34 LOS HIJOS DE EFRAÍN APUNTES PARA EL ESTUDIO PERSONAL La parábola «del hijo pródigo» debería más bien llamarse la «del buen padre», porque es el padre el que ocupa el puesto de verdadero protagonista en la historia de Jesús. Esta parábola pertenece al grupo de las que Jesús empleó para explicar a los que le oían: así es Dios. Los sentimientos que hay en el corazón del viejo Efraím -generosidad, paciencia, capacidad infinita de perdón...- son la mejor imagen de los sentimientos del corazón de Dios. Al hablar, Jesús no empleaba un lenguaje abstracto de ideas y conceptos. Se expresaba con imágenes. En esta parábola -sin nombrarlo- dice cómo es el perdón de Dios. Lo describe con varios símbolos. Cuando Efraím recobra a su hijo perdido, lo viste con una túnica nueva: en Oriente regalar un vestido es señal de gran aprecio y en el lenguaje bíblico el vestido nuevo es un símbolo de que ya ha llegado el tiempo de la salvación. Le da también un anillo y le pone sandalias: el anillo es señal de que se entrega a otro toda la confianza; las sandalias son señal del hombre libre (los esclavos iban descalzos, no las usaban nunca). Por último, el banquete: sólo se comía carne en días muy especiales. Comer juntos a la misma mesa era señal de que el pasado estaba del todo olvidado, señal de plena comunión. A partir de todas estas imágenes Jesús describe cómo perdona Dios al que se convierte y vuelve a él. La parábola tiene dos partes. Habla de dos actitudes ante ese modo de ser de Dios: la de los dos hijos. Para los dos, el padre es el mismo: comprensivo, dispuesto al perdón. Para los dos tiene los brazos abiertos. Pero el hijo mayor no participa de la alegría. No ha obrado nunca mal durante su vida, pero tampoco ha comprendido quién es su padre. Con esta historia Jesús está haciendo una invitación a los que «cumplen», a los que se creen buenos y justos, para que se alegren viendo cómo los que siempre estuvieron fuera -los hermanos menores- se sientan también a la mesa y participan de la fiesta. Para hombres como el hermano mayor el Evangelio siempre es un escándalo. No sólo quisieran que por sus méritos acumulados -oraciones, cumplimiento de los mandamientos, sacrificiosDios les diera a cambio el cielo, sino parece que aún les interesa y satisface más el que se lo quite a los otros, a los malos, a los pecadores. Es una actitud tristemente frecuente entre muchos que se llaman cristianos. Jesús comparó a Dios con el padre de gran corazón de esta historia. Y enseñó a sus discípulos a llamar a Dios con el nombre de «Padre», como lo hizo él siempre. En todos los libros del AT se dice que Dios es Padre y que actúa con sus hijos, los hombres, como un padre, pero en ninguna ocasión alguien se dirige a él llamándole «Padre mío». (Existe la invocación «Padre nuestro», pero en oraciones colectivas, hechas en nombre de todo el pueblo). La confianza inmensa con la que Jesús se dirigía a Dios, al que invocaba más que como «padre», como «papá» (= «abbà»), usando la misma palabra aramea con la que los hijos se dirigían familiar y cariñosamente a su padre, es una característica singularísima de su personalidad. En toda la extensa literatura de oraciones del judaísmo antiguo no se encuentra ni un solo ejemplo en el que se invoque a Dios como «Abbá», ni en las plegarias litúrgicas ni en las plegarias privadas. En este punto, Jesús no fue heredero de la tradición de sus antepasados, sino que abrió un camino nuevo, inédito, lleno de consecuencias teológicas que nos permiten conocerlo a él más profundamente y, por él, conocer definitivamente a Dios, nuestro «papá». (Lucas 15, 11-32) (Apuntes tomados del libro de JOSÉ IGNACIO y MARÍA LÓPEZ VIGIL, “Un tal Jesús”, Loguez Ediciones, Salamanca, 1982, págs. 251-252. Los subrayados son nuestros).