secretos de confesión

Anuncio
SECRETOS DE CONFESIÓN
BONIFACIO DE LA CUADRA
© Ediciones El Garaje y Bonifacio de la Cuadra
Primera Edición: Septiembre 2012
Maquetación: Arturo Seeber
Diseño de la portada: Alex P.
Fotografía del autor en contraportada: Cristina de la Cuadra
El Garaje Ediciones S. L.
C/ Cacereños 54 - Local 4 Madrid 28021
Tel: 91 798 69 11
[email protected]
Web: www.nodo50.org/edicioneselgaraje
ISBN: 978-84-940285-2-6
Depósito Legal: M-22119-2012
Imprime: PUBLIDISA
Printed in Spain
A mis hijas Ana, abogada;
Cristina, psicóloga, y
Elena, educadora,
cómplices de esta novela
y a la memoria de su madre,
mi querida y admirada Marisa
SECRETOS DE CONFESIÓN
Capítulo 1
Cosme
—¡Ave María Purísima! —Cosme se arrodilla en el confesionario ante don Isidoro, coadjutor de
la parroquia de San Juan Nepomuceno. Cosme ha esperado pacientemente, sentado en uno de
los bancos de la iglesia, hasta asegurarse de que ningún otro feligrés se dirigía al confesionario.
Desde hacía una media hora, nadie se aproximaba, después de haberlo hecho una anciana, que
se confesó a través de una de las rejillas, situadas a ambos lados del confesionario, para uso
exclusivo de las mujeres. La anciana se santiguaba repetidamente, tras haber escuchado la
penitencia que el confesor le había puesto por sus pecados.
A pesar de la falta de fieles, don Isidoro, que solía sentarse en el confesionario hacia las cinco
de la tarde, no lo abandonaba nunca hasta las seis en punto. Cosme lo había observado durante
varias semanas y antes de las seis no se movía. Algunos días, don Isidoro había aprovechado
gran parte de esa hora para dormir beatíficamente... Hoy no. Tras la confesión de la anciana,
don Isidoro se ha removido, aparentemente inquieto, según las observaciones de Cosme, y
finalmente ha encendido una lucecita instalada en el techo del confesionario y se ha puesto a
leer el breviario, ¿o acaso el Kempis? Desde luego la Biblia no, porque se trataba de un
volumen pequeño.
Poco antes de las seis de la tarde, Cosme ha comprobado que el recinto eclesiástico se
encontraba vacío y que don Isidoro había apagado la lucecita y cerrado el libro, signo revelador
de que se estaba preparando para abandonar el confesionario.
La presencia de Cosme, arrodillado ante él, le hizo pensar que hoy tal vez llegaría unos minutos
tarde a la catequesis, incumpliendo su propia consigna: “Cada minuto de retraso es una ofensa a
Dios”.
—Sin pecado concebida —contestó don Isidoro—. ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?
—era la pregunta rutinaria del confesor.
Fueron las últimas palabras que pronunció en su vida el coadjutor de san Juan Nepomuceno.
Cosme sacó del bolsillo de su gabán una pistola, a la que había aplicado un silenciador, y
disparó a bocajarro en la cabeza y en el pecho de don Isidoro. Fueron tres disparos precisos y
certeros.
Don Isidoro se desplomó hacia atrás por el impacto de las balas y el peso de su cuerpo, ya
cadáver, activó el interruptor eléctrico, de modo que se encendió la lucecita que le permitía leer
textos sagrados y que ahora iluminaba tétricamente, ante los ojos de Cosme, la imagen del
sacerdote asesinado a sangre fría, mientras trataba de ejercer su ministerio...
A Cosme no se le olvidaría jamás el rostro desencajado de don Isidoro, de cuya cabeza manaba
abundante sangre, que se derramaba por el cuello y el pecho, en donde se unía a otro canal, que
brotaba a la altura del corazón y descendía sobre la sotana hacia el suelo de madera del
confesionario.
La inesperada iluminación del lugar sobresaltó inicialmente a Cosme, quien con gran frialdad
aprovechó la luz para comprobar que su ropa no se había impregnado con la sangre del
sacerdote, ya cadáver. Pocos segundos después de disparar contra él, Cosme abandonó el
confesionario y en seguida el templo vacío, silencioso y oscuro, en uno de cuyos laterales ardían
unas cuantas velas, ante la imagen de san Juan Nepomuceno, y una lamparilla de aceite ante el
altar mayor, señal de que allí estaba el Santísimo, expuesto al culto de los fieles.
Al cruzar por el centro de la iglesia, Cosme hizo una genuflexión y se santiguó. Antes de llegar
a su domicilio, Cosme se hizo visible en varios bares, tratando de mostrarse relajado y
sonriente. En realidad, no necesitaba fingir, porque estaba satisfecho y contento por lo que
acababa de hacer...
La noticia saltó a los medios pocas horas después. Los digitales se copiaban unos a otros los
escasos datos propios que difundían y, a veces, incluso las hipótesis con las que adornaban el
truculento suceso. Las emisoras de radio se hicieron eco de una noticia de agencia que
recordaba el gran activismo desplegado por don Isidoro en contra del aborto, con motivo de la
última reforma legal.
Había sido uno de los sacerdotes, recordaba la agencia Noticia Press, que había exhibido ante
sus feligreses imágenes de un feto destrozado como consecuencia de la interrupción de un
embarazo. Los informativos de las diferentes cadenas de televisión recogieron la noticia,
ilustrada con una imagen amable de don Isidoro, cedida por la parroquia.
Al día siguiente, los diarios en papel daban cuenta del cruel asesinato y se hacían eco de las
especulaciones policiales o religiosas sobre el drama. El diario El Universal titulaba así:
Asesinado a tiros un cura integrista. Sin rastros del autor.
El Ojo Crítico, por su parte, ofrecía este titular:
Tiroteado y muerto un sacerdote en el confesionario.
Sospechas sobre la izquierda.
En realidad, en lo que coincidían todos los medios era en la ausencia de información sobre el
autor del terrible asesinato o sobre alguna línea de investigación fiable seguida por la policía,
aunque no siempre reconocían que carecieran de esos datos.
La única información difundida, procedente de fuentes policiales, era que hacia las seis y media
de la tarde, asombrados los catequistas por el retraso del sacerdote, que solía ser
extremadamente puntual, enviaron a Pedrito, el monaguillo de la parroquia, para que
comprobara si el padre Isidoro continuaba confesando a feligreses, y así se conoció el asesinato.
Pedro volvió rápidamente, desencajado y lloroso, tras observar la imagen del cadáver del
sacerdote, iluminada en su confesionario.
—¡¡Está muerto el padre!! —gritó Pedrito.
Avisaron a don José, el párroco, y corrieron hacia la iglesia, en donde varios de los catequistas y
de los alumnos de la catequesis fueron presos de un ataque de nervios. El sacristán, Heliodoro,
que les acompañaba, ordenó no tocar nada hasta que llegara don José. El párroco ordenó que se
avisara a la policía y él dio cuenta inmediatamente al obispo de la diócesis, el octogenario don
Genaro Acosta, quien inmediatamente evocó la guerra civil española: “Jesús quiere probar de
nuevo nuestra fe frente a esas hordas. Alabado sea Dios”.
La juez de guardia y el forense se personaron en la iglesia de san Juan Nepomuceno poco
después de las siete de la tarde. Se practicó el levantamiento del cadáver y se ordenó que se
efectuara la autopsia. El párroco preguntó a la policía que cuando podrían disponer del cadáver
para las solemnes honras fúnebres. Los agentes preguntaron a la juez, quien informó al párroco
de que lo más importante era averiguar el máximo de datos sobre el suceso, para lo que la
autopsia era un elemento valiosísimo.
—Tiempo tendrán de honrarle y enterrarle dignamente, como tienen derecho todos los
fallecidos —manifestó la juez, en un tono que no agradó a don José—. Déjennos trabajar
mientras tanto todo el tiempo que sea necesario...
—Ojalá ustedes dedicaran todo el tiempo necesario a evitar crímenes como este —contestó don
José, sin ocultar su mal humor.
Antes de que se tomara declaración judicial a todas las personas relacionadas con la víctima,
empezando por Pedro, el monaguillo, primera persona que vio el cadáver, la policía indagó en la
parroquia sobre la posible existencia de amenazas o enemistades que pudieran arrojar luz sobre
el caso. La respuesta fue que no existían tales amenazas ni enemistades, impropias estas últimas,
tratándose de un servidor de Dios. Ante la insistencia policial sobre los hipotéticos enemigos de
don Isidoro, Heliodoro, el sacristán, contestó que bastaba con ver y leer a algunos periodistas,
pero no acertó a decir un nombre ni un medio concreto.
Cuando Heliodoro lo comentó después con el párroco, don José señaló, firme: “Si me hacen a mí esa pregunta, especialmente esa juez tan interesada porque se entierre dignamente a ‘todos’ los muertos, les responderé que observen lo que hace y dice el presidente del Gobierno y sus
ministras”.
Descargar