Ópera en Alemania

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Ópera en Alemania
Escena de Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny
Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny
en Berlín
Junio 8. Nacida en una época de turbulencia en Alemania luego
del Armisticio que cesó hostilidades (la guerra continuó en 1939),
Mahagonny tiene sus raíces en una Alemania que por primera vez
ejercía el voto. No hay que olvidar que las raíces democráticas de
este país son muy recientes y no están acostumbrados a gobernarse
a sí mismos en esta forma que parece tan natural a Inglaterra, que
posee sus raíces bien profundas y arraigadas. La República de
Weimar nació como una esperanza dentro de un clima lleno de
premoniciones y temores. Rosa Luxembourg y Karl Liebknecht
serían ejecutados en 1919 en Berlín, la misma ciudad adonde
muchos artistas de toda clase eran atraídos de toda Europa,
especialmente del Este. La obra de Kurt Weill y Bertold Brecht es,
como ellos mismos comentaran, una antiópera para aquellos que
les gusta el género, y por fundamento es anticapitalista.
¿Cómo nace y para qué esa ciudad utópica llamada Mahagonny?
Nace de la necesidad y no del idealismo. El camioncito que llevaba
a los fugitivos Leokadja, Moisés, Trinidad y el Contador se ha
descompuesto. No pueden seguir escapando de la ley. Pero al
haber tomado un camino hacia el noroeste de los Estados Unidos
se encuentran cerca de la costa y por esa ruta transitan los que han
hechos sus fortunas con el oro de Alaska. Mahagonny nace como
un lugar donde estos hombres y mujeres se encuentran a beber,
a olvidar sus fatigas y frustraciones y donde reina el dinero y la
bebida es barata. El no poseerlo es un crimen que lleva, como en el
caso de Jimmy el leñador, a la pena de muerte. Ni siquiera su mejor
amigo Billy le presta $100 para su defensa: “Somos amigos, pero
el dinero es otra cosa”.
Es una obra que, a pesar de dar señales de tener lugar en ese país
libre llamado Estados Unidos, tiene sus raíces en otro terreno,
Berlín. Esa es la Mahagonny de Brecht, y esa es la ciudad que
esperaba riquezas que se desbordarían por toda Alemania, pero en
septiembre-octubre 2014
su lugar se hundió como los sueños de aquellos pocos que querían
algo más, mientras el resto sólo quería vivir por el momento sin
importarle las consecuencias.
Luego de que Otto Klemperer cancelara la premiere en el Teatro
Kroll de Berlín en 1929, la premiere tuvo lugar en Leipzig en
1930, y los diarios de derecha de inmediato amenazaron a los
dos autores: “Tienen los días contados…” Esa era la atmósfera
en Alemania en total caos económico. En 1933 Hitler asumiría el
poder, en 1935 Kurt Weill y su esposa Lotte Lenya emigraban a los
Estados Unidos. En 1939 resumía la guerra, con un nuevo nombre,
la Segunda Guerra Mundial. En su nuevo país, Weill también
asumiría una posición crítica a esa sociedad con obras como Street
Scene.
Esta nueva producción presentada en la Staatsoper Unter den
Linden está libre de conceptos: es casi tal cual está escrita, en
forma difusa y misteriosa. Los personajes llegan a esa tierra
prometida vestidos como caricaturas y son tratados como tales; el
resto atraviesa el escenario a la espera de algo que nunca sucederá,
excepto su propia destrucción. La fundación de Mahagonny tiene
escrita su caída desde el comienzo. Dentro de este ambiente
decadente y de perdedores hay lugar para cierto grado de contacto
humano, como en el caso de Jenny, cantada con dulzura y tristeza
al mismo tiempo por Evelyn Novak y Jim Mahoney, el leñador,
cantado con voz robusta y actuado en forma inocente por Michael
König.
Pero la persona que domina la escena es Leokadja Begbick,
cantada a la perfección por Gabrielle Schnaut, muy recordada
y admirada en su época como una excelente Isolda y Brunhilda.
Schnaut hizo de Leokadja un rol archipoderoso, una especie de
heraldo de algo mejor por venir que nunca llega. EL resto del
abundante elenco satisfizo enormemente, cada personaje marcado
admirablemente en la mejor tradición de cabaret berlinés.
pro ópera Simon Keenlyside y Anna Netrebko en Macbeth
Foto: Wilfried Hösl
La régie de Vincent Boussard con refinados y minimalistas pero
expresivos decorados de Christian Lacroix dieron relieve a
una obra que para ser realmente entendida como está concebida
necesita que el espectador se traslade a esa época olvidándose del
presente. Wayne Marshall dirigió una reducida pero excelente
Staatskapelle imprimiendo un sabor especial, único de Weill,
lleno de sarcasmo y ternura en forma contradictoria. Magnífico
espectáculo para aquellos interesados en profundizar en la política
socioeconómica de la República de Weimar.
por Eduardo Benarroch
Macbeth en Múnich
Se sabe que en el Festival de verano de Múnich no hay, salvo
una, nuevas producciones. Macbeth retomaba la de 2008 de
Martin Kusej no muy bien recibida entonces y con toda razón.
Incoherente, complicada, abstrusa, involuntariamente ridícula, es
un trabajo aún peor que el de su más que cuestionable Forza del
destino. He visto a Simon Keenlyside en otras dos oportunidades,
una particularmente atroz en Viena, pero nunca pareció tan poco
cómodo como aquí. No debía de encontrarse en plena posesión
de sus grandes facultades por algunos gestos, un par de graves
raspados y una notable falta de volumen en las dos grandes escenas
de conjunto que no se percibió en el resto de la obra, cantada con
su habitual maestría.
El debut de Anna Netrebko en la parte de la Lady fue, por
pro ópera
supuesto, un éxito, pero la voz no resulta aún lo suficientemente
oscura aunque tira de sus relevantes capacidades técnicas para
paliar el problema (alguno ha criticado que la voz suena demasiado
bella. No seré yo el que se queje de eso). Salvo el Re bemol final,
no muy brillante, fue un placer ver su seguridad en el agudo y las
agilidades, y su dominio del texto.
Ildar Abdrazakov, sin esforzarse demasiado como actor (tampoco
valía la pena), dio un excelente Banquo, aunque algo escaso en
el grave. Lo mismo puede decirse de Joseph Calleja en Macduff
(aunque su extremo agudo esté siempre viciado de un vibratello
algo molesto). Dean Power fue un Malcolm demasiado liviano
para la parte y los demás no pasaron de la medianía. El coro se
vio penalizado por tener que cantar a veces arriba, a veces abajo
o fuera de la escena (brujas, mensajeros) y sólo logró demostrar
sus reales posibilidades en el acto final, y sobre todo en la última
escena (que lamentablemente no incluyó el breve monólogo de
Macbeth agonizante).
La orquesta es magnífica, pero la dirección de Paolo Carignani
resultó sólo de trámite, resuelta con oficio, algo de velocidad y
mucho de decibelios que no facilitaron la labor a nadie (salvo a
la poderosa Netrebko en el agudo). Entradas agotadas, verdadera
caza a las de última hora, precios elevadísimos, y aplausos
algo contenidos durante la velada pero enfebrecidos al final, en
particular para los dos protagonistas. o
por Jorge Binaghi
septiembre-octubre 2014
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