Reseñas William Kennedy, Tallo de hierro (Ironweed). Seix Barral, Barcelona, 251 pp. Premio Pulitzer 1984. Premio del Círculo de los Críticos Norteamericanos. William Kennedy. La jugada más grande. Seix Barral, México, 1985, 253 pp. La naturaleza de la literatura norteamericana adquiere mayores proporciones Si recordamos que comparte, con la literatura europea, tradiciones comunes que no son propias de, por ejemplo, la literatura hispanoamericana. Una de ellas es la de los ciclos narrativos. Presididas por el espíritu balzaciano de La Comedia Humana, no es extraño encontrar en Europa la construcción de sagas que ocupan regiones parisinas o londinenses; pueden aún descubrirse resabios de aquellas familias —los Forsyte, los Rougon-Macquart, los Thibault, etcétera— que encontraron cabida también en la ruta del Mayflower. No sorprende, entonces, el establecimiento de este tipo de construcciones narrativas en el panorama cultural estadounidense y, sobre todo, en la parte sureña del país, donde se reconoce la geografía literaria de Yoknapatawpha, donde convive la descendencia de los Compson, de los Sartoris, de los Snopes. Si bien no es ajena a la experiencia hispanoamericana la incursión a los ciclos narrativos, tampoco es frecuente, por lo que pueden señalarse sólo como excepciones los casos de la comunidad de Macondo, de Santa María; espacios literarios donde la confluencia de personajes es obligada por la región. Reconociendo que la intención primigenia de las sagas es mostrar el proceso durante el cual se hace evidente la degradación de un ambiente, de una sociedad —por extensión de una época—, habremos de reconocer también que se exige la presencia de una familia como centro gravitatorio. Esto nos permite caracterizar a los murales narrativos como dueños de una variedad de interpretaciones extraordinaria, ninguna de las cuales pretende agotar este artículo. En el horizonte de la escritura norteamericana, durante la última década, ha aparecido lo que se erige ya como la más importante de las sagas después de las de William Faulkner. Se trata de la obra del escritor William Kennedy, nacido en 1928 y residente desde siempre en el mismo espacio donde se desenvuelven sus personajes: la ciudad de Albany, en el estado de Nueva York. Región por demás importante, fluye de ella la presencia de Herman Melville, de Henry James. Ciudad poblada de recuerdos, se configura por personalidades reales o imaginarias: la memoria no secciona la ausencia del presente. El ciclo narrativo de Albano incluye, hasta ahora, tres novelas: Legs, Billy Phelan’s Grates Game —traducida al español como La Jugada Más Grande—, y Ironweed, Tallo de Hierro. La familia, en la obra de William Kennedy, es concebida ya no sólo como un recurso para relacionar una novela con otra, pues pueden leerse de una manera independiente, sino como un modo de vida que vincula estrechamente los valores morales con el individuo. Crisol social, la familia se enaltece como una necesidad, más que como un sacramento, como una participación, más que como un deber. Los Phelan, los Daugherthy, son miembros de una comunidad que le pertenece también al autor: la cercanía lo envuelve —nosotros con él— y le lleva a comulgar con un ambiente saturado de recuerdos que abruman cada paso, cada acto. Fachadas, calles, moblajes, gestos, todo rezuma historia: en Albany no hay tiempo para el olvido. Cuando William Kennedy contaba con diez años de edad, es de suponerse que en Albany ya cohabitaban los vivos con los muertos. 1”8 se significa como el presente en sus dos últimas novelas. La recurrencia a aquella vecindad, determina en Francis Phelan la aceptación de morir y enterrarse estando vivo: el camino, significativamente, es el de la muerte ajena por sus propias manos. Encarnación del pecado, como dicen que dice Saúl Bellow, Francis Phelan se ve obligado a desterrarse a partir de la muerte que provoca a un esquirol lanzándole una piedra; después de esto, abandona a su familia cada verano para jugar al beisbol dotado de una gran capacidad deportiva, se dedica a ello. La expulsión definitiva ocurre, sin embargo, cuando la muerte, otra vez en sus manos, se cierne sobre su propio hijo, Gerald, a los trece días de nacido. No son ahora las manos que lanzan, sino las que no sostienen. La expulsión, en la concepción judeo-cristiana, implica un alejamiento de Dios, el origen de la empresa que es la reintegración, la vuelta. Francis Phelan se somete al reconocimiento de ser la divinidad en la tierra: la encarnación. Al adoptar como una forma de existencia la huida, abandona a su esposa, a sus hijos, sí, pero también a sí mismo: convertido en vagabundo, niega como suya cualquier otra tierra. La ubicuidad que alcanza no puede ser más perfecta: es el vagabundo que es todos los vagabundos, una presencia insoslayable que surge en todos lados, que no pertenece a ninguno por que todos le pertenecen. El pasado empuja, sostiene, mantiene la esperanza: el pasado es el aire que se respira. La memoria funciona en Francis Phelan como el único recurso para mantenerse en el área de los vivos, por lo que no es casual que encuentre trabajo en un cementerio. La pregunta es: ¿cómo invertir el proceso de la expulsión? ¿Cómo lograr la vuelta a la comunidad, a la familia, a sí mismo, a la vida? Francis Phelan habrá de encarar la presencia de su hijo, Billy, después de 22 años de no verlo. Ciertamente, la relación entre padre e hijo no es la común, pero es real: la ausencia del padre no significa su inexistencia. Hay un emparentamiento divino que mantiene la figura paterna con una imagen religiosa. Pervive la experiencia incomprensible, trasladada a un plano más tangible, de Abraham con Isaac. Heredero de la habilidad que lo convierte en un magnífico jugador, Billy Phelan también se caracteriza por la decisión de guardar fidelidad a sus principios. Corredor de apuestas, es en el terreno de la cotidianidad donde habrá de utilizar sus mejores recursos para ganar. Como la familia, Billy es un elemento en extinción; la supervivencia se lograré sólo si la integridad resiste el embate de la dispersión externa, ambiental. En Billy se conjuga un anhelo por conservar al hombre con carácter, definido, alejado de la seducción que propone la maleabilidad del pensamiento. Sin embargo, la convicción de que la honestidad y la fidelidad tienen un gran valor, es un camino que se agrega a los que conducen hacia la expulsión. En un lugar, Albany, donde la rigidez de los principios acepta el sometimiento a la conveniencia, se corre el riesgo de convertirse en un paria, como Billy. Cuando ante el secuestro del hijo y sobrino de la Trinidad de Albany, detentadora del poder en la ciudad, los McCall, sugieren a Billy que les informe sobre las actividades de un sospechoso de complicidad en el acto delictivo, y aquél se niega, aduciendo la imposibilidad de la delación, ni siquiera como excepcional, es expulsado de los bares, de las casas de juego, de la vida misma. La conciencia de Billy de que los principios son inalterables, no impide la participación de la irracionalidad, del azar, como factor decisivo en los actos que realiza. La delación que pudiese hacer Billy, por ello, es producto de su inconciencia, de la premonición que obstaculiza concebir la integridad como algo total: es imposible, pues, evitar la duplicidad. El don de la premonición participa de una manera tan definitiva en el desarrollo de la obra, que adquiere un papel protagónico, tanto como el que representa el asalto de los recuerdos. La memoria no sustrae la realidad: le da validez, la explica y la desentraña; la certeza del futuro amplía las perspectivas, guía la esperanza. Ambos son la reconfirmación de la vida. A Francis, a Billy, se les puede expulsar, pero no se les puede negar el pasado. La negación de la presencia no trae consigo la negación de la existencia. Al negársele a Billy la entrada en cualquier sitio donde girara su vida, no se contempla otra solución que exponer públicamente su pasado, el don premonitorio, los principios morales que explican su actitud. Así, sólo Martin Daugherty, columnista en un diario, puede redimirlo de una expulsión permanente. El tomar conciencia del valor que adquieren los principios como regla de vida, no es una exclusividad de Billy, por lo que el reconocimiento de los demás en él, es lo que en verdad lo devuelve a la vida, y no el cese al veto impuesto por los McCall. Aparentemente, entonces, puede retomar la normalidad de la vida, consciente, sin embargo, que se le miraré siempre como un posible delator. La reintegración no acepta una exención absoluta. El enfrentamiento con el padre ausente, por supuesto, no es grato, pero alivia, pues renueva la posibilidad, eximia, débil, de que la integridad familiar sea un hecho. Queda por saber aún cuál es la vía: Kennedy propone que la unión es posible a través de lo que originó la desunión, es decir, la muerte. Francis Phelan se concibe como pecado, pero es igualmente la redención; en un periodo de 22 años se ha apartado de la vida de su familia, y parcialmente renunciado a ella, pero la muerte no ha ocupado la totalidad de su cuerpo. La posibilidad de recobrar el sentido de la vida seré concedida cuando se recupere a los hijos, a la familia. Si la muerte se acepta como la huida, puede concebirse también como el regreso, el retorno. Después de una visita familiar, Francis vuelve con los vagabundos, con quienes enfrenta a una pandilla de asesinos. Diestramente, se defiende golpeando a uno con un bate: lo mata. El premio de la huida no impide atisbarla como un regreso al seno familiar. Acepta como premisa de la fuga el acoso, mientras tanto, decide la inmovilidad: posición incómoda para distinguirse de los muertos. La obra de William Kennedy se levanta enmedio de grandes preocupaciones por evitar el deslinde entre la memoria y la acción. Como una recompensa frente a una sociedad donde el olvido y la desintegración se envilecen como norma, los Phelan tonifican la esperanza de no perder la vida en la muerte, de recobrar a la muerte como parte de la vida, de no transformar a la vida como una forma de muerte. La esperanza que retiene el espíritu se extiende como una meta para alcanzar la plenitud. William Kennedy consige desplazar el pesimismo abrumador de nuestra época recogiendo una tradición profundamente humana, sin desconocer la cotidianidad del mito, trazada firmemente por Juan Rulfo, y llevándola al tránsito de la universalidad. Héctor Hidalgo