Poseídos por la verdad ARTE ADOLFO CASTAÑO rte moderno o arte de reacción —no reaccionario— frente a un mundo que por sus convulsiones ya no se podía describir? ¿La serenidad se encuentra en las calmas de Piet Mondrian (18721944) o en el espacio tumultuoso de Wassili Kandinsky (1866-1944)?. Los recorridos de ambos artistas tienen muchos puntos coincidentes, no sólo por las fuertes temperaturas del ámbito exterior, sino también en su urdimbre humana, urdimbre que creemos sustancial para realizar cualquier tarea; la síntesis personal que desemboca en su verdad; la verdad que impulsa el quehacer primero a través de la experiencia inmediata con el medio, y atravesando su corteza, advertida e inadvertidamente a la vez, va modificando un quehacer decidido y llevado a cabo, no sólo artísticamente sino también —y esto es muy importante— éticamente. Porque hay dos éticas —por eso dos teorías, dos filosofías del arte— en los trabajos de Mondrian y Kandinsky. Los dos reinos son tan compatibles que se unen en el horizonte de la belleza, una belleza no acostumbrada, insólita, ajena aparentemente a la tradición y, sin embargo, radicada en la virtud más importante de la misma: significar con formas y colores. Belleza difusiva, transmitible, porque ambos construyen un arte generativo, un A «Otro fenómeno reciente de la escena catalana, como es la afloración y/o afianzamiento de las salas de pequeño formato, ha permitido que los jóvenes(y no tan jóvenes) autores puedan estrenar con cierta regularidad.» TEATRO arte que quienes les siguen pueden continuar y hacerle progresar, «oráneo. partiendo de sus hallazgos que no despreciaban lo real, «Otr« Hablar del edificio sería algo anecdótico si no se diera el caso de que se trata de una de las escasas infraestructuras que han sido alentadas desde la Administración —en este caso la Diputación de sino simplemente lo excedían para encontrar un espacio habitable para ellos y, por tanto, para el hombre. Generadores igualmente de una pedagogía directa, no delegada en otros, que conlleva lo definitivo de una quema de las naves, una declaración sin vuelta atrás. Insistir en la presencia de estos dos pioneros entre nosotros nunca es ocioso, no lo es regresar a la base de un impulso, re-visitar lo auténtico. Igualmente se hacen notar por sus verdades particulares las imágenes de Pedro Castrortega, José Manuel Ciria y Antón La-mazares, fundidas en un título cobijador, «Gesto y Orden». El triunvirato artístico que resulta es curioso; como todo triunvirato se disuelve en la libertad de cada magistrado, en el objetivo independiente de sus acciones humanas y plásticas, y, no obstante, la diversidad produce un sabor armónico, sin alcanzar en ningún caso la patente de grupo. Hay que resaltar lo idóneo del espacio donde se produce la muestra, el montaje perfectamente adecuado a la calidad y a las dimensiones de las obras. Leyendo la exposición a la manera occidental, de izquierda a derecha, nos encontramos con un Pedro Castrortega (1956) astutamente reflexivo —y lo de astuto lo escribimos como virtud, no como pecado—. Su lucidez crece de día en día, ha evolucionado con una seguridad sorprendente desde el Castrortega que era en 1984, hasta el de hoy, que combate para encontrar su orden en la reflexión que depura la sensación, la vivencia, para hacerla, para con vertirla en formas, signos y colores altamente inteligibles. Castrortega pasa su personalidad a sus trabajos, incluso cuando usa elementos cercanos al lenguaje común pictórico. Semejante solidez hace que le respetemos continuamente. Más lírico, entendiendo este término en el sentido de que sobre el soporte se liberan estructuras más radicadas en la intuición, por tanto más fluctuantes, se nos presenta José Manuel Ciria (1960). En su pintura, más ensimismada, más mágica, encontramos unos anclajes verticales, con intención áurea por una parte y por otra distanciadora, que unas veces se funden con lo fluctuan-te, se sobreimprimen pero se integran, y otras permanecen distanciadas, rehusando el contacto con el magma pictórico. La pintura «Castrortega pasa su personalidad a sus trabajos, incluso cuando usa elementos cercanos al lenguaje común pictórico. Semejante solidez hace que le respetemos continuamente.» de Ciria es para ver y sentir; descubre en sus formas, con frecuencia primigenias, más de un dato sobre el entusiasmo secreto que le produce construir un mundo, mundo doloroso que se abre con frecuencia a la noche. Sin duda, nos importa la obra de Antón Lamazares (1954), siempre nos ha importado su fuerza a la que no ha vencido nunca su inteligencia ni su sabiduría. Lamazares pega artísticamente donde menos se espera, aunque sus diferentes golpes han creado un estilo «lamazariano». Constantemente se juega la vida a cara o cruz, a todo o nada, como un protagonista de la acción más trepidante, y como él sale ileso de todas su aventuras. Para su trabajo utiliza materiales — cartón y madera— que viven por sus manos y su voluntad otra de sus posibles reencarnaciones, y ellos y el color invocan al fuego que puede venir, a lo vegetal que aún pervive en su encarnadura, a la savia trastornada, a la tierra nutricia, a la tierra sustentadora. Lamazares los pone en pie, los alza de nuevo, elevando, cosiendo, uniendo un costado con otro, una cara con otra de esos seres. Así construye tableros, pizarras que ilustran niños invisibles o él mismo escribe su niñez en ellos. Creemos que esta vez se ha superado a sí mismo, al sí mismo de hace un año. Su trato con el objeto, con los materiales, con el color, su empleo del espacio, del signo, del gesto, son tan verdaderos que él mismo se ha convertido en elemento de su propia obra.