Fallece a los 101 años Serrano Súñer, el hombre de

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Fallece a los 101 años Serrano Súñer, el hombre de Berchstesgaden
Ramón Serraño Suñer, en octubre de 1995, época en la que intervino en
diversos actos públicos para hablar de su papel en la historia de España.
ABC
Ramón Serrano Súñer, nacido en 1901, cruzó el siglo XX de lado a lado
Darío VALCÁRCEL
aunque jugara su papel en los primeros años cuarenta. Era ministro de
ABC 2-9-2003 05:00:08
Asuntos Exteriores de un país entonces defensor del Eje pero resistente
a la presión de Hitler. Quien para varios historiadores -Pabón, Preston- tuvo la entereza de decir «no» a
aquella gigantesca figura, a aquel escalofriante monstruo, entonces en la cúspide de su poder, fue
Serrano. Serrano era ministro de Franco, jefe de un debilísimo Estado al que la guerra civil había
deshecho casi por completo (la España de 1936 contaba con 1.100 locomotoras en funcionamiento; en la
de 1939 quedaban apenas 300). A ese país en la ruina representaba Serrano Súñer en las decisivas
entrevistas de Hendaya y Berchstesgaden. En la primera, el 23 de octubre de 1940, Serrano acompañaba
a Franco. Acababa de dejar la cartera de Gobernación y había sido nombrado ministro de Asuntos
Exteriores seis días antes. Hitler y Franco, contaban con dos actores secundarios, el propio Serrano y
Ribbentrop, ministros de Asuntos Exteriores español y alemán, de no poco peso. En Hendaya, Hitler hizo
un despliegue de talento y expuso sus puntos de partida con altura aparente y toda la capacidad de
desinformación que llevaba dentro de sí. Habló, según Serrano, «de manera demasiado lisonjera y
propagandística». Pero tomó un tono sumamente cauteloso al llegar a los puntos que le interesaban:
Gibraltar, la costa sur del Mediterráneo y Canarias. Franco planteó sus reivindicaciones africanas con el
sentido del oportunismo innato en él. Al terminar la primera parte del encuentro, celebrado en el tren de
Hitler, un diplomático español que actuaba de intérprete fue testigo involuntario de una frase del Fuhrer:
Mit diesen Kerlen kann man nichtsmachen, con estos tipos no hay nada que hacer.
Alianza secreta con Alemania
Franco aceptó la adhesión de España a la alianza militar con la Alemania nazi «siempre que esta
adhesión se mantenga secreta hasta que se considerase oportuno hacerla pública». El compromiso que
España contraía de entrar en la guerra junto a las potencias del Eje se llevaría sólo a cabo cuando la
situación lo exigiese, la de España lo permitiera y se diera cumplimiento a las propuestas del gobierno
español. Esto era en síntesis lo acordado en Hendaya. Era en el fondo un cierto descalabro para los
planes de Hitler, como se descubrió al estudiar los documentos intervenidos por los aliados en 1945,
tomar la Cancillería del Reich y los archivos de Wilhelmstrasse.
Un mes después de Hendaya, Serrano habría de jugar un papel central. Ribbentrop y su aparato de
Wilhelmstrasse presionaban mañana, tarde y noche sobre el madrileño palacio de Santa Cruz. Franco
escribió una carta sinuosa a Hitler. Le advertía de la dudosa fidelidad del ejército francés de África al
mariscal Petain y proponía que en caso de victoria alemana España pudiera recuperar territorios en
Argelia y Marruecos, desde el oranesado hasta Ceuta. Estas propuestas nos parecen anacrónicas, casi
increíbles al cabo de 60 años. Pero hay que recordar que Hitler era un poder incuestionable en 1940.
Posiblemente Franco, centrado en sus obsesiones africanas y en la enemistad hacia Francia, pensaba a
corto plazo, con la fijación de los generales africanos, en ventajas materiales concretas, en pedazos del
pastel. Serrano, más sutil, más culto, veía las alternativas, la heroica resistencia churchilliana, el fondo
estratégico de Rusia, el posible papel de América, la emergencia de un joven general en Londres, Charles
de Gaulle... No: la guerra no estaba decidida.=
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Las pretensiones de Hitler
En estas circunstancias, Serrano acudió a la entrevista de Berchtesgaden, el 18 de noviembre de 1940.
Hitler le dijo que «de acuerdo con lo convenido en Hendaya» necesitaba fijar la fecha más próxima de la
entrada de España en la guerra «porque era indispensable para sus planes atacar Gibraltar y cerrar el
Mediterráneo». Y añadió secamente, mirando a los ojos de su interlocutor: «Lo tengo decidido». Las
versiones de los tres españoles, el ministro y sus dos intérpretes (el diplomático barón de las Torres y el
catedrático Antonio Tovar) son coincidentes. Las palabras de Hitler tenían el acento de una notificación.
Se trataba de fijar la fecha. Serrano explicó a Hitler que lo acordado en Hendaya no era que España
entrara en la guerra cuando Alemania lo decidiera. Lo acordado era que España decidiría cuándo estaría
en condiciones de hacerlo. Hitler replicó de inmediato: «En cualquier caso la operación mixta sobre
Gibraltar es necesaria con la consiguiente apertura de hostilidades por parte española contra los
aliados». Hoy han desaparecido ya los tres españoles pero sus versiones coinciden. Serrano replicó a
Hitler con prudencia formal pero inequívoca claridad: España no entraría en la guerra por orden de
Alemania. Dio argumentos económicos, el hambre de millones de españoles, la pugna con el embajador
británico para lograr los navicerts que permitiesen llegar a puertos españoles los cargamentos de trigo
de Canadá, Argentina, Australia... Hitler se declaró escéptico ante estos argumentos. Serrano añadió
datos militares: la toma de Gibraltar no cerraba el Mediterráneo; seguía abierto Suez... Pero los
argumentos humanos, esos en que el gesto y la expresión pesan tanto o más que las palabras, fueron
decisivos. España estaba cansada de guerras. Y se defendería si alguien trataba de arrastrarla a un
conflicto. Ese es el momento en que Hitler tuvo una reacción inesperada, como de abatimiento físico, ese
cansancio mortal que le atacaba a veces como contrapunto de los momentos de exaltación. «Inclinó la
cabeza en actitud que a mí me pareció comprensiva», escribe Serrano. «¿Entendería él lo que nuestra
dignidad de pueblo no permitía? Como resignado se limitó a pedirme que pasáramos a una gran
habitación próxima en la que había un tablero central, muchos planos sobre él, colgados en las paredes
con banderitas que indicaban la posición de sus ejércitos. España recuperaría Gibraltar y dominaría, en el
nuevo mapa, el África del Norte marroquí y argelino». Fue allí, donde Serrano replicó al general Jodl, jefe
de operación del cuartel general, en presencia de Hitler: «Nosotros no estamos todavía en condiciones
de tener una intervención activa en la guerra, ni podremos aceptar el paso por nuestro territorio». En
diciembre de 1942, Jodl volvería a la carga, esta vez con Muñoz Grandes, jefe de la División Azul. Pero
Alemania estaba metida ya en la batalla de Stalingrado, el general Zhukov había conseguido posiciones
claves y se preparaba la gran derrota en el Este de los ejércitos del Reich. Era otra Alemania.
Apoyo a la Monarquía
Serrano fue un jurista de peso en el foro español (su pequeño, artesanal y prestigiosísimo despacho sólo
se ocupaba de recursos de casación civil ante el Supremo). Como ministro había sido destituido por
Franco (su concuñado, estaban casados con dos hermanas) en septiembre de 1942. Desde entonces, y a
salvo de las feas jugadas que la ancianidad y el deterioro causan en los humanos, Serrano fue un
ciudadano en algunos aspectos ejemplar: en su integridad y en su deseo de servir de enlace y puente
con la España en la que, milagrosamente, vivimos hoy. Pidió a Franco en una carta de 1945 que celebrara
un plebiscito y restaurara la Monarquía. Repetimos, en 1945. Prestó servicios frecuentes al Conde de
Barcelona, jefe de la Casa Real española desde 1941 a 1977. Cuando en los años cuarenta Don Juan de
Borbón se pronunció en favor de una España reconciliada y democrática, sin vencedores ni vencidos,
muchas figuras de la izquierda, desde Enrique Tierno a José Tarradellas, apoyaron ese pacto por la
Monarquía. Pero uno de los que dio su apoyo, converso por entonces, fue Serrano Súñer. Antes, en los
horribles años 1936-39, había fraguado, como ministro de Franco, la estructura jurídica de un régimen
personal para dotarle de las apariencias del Derecho. Hans Kelsen escribiría cómo el Derecho aparente
acaba muchas veces por convertirse en realidad.
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