El mendigo - Punt de llibre Punt de llibre

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El mendigo
Desde
muy
investigar
los
joven,
no
porqués
me
que
avergüenza
subyacen
confesarlo,
detrás
de
soy
las
dado
cosas
a
en
apariencia simples. Mi familia, más sabia o más práctica, me empujó
a
estudiar
aburridos
derecho
pleitos
y,
y
tras
ejercer
escribiendo
algunos
cientos
años
de
resolviendo
responsa,
gané,
merecidamente o no, el respecto de mi comunidad y lo que es más
importante
un
puesto
remunerado
de
rabino
con
el
que
poder
sostenerme. Por muy insulso que pueda parecer a primera vista mi oficio,
los porqués nunca me han abandonado, todavía hoy me rodean insidiosos y
siempre, aunque sea a través de los senderos más bizarros, logran abrirse
un camino hasta mí. Viene esto a cuenta de un extraño caso en el que me
vi envuelto; un desconocido muerto en una arenosa callejuela cercana a la
mezquita de Djingareyber, en el lejano Timbuctú cuyos hechos, después de
incontables peripecias y tras recorrer sinuosos caminos, llegaron un día
hasta la mesa de mi despacho en forma de paquete. El paquete en cuestión
venía envuelto en cuerdas y contenía un informe escrito en una elegante
caligrafía
árabe.
Decía
que
de
ningún
modo
podía
tratarse
de
un
comerciante o de un navegante y que el anciano, puesto que se trataba de
una persona encorvada ya por el peso de la edad, parecía haber vivido en
una total indigencia, lo cual me entristeció y hasta cierto punto me
sorprendió pues en cualquier parte del mundo, si un miembro de nuestra
comunidad padece aflicción, hambre o esclavitud halla siempre a otro que
se compadece de él y le brinda desinteresadamente su apoyo. Aquel hombre
iba sin equipaje y carecía de documentos que pudieran identificarle. Su
procedencia se determinó gracias a que en la espalda llevaba inscrito un
mensaje, otra sorpresa pues el Talmud prohíbe esa práctica aborrecible
que
se
originó
en
antiguos
cultos
paganos.
El
tatuaje
estaba
en
caracteres hebreos dibujando un mosaico sobre la piel. El idioma era, no
cabía duda, catalán. Decía: “Els profetes no poden ser compresos més que
per els profetes, i els filosofes més que pels filosofes”. El hecho de
que un tombucteño lograra identificar el idioma y, más increíblemente
todavía,
que
las
autoridades
correspondientes
adivinaran
que
la
cita
procedía del filósofo Isaac Albalag, lo que asociaba al difunto de manera
inequívoca
con
nuestra
ciudad
de
Gerona
se
me
antojó
uno
de
esos
inescrutables mensajes con que el Altísimo obsequia en ocasiones a su
pueblo y particularmente a mí, su pecador Nissim Girondi. Los objetos
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personales que nos enviaron los tombucteños incluían unos rollos
bastante
ruinosos
que
resultaron
ser
una
suerte
de
diario.
Desafortunadamente, no estaban hechos de sólida de piel de cordero
sino de papel común. Habían quedado empapados en sangre y después
de rasparlos cuidadosamente tan solo pude rescatar una minúscula
fracción de su contenido. Aun así, constaté varias observaciones
notables. En primer lugar, el
individuo era o
afirmaba
ser
el
propio Albalag, puesto que se atribuía la paternidad del libro
“Sefer Tikun ha—De'ot”, "Estableciendo las Correctas Doctrinas", si
bien lo hacía abominando abiertamente de él. Aquí nuevamente me
recorrió
un
escalofrío,
porque
—por
mucho
que
Albalag,
al
que
conocí en una sesión de cábala tiempo atrás, hubiera sido un gran
viajero; sabía que había recorrido el sur Francia e Italia, y había
visitado
Jerusalem—
no
podía
creer
que
tuviera
razones
que
le
llevaran tan lejos hacia el Sur, por mi parte le hacía en un dorado
exilio en Nantes, rodeado por su familia, la parte de ella que
sobrevivió a la destrucción de su hogar en el Call de Gerona. ¿La
desgracia que abrumó a nuestras aljamas le habría impulsado quizás
a vagabundear por diferentes recovecos del planeta? ¿Buscaba una
iluminación,
quedaba
diario
o
un
recogida
se
continente
sucedáneo
en
desprendía
como
un
de
aquellas
que
iluminación,
pocas
páginas
efectivamente
errabundo
y
que
cuya
casi
había
naturaleza
ilegibles?
transitado
desarrolló
una
no
Del
por
el
especie
de
grotesca degradación del pensamiento místico judío tradicional. En
cuanto al asesinato, pues de un asesinato se trataba; nadie se
hundía tan fuertemente un cuchillo en el pescuezo, se produjo de
madrugada, en una calle angosta y mal iluminada, a manos de dos
personajes según las pesquisas de la guardia, que jamás fueron
identificados
ni
ajusticiados.
Lo
encontraron
dos
soldados
que
vigilaban las inmediaciones de la mezquita, cuando aún agonizaba.
Murió allí, en el suelo, mientras esperaba la llegada de un médico.
El instrumento del delito fue un puñal sacrificial de veintiún
centímetros, once centímetros la hoja, que quedó clavado en su
estómago y que también nos enviaron. Las deducciones concernientes
al caso, eso sí, las dejaron para mí. Ya he dicho que soy un obseso
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de buscar los porqués, así que enseguida imaginé una hipótesis: si
no sería aquel un fatídico encuentro —donde convergen los caminos
que me han traído a mi secreto centro, como diría el poeta Abdullah
ibn Borjei— entre el muerto y dos grandes sacerdotes de alguna
oscura secta filosófica, el homicidio por razones también oscuras —
muy probablemente la protección de un desentrañado secreto y el
sagrado ritual del apuñalamiento. Por supuesto, y así lo reflejé en
mi
responsum
asaltantes
final,
que
acuchillaron
tuvieron
no
para
que
los
se
entendieron
robar
huir
verdaderos
su
bolsa
sin
responsables
con
el
asaltado,
—naturalmente,
tiempo
a
fueron
que
vacía—
recuperar
dos
y
le
luego
el
arma.
Extraoficialmente, gracias al testimonio de los guardias que lo
encontraron
y
a
cierta
capacidad
mía
de
deducción,
o
de
imaginación, pude reconstruir con relativa facilidad el resto de la
historia. El hombre, descreído de los valores tradicionales por las
erróneas enseñanzas de Averroes, —¡hay tantos que yerran por culpa
de un perverso
pastor!—
había
profesión, para perseguir por
abandonado su vida, su país, su
todos los medios la
unión de
la
verdad revelada y aquella que le dictaba su razón. Las amargas
decepciones por los hechos ocurridos en nuestra patria no debieron
de ser ajenos al caso.
Los numerosos saberes
adquiridos
en el
pasado y las muy diversas vías probadas resultaron inútiles. Ni
siquiera la más fecunda entre ellas, el Zohar, y la interpretación
de los libros sagrados a través de las Gematrías, —en el lenguaje
hebreo,
el
más
puro,
Dios
enuncia
su
nombre
en
una
infinita
concatenación de números y caracteres— le trajeron la satisfacción
anhelada. Desgarrado entre dobles verdades irreconciliables,
se
entregó al fracaso y viajó a la deriva por las tierras de África,
uno más entre tantos exiliados. El día de su fin deambulaba por las
calles de Tombuctú, sumido en una agridulce resignación, cuando se
topó con los mencionados asaltantes. Se produjeron los inevitables
gritos,
el
torpe
desencuentro
lingüístico,
la
confusión,
el
forcejeo y un cuchillo que ansioso reclamaba la carne para la que
fue
forjado.
En
aquel
momento
el
sol
iluminó
la
arena
y
los
edificios de Tombuctú. ¿Pudo ser que en ese instante encontrara lo
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que buscaba, la revelación del lugar donde moran las doce tribus
perdidas,
la
ubicación
del
Arca
de
la
Alianza
que
nos
hará
invencibles, esa verdad suprema, el auténtico nombre de Dios? Dios,
reflexioné,
plenitud.
sólo
Ninguna
debe
voz
decir
una
articulada
palabra,
por
él
y
en
puede
esa
ser
palabra
la
inferior
al
universo o menos que la suma del tiempo. Debe comprender todo, el
mundo, el universo entero. ¿Fueron sus asesinos no unos simples
ladrones, que por otra parte no le robaron nada, pues nada podían
robarle, sino miembros de una secta que de un modo contundente
pretendieron
debía
ser
mantener
nunca
escondidas
revelada?
esa
¿Ocurrió
verdad
la
que
ansiada
según
ellos
no
con
la
unión
divinidad? Hay quien ha visto a Dios en el resplandor de una zarza,
hay quien lo ha percibido en el filo de una espada o como círculos
concéntricos. Tal vez lo percibió como una Rueda altísima de fuego,
que cabalga los cielos, que no aparecía delante de sus ojos, ni
detrás, ni a los lados, sino en todas partes a un tiempo, logrando
que todos los opuestos quedaran englobados en un continuo infinito.
Ahí se hallaban las causas y los efectos, y le bastó ver esa Rueda
sin fin para entenderlo todo. ¡Oh dicha de entender, mayor que la
de imaginar o la de sentir! Vio el universo y vio los íntimos
designios del Hacedor. En su creciente charco de sangre tibia Isaac
—al que sus amigos llamábamos cariñosamente Tamak— pensó, no me
cabe duda, que deben existir no una ni dos ni tres verdades sino un
número infinito de verdades idénticas entre sí. Y cuando ya se
moría, declamó una frase del sagrado Libro, llena a la vez de
oscuridad y de luz. Un oficial tombucteño, dotado de una inesperada
erudición, tuvo a bien recoger sus últimas palabras en el informe
oficial. Por esa única frase, que no he querido transcribir pues su
significado profundo debe seguir oculto, reconocí que efectivamente
debía tratarse de mi amigo. No siento lástima por mi amigo. Quien
ha
entrevisto
los
ardientes
designios
del
Señor,
no
puede
angustiarse en minucias como la muerte de un hombre, aunque ese
hombre sea él mismo.
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