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VIERNES 18
21’30 h.
Aula Magna de la Facultad de Ciencias
UNO, DOS, TRES
(1961)
EE.UU.
113 min.
Título Orig.- One, two, three. Director.- Billy Wilder. Argumento.- La pieza teatral homónima de
Ferenc Molnar. Guión.- I.A.L. Diamond y Billy Wilder. Fotografía.- Daniel L. Fapp (B/NPanavisión). Montaje.- Daniel Mandell. Música.- André Previn. Productor.- Billy Wilder.
Producción.- Pyramid Productions – Mirisch Co. para United Artists. Intérpretes.- James Cagney
(C.R. McNamara), Horst Buchholz (Otto Ludwig Piffl), Pamela Tiffin (Scarlett Hazeltine), Arlene
Francis (Phyllis McNamara), Liselotte Pulver (Ingeborg), Howard St. John (sr. Hazeltine), Hanns
Lothar (Schlemmer), Leon Askin (Peripetchikoff), Peter Capell (Mishkin), Ralf Wolter (Borodenko).
v.o.s.e.
1 candidatura al Oscar: Fotografía en b/n.
Música de sala:
The Subterraneans (1960) de Ranald MacDougall
Banda sonora original de André Previn
En agosto de 1961, Billy Wilder rodó en Berlín UNO, DOS, TRES. La rodó basándose en una
obra de un acto del escritor de comedias húngaro Ferenc Molnár. Wilder había visto la obra en 1928,
en la que actuaba el gran actor Max Pallenberg, y guardaba de ella un grato recuerdo. Se trataba de
política, amor y negocios. Del director de banco, Wilder y Diamond hicieron un director de una
sucursal de la Coca-Cola en Berlín. De la política hicieron una historia Este-Oeste; la hija del jefe
superior de la Coca-Cola se enamora de un berlinés del este, comunista. Así que este tiene que ser
reeducado para el capitalismo rápidamente, uno, dos, tres: un lavado de cerebro al revés.
En 1961, el equipo de Wilder en Berlín estaba en pleno tercer acto. Y la casualidad quiso que
en pleno rodaje tuviera lugar un acontecimiento arquitectónico. La construcción del muro el 13 de
agosto. El rodaje de UNO, DOS, TRES se vio trastornado por un acontecimiento histórico, una
sensible ola de frío en medio de la guerra fría, que en aquellos momentos todavía era gélida.
El día de la construcción del muro, Billy Wilder estaba sentado en el bar del hotel Kempinski, en la
Fasanenstrasse, junto a la Kurfürstendamm, cuando le llegó la noticia. Por esos días precisamente
había empezado a rodar junto a la puerta de Brandeburgo, un punto de unión y de paso entre el este y
el oeste. Las demás escenas que tenían que representarse en la puerta de Brandeburgo tuvo que
rodarlas en los estudios Bavaria, en Munich. Allí se construyó una imitación del monumento
emblemático de Berlín, que costó doscientos mil dólares.
La película no se recuperó de la construcción del muro. Durante el rodaje pasó de ser una farsa
a ser una tragedia, o peor: tendría que haberlo sido. Porque de pronto, todo aquello que era divertido y
exageradamente gracioso -una brillante sátira del conflicto este-oeste- producía el efecto de una cínica
sonrisa. Cuando la película se estrenó en Berlín, en diciembre de 1961, de “Berliner Zeitung” escribió
con amargura: “Lo que a nosotros nos destroza el corazón, Billy Wilder lo encuentra gracioso”.
En 1986 UNO, DOS, TRES experimentó en Alemania un brillante regreso. Cuando en esa ocasión, le
pregunté a Wilder, que entonces tenía ochenta años, los motivos de aquel fracaso de entonces, me
explicó:
“Un hombre que corre por la calle, se cae y vuelve a levantarse es gracioso. Uno que se cae y
no vuelve a levantarse deja de ser gracioso. Su caída se convierte en un caso trágico. La construcción
del muro fue una de esas caídas trágicas. Nadie quería reírse de la comedia este-oeste que tenía lugar
en Berlín, mientras había gente que, arriesgando su vida, se tiraba por las ventanas para saltar por
encima del muro, intentaba nadar por las alcantarillas, recibía disparos, incluso moría de un disparo.
Naturalmente, también se puede bromear con el horror. Pero yo no podía explicarles a los
espectadores que había rodado UNO, DOS, TRES, en circunstancias distintas a las que reinaban
cuando la película se proyectó en los cines”.
Contar con James Cagney fue un golpe de suerte. Cuando viajó con Wilder a Europa para el
rodaje, aquel expresivo manojo de nervios tenía sesenta y dos años, y sin embargo, su entusiasmo y su
vivacidad marcaron el ritmo de la película. Él no creyó que el papel hubiera sido una suerte para él.
Aunque la película le dio a Cagney la oportunidad de despedirse con una gran traca final.
Para Cagney el rodaje debió de ser la antesala del infierno. Nunca antes había tenido peleas con
otro colega hasta que chocó con Horst Buchholz, que constantemente quería robarle los chistes:
-“Tuve la tentación de darle una patada en el culo”.
Cuando se ve la película no se percibe en absoluto ningún robo de los chistes que supuestamente hizo
Buchholz, y Wilder considera los reproches de Cagney exagerados. Después del rodaje, Cagney dijo
que no había tenido la más mínima dificultad con Wilder. Más tarde se corrigió, refunfuñando en el
mejor estilo Humphrey Bogart:
-“Era un tipo arrogante, el típico prusiano. Billy era un dictador todavía peor que la mayoría
de otros directores con los que he trabajado. Era despótico, alborotador, un tormento. Sin embargo reconoce Cagney rechinando los dientes-, evidentemente hicimos una buena película”.
Cagney mantiene UNO, DOS, TRES a un ritmo trepidante, que corta la respiración. Su modo
de intervenir desconsideradamente en la vida de los demás, de vencer cada nueva dificultad, hasta que
el joven comunista se convierte en un capitalista y la hija del jefe está casada legalmente con él,
todavía hoy tiene un efecto irresistible. Es cierto que la joven pareja germanoestadounidense es
interpretada por la guapa e insípida Pamela Tiffin y por Horst Buchholz, ligeramente torpe y no
demasiado brillante. Pero el contraste resulta todavía más acertado: los dos son cera en manos del
furibundo Cagney. Y eso es lo que tenían que ser.
De la secretaria de Cagney, Liselotte Pulver, a quien el jefe persigue alrededor del escritorio y
que baila sobre la mesa para potenciales clientes rusos de la Coca-Cola, Wilder ha sacado todo lo que
se podía sacar: Lilo Pulver, con sus piernas largas, sus caderas oscilantes, rubia a más no poder, se
acerca de lejos, para decirlo paradójicamente, a la idea de una Marilyn Monroe alemana.
Los tres cargos rusos (Leon Askin, Peter Capell y Ralf Wolter aparecen maravillosamente
gordos) son un último y cariñoso homenaje de Wilder a Lubitsch y a los tres delegados comerciales
soviéticos de la Garbo en Ninotchka. Y los cargos alemanes, el seryil y untuoso Hanns Lothar y el
gangoso noble, el conde Van Droste-Schattenburg, a quien Hubert van Meyerinck presta su brillante
calva, así como el chófer engatusador Kad Lieffens, todos actúan de tal modo que se habría deseado
que el cine alemán hubiera estado con mucha más frecuencia bajo la dirección del furibundo Wilder y
de sus viajes llenos de curvas a ciento sesenta por hora.
Texto:
Billy Wilder & Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto, Mondadori, 2000
Entrevista a Horst Buchholz, realizada en Granada en abril de 1990, durante el rodaje de la
serie de televisión “Requiem por Granada”
-
¿Cómo fue su trabajo con James Cagney y Billy Wilder en UNO, DOS, TRES?
“Fue algo muy especial. Si has visto el film recordarás que Cagney va disparado, como si
fuera una ametralladora. Recuerdo una escena en la que, mientras uno me corta el pelo y
otro me hace la manicura, yo estoy hablando y hablando; debía de decir cuatro páginas de
diálogo en 50 segundos, pero siempre lo decía en 52. Entonces Wilder, cronómetro en
mano, me miraba, sonreía y decía: ‘No. Son 50 segundos’. Y así hubo que repetirlo varias
veces y siempre igual, hasta que al fin Wilder dijo: ‘Por fin, muy bien, 50 segundos
exactos”.
Texto:
Juan de Dios Salas, “Horst Buchholz: un Muley Hassan con aroma de Hollywood”,
rev. Campus, nº 41, abril 1990, Universidad de Granada.
UNO, DOS, TRES contrasta, de manera tan inesperada como estimulante, con la serenidad de
El apartamento. El ritmo pausado de esta última se transforma aquí en un frenesí narrativo que se
convierte en su mejor baza, hasta el punto que todavía hoy sigue siendo la cualidad más apreciada del
film. Además, el paso de los años y el devenir de las circunstancias históricas que refleja la han erigido
en un testimonio, no por jocoso y caricaturesco menos acertado, de la política de bloques y la guerra
fría que se vivió en el mundo durante las décadas de los cincuenta y sesenta. Semejante barbaridad a
dos bandas, que costó estúpidamente la vida de tantas personas a ambos lados del telón de acero, se
merecía una burla como la propuesta por Wilder e I.A.L. Diamond a partir de la obra teatral de un solo
acto de Ferenc Molnár. Desde luego que el bloque comunista es motivo de un constante escarnio por
parte del director, pero no es menos cierto que los dardos también apuntan a los peores vicios del
modo de vida americano. Al respecto, el arranque de la película no tiene desperdicio: la voz en off de
McNamara, representante de la filial de Coca-Cola en la República Federal Alemana con sede en el
Berlín oeste, nos informa que, tras la Segunda Guerra Mundial, la Alemania Occidental empezó a
disfrutar de “las ventajas de la democracia...”: sus palabras caen sobre el plano de una enorme valla
publicitaria del famoso refresco con una chica en bikini.
El contexto de UNO, DOS, TRES, más satírico y menos sentimental que el de El
apartamento, exigía otro tipo de tratamiento, y Wilder supo estar a la altura. Por un lado, la
apabullante interpretación de James Cagney -cuya brillantez permite colocarla entre las mejores de
este extraordinario actor-, y por otro, la pauta musicalmente marcada por “La danza del sable” de
Aram Khachaturian, resumen perfectamente la idiosincrasia de un film en el que director volvió
a recurrir a la gran baza ya explotada en Con faldas y a lo loco: su sentido del detalle. Hay que
reconocer que, en este aspecto, UNO, DOS, TRES roza la genialidad: el reloj de cuco que McNamara
tiene colgado en su despacho y da las horas al ritmo de un diminuto Tío Sam que toca “Yankee Doodle
Dandy”; los taconazos de Schlammer (Hanns Lothar), el secretario alemán de McNamara, cada vez
que su jefe le ordena algo (vestigio, luego confirmado, de un sospechoso pasado de afiliación nazi); la
foto de Otto Piffl (Horst Buchholz) que Scarlett (Pamela Tiffin) le enseña a McNamara, en la que el
primero está oculto tras una enorme pancarta con el rostro de Nikita Kruschev (“¡¿ Te has enamorado
de Kruschev?!” es la inmediata exclamación de McNamara); la criada alemana de los McNamara
pasando el aspirador con el abrigo de visón que Scarlett le ha regalado haciendo gala de un “gesto
político”; el médico que canturrea “La cabalgata de las walkirias” de Richard Wagner tras anunciarles
a los McNamara el embarazo de Scarlett; el bar que tiembla al compás del erótico baile sobre la mesa
de fraulein Ingeborg, la seductora secretaria de McNamara: bajo el efecto del mismo un retrato de
Kruschev se desprende y muestra la imagen de ¡Stalin!.
La mentira y el engaño vuelven a ser la tónica dominante: todos tienen algo que ocultar. No
sólo McNamara lleva a cabo mil y una maniobras para legitimar la boda de Scarlett con Otto a fin de
no perder su trabajo: también esta última esconderá su condición de recién casada y embarazada, Otto
terminará aceptando el montaje de McNamara a costa de renunciar a sus más íntimas convicciones
vitales y políticas, uno de los tres negociadores comunistas confesará que es un espía enviado por el
Partido para vigilar a sus colegas (si bien no dudará en renunciar a su empleo ante la perspectiva de
beneficiarse a fraulein Ingeborg), el secretario Schlammer y el periodista alemán que intenta
entrevistar a McNamara se encubrirán mutuamente para disimular su pasado común en las SS, y la
propia esposa de McNamara, Phyllis (Arlene Francis), no admitirá el fracaso de su matrimonio hasta el
último momento. Por otro lado, con una crueldad parangonable a la de El apartamento, todos los
esfuerzos de McNamara se girarán en su contra ya que su jefe, encantado con su nuevo yerno, le
elegirá para el cargo en la Coca-Cola que McNamara tanto soñaba con alcanzar. El célebre “gag” que
cierra UNO, DOS, TRES es, en este sentido, significativo: McNamara compra Coca-Cola en una
máquina expendedora que, en realidad, le sirve... Pepsi-Cola. En las comedias de Wilder, las cosas
nunca salen tal y como sus personajes habían planeado.
Lo único que desentona un poco en el film y merma las excelencias del conjunto es todo lo
relativo al personaje de Otto: no sólo porque resulta el más esquemático del relato (y la interpretación
del siempre insufrible Horst Buchholz no contribuye a darle más consistencia), sino también porque
tiene a su cargo los peores momentos humorísticos: la secuencia en que los comunistas le torturan
obligándole a escuchar discos de horribles canciones americanas, o la escena en que McNamara y sus
ayudantes le enseñan modales a la hora de comer, en las que la caricatura resulta excesivamente
grotesca y pierde su sentido satírico para devenir, pura y simplemente, un chiste fácil. Pero, con todo,
son reparos mínimos que no desvirtúan ni el estupendo ritmo ni el alcance global de una sátira que
sigue conservando una singular validez.
Texto:
Tomás Fernández Valentí, “La sonrisa de la crueldad: Uno, dos, tres, la danza del sable”, en dossier
“Billy Wilder: Aquí un amigo”, rev. Dirigido, mayo 2002.
En una secuencia de UNO, DOS, TRES, Otto Ludwig Piffl (Horst Buchholz), acérrimo
comunista de la Alemania del Este, fanático apóstol del marxismo más exaltado e idealista, aguerrido
defensor de un sistema de vida falsamente pluscuamperfecto, está a punto convertirse en el joven
conde Von Droste-Schattenburg y, por si esto fuera poco, en yerno del director general de Coca-Cola
Company. ¿Y quién es el mago que ha pergeñado semejante encantamiento? C.R. McNamara (James
Cagney), arribista, mezquino, intrigante, embustero y, por añadidura, director de la delegación de
Coca-Cola situada en el Berlín Oeste, al otro lado del Telón de Acero. En suma, un nuevo Mefistófeles
capitalista que en lugar de oler a azufre huele a dólares y a bebida azucarada. Aterrado por lo que
sucede a su alrededor -decenas de personas cumplen las órdenes de McNamara sin chistar, llevando y
trayendo trajes, corbatas, camisas, gemelos, zapatos y todo tipo de complementos para el atavío de un
perfecto caballero…-, Otto exclama: “¿Es que todo el mundo está corrompido?”. A lo cual
McNamara contesta: “No conozco a todo el mundo”. De un plumazo, gracias a una sola secuencia,
mediante un par de líneas de diálogo, Billy Wilder sintetiza su idea nada rosseauniana de la comedia:
el hombre no es bueno por naturaleza, ni es la sociedad quien lo corrompe. Es el egoísmo innato del
hombre, al explotar, manipular y envilecer a sus semejantes, el que pervierte y destruye la sociedad.
¿Capitalismo? ¿Comunismo? Dos formas de organizar la sociedad cuyos supuestos “principios” se
desmoronan ante el empuje de un fascista de andar por casa como McNamara, dispuesto a
dinamitarlos para conseguir sus propósitos: el sillón de jefe supremo de Coca-Cola en Europa. De ahí
que su esposa, Phyllis, a lo largo de todo el film llame irónicamente a su cónyuge “Mein Führer”
¿Será por eso que cada vez que McNamara entra en las oficinas sus empleados se levantan con aire
marcial, saludo heredado de un pasado nazi no muy lejano que se proyecta sobre la figura del déspota
capitalista?
Libre del sentimentalismo que, en otras ocasiones, como una enfermedad, enturbiaba la
contundencia de semejante planteamiento -cf. El apartamento, Irma la dulce-, en UNO, DOS,
TRES, Wilder consigue una rotunda obra maestra porque sus lúcidas invectivas alcanzan a todo el
mundo sin distinciones, sin piedad. Comunistas y capitalistas, alemanes, soviéticos y estadounidenses,
hombres y mujeres, son seres mezquinos que se mueven por intereses crematísticos, para trepar en la
esfera social o para satisfacer sus bajos instintos. Por ejemplo, los delegados soviéticos que acuden a
negociar con McNamara la llegada de la Coca-Cola a la URSS, Peripetchikoff (Leon Askin),
Borodenko (Ralf Wolter) y Mishkin (Peter Capell) -cuyo parecido físico con Nikita Kruschev,
Leónidas Brezhnev y Trotsky, respectivamente, resulta hilarante-, son capaces de cualquier cosa para
disfrutar de los favores de la suculenta secretaria de McNamara, Ingeborg (Lilo Pulver), quien danza
con tal virulencia ante los tres camaradas que hace que uno de los retratos de Kruschev caiga, y tras él,
aparezca una foto de...¡Stalin! Schlemmer, antiguo miembro de las SS y ahora servil esbirro del
capitalismo -por eso taconea automáticamente ante cada nueva orden de McNamara-, niega su pasado
nazi aduciendo que él conducía el metro durante el régimen, por lo que, consecuentemente, no se
enteró de nada de lo que sucedía en la superficie... La “capitalización” de Otto cristalizará
rápidamente, primero por la fuerza -la policía comunista lo tortura haciéndole escuchar, deformado, un
tema de rock and roll...-, y luego, por propia voluntad, cuando es nombrado jefe supremo de CocaCola en Europa... ¡el cargo al que aspiraba McNamara! No en vano, el feliz Otto acabará citando la
constitución americana...1
Aparte de esto, hoy lo que más nos encanta de UNO, DOS, TRES no es su hiriente nihilismo
político, ni la sátira despiadada, ni el espectáculo de una moral profundamente desencantada de la raza
humana: es el ritmo. Con velocidad y ligereza, una sucesión de anécdotas, accidentes, equívocos y
catástrofes cotidianas recorren sus imágenes, rebotan de secuencia en secuencia, se ramifican y
multiplican hasta convertir el caos en una forma de vitalidad primordial y divertida. La progresiva
aceleración del ritmo al que se suceden los acontecimientos conduce hasta el paroxismo. Un
paroxismo que Wilder, gracias a un sorprendente dominio del contrapunto visual -por mucho que se
empeñen sus exegetas, el autor de Bésame, tonto siempre fue mejor guionista que realizador-, lleva
hasta el delirio. Por ejemplo, el reloj de cuco que preside el despacho de McNamara, con un Tío Sam
que agita la bandera americana al son de “Yankee Doodle Dandy” -elemento intertextual que nos
remite a la película musical por la que Cagney ganó el único Oscar de su carrera-, ingenio que en la
parte final del film anuncia el poco tiempo que queda para convertir a Otto en un perfecto capitalista.
Sin olvidar el chirriante vestido a topos de Ingeborg, la loca carrera final hacia el aeropuerto -a bordo
de un automóvil donde un pintor, colgando de la ventanilla, intenta inmortalizar en el portón el escudo
de armas de los Von Droste-Schattenburg (¡)-, o la secuencia en que Scarlett (Pamela Tiffin) enseña a
McNamara la foto de su amado, oculto tras una pancarta de Kruschev, por lo que el directivo,
horrorizado, pregunta si se ha enamorado del premier soviético (¡¡).
Texto:
Antonio José Navarro, “Uno, dos, tres”, en dossier “La comedia clásica americana, 1ª parte”,
rev. Dirigido, abril 2003.
1
Pauline Kael, con su habitual falta de sagacidad y rampante moralismo, dijo a propósito de UNO, DOS, TRES: “Como
espectadora me sentí asqueada. Es una película recargada, de mal gusto y ofensiva, una comedia que consigue carcajadas
igual que una sonda extrae orina (…) nunca antes, a excepción tal vez de El gran carnaval había mostrado un desprecio
tan descarado por el género humano.”
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