Muertes de obispos

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Muertes de obispos
A 30 años del asesinato de Monseñor Angelelli
Cátedra Libre de Historia Nacional
JOSÉ MARÍA ROSA
La expresión popular “cada muerte de obispo” se refiere a las cosas que ocurren
muy de vez en cuando, separados por largos períodos de tiempo. Su origen debe
haber estado en la creencia de que los príncipes de la Iglesia gozan de una vida
terrenal prolongada. Algunos –en general creyentes de observación regular- lo
atribuyen a la protección divina. Otros –que en general no comulgan con la fe
católica- suponen que ocurre por la buena vida que los obispos se dan. El llamado
proceso que nuestra patria soportó por siete terribles años produjo el excepcional
fenómeno de que dos obispos murieran –y no por causas naturales- en el lapso de
quince meses: Enrique Angelelli, de La Rioja y Carlos Ponce de León, de San
Nicolás de los Arroyos.
Otro dicho habitual ha sido aquel que afirma que la carne de cura (o de fraile) es
amarga, lo que quiere decir que no es aconsejable buscar conflictos con la Iglesia.
En general, los gobiernos argentinos han seguido el consejo cuidadosamente, salvo
las excepciones de Roca, que cortó las relaciones diplomáticas con la Santa Sede,
y de Perón, a quien el conflicto le costó el gobierno. La dictadura de 1976/1983,
cuyo presidente inaugural dividía al mundo entre creyentes y ateos 1, fue el primero
que no vaciló en asesinar sacerdotes y religiosas, como en el caso de los Palotinos
o el de las monjas francesas. Tampoco vaciló a la hora de terminar con la vida de
los dos obispos mencionados.
En julio de 1967 se había hecho cargo de la diócesis de La Rioja el sacerdote
cordobés Enrique Angelelli, que tenía por lema “un oído en el evangelio y otro en el
pueblo”. La frase era al mismo tiempo una toma de posición frente a los problemas
sociales, especialmente graves en una provincia de la región semi árida,
empobrecida históricamente y con una estructura social propia del noroeste
argentino con sus rasgos semi feudales.
1
Seoane, María y Muleiro, Vicente, ob. Cit., pag. 172
2
El nuevo obispo llevó su compromiso con los pobres más allá de las palabras. Su
presencia física en cada rincón de la provincia, sus alocuciones por radio, su
participación en conflictos, siempre a favor de los pobres, lo convirtieron en una
figura pública, adorada por unos y detestada por otros. La Iglesia de la diócesis se
encolumnó detrás de Angelelli, con importante participación de sacerdotes, monjas
y laicos llegados de otras partes donde no
eran vistos con simpatía. El obispo y su gente denunciaron públicamente la
explotación de trabajadores rurales y apoyaron la creación de cooperativas agrarias.
Ya en los finales de la Revolución Argentina los cuestionamientos al obispo
comunista llevaron a Paulo VI a enviar a monseñor Vicente Zaspe como su legado
personal para inspeccionar la línea pastoral de la diócesis, mientras los opositores a
la acción de Angelelli trataban de lograr su alejamiento. A comienzos de 1976
monseñor Bonamín expuso en la base de la Fuerza Aérea de Chamical que “el
pueblo argentino había cometido pecados que sólo se podían redimir con sangre” 2
Era la bendición para que los centuriones comenzaran a purificar la Iglesia de La
Rioja que, como diría un interrogador militar “está separada de la Iglesia argentina”.
El mismo hábil sabueso les dijo a sus prisioneros, el vicario del obispado y dos
laicos del movimiento rural diocesano, que “Juan XXIII y Paulo VI trajeron la ruina
de la Iglesia. Destruyeron la Iglesia de Pío XII. Los documentos de Medellín son
comunistas y no fueron aprobados por el Papa.”3
Angelelli ofreció su renuncia, si ésto permitía proteger a la diócesis, pero no fue
escuchado por el nuncio ni por sus hermanos obispos. “Entiendo que el asunto va
más allá de La Rioja, nos incumbe a todos. Es hora que abramos los ojos y no
dejemos que generales del Ejército usurpen la misión de velar por la fe católica. No
es casualidad el querer contraponer la Iglesia de Pío XII a la de Juan XXIII y Pablo”,
y agregó proféticamente: “Hoy cae un vicario general, mañana (muy próximo) caerá
un obispo. Por ahí se me cruza por la cabeza el pensamiento de que el Señor anda
necesitando la cárcel o la vida de algún obispo para despertar y vivir más
profundamente nuestra colegialidad episcopal. Son una gracia de Dios para una
diócesis estas pruebas.”4
Los atropellos a sacerdotes, religiosas y laicos se incrementaron desde el 24 de
marzo, y el 18 de julio fueron secuestrados por un grupo que se presentó como
policía federal el padre Gabriel Longueville, párroco de Chamical, y el sacerdote
2
Mignone, Emilio, ob. Cit. Pag. 200
Ibídem
4
Ibídem
3
3
Carlos de Dios Murias. Ambos habían sido advertidos poco tiempo antes. Al día
siguiente sus cuerpos aparecieron cerca de Chamical con signos de tortura. El clero
riojano había escrito poco tiempo antes a monseñor Zaspe: “Nuestra situación se
torna cada vez más asfixiante y difícil; nuestra actividad pastoral es tildada de
marxista y subversiva... Presentan a La Rioja como aguantadero de la guerrilla y a
Angelelli como cabecilla principal.”
El 22 Angelelli presidió el sepelio en Chamical, al que no asistió ningún otro obispo,
y pronunció una emocionante oración. Sin embargo, el crimen no se conoció en la
capital de la provincia porque se prohibió la publicación de la noticia. Ante la
información de otras muertes escribió “Varios tienen que morir, y entre ellos yo.” “En
cualquier momento me van a barrer. Pero no puedo esconder el mensaje debajo de
la cama”, y se fue a Córdoba donde se entrevistó con monseñor Primatesta y el
Señor de la Guerra de la Zona III, Luciano Benjamín Menéndez, quien tuvo la
delicadeza de advertirle que tenía que cuidarse mucho. En su regreso a La Rioja
con documentos probatorios de los asesinatos de Longueville y Murias se detectó
la presencia de hombres merodeando su residencia. El 4 de agosto en Punta de los
Llanos un Peugeot blanco, con la colaboración de una camioneta, lo obligó a
realizar una mala maniobra que provocó el vuelco de su vehículo. El sacerdote
Arturo Pinto, que lo acompañaba, perdió el conocimiento, pero salvó la vida.
Angelelli fue encontrado a veinticinco metros del lugar del choque con huellas de
que había sido arrastrado y muerto de un golpe en la nuca.5
Al entierro de Angelelli asistieron el nuncio y diez obispos, y habló monseñor
Zaspe. No obstante, la posición oficial de la Iglesia coincidía con la del cardenal
Aramburu, quien afirmó tiempo después: “Para hablar de crimen hay que probarlo y
yo no tengo ningún argumento en ese sentido. De las averiguaciones que se
hicieron ninguna daba la posibilidad de que hubiera sido ser eso que se rumorea.”
No se pensaba igual en Roma, donde el cardenal Eduardo Pironio decía que la
Santa Sede no tenía dudas, y estaba esperando la palabra de la Conferencia
Episcopal Argentina para hablar.
En febrero de 1983, el ex agente arrepentido Rodolfo Peregrino Fernández dijo
haber visto en el escritorio del ministro Harguindeguy el maletín de Angelelli con la
documentación sobre Longueville y Murias. A su vez, quien fuera ministro de
Defensa de Isabel Perón, José Deheza, contó en su declaración en el juicio a las
juntas militares: “Un día fui a ver a Harguindeguy para pedirle por unos compañeros
peronistas. Sonó el teléfono y su cara se iluminó con una sonrisa. Cuando colgó me
dijo: ‘El obispo Angelelli acaba de morir en un accidente.’”
Tuvo que pasar mucho tiempo de su asesinato para que el Estado Nacional, por un
lado, y la Iglesia Católica por el otro produjeran el reconocimiento de la criminalidad
del hecho. El primero ha declarado día de duelo nacional y realizará un acto de
recordación en la Casa Rosada el 4 de agosto, al tiempo que la incorporación de
nuevos testimonios activarán el juicio por el crimen. El obispo de La Rioja anunció
que se está realizando el aporte de documentos necesarios por parte de la iglesia
local para colaborar con el esclarecimiento, mientras que el presidente de la
Conferencia Episcopal, cardenal Jorge Bergoglio, estará al frente de la comisión de
purpurados que el mismo 4 rendirán homenaje en la capital riojana.
5
Nunca más, pag. 357
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