M. D. CHENU, O. P. LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS Les signes des temps, Nouvelle Revue Théologique, 87 (1965) 29-39. La expresión ha entrado decididamente en el lenguaje teológico. Es urgente percibir la densidad de su contenido. Se ha hecho imprescindible desde que hemos comenzado a acordarnos de las coyunturas temporales de la naturaleza humana, dejando su estudio abstracto y sistemático. No debilitemos las palabras: las coyunturas temporales en que está el hombre no son algo accidental, sino la condición misma de su existencia. El tiempo no es algo ocasional en la vida del espíritu. Tan importante es en el hombre como el mismo espíritu. Juan XXIII dio acogida, si no teológica, sí pontifical, a la expresión. En su encíclica "Pacem in terris" la elevó, de simple frase de relleno, a categoría de su pensamiento. Cada una de las cuatro partes de la encíclica termina con una enumeración de signos de nuestro tiempo, como un cuadro de los valores evangélicos que se esconden en los movimientos de la historia. Pero mucho antes que todo esto, la expresión es una categoría del lenguaje bíblico: el cristianismo es una "economía" marcada en su desarrollo temporal por "señales". Al quererlas captar no buscamos un oportunismo pastoral, sino una inteligencia objetiva de la Palabra de Dios. Análisis sociológico Recordemos, con una clasificación un poco escolar, que junto a los signos naturales o convencionales, existen los "signos históricos". La toma de la Bastilla o la conferencia de Bandung son acontecimientos concretos que rebasan su contenido inmediato. Se han hecho "significativos" y han tenido una influencia decisiva en la evolución del mundo. Lo que importa en ellos no es el hecho en bruto, sino la "toma de conciencia" que ha provocado en un grupo humano. Porque no empujan la historia hechos alineados uno tras otro. Son estas "tomas de conciencia" las que la hacen saltar. El hombre se descubre, de pronto, creador. La grandeza y la verdad de las revoluciones, aun a través de los peores excesos, viene de estas ascensiones de la conciencia a niveles superiores del espíritu. Las señales del tiempo nuevo son los impactos que movilizan la cotidianeidad. Shock contagioso, que a partir de un jefe, de un profeta, se comunica a un pueblo, una generación, una civilización. Los ejemplos apuntados pueden equivocarnos. Los signos de los tiempos son hechos, acontecimientos. Pero no los entendamos como aislados, en la potente insularidad de los héroes. Hay que situarlos en un ciclo de fenómenos de la vida colectiva, en un entramado social que rompen y desvelan. El signo es la conmoción que hace aflorar una nueva conciencia en el movimiento de la historia. Es un sobresalto, una ruptura en la continuidad del tiempo que se ha ido adensando y cargando, preñando hasta ponerse "en estado de esperanza". Existe el riesgo de supervalorar el signo. Lo vaciamos de contenido propio para cargarlo de poder simbólico, comunicativo. De los hechos concretos hacemos un ocasionalismo de grandes gestos. Para que el signo permanezca, el sentido debe brotar de su propia riqueza, sin sobreañadidos. Riesgo casi nunca evitado por los cristianos, que espiritualizamos, con afán apologético, los hechos humanos. Hay que respetarlos, sin M. D. CHENU, O. P. etiquetarlos sobrenaturalmente. En los años 50, por ejemplo, los movimientos en favor de la paz, verdadero signo de un tiempo herido, fueron rechazados por muchos cristianos porque su realidad ambigua parecía chamuscar un ideal abstracto de paz. Hoy pasa algo parecido con la socialización. Olvidamos que los movimientos de la historia conservan su densidad por encima de las superestructuras o ideologías y es en ellos donde flota el cristianismo. Por eso el profeta es más realista que el doctor. Percibe los signos de los hechos más allá de los enunciados abstractos. Se ha observado alguna vez que en la "Pacem in terris", Juan XXIII no hizo más que citar a Pío XII. Sus citas iban transformadas por la vida de los acontecimientos. La conmoción del mundo fue distinta. Análisis teológico La Iglesia se ha vuelto hacia los signos del tiempo. No por eso ha dado la espalda a las "verdades eternas". Ella es, "en acto", el lugar teológico de la verdad presente del Evangelio. El tiempo le proporciona las señales de la cita, del encuentro, entre el evangelio y la esperanza de los hombres. Una visión superficial, no teológica, considera los hechos y los problemas del mundo, desde fuera. Acusa todavía el viejo dualismo de la naturaleza y la gracia. Como dijo muy bien durante el Concilio el canónigo D. J. M. González-Ruiz, "la Iglesia no viene a crear un inundo de valores propios para ofrecer a los hombres el refugio de su extraterritorialidad salvadora". Hacerlo así es separarla gracia del hombre concreto y de su historia. El plan de Dios es más humano. En su economía salvadora hay una conexión entre los acontecimientos del mundo y la presencia de la Iglesia. Entendamos profundamente esto, evitando los dos extremos: el advenimiento del reino no depende, en relación de causa-efecto, de la construcción del mundo; promover la cultura no es convertir a la fe, alimentar no es salvar. Pero esta infranqueable trascendencia no convierte los hechos humanos en un negocio ajeno a la gracia. ¡Triste cristianismo aquel en que sólo valen las buenas intenciones! Todos los bienes terrestres desarrollan en el hombre disponibilidades positivas, dinámicas hacia la acción de Dios. El hombre es "capax Del", no sólo en su naturaleza radical sino también en su naturaleza desarrollada. En su persona; pero tanto en su individualidad como en su sociabilidad. No ocultemos que estos valores profanos resultan ambiguos. Pueden convertirse en ídolos. Pero están insertos en el tejido único de la economía del Logos, presente en la historia. Están "esperando ". Y más aún que en los individuos, rompen a crecer en la vida colectiva. En el período de historia que vivimos hemos de considerar la potencia obediencia) en su dimensión social. La "expectatio creaturae", de san Pablo, tiene esta dimensión universalizante. En este sentido hablaban los Padres de la "preparatio evangelica " de la civilización. En sus valores profanos puede haber peligros. Sobre todo hay oportunidades, retos creadores, provocaciones a la fecundidad de la Iglesia. Anotemos, además, que el ateísmo no es, como se suele decir equivocadamente, un signo de nuestro tiempo. Es un dato de nuestro tiempo, un síntoma. Pero lo es, al nivel de la ideología, de la superestructura, y no pertenece al movimiento de la historia en que M. D. CHENU, O. P. se insertan la organización de las economías, !a promoción de las culturas... No bloqueemos, como nos aconseja evitar la "Pacem in terris", los hechos positivos y su dinamismo humano, con interpretaciones que los enmascaran y frenan, con ideologías que nos los vedan. Por el contrario, la desacralización del mundo sí que es un signo de nuestro tiempo. Precisamente la autonomía de las realidades terrestres garantiza, en cierta manera, la trascendencia de la Palabra y de la gracia de Dios. Cuanta más consistencia propia tenga el mundo, más sensible será a la densidad de significaciones que posee. Su espera se hará más viva. Su exigencia de sentido más fuerte. La tentación de complacerse en sí mismo más acuciante. La misión del cristiano, más necesitada de inteligencia y traspasada de emoción, ante la novedad pletórica y resurgente del mundo. Dejará por fin el cristiano su actitud paternalista y encontrará en ello la sorpresa más gozosa: la de ver cómo la gracia está, en los no-cristianos, manos a la obra. Porque la actualidad del Evangelio pasa por los problemas de los hombres. Tradujo y extractó: RAMIRO REIG