutos al suelo. El rayo había partido un árbol por la
mitad a pocos metros y el tronco estaba en llamas. ¡Fuego! Kendra se olvidó de los madroños y
corrió hacia el árbol. Tenía que conservar aquel fuego como fuera. La lluvia lo estaba apagando
rápidamente, así que tenía que darse prisa. Al partirse, el árbol había dejado al descubierto el
corazón del tronco. Madera seca. Gracias a la acción del rayo había un montón de astillas por el
suelo y otras que podía arrancar fácilmente. Kendra empezó a arrancar todos los pedazos de
madera que pudo con las manos. Luego se los metía debajo del vestido para que no se mojaran.
En el proceso se clavó un montón de astillitas en las manos y los brazos le dolían muchísimo,
pero no le importó. Cuando no pudo seguir con las manos, se ayudó con una piedra que cogió
del suelo. Luego cogió la última astilla que había arrancado y la prendió en el poco fuego que
quedaba en el tronco. Tras unos larguísimos y angustiosos momentos una llama se alzó
titubeante en el pedazo de madera. Kendra se inclinó sobre la pequeña llama para protegerla de
la lluvia con su cuerpo, puso una mano delante para parar el viento y avanzó tan rápido como
pudo hasta su escondite. Por el camino intentó localizar algo de yesca seca. Sabía que era
misión imposible, pero la suerte quiso que encontrara un recoveco entre dos rocas con algo de
hojarasca que apenas se había mojado. Cogió toda la que pudo con su mano libre y se la metió
dentro del vestido. Después de un camino de vuelta que se le antojó eterno llegó a su árbol. La
astilla casi se había consumido. Se sacó todos los pedazos de madera y las hojas secas de dentro
del vestido con la mano libre y las dejó dentro de la hendidura. Cuando volvió a mirar el fuego
se había apagado. Solo quedaba una pequeña brasa en la astilla. Maldiciéndose por su descuido,
cogió la hoja más seca que encontró y la aplicó a la brasa. Salió un poco de humo pero no
prendió. Desesperada, empezó a soplar y después de unos interminables y angustiosos
momentos una pequeña llama apareció. Prendió la hoja, y con ella otra astilla, una bastante
larga. Una vez tuvo su astilla nueva ardiendo, la encajó por la base entre las estrías de la corteza
del árbol de la hendidura, como si fuera una antorcha colgada en un pasillo, y organizó un lugar
adecuado para guardar su fuego. Salió corriendo y volvió con un montón de piedras. Quería
mantener su fuego justo delante de la hendidura donde ella se cobijaba. El suelo que tenía
delante no era suelo en realidad, era un montón de gruesas raíces enredadas que se elevaban casi
un metro sobre el claro. En uno de los huecos que formaban las raíces tiró todas las piedras y las
colocó bien para cubrir toda la superficie. No quería que su fuego acabara por quemar el árbol,
aunque dadas las circunstancias era bastante improbable. Miró su astilla, y respiró aliviada al
ver que seguía encendida. Entonces se dio cuenta que con lo mojadas que estaban las piedras
seguramente apagarían su pequeña hoguera. Cogió una piedra con cada mano y las puso encima
de la llama para secarlas. Notar el calor en las manos fue una bendición y se sintió un poco más
optimista, aunque no pudo dejar de tiritar. Con infinita paciencia fue secando todas las piedras y
volvió a colocarlas en su sitio. El espacio que quedaba era como una olla y mantendría el fuego
bastante protegido del viento. Entonces cubrió el fondo con la hojarasca y colocó encima
algunas astillas. No todas, tenían que durarle al menos hasta que terminara de llover. Y no sabía
cuándo sería eso. Finalmente acercó su astilla en llamas y con gran alegría vio cómo se prendía
un pequeño fuego. En poco tiempo tuvo un fuego estable junto al cual pudo entrar en calor. De
todas maneras no se hizo ilusiones, tenía que encontrar más madera seca para poder alimentar su
hoguera o pronto volvería a estar como al principio. ¿De dónde podría sacar algo de madera
seca en medio de una tormenta? Miró al cielo y obtuvo su respuesta. El árbol. Era tan frondoso
que las ramas más cercanas al tronco estaban secas. Con muchas dificultades, porque cada vez
le dolían más los huesos, se encaramó a las primeras ramas y arrancó hojas y pequeñas ramitas.
Pronto tuvo una buena reserva y por fin se sentó a disfrutar de su fuego tranquila. Incluso pudo
poner a secar su capa. El calor y la ropa casi seca la ayudaron a sentirse un poco mejor, pero la
tos ya era casi continua. La niña se llevó la mano a la frente y la notó ardiendo. Y lo peor de
todo era que tenía que volver a salir a buscar algo de comer. Después de dejar su fogata bien
alimentada volvió a salir a la tormenta para buscar comida. Pensó en buscar algo de muscarela,
pero decidió que si no se la encontraba por el camino no perdería tiempo en ir a por ella. Esta
vez tardó algo más en encontrar alguna cosa, pero al final regresó con unas setas y unas moras.
Se alegró de ver que el fuego seguía en marcha, aunque si hubiera tardado un poco más no
hubiera encontrado más que cenizas. Tendría que tardar menos en volver en lo sucesivo. Por
primera vez desde hacía días pudo comer caliente. Cocinó las setas en el fuego y le supieron a
gloria. Luego se comió las moras y se metió en su hendidura, muerta de cansancio y de dolor.
Necesitaba descansar, pero le daba miedo quedarse dormida demasiado tiempo y que se le
apagara la hoguera. Para evitarlo se le ocurrió una idea: dejó una mano en alto sujetando una
piedra, apoyada en la grieta por encima de su cabeza. Si se dormía profundamente dejaría caer
la piedra y le daría en la cabeza. No era un método muy fino, pero era lo único que se le ocurrió.
De esta manera avanzó el tiempo penosamente hasta el cuarto día. La lluvia empezó a remitir y
cesó por completo a media mañana, pero Kendra estaba demasiado débil para alegrarse. No
había podido tener el descanso que tanto necesitaba y tenía tanta fiebre que a ratos deliraba.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, salió de su grieta para ir a buscar comida y muscarela. En
realidad la comida le daba igual. Necesitaba la muscarela. Avanzó lentamente por el bosque,
tosiendo sin parar. La muscarela era una especie de musgo que se encontraba en la corteza de
los robles. ¿Dónde había visto ella un roble? No se acordaba. Recordaba haber visto un roble de
camino a… Todo empezó a dar vueltas. Kendra se apoyó en una roca para no caerse. Ya no
podía más. Se dejó caer al suelo y se quedó tendida boca arriba. Solo quería dormir. Y entonces,
con la mirada perdida en el cielo, lo único que pudo ver con claridad fue la frondosa copa de un
roble…
Kendra no recordaba cómo había reunido fuerzas para volver a su escondite, pero cuando volvió
a tener la cabeza clara estaba sentada con la espalda apoyada en el árbol, junto a su fuego. Había
un par de setas y unas bellotas en su grieta, y un puñado de muscarela puesta a secar junto al
fuego. Recordaba como en un sueño haberse acercado hasta el roble y haberse comido a
puñados las pequeñas formaciones de musgo de la corteza. Lo ideal hubiera sido hacer una
infusión, pero no tenía tiempo ni medios para ello. La muscarela le había dejado un sabor
horrible en la boca que no se había marchado todavía, pero ahora se encontraba un poco mejor.
Se tocó la frente y vio que todavía tenía fiebre, pero ya no era tan alta. Aprovechó su mejoría
para encaramarse a coger más ramas para alimentar su fuego. Era sorprendente lo rápido que
consumía la madera y Kendra temía que se le apagara en el momento menos pensado.
—Tienes que contenerte un poco —le dijo moviendo las palmas de las manos hacia abajo—. Si
devoras tan rápido toda la madera que te echo, al final te apagarás…
Le pareció que el fuego titilaba sorprendido, pero seguro que eran imaginaciones suyas. Por lo
menos siguió demandando madera tan rápido como siempre. Se rio de sí misma por haber
pensado que podría razonar con una hoguera. Luego cogió con fuerza el colgante de su madre,
que colgaba de su cuello tan frío como siempre, y le dio las gracias a su madre por haberle
enviado aquel rayo sin el cual no habría conseguido tener su fuego y seguramente habría
muerto. Seguro que había sido ella. No pudo evitar que unas lágrimas resbalaran por sus
mejillas. Escuchó atentamente por si ella le contestaba. Esperó el resto del día. Esperó hasta el
día siguiente. No obtuvo respuesta.
El hueco bajo las raíces se había convertido en una piscina, pero el agua se drenó
sorprendentemente rápido y en un día volvió a estar seco. Kendra decidió acondicionarlo para
evitar nuevas inundaciones. La lluvia no caía directamente encima gracias a las frondosas ramas
del árbol, a menos que hiciera mucho viento, e incluso así era poca cosa. El problema era que
cuando se inundaba el claro, el agua terminaba por colarse dentro del hueco como si fuera un
sumidero. Por ello Kendra levantó una pequeña barricada en torno al árbol. También tapó con
piedras y barro algunos de los espacios entre las raíces, dejando otros abiertos para permitir la
entrada de luz. Luego acondicionó un lugar en el centro de su escondite, donde el techo era más
alto, para trasladar su fuego. Tuvo la precaución de dejar toda la estancia limpia de hojas secas
salvo una pequeña zona alejada del fuego para dormir, no quería que se provocara un incendio
accidentalmente. Cuando terminó de hacer reformas, se dedicó a recoger plantas medicinales
para las enfermedades más comunes. En el riachuelo se hizo con dos piedras planas y las
utilizaba para triturar las plantas una vez secas. Como no tenía dónde guardarlas, hizo
montoncitos sobre otra piedra alargada que puso en un rincón y la tapó como pudo con más
piedras para que se preservaran lo mejor posible. Todo esto le llevó varios días. Ahora ya podía
dormir más rato porque pudo conseguir ramas secas más gruesas que duraban más tiempo. De
todas maneras desarrolló el instinto de despertarse cada poco tiempo para alimentar la hoguera.
Sus largas charlas intentando que el fuego se dosificara para hacer durar más la madera eran
infructuosas, pero casi lo hacía más por hablar que por otra cosa. También pasaba largos ratos
sentada fuera, con la espalda apoyada en el tronco del árbol, pensando en su madre, esperando
una señal suya.
Los días pasaban rápidamente, y cada vez hacía más frío. Era evidente que no podría pasar el
invierno con la ropa que tenía. Y eso solo tenía una solución: tendría que ir al pueblo que había
visto al oeste. Le costó mucho decidirse porque eso significaría tener que renunciar al fuego. No
podía llevárselo y era imposible que su fogata permaneciera encendida todos los días que iba a
estar fuera. Se pasó varios días hablando con su fuego, despidiéndose de él. Cada vez que
decidía irse, se quedaba mirando su hoguera y posponía la partida un día más, pero sabía que
tenía que marcharse pronto o se arriesgaba a que empezara a nevar. Finalmente se obligó a
marchar.
—Ya sé que no quieres apagarte, pero tengo que irme. Lo siento muchísimo —una de las ramas
crujió y empezó a supurar resina—. Te voy a echar mucho de menos.
Kendra, sentada en el suelo, se abrazó las piernas y se echó a llorar. Le había costado tanto
mantener el fuego… Si no volvía a conseguir encenderlo posiblemente moriría durante el
invierno. Pero si no conseguía ropa antes de que empezara a nevar, también moriría. Cogió una
piña y la lanzó a la hoguera. El fuego chisporroteó alegremente. Kendra se quedó mirando las
llamas y se adormiló un poco.
—…Sálvame…
Kendra se puso tiesa de un salto. Se había quedado dormida. Le había parecido oír algo, pero
debía de haber sido un sueño. Ya solo quedaba un par de llamas moribundas. Kendra las agrupó
juntando las ramitas encendidas y las miró con tristeza.
—…Sálvame…
Kendra se incorporó de un salto.
—¿Quién anda ahí? —gritó mirando en todas direcciones.
—Aquí…
La voz venía del suelo. Kendra bajó la vista, pero allí solo estaba el fuego. Miró más allá, pero
no había nada. ¿Se estaría volviendo loca? Su madre una vez había visitado a un paciente que
oía voces dentro de su cabeza. No recordaba cuál era el remedio para aquello.
—Ayúdame, por favor.
—¿Eres… el fuego? —preguntó Kendra con cautela, y al momento se sintió completamente
estúpida.
—Sí. Ayúdame.
Kendra se acercó con cautela.
—¿Cómo puedo hacerlo? Tengo que irme y no puedo llevarte conmigo. Y no… —bajó la vista
al suelo— no puedo soltarte por el bosque, lo quemarías todo…
—¿Vas a dejarme morir? —la única llama que quedaba tembló en medio de las cenizas.
—¿Qué podría hacer? Déjame pensar… —Kendra se levantó y empezó a caminar arriba y
abajo.
—No lo sé, pero si no te das prisa… —el fuego dejó que las palabras no pronunciadas flotaran
en el aire.
Kendra se arrodilló delante del fuego.
—Si me quedo a cuidarte no creo que pueda sobrevivir al invierno… —el fuego guardó
silencio— Pero si te dejo, morirás.
Kendra se quedó mirando el fuego, que casi se había consumido del todo.
—Solo puedo hacer una cosa —resolvió—. Si te toco, ¿me prometes que no me quemarás?
—Te lo prometo —respondió la última llama, a punto de extinguirse.
Kendra alargó la mano y cogió la llama entre dos dedos. Notó un calor agradable, pero no se
quemó. Eso confirmaba que no se había vuelto loca, ¿no? Se la acercó a la cara.
—Mientras yo viva, tú vivirás en mí- susurró.
Entonces se llevó la llama a la boca y se la tragó sin pensarlo. Durante unos instantes una luz
anaranjada se transparentó en la pálida piel de su cuello. La luz fue descendiendo y se perdió
bajo el vestido. Una sensación cálida invadió a la niña, que sonrió.
—Puedes volver a salir cuando quieras.
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