Apuntes sobre José de Ciria y Escalante y las memorias del

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ENCUENTROS EN VERINES 2010
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Apuntes sobre José de Ciria y Escalante y las memorias del futbolista
Zarzamora
Juan Antonio González Fuentes
Desde el punto de vista de la Historia como ciencia, el final de la
Primera Guerra Mundial supuso, entre otras muchas cosas, la desaparición
efectiva de todo un mundo. Me refiero a la Europa surgida de la adición de
distintas revoluciones, casi en cadena, que tuvieron lugar desde finales del
siglo XVIII y todo el XIX; a la Europa del colonialismo de raíz capitalista; a la
Europa de los grandes imperios comerciales e industriales. El Tratado de
Versalles, el de Sevres, y la revolución en Rusia, supusieron la liquidación
efectiva de ese mundo mencionado, su transformación incluso física
plasmada en la quiebra de imperios como el alemán, el austrohúngaro, el
turco o el ruso, y el consiguiente nacimiento de nuevos países, de una nueva
geografía europea.
Nuevas realidades se abrían camino a velocidad de crucero en los
comienzos del siglo XX, y esas nuevas realidades necesitaban expresarse
en un lenguaje también nuevo, en un lenguaje a la vanguardia, es decir,
adelantado al lenguaje ya trillado, oficial, normalizado y caduco del mundo
fenecido. Los senderos por los que discurrió la búsqueda de esos novedosos
lenguajes, imprescindibles para materializar y verbalizar las realidades en
eclosión, fueron muchos, y a casi todos se les denominó con un término
acabado en ismo: cubismo, ultraísmo, creacionismo, surrealismo, dadaísmo,
futurismo, fauvismo…Todos estos ismos, integrados más o menos a gusto
en el genérico Vanguardismo, pretendían a través de la renovación del
lenguaje artístico-literario la superación, cuando no directamente la
destrucción, de las categorías éticas y epistemológicas heredadas, y su
sustitución por nuevas formas de concebir la “novedosa realidad” o bien por
medio de una subjetividad radicalizada, o bien de una objetividad hermanada
con el cientifismo entonces más en boga.
Este espíritu innovador, y sus más recientes ideas, encontró en las
grandes ciudades europeas un hábitat adecuado para su mejor recepción y
desarrollo, pero puede decirse que, de algún modo u otro, llegó a
prácticamente todos los rincones del viejo continente, incluso a la periferia
de un país periférico como España. Sí, me refiero, por ejemplo, a Santander,
ciudad levítica y pequeño burguesa no muy proclive, en un principio, a ser
receptáculo generoso y abierto a ningún tipo de experimentalismo ni artístico
ni literario.
A esta ciudad, la suya de nacimiento, llegó el joven poeta Gerardo
Diego para proclamar públicamente en el Ateneo la buena nueva
vanguardista aprendida por él en París. Fue el 15 de noviembre de 1919
cuando Gerardo pronunció la conferencia titulada La poesía nueva,
generando a continuación un significativo número de controvertidos artículos
en los periódicos locales, y varias sesiones ateneístas en las que se discutió
con vehemencia sobre las renovaciones poéticas y artísticas que proponían
las vanguardias, y más concretamente el Ultraísmo de primera hora, el de
Guillermo de Torre o Pedro Garfias, por ejemplo. A la conferencia gerardiana
asistió expectante un chaval de apenas 16 años. Su nombre era José de
Ciria y Escalante, y la explosiva sesión en el Ateneo supuso para él un antes
y un después en su relación con la poesía. Y eso que el entusiasmo
vanguardista del autor de El romancero de la novia no le era desconocido al
chiquillo Pepín Ciria, pues en su libro de 1950 sobre este poeta, Leopoldo
Rodríguez Alcalde cuenta que a lo largo de 1919 Diego y Ciria pasearon
mucho desde el centro de la ciudad hacia las santanderinas playas de El
Sardinero, y que durante esas caminatas casi el único tema de conversación
entre los ellos era la renovación poética que prendía por toda Europa y los
ejemplos al respecto de Max Jacob y Apollinaire.
José de Ciria y Escalante nació en Santander el 28 de septiembre de
1903 (aunque en algún trabajo se dice que fue en noviembre del mismo
año), y murió en el madrileño Hotel Palace la noche del 4 de junio de 1924,
camino por tanto de cumplir tan solo veintiún años. Los escritores y críticos
que con mayor extensión se han ocupado de su vida y obra han sido
Leopoldo Rodríguez Alcalde (1950) y Francisco Javier Díez de Revenga
(2004). A la aproximación de Rodríguez Alcalde (cuyo hermanastro había
sido íntimo de Ciria) debemos el más completo perfil biográfico del poeta
ultraísta realizado hasta la fecha, y la conformación básica, aún todavía
abierta, de lo que se considera toda su obra literaria: un muy reducido
número de breves poemas (casi todos de carácter ultraísta); dos poemas
traducidos de Apollinaire; y diecisiete textos en prosa (artículos, críticas
teatrales, versiones de cuentos ajenos…) de muy diferente interés y calidad.
En conjunto un puñado de trabajos cuyo contenido fue escrito por José de
Ciria entre los quince y los veinte años de edad (1919-1924), y que vio la luz
únicamente en publicaciones periódicas como La Atalaya de Santander, el
Suplemento Literario de La Verdad de Murcia, y en las revistas ultraístas
Reflector, Ultra y Grecia. Ciria jamás tuvo en sus manos un libro con su
nombre en la cubierta. Tras su muerte en 1924, algunos amigos del poeta
(Lorca, Gerardo, Guillén, Buñuel, Max Aub, Salinas, Juan Ramón, Gómez de
la Serna, Juan Larrea, Antonio Espina, Gutiérrez Solana, Pancho Cossío…)
contribuyeron a la edición de una plaquette de homenaje al amigo muerto
que recogía prácticamente toda su exigua producción poética.
Para su edición de la obra de Ciria, Leopoldo Rodríguez Alcalde
seleccionó los poemas recogidos en la mencionada plaquette, y añadió el
preliminar escrito por el poeta para el único número de la revista Reflector
(diciembre de 1920), más los trabajos en la prensa local que fue
encontrando durante sus eruditas pesquisas. De esta manera conformó
Rodríguez Alcalde el corpus literario del desaparecido escritor, y lo ofreció a
los lectores en su edición de 1950, dejando abierta la posibilidad, eso sí, de
que dicho corpus pudiera ampliarse algún día sumándole tal vez algunos
textos perdidos en publicaciones periódicas, en todo caso
A mi modo de ver, la edición del profesor Díez de Revenga del 2004
enriquece sensiblemente la primera de Rodríguez Alcalde mediante la
incorporación de una abundante bibliografía sobre Ciria (la más completa sin
duda a día de hoy), la cuidadosa datación y referencia del origen de los
textos poéticos (a todas luces los más interesantes del conjunto de la obra
del santanderino), el subrayado de algunas variantes en determinados
poemas, una breve pero atinada reflexión sobre la verdadera importancia de
la revista ultra Reflector, y, finalmente, unas páginas ilustrativas en torno a la
relación García Lorca-José de Ciria y a la escritura del soneto del primero
titulado “En la muerte de José de Ciria y Escalante”.
Ya ha quedado dicho que Ciria y Escalante no llegó a cumplir los
veintiún años de edad. Es obvio que vida tan breve es muy difícil que ofrezca
muchos hitos relevantes, y el caso que nos ocupa no es una excepción en
este sentido. El padre del poeta, José de Ciria y Pont, funcionario de
Hacienda llegado Santander a fines del siglo XIX, se hizo rico gracias a un
negocio de carbones que si bien fue desde un principio próspero, el
comienzo de la Primera Guerra Mundial hizo de una rentabilidad
espectacular, lo que al poco se materializó en un nivel de vida bastante más
que desahogado.
Para no alargarnos demasiado en el relato, sólo diré que Ciria vivió el
tiempo de su infancia y adolescencia con holgura material, y lo hizo en un
Santander que aspiraba a situarse dentro de la escena nacional con ciertos
aires de solvencia cosmopolita y de empuje industrial y comercial. Rodríguez
Alcalde señala que José de Ciria participó en la “vida elegante” del
Santander en el que el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia pasaban
sus regios veraneos y la zona de El Sardinero vivía su primera gran
expansión urbana; la ciudad a la que entonces llegaba el cinematógrafo, el
teléfono, los primeros vuelos aéreos, el tranvía eléctrico, los baños de ola,
las regatas de balandros…; en la que nacieron el Gran Casino, el Hotel Real,
el Palacio de la Magdalena, el club de Tenis, el hipódromo de Bellavista, el
nuevo Club Marítimo, el Racing F. C, la Biblioteca de Menéndez Pelayo, el
Teatro Pereda, el Ateneo, la nueva sede central del Banco de Santander…
En 1913 Ciria inició los estudios de bachillerato en el Instituto de
Santander, el mismo en el que en su día ingresaron, por ejemplo, Marcelino
Menéndez Pelayo, José María de Pereda o Gerardo Diego. Con doce años
se hizo socio del recién fundado Ateneo, lo que unido a su conocida afición
por el teatro, delata precoces intereses culturales. A punto de terminar el
bachillerato, en 1919, comenzó a colaborar en La Atalaya (1893-1927),
diario en el que entre otros ya colaboraba el poeta José del Río Sáinz, una
de las primeras y más significativas influencias literarias que tuvo el
jovencísimo Ciria.
En 1919 Ciria marchó a Madrid, donde sus padres habían decidido
pasar los inviernos. La familia al completó se instaló en el Hotel Palace,
establecimiento en el que los padres del poeta permanecieron hasta
pasados varios años después de la muerte de su hijo. Ciria se matriculó en
Derecho como alumno libre en la Universidad de Oviedo, y al parecer
también se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Central madrileña. Rodríguez Alcalde asegura en su trabajo que nunca supo
bien quién introdujo al santanderino en los ambientes intelectuales de la
capital de España, aunque lo cierto es que al cabo de pocos meses Ciria se
movía como pez en el agua en el Ateneo madrileño (del que llegó a ser
Secretario de la Sección de Literatura), en la tertulia de Gómez de la Serna
en el café de Pombo, o en la Residencia de Estudiantes, donde entre otros
conoció a Buñuel, Moreno Villa, Dalí, y al poeta Federico García Lorca, del
que se hizo íntimo.
Los años madrileños fueron también los del abrazo decidido a los
postulados del Ultraísmo conocido en Santander. Ciria, dejando a un lado
sus leves escarceos como poeta simbolista y modernista de raíz rubeniana,
escribió poemas ultraístas haciendo gala de “fresca sensibilidad” y de “la
buena puntería de un cazador lírico”, utilizando palabras de Guillermo de
Torre. Sumergido de lleno en el único movimiento literario de vanguardia
genuinamente hispánico, Ciria frecuentó a los ultraístas (Gerardo, CansinosAssens, Barradas, Guillermo de Torre, Lasso de la Vega, Juan Larrea…),
participó en célebres “recitales ultra” como el la “la Parisina” y publicó
poemas en algunas de las revistas más sólidas del efímero movimiento,
Ultra y Grecia. Además de sus propios poemas, la aportación más
interesante de Ciria a la vanguardia literaria española de entreguerras fue la
edición de la revista Reflector.
El único número de la publicación apareció en diciembre 1920 con Ciria
en el papel de director y Guillermo de Torre en el de secretario de redacción.
Nada diré aquí de las “intenciones” con las que nació la revista, pues quedan
perfectamente expresadas en el editorial o manifiesto de la misma que
incluimos entre las prosas de nuestro autor en este libro. Díez de Revenga
recuerda que la revista estaba editada en cuarto mayor (37 x 24), tenía sólo
24 páginas, cuatro de ellas destinadas a la publicidad (coches, editoriales,
seguros…), y se imprimió en Madrid (Gráficas de Ambos Mundos, calle
Divino Pastor, 10). La edición de Reflector fue pagada por el padre de Ciria.
La suscripción por un año era costosa, 12 pesetas, e irónicamente se
aseguraba que la tirada era de al menos diez mil ejemplares.
En Reflector, Arte, Literatura, Ciencia, publicaron Juan Ramón, Gerardo
Diego, Guillermo de Torre, Ramón Gómez de la Serna, Adolfo Salazar,
Francisco Vighi, Jorge Luis Borges, Adriano del Valle, Philippe Soupault,
Paul Eluard, o el propio Ciria…, y las ilustraciones eran de Barradas, autor
del diseño del título de la revista, y Norah Borges, hermana del poeta
argentino y futura mujer de Guillermo de Torre. El tipo de colaboradores
refleja la apuesta de los responsables de Reflector por la calidad literaria, el
deseo de establecer contactos con el exterior, y el de mantener una cierta
convivencia entre las tendencias novedosas de los más jóvenes y las
aportaciones selectas provenientes de estéticas antecesoras.
Por último, el único número que vio la luz de Reflector incluía una lista
de los que se pretendían futuros colaboradores de la publicación, y su mero
enunciado es ya de por sí toda una declaración de intenciones: Louis
Aragon, André Breton, Blaise Cendrars, Marinetti, Giovanni Papini, Francis
Picabia, Ezra Pound…, entre los muchos que se citan.
Hemos de deducir que no se editaron más números de Reflector
porque el padre de Ciria no estuvo dispuesto a seguir sufragando la aventura
literaria de su hijo. Pero es posible que factores de otro tipo influyeran en el
asunto, y es que tanto Rodríguez Alcalde como Díez de Revenga insisten en
que sobre todo a partir de 1922 la vocación literaria de Ciria se distanció de
la vanguardia y comenzó a recorrer sendas más convencionales.
En el verano de 1923 Ciria recibe en Santander la visita de su amigo
Melchor Fernández Almagro, con el que viaja a las montañas de Tudanca,
más concretamente a la casona de José María de Cossío, donde coinciden
con Miguel de Unamuno. En julio de mismo año Ciria colabora en un curioso
proyecto literario del periódico La Atalaya: publicar por entregas una novela
de treinta capítulos, cada uno escrito por un periodista o escritor vinculado a
Cantabria. Entre los colaboradores estaban, además de nuestro poeta,
Víctor de la Serna, Jesús Cancio, J. Mª de Cossío o José del Río Sáinz. La
novela, de la que solamente se publicaron los primeros seis capítulos,
llevaba por título Memorias del futbolista Zarzamora, y Ciria se encargó de
redactar el tercero.
El último año de vida de José de Ciria y Escalante transcurre sin
aparentes sobresaltos. Rodríguez Alcalde nos dice que el poeta estudiaba
las asignaturas que le faltaban para finalizar sus estudios universitarios,
preparaba una edición comentada de Iriarte y un estudio sobre Alberto Lista,
y proseguía sus relaciones con el mundo de la intelectualidad literaria
santanderina y madrileña. Pero como ya se dijo más arriba, todo terminó de
forma inesperada y fulminante en Madrid la noche del 4 de junio de 1924 en
una habitación del Hotel Palace, cuando el tifus acabó con la vida del
jovencísimo poeta, uno de los más secretos y singulares del ultraísmo
español.
A continuación reproduzco la incursión de Ciria en la literatura sobre
deporte española. Se trata del ya aludido capitulo tercero de la novela
conjunta e inacabada Memorias del futbolista Zarzamora.
“Desde el momento mismo que pisé la estación de la nobilísima,
heroica y deportiva ciudad castellana, caí bajo la jurisdicción de mister
Harris, entrenador del Robustick-Club, un inglés de pelo rubio azafranado y
vivísimos ojos azules, en cuyo semblante dulce y sonriente no se podía
adivinar el inflexible rigor y la energía extraordinaria que en el cometido de
su trascendental misión empleaba.
- Bien venido, muchacho -dijo, estrechándome la mano con efusión,
apenas descendí del tren, y en un acento imposible de reproducir, que más
le denunciaba por vecino de Baracaldo o de sus alrededores que por hijo de
la Gran Bretaña-. Me han dado los mejores informes de ti y me produce una
satisfacción vivísima que vengas a reforzar el equipo confiando en mi
dirección. Supongo que estarás dispuesto a consolidar tu fama de gran
jugador, ¿no es verdad, Zarzita. Ahora, en estos días que faltan para el
partido, es imprescindible un entrenamiento metódico y constante, tienes
que conocer el juego de los que van a ser tus compañeros, en una palabra,
es absolutamente necesario que llegues a entenderte con ellos; de no
hacerlo, fracasaríamos irremisiblemente. Además el tren desgasta mucho y
es forzoso que recuperes lo perdido en el viaje.
No me lo harás bueno -pensé para mí, recordando los cincuenta duros
que, jugando a las siete y media en el vagón, me había llevado la noche
anterior un joven albista que subió a mi departamento en Valladolid y venía a
Valdehígados a
hacer propaganda electoral.
Pues ya lo sabes, Zarza -continuó mister Harris- desde ahora mismo
quedas bajo mis órdenes, y supongo que para bien de todos las cumplirás
fielmente. ¿Entendido?
-Entendido -contesté de mala gana, molestado por el tuteo repentino y
sobre todo por el diminutivo con que me denominaba aquel señor la primera
vez que nos veíamos y cuando no habíamos cruzado siquiera cuatro
palabras.
A partir de aquel momento, mister Harris, o mejor dicho Zuricalday, que
este era su verdadero apellido, como pude averiguar luego, confirmando mis
sospechas, ya que se le había cambiado de nombre y de nacionalidad por
creerlo de mejor tono don Gaspar del Olmo y los demás miembros de la
Junta directiva del Robustick-Club, Zuricalday, digo, desde el instante en que
por vez primera puse el pie en tierra valdehigadense, se convirtió en mi
sombra, no dejándome respirar tranquilo un sólo minuto. Y yo, que me
ufanaba de haber conservado siempre mi independencia, sin que nadie
hasta entonces hubiese logrado imponerme por la fuerza su voluntad; yo,
que tenía la cabeza como una piedra, según escribió un cronista deportivo
en un momento de entusiasmo; yo, que en punto a testarudez nada tenía
que envidiar a Chicuelo, quien allá en sus comienzos de novillero se propuso
tener pánico a los toros y ni una sola vez ha dejado de salirse con la suya;
yo, indisciplinado por excelencia, me veía ahora transformado en un perrillo
faldero, que iba y venía según el deseo de mi amo y señor, el entrenador
inglés nacido en Deusto.
¿A qué obedecía este cambio tan brusco en mi manera de ser? No lo
puedo decir a punto fijo: tal vez el miedo que me producía pensar que había
de vérmelas frente a un equipo famoso en Europa, en un campo de primera
categoría y ante uno de los públicos más entendidos y exigentes de España
fuera la causa de que -¡cosa inusitada en mi vida futbolística!- me pasase
doce horas al día haciendo flexiones, corriendo, saltando a la cuerda y
bailando el paso del camello con las hijas del señor del Olmo, Castita y
Perfecta, danza que según decía Zuricalday era muy apropósito para hacer
piernas.
Pero lo que más me irritaba, lo que me ponía fuera de mí, era el
régimen de las comidas. Zuricalday en este punto se mostraba inflexible.
Hazme caso, Zarzita -me decía a menudo- más daño hace una comida
sin orden ni concierto que una patada en la espinilla.
Recuerdo a este propósito que una noche los socios del Casino (donde
solía ir a pasar el tiempo los ratos que me dejaba libre el entrenamiento)
dieron una cena en mi honor, motivada por una conferencia que con el
sugestivo tema Las posibilidades de football en Castilla la Vieja, había
pronunciado aquella tarde en dicho centro. La comida, a la que asistía todo
el elemento intelectual y deportivo de Valdehígados (y a donde con gran
disgusto suyo y gran regocijo por mi parte no le fue posible asistir a mi
odioso entrenador), transcurría a las mil maravillas.
El menú parecía hecho por alguien que conociese muy bien mis gustos;
en él se daban cita mis platos predilectos. Luego me enteré de que la viuda
de Macho, enterada, por las largas conversaciones que a diario sosteníamos
de todas mis preferencias, fue la que le había confeccionado. No quiero
decirte, lector amable, lo que gozaría yo aquella noche en que, libre del
inaguantable vasco, pude dar rienda suelta a mi apetito, constreñido durante
los días anteriores por las imposiciones higiénicas del manager que me
había tocado en suerte.
Terminada la cena y cuando me dirigía al domicilio de don Gaspar del
Olmo, rendido por el ejercicio del día y un poco mareado por las prolongadas
libaciones de la noche, me encontré a Zuricalday, quien con ojos que
parecían dos hogueras y echando casi espuma por la boca me increpó: -No
me digas nada; estoy enterado de todo. Acaban de describirme el festín
baltasariano a que os habéis entregado esta noche. La culpa, por supuesto,
la tengo yo, que he consentido que aceptaras esa comida. Os habéis
atracado de grasa, y lo que es peor, has comido callos... Parece imposible
que no se te haya ocurrido que los callos son fatales para los futbolistas...
¿Y tú eras el que pretendías brillar en los campos de deporte... tú,
desgraciado, que has echado a perder en una hora mi trabajo de diez días?
¡Quítate de mi vista si no quieres que...!
Y mordiéndose la lengua, dio media vuelta y se alejó en dirección
contraria a la que yo iba dejándome en el más completo de los
ensimismamientos.
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La víspera del encuentro entre el temible team hamburgués y el
Robustick-Club, campeón de Valdehígados, equipo que había hecho célebre
su nombre en toda la península por su formidable juego de pases cortos pases de pitón a pitón, como decía el revistero Penita a poco de cambiar el
seudónimo que le hizo famoso en el mundo taurino por el de Penalty, con el
que iba conquistando ya un puesto entre los cronistas deportivos de primera
línea- de línea delantera, pudiéramos decir con más propiedad, tratándose
de un teorizante del foot-ball; la víspera, repito, del día en que el once
valdehigadense, en cuyas filas formaría yo, ocupando el comprometidísimo
puesto de medio centro, iba a luchar con el Imperial Muskulossen
Bestialhessen, mis nervios, que habían sufrido una fuerte sacudida el día de
mi entrada triunfal en la ciudad, me mantenían ahora en un continuo
sobresalto, produciéndome un tic verdaderamente grotesco, que imprimía a
mis caderas el movimiento de las de una rumbista, y era causa de la
hilaridad de todos cuantos me rodeaban.
Realmente había motivos más que sobrados para justificar el estado de
mi organismo. Dentro de pocas horas se decidiría mi porvenir deportivo. Diez
mil espectadores iban a estar pendientes de mis piernas, espiarían todas mi
idas y venidas, no dejarían pasar movimiento mal hecho. Si triunfaba, si en
la lucha con el formidable equipo teutón conseguía desarrollar el juego que
en otros partidos de menor importancia electrizó a los aficionados en mi
rápida ascensión a as... España entera, que esperaba anhelante el resultado
del partido, repetiría mi nombre con orgullo, y yo, Zarzamora, el desde ese
momento glorioso Zarzamora, entraría a formar parte del grupo de los ídolos
populares. Pero si fracasaba, si los aplausos soñados se convertían en
estrepitosa pita, si los espectadores se arrojaban al campo para
desengañarme de que mis piernas eran una cosa insignificante y que ni
siquiera servía para poner las medias a Mulafalsa, el jugador favorito a quien
sustituía..., entonces, no quería ni pensarlo, sería espantoso, abrumador,
imposible de soportar. Antes de que esto ocurriese, prefería mil veces la
muerte.
..........................................................................................
En la parte alta de la ciudad, lugar por donde el barrio aristocrático
extendía sus señoriales mansiones, y frente a la suntuosa morada de don
Gaspar del Olmo, el Casino de Valdehígados ocupaba un enorme caserón
de piedra amarillenta, en una de cuyas fachadas podían verse los restos
ennegrecidos de un escudo.
El Casino era orgullo de los valdehigadenses. Se enseñaba a los
forasteros con el mismo silencioso respeto y muda admiración que si podía
librarse de recorrer sus estrechos y oscuros pasillos de paredes verdosas,
adornadas por innumerables lienzos, dignos de ser purificados por las
llamas, para castigo y escarmiento de sus autores. El Museo era el nombre
con que se conocían en el pueblo estos lúgubres corredores, y en ellos estaban representados largamente todos los artistas locales.
Terminado el entrenamiento de aquella tarde, Dimitas, Zuricalday y yo
fuimos, siguiendo la costumbre de otros días, a jugarnos una partida de
carambolas.
En el vestíbulo, junto a una mesa y con la cara de pocos amigos en él
característica, estaba el conserje; apenas nos vio aparecer por la puerta vino
hacia nosotros, y dirigiéndose a mí, dijo, al mismo tiempo que ponía en mis
manos un sobre azul, con ribetes dorados, que se me antojó de un gusto
detestable:
- La doncella de doña Agripina acaba de traer esta carta para usted.
Zuricalday y Dimitas cruzaron una mirada significativa y en sus labios vi
dibujarse una sonrisa maliciosa.
Yo -lo confieso ingenuamente- que no estaba acostumbrado a que me
escribiese ninguna señora, a no ser la autora de mis días, no pude evitar que
la sangre se agolpase en mis mejillas... Estaba seguro de que en aquellos
momentos una amapola hubiera parecido anémica a mi lado.
Con la mano trémula rompí el sobre, en cuyo lema se enroscaban
como culebras dos iniciales: A. O. (Agripina Orozco, no cabía duda). La carta
decía así:
“Zarzamoríta, usted que es tan bueno ¿querrá hacerme el favor de
pasar esta tarde por esta su casa? Tengo necesidad y urgencia de hablar a
solas con usted. Le espera impaciente su admiradora, Agripina”.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué tendría que decirme la opulenta
viuda de Macho, para justificar tanto misterio? ¿Estaría acaso enamorada de
mí?... ¿Sería aquella carta la primera página de mi historia galante, aún
inmaculada?... Yo -a pesar de mi poca práctica en esta clase de encuentroshabía notado ciertas insinuaciones, ciertas miradas... que me lo hacían
sospechar. Pero, en fin, pronto saldría de dudas... ¡Y Agripina, como guapa,
era guapa de veras; y estaba mejor formada que un piquete de alabarderos!”
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