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Buenas personas, por Jorge Volpi
Jorge Volpi · Wednesday, December 18th, 2013
Thomas Heiselberg es una buena persona. Alemán empleado en la oficina berlinesa de
una señera firma estadounidense ─una de las pocas que, desoyendo las
recomendaciones del departamento de Estado, mantienen negocios abiertos en
Alemania─, ha preparado estudios que han permitido su consolidación en el mercado.
Como muchos de sus contemporáneos, detesta el antisemitismo ─de hecho, se analiza
con una judía─, considera que los líderes nazis son unos mentecatos que no tardarán
en ser defenestrados e intenta mantenerse al margen de la política. Pero, cuando en
septiembre de 1939 Hitler ordena la invasión de Polonia, Thomas no duda en ofrecer
sus servicios a las autoridades del nuevo Gobierno General. Allí, constatará que sus
eficientes modelos de gestión serán responsables de buen número de muertes, pero ni
así abandonará su encargo.
No muy lejos de allí, en la Unión Soviética ─entonces todavía aliada de Hitler─,
Alexandra Weiesberg también es una buena persona. Hija de un par de intelectuales
judíos, se ha prestado a colaborar con la policía secreta de Stalin con el único fin de
salvar las vidas de sus hermanos. A tal efecto, se ha prestado a delatar al círculo de
sus padres ─y a ellos mismos─, en una disyuntiva que recuerda la vivida por la
protagonista de La decisión de Sophie de William Styron (brillantemente encarnada
por Meryl Streep en la película homónima).
Estas dos figuras, cuyos destinos confluyen trágicamente en Brest poco antes del
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inicio de la operación Barbarroja, son los protagonistas de Las buenas personas (2010)
de Nir Baram, la primera novela israelí que se atreve a abordar el Holocausto. Sólo
que, a diferencia de lo que ocurre en buena parte de la ingente cantidad de libros y
películas sobre el tema, Baram no ha querido regodearse en las atrocidades de los
verdugos o en los actos de heroísmo o supervivencia de las víctimas, sino en esa zona
gris ─para usar el término de Primo Levi─ habitada por quienes, con su pasividad o su
silencio contribuyeron a que ocurrieran algunos de los mayores crímenes de la
historia.
Como toda gran novela histórica, el mayor mérito
de Las buenas personas radica en su capacidad para
hablarnos del presente, más que del pasado. Porque
esas buenas personas que toleraron la carnicería nazi
son las mismas que luego prefirieron no escuchar las
noticias que alertaban sobre los genocidios de Camboya
o la antigua Yugoslavia, de Ruanda o Darfur. Porque
esas buenas personas siguen aquí, indiferentes a los
horrores que se cometen a unos pasos. Porque esas
buenas personas somos nosotros. Para constatarlo,
basta leer otra deslumbrante novela política, en este
caso mexicana: La fila india (2013) de Antonio Ortuño.
Hace unos días, mientras el taxista me llevaba del aeropuerto de Guadalajara rumbo a
mi hotel, me tocó observar, al lado de las vías del tren, las filas de inmigrantes
centroamericanos que, obligados por una razón u otra a descender de La Bestia ─el
infame tren que los conduce desde la frontera sur hasta la frontera norte─, mendigan
un trabajo a poca distancia de las instalaciones en donde se celebra la Feria del Libro.
Días después, me topé esa misma escena en La fila india, el perturbador relato sobre
las atrocidades que se suman a diario contra guatemaltecos, hondureños,
salvadoreños o nicaragüenses mientras nosotros, idénticos a los pulcros burgueses de
Múnich o de Hamburgo, cerramos los ojos.
A partir del incendio de un centro para refugiados en Santa Rita, Sta. Rita ─cualquier
ciudad en nuestra frontera sur─, esta obra que combina las virtudes de la fábula moral
y del panfleto acusatorio narra las pesquisas de Irma, una investigadora de la
Comisión Nacional de Migración, y su descubrimiento de la complicidad de su propio
instituto ─y de todo el país─ con la explotación y el homicidio de cientos de
inmigrantes centroamericanos. Yeni, la única sobreviviente de la masacre, encarna a
todos esos Otros que pululan por nuestras calles y que son cotidianamente
maltratados, vejados, violados y asesinados sin que nosotros, tan buenos y tan
genuinamente preocupados por los derechos humanos, hagamos nada para frenarlo.
Como advierte el propio Ortuño: “No hay santuario para ellos en este país. Lloramos a
nuestros muertos mientras asesinamos y arrojamos a las zanjas a legiones de
extranjeros, y lo hacemos sin despeinarnos ni parpadear”. Somos, en sus palabras, “un
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país de víctimas con garras de tigre”.
Un país de buenas personas.
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on Wednesday, December 18th, 2013 at 6:00 am and is filed under Artes
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