Modos y modas gastronómicas

Anuncio
Modos y modas gastronómicas
L’embarras du choix (indecisión ante la oferta). Esta es la duda
inevitable de nuestros días a la hora de elegir restaurante. Efectivamente la oferta es amplia y variada: cocina casera (escasa),
clásica (también escasa), exótica (falsa, la mayoría de las veces),
de mercado, regional, de vanguardia, de fusión, molecular (para
potentados)… Incluso a la hora de decidir un menú en casa el
supermercado también nos suscita la duda metódica. Desarrollo
y globalización nos han cambiado los hábitos nutricionales y, en
mayor medida, los gastronómicos. Esta situación del panorama
culinario actual me ha merecido algunas reflexiones.
En cierta ocasión, mi mujer y yo no dábamos crédito a la
feliz respuesta a nuestra petición: nos iban a dar de comer a las
tres de la tarde en el Kronenhalle de Zurich, con algunas restricciones en la carta ya que esas horas son intempestivas para
un almuerzo en Suiza.
El Kronenhalle es un establecimiento tipo brasserie-restaurant de ambiente y servicio burgués y de cocina honesta
bastante casera. Un ejemplo: una fritada de hígado de ternera
con cebolla acompañado de rösti (torta de patata rallada hecha en sartén) es servida pomposamente por el camarero que
oficia en una mesa auxiliar, emplatando la preparación ante el
13
cliente y dejando parte de ella para un segundo servicio. Platos de horno, cazuelitas de servicio, bandejas, cocottes y otro
menaje auxiliar se combinan para dar importancia burguesa
a un plato rabiosamente casero y sin pretensiones de gran cocina. El ambiente es burgués centroeuropeo: clientes de sólida
billetera, sin prisas, buenos abrigos en las perchas y propinas
generosas. No parece que haya bohemia aunque sí algunas rarezas: en esta ocasión nos tocó de vecinos de mesa una pareja
cuyo elemento femenino era claramente transexual. El local,
único: una combinación de café germánico, con decoración
suiza a base de oscura boiserie y heráldica comunal o familiar,
fotos de su devenir en el tiempo y pequeños recuerdos enmarcados, junto a una interesante colección de obras de pintores
notables del siglo xx: Klee, Chagall, Matisse, Miró, Kandinsky,
Braque, Bonnard y Picasso.
La cocina del Kronenhalle ignora las nouvelles cuisines y las
técnicas de vanguardia. Como digo, se refugia en una cocina más
bien casera que, a la vista está, sigue contando con los favores de
una cierta clientela. Lo casero, bien hecho, es siempre un valorrefugio seguro. Claro es que la referencia a la cocina casera debe
acompañarse del adjetivo tradicional; aquella cocina respetuosa
con el mercado y, por tanto, con las estaciones. En todos los
países hay restaurantes que preservan la tradición de la cocina
local aunque, a veces, la modernización juega malas pasadas y
convierte en bastardos algunos fogones que siguen pretendiendo
tener patente de autenticidad.
En más de una ocasión he acariciado la idea de un proyecto
que consistiría en aburguesar, digámoslo así, las tradicionales casas de comidas madrileñas que han desaparecido casi en su totalidad. Precisamente la idea que parece practicarse, de alguna
manera, en el Kronenhalle de Zúrich y algún que otro restau14
rante similar. O sea, preservar la cocina familiar simple y honesta
sirviéndola en un marco burgués y con un servicio burgués. La
cocina básica de ese proyecto descansaría en recetas de ama de
casa ilustrada (como las de Simone Ortega) y se reflejaría en una
minuta como las de los restaurantes baratos de otra época: aquellas en las que se ofrecían huevos al gusto (fritos, al plato, revueltos…); verduras de estación (hervidas, rehogadas o con jamón);
pollo asado; pechuga Villaroy; ternera asada; cocido, judías blancas, judías pintas, fabada, lentejas… a día fijo; frutas de estación;
flan, natillas, arroz con leche… Platos salidos de una despensa
surtida para saciar el pequeño capricho de comensales sin exigencias de fina gastronomía. El servicio de mesa sería escogido y
los camareros expertos profesionales que supiesen, por ejemplo,
filetear ante el cliente un lenguado a la plancha y acompañarlo
con patatas cocidas servidas en una cazuelita de cobre, o trinchar
una pierna de cordero…
La cocina casera se resiente de la falta de tiempo, de la facilidad de acceder a platos precocinados, a comida rápida e incluso
a comida basura, pero aún quedan marujas que guardan las esencias de la gastronomía local y practican una culinaria que solo
necesita de lo que decían los Beatles: amor. Afortunadamente,
todavía se puede descubrir y celebrar la comida casera en muchos
«menús del día» actuales que rescatan los valores de la cocina de
mercado sin sofisticaciones.
La cocina casera no es la única abandonada por los actuales
establecimientos de restauración y, en consecuencia, amenazada
por su perversión y olvido. También la cocina burguesa, aquella derivada de la alta culinaria francesa desarrollada durante los
siglos xix y xx hasta el advenimiento de la nouvelle cuisine, está
francamente en crisis. La alta cocina francesa está basada en productos selectos, en una técnica depurada y en el empleo de salsas
15
y guarniciones, a veces muy sofisticadas; una cocina asumida por
los grandes hoteles surgidos de la filosofía hotelera del señor Ritz
y convertida en internacional; una cocina enriquecida por las
aportaciones de los grandes cocineros, llevada a su punto culminante por el mítico Auguste Escoffier. De esta cocina academicista se decantó una versión reducida para satisfacer las necesidades gastronómicas de una burguesía media, sobre todo francesa,
que privilegia las preparaciones contundentes, respeta las recetas
originales menos sofisticadas y mantiene las salsas como complemento esencial de las preparaciones.
De mi paso por Varsovia, en épocas ya democráticas, después
del paréntesis del socialismo real, guardo el recuerdo de la tradición culinaria, de clara influencia francesa, de presentación
de buffets de gala con ocasión de recepciones oficiales. Me sorprendió en su día el contraste entre la pobreza gastronómica de
la restauración local y la sofisticada técnica de alta cocina de
equipos de expertos cocineros polacos capaces de presentar sobre
la carcasa de una ternera las láminas de un asado de su carne o
un reconstruido faisán con todas sus plumas que daba lástima
desmontar para saborear su pechuga. Ciertamente, se apreciaba
una técnica depurada… en el empleo masivo de la gelatina. La
calidad de los sabores, sin embargo, se arrinconaba a un segundo
plano. El barroquismo de esos buffets era, lamentablemente, la
prueba de la decadencia de una cocina para ricos que primaba
la apariencia sobre el gusto y para cuya elaboración se precisaba
una gran cantidad de valor añadido en mano de obra.
La imagen de la cocina clásica francesa es la del banquete,
anunciado por un menú imposible de degustar, en su totalidad y
en porciones normales, por ningún comensal, salvo que pretenda
suicidarse atiborrándose de langostas, caviares, pescados suculentos, aves varias, ricas carnes y postres generosos. Pero como no
16
solo de banquetes vive el gourmand, la cocina regional ha puesto
siempre el contrapunto a la opulenta gran cocina naciendo de
esa convivencia la cocina burguesa en Francia.
Se ha ido evolucionando del menú a la carta. Es decir, de
una oferta cerrada, por lo general pomposa y exagerada, a otra
que deja libertad al comensal para organizar su comida y obliga
al cocinero a estar presto para preparar los platos al momento.
Luego, la nouvelle cuisine, llegó para conservar la quintaesencia
de la gran cocina adaptándola a las necesidades de los modernos
restaurantes, cambiando la decoración barroca por el diseño de
autor, la opulencia por la mesura, y el servicio en bandeja por la
preparación emplatada. Y la cosa no ha quedado ahí, nuevas técnicas y productos de ultramar —que ya una vez revolucionaron
los hábitos nutricionales europeos instalándose para siempre en
nuestras cocinas— han favorecido cocinas de fusión y cocinas de
investigación.
Carême, gastrónomo francés decimonónico —cuyo nombre
significa literalmente «Cuaresma», lo que parecería estar reñido
con la afición a la buena mesa—, proponía una receta para un
huevo escalfado o mollet (pasado por agua seis minutos) que es un
claro ejemplo de opulencia barroca en la cocina clásica francesa.
El señor Carême señalaba que el huevo de marras debía ser colocado en un fondo de alcachofa, cubierto por mollejas guisadas
con trufas y champiñones, regado con una salsa al vino de Madeira adicionada de nata y decorado con una lámina de lengua
escarlata artísticamente recortada. Lo sorprendente es que esta
receta podría figurar perfectamente en la carta de cualquier restaurante gastronómico de hoy día, doscientos años después. La
diferencia estriba en que, para el gastrónomo francés, la receta
estaba pensada no para un solo huevo sino para toda una colección de ellos ofrecidos como un entrante más de un menú panta17
gruélico y, para un cocinero actual, la combinación se realizaría
a lo mejor en torno a un huevo de codorniz.
En la actualidad, la cocina tradicional francesa, la cocina
de brasserie, de bistrot o de pequeño restaurante, ha sufrido un
cierto descalabro. Las prisas y el turismo masivo han acabado
prácticamente con ella. Donde antes se podía degustar como
plato del día un boeuf bourguignon, un coq au vin, una blanquette
de veau…, hoy solo se ofrecen menús anodinos, pizzas deleznables y desprecio culinario. Yo he llegado a tener que aceptar en
un bistrot de la Francia profunda el plato del día como única
opción y ¿saben ustedes de qué se trataba? Ni más ni menos que
de chili con carne.
Lo mismo ha sucedido con la cocina tradicional española. Las
tabernas ilustradas y las casas de comida han dado paso a establecimientos torpemente modernizados en su oferta gastronómica.
Felizmente, la fórmula del menú del día ha rescatado algunos
platos tradicionales. Para comer bien hay que pagar demasiado
y ni así siempre se consigue. En otros países, el panorama es más
triste. En Inglaterra ya no hay prácticamente tradición culinaria. Se consumen productos industriales contagiados por sabores
foráneos, exóticos o simplemente puestos de moda por un márquetin de supermercado. Hay quien dice, sin embargo, que los
programas de cocina en la televisión han reintroducido, en gran
parte de la población, el gusto por la cocina de mercado y por la
cocina bien hecha. Que siga la racha.
El Munot es una fortaleza renacentista, de curiosa forma circular, que domina la ciudad de Schaffhausen y el Rhin a su paso
por ella, en los confines de la Suiza alemana. Interesante. A los
pies del Munot se encuentra otro sitio interesante: el restaurantehotel Fischerzunft, una antigua casa gremial al borde de las remansadas aguas del río preparadas para saltar al vacío —un vacío
18
relativo pues la caída es de solo veintitantos metros— en la cascada existente unos kilómetros aguas abajo. El patrón del restaurante, André Jaeger, pasa por ser el introductor de la cocina de
fusión en Suiza, aunque a él no le gusta mucho el apelativo fusión
para su elaborada cocina, reconocida como una de las mejores
del país. En el bonito comedor de esta casa, sin embargo, la cocina de fusión —mantengamos el nombre— se aparece en todo
el esplendor de su actualidad. La fusión no consiste en fundir
los alimentos, como alguno pudiera pensar, sino en combinar en
el plato elementos gastronómicos de Occidente y Oriente o de
Oriente y Occidente, dependiendo de quien la practique. Pero,
claro, no de cualquier manera. Hay, como en toda cocina innovativa seria, un trabajo de investigación riguroso y profundo.
La cocina de fusión es la penúltima moda gastronómica. No
es la última, porque el privilegio de ser la cocina más actual lo
tiene la llamada cocina molecular (la de Ferrán Adriá, o la de
Heston Blumenthal, para entendernos). A la nouvelle cuisine de
los innovadores chefs franceses le sucedió una cocina moderna
de vanguardia, que quizás sea la que más de moda está actualmente, dedicada a descubrir nuevas combinaciones: sabores
tradicionales presentados de manera insólita (deconstrucción),
o sabores insólitos presentados como preparaciones clásicas, o
insólitos platos preparados con elementos nunca antes combinados. A esta filosofía gastronómica se añade además un uso también insólito de las técnicas culinarias y una preocupación por
la presentación, y no solo en el plato —que no necesariamente
tienen que ser redondos— porque los recipientes de cristal, copas
y vasos, sirven también para cremas e incluso sopas y no solo
para los líquidos tradicionales; hasta losas de pizarra sustituyen
lozas y porcelanas. No pongo ejemplos porque cualquier carta de
restaurante de vanguardia los tiene con profusión. En esta cocina
19
moderna, algunos cocineros optan por la cocina de mercado, es
decir, por el empleo de los productos que ofrece la temporada
—aunque en los mercados, para ciertos alimentos, ya no hay
estaciones—, y otros por el exotismo de productos exclusivos,
forasteros o de nuevo uso.
Recuerdo mi estancia en París en la primera mitad de los años
ochenta del siglo pasado y el ansia por descubrir la cocina del
momento, la de los Robuchon, Senderens, etcétera, a través de
los menús de degustación, un invento para anonadar al cliente
con una muestra de la sapiencia infinita del chef. En España se
importó la idea convirtiéndola en los celebrados menús largos
y estrechos. Y siguiendo la estela de la renovación culinaria,
los tradicionales pinchos del tapeo han sido objeto de revisión,
creándose desde la perspectiva del diseño gastronómico.
Me atrevería a decir que la cocina de fusión es una variante
de esta cocina actual de vanguardia.
Hace siglos, Occidente se obsesionó con las rutas hacia la
Especiería. Descubrimos América porque queríamos llegar antes
que otros a las lejanas tierras (las Indias) de donde venían las
preciadas especias que conservaban y enriquecían nuestros alimentos. Es decir, la influencia oriental en la cocina de Occidente
no es una novedad. Y la cocina de fusión, salvando las distancias
impuestas por el devenir gastronómico, tampoco: España fue un
crisol donde necesariamente hubieron de fusionarse, de alguna
manera y en algunos casos, los hábitos gastronómicos impuestos por las tres religiones convivientes, árabe, cristiana y judía.
En los países de América con fuerte influencia indígena, hay sin
duda una cocina de fusión, como también la hay en Filipinas,
por la influencia española. Inglaterra adoptó, para acompañar a
su roastbeef, los chutneys descubiertos en la India. Pero aún hay
más: los productos americanos (patatas, pimientos, tomates…)
20
se instalaron en nuestras cocinas en una verdadera fusión con
vocación de permanencia.
Actualmente, el fenómeno es distinto. No se trata de una corriente generalizada o de un hecho sociológico, sino de la iniciativa de un sector, entre los responsables de la creación gastronómica, que consideran que el maridaje de productos del Este y del
Oeste puede aportar sensaciones nuevas dentro de la práctica innovadora de la cocina actual. La cocina étnica, como se ha dado
en llamar a las cocinas importadas por los inmigrantes en los
países de otra cultura, ha dado a conocer, e incluso popularizado,
sabores y productos desconocidos en las sociedades de acogida.
El desarrollo ha creado una demanda sostenida de gastronomía y
la globalización, por otra parte, facilita el acceso a otras culturas
gastronómicas y pone al alcance de todos productos de cualquier
origen. La conjunción de estos elementos favorece la aparición
de las cocinas de fusión, sin duda.
Cualquier aficionado actual a la cocina con ínfulas transgresoras de la ortodoxia, es decir, con inclinaciones hacia los experimentos vanguardistas, puede experimentar con el curri, el
aceite de sésamo, la salsa de soja, el jengibre, las algas japonesas,
las frutas tropicales o exóticas, sustituyendo los ingredientes tradicionales por novedosos productos de importación y realizando
combinaciones que, en algunos casos, pueden resultar interesantes. Los profesionales han ampliado sus horizontes con la fusión
y la han introducido en sus recetas, aunque no todos hayan abrazado absolutamente el encuentro de mundos distantes en su quehacer culinario.
Para mí, la influencia oriental en la cocina occidental actual
puede notarse, precisamente, en la introducción de los menús
de degustación, a los que nos hemos referido anteriormente, en
los restaurantes gastronómicos. Cierto es que, posiblemente, esto
21
haya sucedido de manera inconsciente. Los chinos han exportado una cocina basada en la tradición de los banquetes en los
que se ofrecen, uno tras otro, un número elevado de preparaciones culinarias. Lo que ha llegado a nuestras ciudades, salvo
raras excepciones, es un pobre sucedáneo de las extraordinarias
comidas chinas servidas en ocasiones especiales. Desde luego, las
familias chinas nunca han cocinado el pollo con almendras o el
pato laqueado; estos platos son obra de cocineros de mandarines
que lograban elaborar recetas singulares con ingredientes inimaginables, como las lenguas de gallo y cosas por el estilo, para
asombrar a sus señores y a sus invitados. El menú largo y estrecho
recuerda mucho esa tradición del banquete chino que provoca el
asombro del comensal.
En el momento en que los representantes de la alta cocina española lideran el mundo de la gastronomía universal, ha surgido
la polémica, precisamente entre profesionales españoles, sobre el
valor real de la cocina de investigación, que es la que más concita el interés del mundo gastronómico actual y a la que se otorga
la primacía en él. Se cuestiona, o se defiende, la legitimidad del
empleo de nuevas técnicas, bastante sofisticadas, y de productos
más propios de la industria alimentaria, con el fin de transformar
los alimentos para —se supone— mayor deleite del comensal.
Perlas, espumas, gelatinas, sólidos, polvos, nubes, raviolis, cápsulas, aceites…, aparecen en el plato sin que, faltos de una explicación o de una tímida prueba, podamos adivinar de qué alimento
se trata, si es que llegamos a descubrirlo porque lo conocemos de
antemano. Yo confieso que nunca he probado la flor del hibisco
y, por tanto, nunca adivinaría que la nube —tampoco he comido
nubes, a no ser que el algodón de azúcar se considere una de
ellas— que nos dicen corona el plato esté aromatizada con la tan
popular flor de mis tierras levantinas.
22
Se puede ser malvado fácilmente y encontrar ejemplos de la
supuesta falacia de la cocina molecular: Los sucedáneos industriales de las patatas chips o, incluso, los cubitos de caldo, los podríamos incorporar al acervo de los descubrimientos de la cocina
molecular si no fuera porque ya hace tiempo que circulan por
el mercado. En tiempos de Escoffier ya se descubrió la técnica
empleada para fabricar los cubitos de caldo. Pero imaginemos
que un chef rompedor los hubiese preparado en su cocina y ofrecido en su restaurante desliendo en presencia del comensal un
extraño dado en el agua hirviendo y anunciando pomposamente
ante la admiración del cliente: consomé de ave a las finas hierbas. Podemos imaginar la traca entre el gremio de cocineros.
Sigamos en el lado malvado: «nube tibia esférica de dashi con
senderuelas al shiso morado, sésamo y yuzu» es el nombre de un
plato de Adriá. No me digan que no se les hace la boca agua. Yo
identifico las senderuelas y el sésamo —al que prefiero llamar
ajonjolí—, pero el resto me plantea asombro por mi ignorancia.
Investigo: aprendo que el dashi es un consomé claro de algas y
pescado (también lo hay en cubitos o en polvo) imprescindible
en la confección de diversos platos de la cocina japonesa; shiso
es una hierba aromática parecida a la hierbabuena o a la menta
—también usada profusamente en la cocina japonesa; yuzu es un
cítrico, parecido al pomelo y con toques aromáticos de mandarina y naranja, cuya piel se utiliza en la cocina japonesa para aromatizar ciertos platos y su jugo para aderezar de la misma manera
que nosotros utilizamos el limón.
Saco la conclusión de que este plato es molecular por la técnica utilizada para elaborar la nube y las gelatinas (el shiso y el
yuzu se presentan bajo esta forma), y es de fusión porque las
senderuelas y el ajonjolí (además de las semillas que adornan la
nube, hay pasta de sésamo en su interior y algo de aceite de sé23
samo de aderezo) se combinan con exóticos sabores procedentes
del Japón.
Yo, sin embargo, soy de los que piensan que la cocina molecular aporta aire fresco a la gastronomía. No es una cocina contundente para saciar el apetito, sino una cocina para la gula, en
el buen sentido de la palabra, si lo tiene: para disfrutar comiendo,
experimentando nuevos sabores y texturas, combinaciones insólitas en el plano visual y en el plano culinario. Los gurús de esta
cocina son el fruto del avance tecnológico y de la globalización
y sus seguidores nos pueden aportar una opción al reto de decidir qué y dónde comer cuando ese ejercicio se plantea como un
placer y, si es el caso, como un espectáculo interpretado sobre el
mantel de una mesa y en torno a ella.
Además, a fortiori, la cocina molecular no elimina la cocina
tradicional, ni la casera, ni la regional, ni la étnica ni la burguesa.
Cada una de estas variedades de preparar los alimentos tiene su
espacio, su razón de ser y su utilidad gastronómica. La cocina
casera incorporará nuevas técnicas salidas de nuevos electrodomésticos hijos de la tecnología molecular. Los hornos de leña y
las parrillas seguirán asando corderos, chuletones de buey, tostones… Los indios y los chinos nos seguirán ofreciendo sus especialidades acompañadas de arroz oriental y, espero, restaurantes
burgueses seguirán ofreciendo la gran cocina basada en la clásica
culinaria francesa/internacional.
En los años cuarenta del siglo xx se desarrolló en Estados Unidos la fórmula de comida rápida a cargo de las hamburgueserías
McDonalds. Pocos años después, el pollo, según la fórmula del
coronel Sanders, dio nacimiento a otra cadena de restaurantes de
comida rápida: Kentucky Fried Chicken. Siguieron otras fórmulas clónicas para las hamburguesas (Burger King) y negocios de
parecida naturaleza basados en la producción masiva de pizzas,
24
tacos mejicanos, sándwiches, kebabs… La comida rápida y la comida basura se instalaron en el panorama gastronómico mundial.
Hoy día no se concibe un centro comercial o un centro de ocio
sin uno o más representantes de estas fórmulas, ideadas para salir del paso en el momento en que las ganas de comer aprietan
mientras se busca diversión o entretenimiento.
El éxito de esta peculiar oferta gastronómica radica en su
bajo precio, en su disponibilidad inmediata, en su consumo sin
cubiertos y en la conjunción de sabores «fáciles» conseguidos
mediante el uso abusivo de productos grasos (las grasas son buenas conductoras de los sabores), saciantes, como los hidratos
de carbono, y potenciadores del sabor, como el glutamato, los
azúcares y la sal.
¿Es la comida rápida realmente comida basura? Yo creo que
no en todos los casos, aunque en muchos sí. La comida basura
es el remedo de elaboraciones perfectamente dignas desvirtuadas por la falta de calidad en los productos utilizados y las
técnicas semi-industriales aplicadas. Difícilmente una pizza, en
un establecimiento de comida rápida, podrá tener la suficiente
calidad para no ser considerada como comida basura, es decir, de sabor alejado de su modelo original y nutricionalmente
desequilibrada. Por el contrario, un perrito caliente elaborado
con una buena salchicha y un buen pan puede ser un digno
tentempié, al igual que una simple hamburguesa sin exagerados
complementos.
En los bares de los grandes hoteles suelen ofrecer tradicionalmente, junto a otras sugerencias para sustituir una comida en
condiciones, el llamado Sándwich Club, un invento americano
que me lleva a afirmar que en estos refinados establecimientos
también «se cuecen habas», puesto que el Club Sándwich podría
perfectamente entrar en la categoría de comida basura, a pesar de
25
estar servido en vajillas finas sobre manteles de hilo, a poco que
se cometa el error de inundarlo de mayonesa, ketchup, mostaza
con miel u otras salsas.
Me da mucha pena ver la profusión en Europa de locales
donde se ofrece el kebab completamente desvirtuado: de pollo o
pavo, quizás también de cordero (el auténtico) preparado industrialmente y repartido por los puntos de venta. Recuerdo de mi
estancia en Damasco paseos vespertinos que nos llevaban, a mi
mujer y a mí, a zonas de la ciudad donde se ofrecía el döner kebab
tradicional, de aspecto mucho más rústico y apetitoso que los
kebab al uso en nuestras ciudades.
La comida rápida se ha instalado definitivamente en nuestro entorno urbano. Seguramente ejerce una función social en
ámbitos juveniles y populares. Pero influye asimismo en otros
niveles: un miembro del Gobierno suizo me decía recientemente
que consideraba las patatas fritas de los McDonalds las mejores
patatas fritas que jamás había probado. Como hay gustos para
todo, la oferta es amplia y variada. Cada cual que se quede con
sus preferencias.
26
Descargar