un champagne por un monólogo

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UN CHAMPAGNE
POR UN
MONÓLOGO
Años de alcoholizada
resistencia cultural en
el Pedagógico y sus
alrededores son los
que evoca Benjamín
Galemiri en esta crónica
inundada de humor y
pánico. El sexo podía ser
entonces la vía de escape
para un anarquista de
salón que cantaba La
Marsellesa en un francés
impecable, pero no lo
más importante para
la marxista de cuna
aristocrática que se le
cruzó en el camino.
POR BENJAMÍN GALEMIRI
E
n mi sincopada juventud pertenecí a un movimiento llamado ACU, Agrupación Cultural
Universitaria, mientras estudiaba Licenciatura
en Filosofía durante la repelente dictadura. Ese
movimiento buscaba patética y también tristemente
la resistencia cultural a Pinochet y sus seguidores que,
lamentablemente, eran muchos. Nos juntábamos en salas kafkianas imposibles de encontrar (aparentemente,
porque a veces nos sorprendían a causa de un soplón)
a escuchar las lecturas de manadas de poetas que muchas veces estaban cargados de un panfletarismo que
daba vergüenza; gracias a Dios había otros que resistían a la dictadura con un poco de humor. También había músicos demasiado melosos, malos seguidores de
Víctor Jara, cuyas canciones eran interrumpidas por la
aparición de asquerosos carabineros –todavía hoy, año
2016, no puedo soportarlos– que venían a dispersarnos
y disparaban sus Uzis con balines que a veces eran balas de verdad. Así fue como mataron e hirieron a muchos de mis compañeros. Luego se llevaban presos a
amigos que tratábamos de salvar. Hasta que finalmente
encontramos un antro perfecto para nuestras ridículas
manifestaciones culturales, naturalmente un poco demodés. ¿Cómo íbamos a cambiar el Estado criminal
con nuestro artesanal show?
Mientras esto sucedía, yo hacía mis películas de amores eróticos que, según mi espíritu naif, suponían una
profunda crítica a la dictadura. Hombres y mujeres
buscando el amor desbocado para olvidar el horror. Tenía fans femeninas, sobre todo alumnas de Literatura,
de mente bastante más amplia que mis compañeras de
Filosofía, que consideraban a mis películas muy pequeño burguesas.
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Dos chicas de Filosofía rumorearon: “Mira, ese es
Galemiri, el que hace películas como las de Bergman”.
Era un comentario en mi contra: en plena dictadura,
yo ocupado del heterosexualismo a outrance que
vibraba en mis testículos. Pero yo estaba convencido
de que eso podía salvar a muchas personas.
Nos encontrábamos en los patios del Piedragógico,
siempre temiendo a los soplones, que estudiaban Filosofía pero delataban. Un día uno de esos malditos
al que no sé por qué le gustaban mis peliculitas (seguramente porque eran un poco pornográficas) se me
acercó y me dijo muy serio: “Si sigues pavoneándote en
voz alta contra el presidente Pinochet, te va a llevar la
CNI”. Quizás este acto desopilante me salvó la vida. Mi
dilema es que no quería deberle nada a este soplón hijo
de puta. No tuve otra opción que comunicárselo a mis
compañeros. Mis prédicas antifascistas siguieron pero,
por miedo a ser tan bocón, en menor volumen.
En las aventuras de las protestas me escondía siempre detrás de las valerosas jovencitas destinadas a tener
un futuro increíble, para no ser arrestado. Una vez tuvimos que armar una ronda para que no se llevaran al
orador principal, un poeta permanentemente borracho
que había atravesado la frontera del miedo. No pudieron llevárselo, éramos como cien, en mi caso siempre
protegido por las bellas chicas. Pero al día siguiente
cayó preso y estuvo en cana dos años. Cuando salió era
otro, torturado miles de veces en la parrilla, más otras
barbaridades de las que solo hablaba cuando estaba
muy pero muy borracho.
Todos éramos borrachos en esa época para olvidar
por un instante el estado siniestro en el que vivíamos.
Íbamos a nuestro búnker democrático, refugio ideal
para cómicos aspirantes a intelectuales de ultraizquierda, aunque yo me calificaba de anarquista de salón tipo
Proudhon, autor de esa frase que tanta envidia le daba
a Marx: “La propiedad es un robo”. Cerca del Piedragógico estaba el muy pobre Café Pushkin, al que curiosamente nunca entraban los repugnantes militares y
fétidos carabineros. En ese lugar se hablaba de filosofía,
por ejemplo polemizar con el gran filósofo alemán pero
hijo de puta nazi hasta el tuétano Martin Heidegger,
que escribió esa obra maestra llamada “Ser y Tiempo”. Hablábamos de arte, de Ingres, de Modigliani, de
Rembrandt, de Matta, de Neruda, de Parra. Por cierto
terminábamos borrachos cantando la Internacional y
SABÍA USTED QUE: … NICK VUJICIC ES TAN MAL POLOLO QUE NUNCA SALE CON SU PIERNA.
Entonces ella se puso de pie y, con la ayuda de
mis parlamentos, hizo el monólogo más bello de
la historia sobre su vida, la mía, el estado militar,
sus padres, el sexo, su novio, las violaciones que
había recibido de su padre, y pareció que ese
monólogo finalmente la liberaba de su miedo.
yo como buen snob cantaba la Marsellesa, en mi perfecto francés que me atrajo a varias féminas comunistas
que iban a esquiar a la nieve. ”Háblame en francés que
me excito”. Así eran las jovencitas en esa época oscura,
escalofriantes, dispuestas a todo y sin ninguna moral
sexual. “¿Para qué el beaterismo?”, decían erotizadas y
llenas de ilustración.
Por esos días conocí a la hermosísima Brigitte, egresada con una impresionante tesis de grado “Deleuze,
Sartre y Husserl: una visión a-moderna” que algún
tiempo después le publicaron los mismos profesores
que coqueteaban con Pinochet. Era genial, aristócrata,
vivía sola, tenía mucho dinero de la familia. Era una
marxista a la italiana, con automóvil deportivo, con fiestas ampulosas de toque a toque donde se desparramaba todo el semen y las siete mesetas orgásmicas de las
mujeres, con viajes relámpago a toda Europa. En una de
esas salidas, me mintió diciéndome que iba a París, pero
en realidad fue a Miami y compró ropa hasta hartarse.
Desde allá me telefoneó para irnos juntos a Nueva York.
No sé por qué obedecí como un rastrero y partí al aeropuerto de Miami. Llegamos a Nueva York tomados de
la mano, como Bob Dylan y la Joan Baez. Obviamente
la Gran Manzana me cambió la vida para siempre, aunque en mi interior seguía amando más París. Hicimos
el recorrido hippie, fuimos a etílicos recitales de rock
and roll, pude ver finalmente en persona a mi adorado
Bob Dylan, mientras mi Brigitte seguía comprando a
destajo. Hasta que una noche nos asaltaron a las cuatro
de la mañana. Quedamos sin nada –ella, porque yo no
tenía ni uno– y tuvimos que volver al horroroso Chile,
donde los criminales ponían a sus seudo intelectuales
a cargo de las universidades y donde el pedófilo Paul
Schäfer entrenaba a los CNI para torturar, sobre todo
con su arma favorita, el perro mermelero que violaba a
las mujeres, inventado por la Gestapo.
Una noche en casa de Brigitte, habíamos comprado
botellas de champagne, scotch y mucho pisco peruano.
Nos emborrachamos tanto que ella comenzó a actuar
frente a mí, totalmente envuelta en alcohol, y me rogaba que le lanzara frases (yo ya era un dramaturgo
premiado) para hacer lo que ella llamaba “un champagne para un monólogo”. Caminaba como una felina por
su casa, con su bellísimo traje negro que abría inmediatamente mi apetito sexual. La deseaba mucho más
ahora que se revelaba como una gran actriz, mientras
yo, su dramaturgo, le dictaba frases. Luego se lanzó majestuosamente al suelo, cual una Pina Bausch, y abrió
sus piernas en 180 grados, colmando mi excitación. Ese
champagne nos llevó a besarnos lentamente durante
una hora. Afuera se escuchaban disparos de los putos
militares chilenos, pero ella continuaba besándome
como una forma de apagar ese terror. Sabía cómo contener a un hombre, qué digo a un hombre, a cien al
mismo tiempo.
La mierda era que ella tenía un novio. Y cuando ter-
minamos nuestros erotiquísimos ósculos, comenzó a
llorar como a una niña culposa. Me llevó a su cama y
puso una especie de separación entre nosotros. Recordé el maravilloso cuento de Olegario Lazo, cuando un
general le pide a un capitán que lleve a su hermosísima
mujer a Temuco, donde llegan a las dos de la mañana y
sólo encuentran disponible una habitación single. Una
vez en la cama, el capitán pone su espada entre ella y él,
como advirtiendo que por ningún motivo. Pasado un
breve instante, la mujer del general, con los dedos del
pie, empuja la espada al suelo. El resto ya se lo pueden
imaginar. En el caso mío no sucedió nada.
Lo pasamos mal en esa época de apagón cultural, de
sangre por las calles y por el río Mapocho, que yo filmé
muchas veces porque con un gran amigo íbamos a realizar una película a lo Herzog. Pero él se metió a la guerrilla y no supe más, hasta que apareció flotando con su
novia en Los Queñes, producto de un enfrentamiento
falso. Muchos de mis amigos tomaron las armas para
luchar contra ese régimen de mierda. Eran valientes, y
también mis amigas guerreras. Pero los civiles hijos de
la gran puta delataron a destajo y con eso llevaron a la
desaparición a amigos muy queridos.
Una vez iba entrando al Piedragógico y escuché a
dos chicas de Filosofía que rumorearon: “Mira, ese es
Galemiri, el que hace películas como las de Bergman”.
Me comparaban con un coloso del cine mundial, pero
era un comentario en mi contra: en plena dictadura, yo
ocupado del heterosexualismo a outrance que vibraba
en mis testículos. Pero yo estaba convencido de que eso
podía salvar a muchas personas. Enrabiado, hice una
especie de remake chileno de “La Naranja Mecánica”
que se llamó “El Jardín de la Selva”. Contaba la historia de un criminal que envidia la caja de la felicidad
política que tienen unos niños y se lanza contra ellos,
los hace sangrar pavorosamente y sale corriendo con la
caja. El hecho es que un niño agónico logra dispararle
con el arma que dejó botada y lo hace rodar por el suelo
como una gallina cobarde. Entonces aparece un fotograma en blanco y negro (el filme era en color) que se
hizo leyenda en las aulas universitarias, porque el color
pasado a blanco y negro era obviamente una parábola
menor del horror que vivíamos.
Con esa película me transformé en un cineasta de la
resistencia democrática. Los distribuidores se la llevaron a Europa y fui invitado a varios países europeos a
hablar contra Pinochet. Pero yo no podía contenerme
y decía que ese personaje era mi padre. “Non, c´est Pinochet”, me decían los paternalistas franceses. Tenían
razón, pero me encantaba joder un poco a los parisinos
en un francés impecable. Cuando volví a Chile, una corte de damiselas me rodeaba y ahí estaban las desgraciadas que me tildaron de bergmaniano, mirándome
con esos ojazos chilenos tan hermosos. Naturalmente
las perdoné.
La inmensa belleza de Brigitte volvió a invitarme
SABÍA USTED QUE: ... HERNÁN BÜCHI ES DE CHILE VÁMONOS. (LUCAS MARTÍNEZ)
a su casa. Esa noche tomamos varios licores de alta
graduación, de nuevo mucho champagne y nuestra
tensión sexual creció hasta un punto irresistible. De
nuevo ella comenzó a llorar por engañar a su novio,
pero el caso es que me tomó de la mano, me condujo a
su cama y se lanzó sobre mí. Nuestras lenguas jugueteaban entre aromas a alcohol y anís, y de pronto me
ordenó: “Penétrame”. Desde luego lo hice feliz, al fin
era mía. Ella gimió como una pequeña niña y siguió
gimiendo cuando mis embates iban en aumento, haciendo la posición del misionero pero con muchas variantes. Llegaba a gritar de placer, pero nunca la escuché decir “te amo”, en cambio mi combustión erótica
me llevó por esos parajes complicados y le dije varias
veces “te amo, te amo”. Estuvimos dándole a la cosa
llamada hacer el amor cuatro horas, porque yo había
aprendido de mis tíos que hay que resistir el chorro
de semen horas y horas. Hasta que ya no pude más.
“Me voy a ir”, le dije, “ándate”, me dijo ella, “primero
tú”, dije enfáticamente, pero ella susurraba a mi oído
aguzado “ándate, no temas nada, todo estará bien”.
“No, por favor, ándate tu primero”. Hasta que sus movimientos ondulantes de caderas me desprotegieron y
me derramé en su vagina como un adolescente.
Afuera se oía el ulular de los repugnantes militares, y
ella dijo: “Este es un día perfecto para morir, ¿no crees?”.
Era el maldito champagne que nos había llevado a
todo este espectáculo casi teatral.
De pronto, como en un flashazo, recordé que era el
momento de chuparle el clítoris, porque eso la trastornaría. Y como están húmedas, la penetré, sin masturbarla.
Es el falo el que debe rozar su clítoris con ternura primero, luego con fuerza, otra vez con ternura, otra vez
como un león. Mientras tanto le decía cosas bellas pero
también pornográficas. Al final tuvo varios orgasmos y
me premió con una maravillosa fellatio. Luego me dijo:
“La mitad de lo que me dijiste para excitarme me gustó,
pero la otra era demasiado basura”. Tenía razón.
Pero luego, mientras seguíamos tomando champagne Valdivieso, me dijo algo muy pavoroso.
–Hay cosas más importantes que el sexo.
–¿Qué cosas?
–Mi novio es un detenido desaparecido.
Ahí comprendí que todo lo que había hecho por mí
era para sublimar su dolor.
Entonces se puso de pie y, con la ayuda de mis parlamentos, hizo el monólogo más bello de la historia sobre
su vida, la mía, el estado militar, sus padres, el sexo, su
novio, las violaciones que había recibido de su padre, y
pareció que ese monólogo finalmente la liberaba de su
miedo a la dictadura, pero también a la desaparición de
su amado novio. A esa hora estábamos extremadamente borrachos, éramos una dupla de batalladores llena de
miedo y la muy hermosa Brigitte se me pegó y se puso
a llorar intensamente, mientras mirábamos la bóveda
del cielo negra, oscura, presagiando más torturas, más
carnicería, otro vaso de champagne con mucho pisco, y
la borrachera que nos había unido y la había salvado a
ella de la culpa.
Un champagne para un monólogo triste, crepuscular,
humorístico también.
Un brindis con champagne por Brigitte, que siguió
la carrera de actuación, llegó a ser una gran actriz y
que me enseñó que el dolor de una mujer se podía
redimir. Cuando acabó la dictadura se fue a París y
ahí tuvo hijos y esposo al que engañaba muy seguidamente. Cuando yo iba a ver mis estrenos parisinos,
nos juntábamos a recordar los viejos tiempos, y aunque siempre reíamos, ninguno de los dos pudo olvidar ese monólogo, ni ese champagne.
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