Reseñas de Covadonga (III).

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Francisco José Rozada Martínez
Reseñas de Covadonga (III)
Mencionábamos en la reseña anterior a Felipe IV como padre natural del obispo de
Oviedo, Alonso Antonio de San Martín (al igual que tuvo entre 20 y 35 hijos bastardos
más, sumados a los 12 legítimos, aunque solo dejó un heredero varón, el enfermizo Carlos
II, “el Hechizado”). Fue Felipe IV quien reemplazó la comunidad benedictina que tuvo el
santuario de Covadonga, creando el Colegio Secular de Canónigos Agustinos. Creció el
número de canónigos y se les aumentaron sus dotaciones económicas, pero se les obligó
a vivir en Covadonga, pues habitualmente lo hacían en La Riera. El rey se quedó para sí
una de estas canonjías a la que se llamaba “canonicato manco”. La abadía tenía 3.000
ducados de rentas y los cinco canónigos percibían 800 ducados. Cuenta Pascual Madoz
que en este tiempo se levantaron once casas, seis para canónigos, cuatro para
dependientes de la iglesia y una para los peregrinos. El mesón se dedicó para albergue y
casa de comidas de romeros, pues utilizaban como tal la colegiata, a la que muchas veces
se la conocía como casa de novenas. En 1681 el cabildo se escandalizaba de que los
devotos que visitaban la iglesia de la cueva, “llevados por la devoción que tienen con la
Santa Imagen, con los fierros de los bordones rompen y quiebran piedras de la peña”. Los
bordones eran los palos -más altos que una persona- con punta de hierro, y esas
pequeñas piedras las llevaban como devoto recuerdo, a modo de amuleto.
Un extraño suceso ocurrió en la Cueva el 24 de septiembre de 1783. Mientras se construía
en la misma un nuevo voladizo en madera, la imagen de la Santina (regalada por el
cabildo ovetense tras el incendio del 17 de octubre de 1777, en el que desapareció la que
había) fue depositada en la iglesia de la cercana Colegiata de San Fernando. Según el
muy acreditado escritor, catedrático y cronista asturiano Fermín Canella (1849-1924) la
imagen “apareció” en la cueva en extrañas circunstancias en la madrugada de aquel 24 de
septiembre. Se abrieron diligencias para averiguar cómo había llegado hasta allí, y en el
expediente incoado se descubrió que había sido el sacristán quien había realizado el
traslado, pues el infeliz quiso de alguna forma emular aquella remota tradición popular
según la cual habían sido los propios ángeles los que transportaban de noche las maderas
y materiales para el que -durante siglos- llamaron el “templo del milagro”. Como es bien
conocido, el templo cerraba toda la cueva al exterior a modo de monasterio, dividido en
dos pisos, con sus ventanas, roldana para subir agua del pozo, etc. El cuadro al óleo de
Francisco Reyter -que reproduce el dibujo de A. Miranda, en 1759- recoge lo antes
descrito, además de la fuente, el molino, la casa de los músicos, el viejo puente de piedra
y otros de madera, no faltando los supuestos ángeles con sus materiales para construir el
templo.
Y ¿qué fue del sacristán? Pues por simular el “milagro” fue condenado, y acabó sus días
remando en las galeras del rey, “purgando su falsedad”, añade Canella. Nos preguntamos
¿embarcaría al año siguiente (1784) en alguno de aquellos navíos de 64 cañones?,
¿conocería Nápoles, Malta, Argel o siquiera Lisboa? Imaginarlo de galeote, bogando con
otros cuatro condenados en el remo que se le hubiese asignado, nos apena y nos hace
pensar en su desgracia, en su familia y en Aquella a la que antes había servido en
Covadonga (representada en la misma imagen que hoy se conserva y que había llegado
apenas seis años antes al lugar). Porque la Santina habría perdonado la impostura del
sacristán, como cualquier madre haría con un hijo, por muy desgraciado que éste fuese.
En galeras murió el infeliz, y la historia de su vida seguro que daría para una apasionante
novela…
Y hablando de cañones no olvidaremos en estas reseñas la popular y tradicional
costumbre de las “salvas”, típicas de las grandes solemnidades de Covadonga, las cuales
tomaban el monte Auseva como “cañón pedrero”, haciendo correr la pólvora con gran
estrépito. El principal artífice de la nueva Covadonga posterior a la guerra civil, don Luis
Menéndez Pidal (1896- 1975) recordaba haber visto alguna vez con gran espanto, durante
Cronista oficial de Parres
Francisco José Rozada Martínez
las procesiones en honor de la que durante siglos fue conocida como Virgen de las
Batallas, trozos de roca del Auseva proyectados sobre el horizonte al ser lanzados al
espacio por la acción de las atronadoras descargas. De hecho, hasta 1936 se conservaron
en la colegiata dos pequeños cañones de bronce –parece ser que británicos- con sus
cureñas de cuatro ruedas, que eran utilizados para lanzar salvas desde la explanada,
colocados entre las almenas de su cerramiento y mirando al monte Priena y la cuesta
Ginés. Afortunadamente no se ha perdido del todo esta tradición -adaptada a nuestros
días- y durante la procesión de cada 8 de septiembre con la imagen de la Patrona de
Asturias, entre la basílica y la cueva, el disparo de numerosos y potentes cohetes evoca
esos tiempos pasados. Esto tiene lugar ahora desde la explanada, pues hasta no hace
tantos años se lanzaban desde las inmediaciones de la ahora injustamente “dormida
campanona”, hasta que se provocó un incendio en la arboleda del Auseva en tan señalada
fecha, como muchos recordamos porque estábamos presentes.
Francisco José Rozada Martínez
Arriondas
Covadonga en la primera mitad del siglo XX
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Francisco José Rozada Martínez
La imagen del siglo XVIII sin vestiduras.
La Santina en Arriondas al regreso de París
(4 y 5 de julio de 1939).
Óleo de Francisco Reyter (1776), un año antes del incendio.
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Francisco José Rozada Martínez
Procesión en Covadonga, de Jenaro Pérez Villaamil (1850).
Rostro de La Santina antes de su restauración.
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