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PÉREZ REVERTE, A. El asedio. Madrid, 2010. Editorial Alfaguara
Tan formidable despliegue convertiría en suicida cualquier ataque francés por tierra;
de modo que los compatriotas de Desfosseux se limitan a una guerra de posiciones a lo
largo de la línea, en espera de tiempos mejores o de un vuelco en la situación de la
Península. Mientras llega ese momento, la orden es apretar el cerco intensificando los
bombardeos sobre objetivos militares y civiles: sistema sobre el que los mandos franceses
y el gobierno del rey José albergan pocas ilusiones. La imposibilidad de bloquear el
puerto deja abierta a Cádiz su puerta principal, que es el mar. Barcos de diversas
banderas van y vienen ante la mirada impotente de los artilleros imperiales, la ciudad
sigue comerciando, con los puertos españoles rebeldes y con medio mundo, y se da la
triste contradicción de que viven mejor abastecidos los sitiados que los sitiadores. (p. 21)
El temporal ha dislocado la intendencia, y (la tropa francesa que dispara los cañones
desde ) la Cabezuela no recibe suministros. Ni siquiera el cuarto de ración de la carne
salada, el vino aguado y áspero y el pan para cuatro días, negro y hecho de salvado en
su mitad, que los artilleros han estado recibiendo en las últimas semanas. El hambre,
que en este final de 1811 devasta poblaciones enteras y se anuncia terrible en toda la
Península, golpea también a las tropas francesas, cuyos servicios de requisa encuentran
cada vez más difícil obtener un grano de trigo o una libra de carne en el paisaje hostil
de campos yermos y pueblos fantasmas, vaciados por la guerra. Y de todos los ejércitos
imperiales, los hombres del Primer Cuerpo, situados en el extremo meridional de
Andalucía, son los que más alejados se encuentran de sus centros de abastecimiento; con
las comunicaciones, habitualmente inseguras a causa de las partidas de guerrilleros,
interrumpidas ahora por la violencia del temporal que bate la costa, desborda los ríos,
inunda los caminos y arrastra los puentes. (p. 496)
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