cadáveres y les quitaba el reloj y los anillos. Tommy se quedó con una Luger 9 mm de un oficial y una caja de municiones. Empezaron a sentirse aletargados. No era de extrañar: llevaban toda la noche despiertos. Billy nombró a dos vigías y dejó a los demás echar una cabezada. Se sentía desilusionado. En su primer día de combate había logrado una pequeña victoria y deseaba contárselo a al guien. Por la noche, la cortina de fuego cesó. Billy pensó en batirse en retirada. Parecía no tener sentido hacer otra cosa, pero temía ser acusado de deserción ante el enemigo. Era imposible imaginar de qué serían capaces los oficiales. No obstante, los alemanes decidieron por él. El Seboso Hewitt, el vigía en lo alto de la co lina, los vio avanzar desde el este. Billy divisó un grupo numeroso -de unos cincuenta o cien hombres- atravesando el valle a la carrera hacia donde ellos estaban. Sus hombres no podrían defender el territorio que acababan de tomar si no conseguían munición. Por otra parte, si se batían en retirada, los podían acusar. Reunió a sus hombres. - Bien, muchachos -dijo-. Disparad a discreción, y batíos en retirada cuando se os acaben las balas. Vació su cargador apuntando hacia el grupo que se acercaba a ellos, que se encontraba todavía a un kilómetro de distancia, luego se volvió y salió corriendo. Los demás hicieron lo mismo. Cruzaron tambaleantes las trincheras alemanas y regresaron por tierra de nadie hacia el sol del ocaso, saltando sobre los cadáveres y esquivando a los camilleros que recogían a los heridos. Pero nadie les disparó. Cuando Billy llegó al lado británico, saltó al interior de la trinchera plagada de cadáveres, heridos y supervivientes exhaustos como él. Vio al comandante Fitzherbert tendido sobre una camilla, con el rostro cubierto de sangre, pero los ojos abiertos, vivo y respirando todavía. «Ahí va uno al que no me habría importado perder», pensó. Había muchos hombres senta dos o tendidos en el barro, mirando al vacío, abrumados por la impresión y paralizados por el miedo. Los oficiales intentaban organizar el regreso de los hombres y de los cuerpos a las secciones de retaguardia. No se respiraba sensación de triunfo; nadie avanzaba, los oficiales ni siquiera miraban al campo de batalla. La gran ofensiva había sido un fracaso. Los hombres que quedaban en la sección de Billy lo siguieron hasta la trinchera. - ¡Qué follón! -exclamó Billy-. ¡Por el amor de Dios, qué follón! IV Una semana después, Owen Bevin fue acusado de deserción y cobardía por un tribunal militar. En el juicio, le dieron la oportunidad de contar con la defensa de un oficial designado como «amigo del prisionero», pero lo rechazó. Como el delito estaba castigado con la pena de muerte, se interpuso de forma automática la apelación de inocencia. Sin embargo, Bevin no dijo nada en su defensa. El juicio duró menos de una hora. Bevin fue declarado culpable. Lo condenaron a muerte. Se envió la documentación del fallo al cuartel general para que la revisaran. El comand ante en jefe ratificó la sentencia de muerte. Dos semanas después, en un enfangado prado de pastura francés, Bevin se encontraba de pie ante un pelotón de fusilamiento con los ojos vendados. 324