Leopoldo Lugones - Una historia sin final

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Leopoldo Lugones
Una historia sin final
De Los cuentos de Leopoldo Lugones, Ediciones Díada, Buenos Aires, 2011.
Publicado originalmente en Caras y Caretas, marzo de 1908.
Dejo librado a la perspicacia de los lectores el hallazgo de un final para
esta narración. Ella quedó interrumpida por la espantosa catástrofe del
expreso París-Madrid, que consternó al mundo el anteaño pasado, y en la
cual mi amigo Jorge C. perdió la vida al paso que me salvé por milagro.
Habíamonos vinculado mucho en París, y la historia en cuestión fue,
como va a verse, una prueba de amistad nada común.
Mi amigo era un liberal ruso que, sin embargo, no se mezclaba en política.
—Frecuentaba hacía años —me dijo— la tertulia de la señora Beatriz
M. (nunca quiso darme los apellidos, e infiero que aun los nombres
eran supuestos), donde trabé amistad con un compatriota perseguido,
según él, por la policía rusa, combinada con la turca, por no sé qué
conjuraciones, de las cuales nunca dijo gran cosa en verdad.
No sé qué singular obsesión, en que había concluido por hundirle una
sorda lucha de diez años con los agentes secretos de ambas policías, concluyó por localizar sus sospechas en la idea de que sería envenenado.
Así, no comía sino los platos que él mismo se preparaba: no aceptaba
un cigarro que no hubiera salido de su petaca, y para cambiar algunos de esos brindis indispensables en sociedad, adoptaba un extraño procedimiento:
Dejaba que su compañero bebiera un trago y pedíale en seguida que le
cediera su copa.
Naturalmente, ello obligábale a una explicación, no siempre cómoda;
de donde resultó que redujera considerablemente el círculo de sus
relaciones.
A decir verdad, no tenía otra de cierta confianza que aquella de la señora M., una elegante viuda de treinta años, con quien simpatizaba sin
duda. Era un caso de alianza franco-rusa entre el sospechoso eslavo y
la interesante meridional.
Una noche, después de cierta comida, cuando toda la concurrencia
acababa de pasar al salón, Jorge, que acababa de llegar, me invitó a
aislarnos en una pieza contigua, donde podíamos fumar a gusto, y
hasta la cual llegaban los rumores de la sociedad, al paso que se divisaba una cabecera de la mesa ya desierta, bien que relumbrante de
cristalería aún. Era un coqueto saloncito, sin más muebles que un
diván, un canapé y una mesita. Los habituados a la reunión, sabíamos
que era un sitio neutral donde, a pesar de no haber puertas ni cortinas, el grupo que lo ocupaba tenía la seguridad de no ser molestado.
Un convenio lícito de buena educación.
Hacía mucho calor y pronto tuvimos sed; pero Jorge no tomaba jamás
agua en casa ajena. Entonces le propuse que bebiéramos una copa de
champagne. Manifestó cierta inquietud, pero le dije entre fastidiado y
bromeando:
—¡Qué diablos, todos acabamos de beber del mismo champagne y la
botella vendrá cerrada! ¿Han recrudecido, acaso, esas persecuciones?
Aceptó con cierta resignación temerosa.
—No se chancee de ello —me dijo—. Y, además, perdóneme una impertinencia que, por otra parte, es una prueba de amistad: lo conozco a
usted desde niño.
Trajéronnos la botella, yo mismo la abrí, y el licor espumó en nuestras
copas.
Alzámoslas simultáneamente; pero, como de costumbre, él esperó que
yo bebiese el primer trago, proponiéndome el trueque consabido. Acepté
con mi más disimulada sonrisa de compasión irónica; pero al mojar de
nuevo los labios en las copas, me dijo, alterándose ligeramente:
—Por favor, cambiemos de nuevo. —En ese instante notaba yo un gusto
ligeramente extraño en la hez de mi primer sorbo.
Y rápidas como relámpagos superpuestos, me pasaron estas ideas por
la mente:
Solían hallarnos muy parecidos a Jorge y a mí...
Vestíamos esa noche lo mismo...
Habíanos servido un criado nuevo...
Poco antes, en la mesa, estuvo comentando, al lado mío estos dobles
tragos de Jorge, que yo desconocía, un joven ayudante del príncipe de
Monaco...
Por condescendencia de la manía, sin duda...
El champagne... Ibrahim bey... El champagne... Trepoff... El champagne... La nariz larga del ayudante... El champagne…
Todo esto tan instantáneo, que cuando me recobré, Jorge concluía su
ademán de pasarme otra vez la copa.
—¿Por favor?... —repetí sirviendo de eco a su frase para disimular ganando tiempo.
—¡Amigos míos, qué excelente idea! Brindaremos los tres —dijo en ese
momento a mi espalda, la dueña de casa que llegaba con una copa en
la mano.
Sirvió el champagne en ella.
—Troquemos, Jorge —sonrió la dama.
Él consintió volviendo en sí.
—Tercer cambio —afirmé yo.
Entonces la hermosa Beatriz palideció de pronto. La copa tembló en
sus manos.
—Qué pálidos están ustedes —suspiró penosamente.
Y es que acabábamos de comprender de pronto, que aquella mujer era
un agente: un demonio del infierno policial.
Pero la situación se volvía atroz. Allí con las copas levantadas, horribles de palidez mortal en nuestra mundana elegancia, petrificábamos
en una indecisión sofocante como la agonía, el pregusto del crimen.
¿A qué se debió el que de repente nos volviésemos hacia un mismo
punto?
Probablemente a la singular agudeza de percepción que se desarrolla
en nosotros cuando tenemos miedo; al hacerlo percibimos el extremo
de la mesa del comedor, aún relumbrante de cristalería.
Y allí de pie, correctísimo bajo una fría sonrisa confidencial, uniéndose
a nuestro brindis con una copa llena, estaba el ayudante del príncipe
de Mónaco que evidentemente lo sabía todo.
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