“Nuestra vida debe cantar el cántico nuevo” (San Agustín) Homilía en la solemnidad de Santa Cecilia Patrona de la Catedral y de la Diócesis de Mar del Plata 22 de noviembre de 2012 Queridos hermanos: I. Gloria de Roma y de la Iglesia La santa mártir romana que celebramos con solemnidad en este templo y en nuestra ciudad, es la patrona de este lugar y de la diócesis de Mar del Plata. Aunque su existencia es indubitable, resulta difícil la exacta ubicación temporal de su martirio, que según los estudiosos debe ubicarse entre los años 180 y 350. En la Actas de Santa Cecilia, escritas hacia el año 480, podemos leer: “Vino el día en que el matrimonio se celebró, y, mientras sonaban los instrumentos musicales, ella cantaba en su corazón a su único Señor: «Haz, Señor, mi corazón y mi cuerpo inmaculados y no sea yo defraudada»”. Esta alusión a los instrumentos musicales que enmarcaron su desposorio espiritual con Cristo, ha sido sin duda la fuente inspiradora para que el pueblo cristiano la proclamara patrona de la música. Sobre su biografía poseemos un saber histórico sobrio, que sin embargo nos basta para entender que la Iglesia haya considerado su vida y su martirio como un fundamento sólido donde encontrar estímulo para su fe; y también una gloria legítima para presentar como modelo de conducta y valiosa intercesora. El Canon Romano de la Misa, que coincide con nuestra actual Plegaria Eucarística I, desde los testimonios más antiguos que poseemos, la incluye entre los nombres de santos que gozaban de culto especial en Roma. II. Su mensaje El ropaje literario que envolvió la narración de su historia, debe ser interpretado en el nivel de verdad que tienen la poesía y la leyenda, en cuanto ahondamiento de un sentido que se expresa mejor en el símbolo antes que en el concepto. La virginidad consagrada a Dios por el Reino de los Cielos, es valor nuevo aportado por el mismo Cristo. Su gracia invisible es la que ha suscitado y sigue suscitando el deseo de consagración plena de la vida por parte de quienes sienten la llamada a vivir en forma radical la lección de la parábola de las vírgenes prudentes, que hemos escuchado (Mt 25,1-13). Pero esa vocación específica sirve de despertador de conciencia para todas las vocaciones en la Iglesia: “Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora” (v.13). El derramamiento de la sangre en testimonio de adhesión incondicional a la verdad del Evangelio, marcó para siempre el camino fundamental de la Iglesia en la historia de los hombres. El martirio no es realidad sólo de los primeros siglos, sino de hoy y de mañana hasta el fin de la historia. Se trate del cruento derramamiento de sangre o de la entrega heroica de la vida en las circunstancias ordinarias, es siempre testimonio de la verdad y canto existencial del hombre nuevo y libre, con la libertad dada por Cristo. De este modo, nuestra santa patrona nos recuerda verdades permanentes sobre las cuales no admitimos negociación alguna: Dios como valor supremo de la vida y meta final de nuestros deseos; y la verdadera libertad de quienes desean moverse según su conciencia y convicción, bajo la luz de la verdad divina, sin dejarse esclavizar por el desorden de las pasiones ni por las presiones del mundo. Se trata de verdades oportunas como nunca, cuando las recientes leyes promulgadas en la sociedad civil implican una transgresión de la ley divina y natural. III. Cristo nuestro canto, en el Año de la Fe En el día de la música es bueno recordar que en el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas del día de hoy, se lee un sermón de San Agustín, donde el santo doctor enseña que “es nuestra vida, más que nuestra voz, la que debe cantar el cántico nuevo”. Según esto, cada vez que en nuestra vida personal y social, así como dentro de la Iglesia, hacemos opción por la verdad y el amor, estamos ofreciendo a Dios un canto de alabanza, y una liturgia que prolonga en la vida ordinaria el culto que ofrecemos en el templo. Lo contrario, es la negación de la música en su sentido espiritual y en su aspiración de trascendencia, contradicción con la auténtica armonía y con el cántico que debemos entonar los buenos cristianos. Manteniendo lo que acabamos de decir, no debemos olvidar que la música en cuanto expresión sonora, es un lenguaje privilegiado para transmitir la fe de la Iglesia y puede ser de gran utilidad para ayudar en el camino de nuestra fe, pues como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, citando las enseñanzas de la constitución conciliar sobre la liturgia: “la tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne” (CCE 1156; SC 112). A cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II, en este Año de la Fe, podemos reconocer que respecto de las enseñanzas de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, nos encontramos ante uno de los puntos de defectuosa recepción de su doctrina. Otro tanto debemos decir de la numerosa serie de documentos relativos a la música litúrgica emanados del Magisterio de la Iglesia, desde Musicam sacram en tiempos de Pablo VI, hasta las más recientes orientaciones de la Santa Sede. En el documento que acabamos de citar se definen las características de la “música sagrada” en estos términos: “Se entiende por música sagrada aquella que, creada para la celebración del culto divino, está dotada de santidad y de perfección de formas”. Cada uno de estos términos merecería una larga explicación. Mucho más próxima a nosotros en el tiempo, la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis del actual Papa Benedicto XVI, del año 2007, afirma en el nº 42: “Ciertamente no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico, el canto debe estar en 2 consonancia con la identidad propia de la celebración. Por consiguiente, todo –el texto, la melodía, la ejecución– ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos”. Es importante entender que aquí está en juego algo que es mucho más que una cuestión estética o de buen gusto. Aquí se juega la comprensión de la esencia de la liturgia, que es “acción sagrada por excelencia” (SC 7) y en cuanto tal tiene sus propias leyes. “Estoy convencido –decía Joseph Ratzinger, años antes de asumir el pontificado– de que la crisis eclesial en que nos encontramos hoy, depende en gran parte del hundimiento de la liturgia (…). Por todo esto tenemos necesidad de un nuevo movimiento litúrgico que haga revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II” 1. Se trata, por tanto, de restablecer la prioridad del carácter sagrado de la liturgia o su dimensión teologal, por encima de la dimensión de encuentro o banquete fraterno, sin oposición entre ambas. La doxología que cierra la Plegaria Eucarística nos debe recordar siempre su estructura esencial y debe inspirar siempre la actitud espiritual con que la celebramos: “Por Cristo, con Él y en Él… al Padre… en la unidad del Espíritu Santo”. Este año, que nuestro Papa entiende como un “tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe” (PF 8), nos convoca, por eso mismo, a confesar nuestra fe ante el mundo. Al hacerlo, estaremos introduciendo en él “el cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro” (PABLO VI, Laudis canticum). Puesto que Santa Cecilia nos invita a integrar la fe y la belleza, debemos recordar que el arte supremo de la vida consiste en creer y amar, orar y esperar, comunicar la fe y servir de instrumentos a la gracia que nos salva. En síntesis difícil de superar, lo decía un santo obispo y poeta, San Paulino de Nola, entre los siglos IV y V: “Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto” (Carmen 20, 31). + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 1 J. RATZINGER, Mi vida. Recuerdos. Madrid, 1997, p. 125. 3