Domingo XXX durante el año

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DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
40 aniversario de Encuentros de animadores de Canto para la Liturgia
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
21 de noviembre de 2010
Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43
Los cristianos seguimos mirando el crucificado. Su imagen preside nuestra asamblea y
nuestras miradas se dirigen hacia él, como las del pueblo que contemplaba la
crucifixión de Jesús. Lo miramos llevando el bagaje de nuestra vida, a veces pesado y
a veces gozoso. Lo miramos con compasión porque nos damos cuenta de que su
sufrimiento físico y moral fue terriblemente inmenso. Lo miramos con cariño, porque
sabemos que su cruz es su máxima donación de amor a la humanidad. Y mirando a
Cristo clavado en cruz nos sentimos cuestionados. Cuestionados a causa de él,
preguntándonos por qué él, el Mesías de Dios, que había pasado por todas partes
haciendo el bien (Hch 10, 38) fue condenado a una muerte así. Pero, cuestionados,
también, a causa de nosotros mismos, preguntándonos qué implicación tenemos con
esta muerte en cruz, qué mensaje nos da Jesús, aparentemente vencido pero capaz
de pedir el perdón para los verdugos y de hablar de su Reino ofreciéndolo al
compañero de suplicio que se reconoce culpable. Esta es la realidad paradójica que
expresa el letrero colgado sobre Jesús, reconociéndolo: el rey de los judíos. Es decir,
lo proclama como el Mesías deseado de Israel, como el descendiente del rey David en
el que estaban puestas todas las esperanzas. Pero, el contexto de la crucifixión ya
hace ver que no se trata de una realeza brillante, ni de un poder político, ni de una
señoría con ambiciones terrenas. Es una realeza de amor, de justicia, de libertad y de
paz.
Los cristianos seguimos mirando amorosamente el crucificado y lo proclamamos Rey
nuestro. Lo que significa hacerlo el centro de nuestra vida, la norma de nuestra
conducta, el criterio de relación con los demás. Y significa, también, que encontramos
en él el sentido de la historia humana, el término hacia el cual se encamina. El Reino
de Jesucristo no es tanto un lugar determinado en el espacio y en el tiempo, como una
relación particular entre él y cada persona humana que le abre el corazón, el Reino es
una semilla que Dios deposita en el corazón humano capaz de transformar la persona
y de cohesionar la humanidad entera.
La obra que lleva a cabo el Reino de Jesús nos ha sido resumida en la lectura que
hemos escuchado de la carta a los Colosenses. El autor muestra cómo la cruz de
Jesucristo es la raíz de donde brota toda la obra que Dios ha hecho en favor de la
humanidad. Porque por medio de la cruz hemos obtenido el perdón de los pecados,
hemos sido liberados del mal que esclaviza, hemos recibido una luz nueva que nos
ayuda a conocer el misterio de Dios, a conocer la realidad profunda de Aquel que es
imagen de Dios, Jesucristo, una luz que nos ayuda a comprender, también, nuestra
existencia y la marcha de la humanidad como una posibilidad única de vivir el misterio
del Amor absoluto. Gracias a la cruz hemos recibido el honor de ser ciudadanos libres
del Reino de la Luz, de la Santidad y del Amor. Por eso el texto hablaba, también, de
Jesucristo como cabeza de la Iglesia, la unión de sus discípulos que forma un cuerpo
vivificado por el Espíritu, y que es la primicia de la humanidad reconciliada.
Contemplando estos dones de los que hemos sido hechos objeto, el Apóstol nos
invitaba a dar gracias al Padre. La Iglesia no se cansa de hacerlo cada día para
celebrar la realeza universal de Jesucristo. Y para hacerlo de un modo más pleno lo
hace, siguiendo la tradición bíblica, por medio del canto. De hecho, esta invitación a
dar gracias de la carta a los colosenses, va seguida de un fragmento de un himno que
cantaban las primeras comunidades cristianas y que continúa todavía en uso en la
liturgia actual. La liturgia es el lugar por excelencia del diálogo permanente entre Dios
y la humanidad, y nuestra participación en este diálogo se expresa con más intensidad
cuando se hace por medio del canto.
Efectivamente, el canto permite alcanzar una expresión más plena y por eso desde los
inicios es parte integrante de la celebración litúrgica; el canto hace que la Palabra
divina penetre más intensamente en la inteligencia y en el corazón. El canto y la
música en la liturgia, además de estar al servicio de la Palabra divina, expresan,
también, con más vigor los sentimientos y las actitudes interiores -hechas de alabanza,
de acción de gracias, de arrepentimiento, de confianza, de súplica- que suscita en
nosotros la Palabra que nos es anunciada, el canto y la música lo hacen con una
capacidad expresiva que llega allí donde a veces no llegan a penetrar las palabras
meramente dichas o recitadas. Lo sabéis los participantes en los Encuentros de
animadores de canto para la litúrgica. Y lo sabéis, también, los escolanes de
Montserrat. El canto, además, ayuda a crear un espíritu comunitario, porque cantar
juntos nos une; juntos expresamos nuestra fe, juntos damos respuesta a la Palabra de
Dios y juntos hacemos nuestros los sentimientos de la Iglesia que medita y vive del
misterio de Jesucristo, su Rey y su Esposo. En la liturgia, el canto es una ofrenda
viviente a Dios y a la vez un medio privilegiado para la participación activa y fructuosa.
De ahí la importancia de contar con una escuela de animadores de canto para la
liturgia que forme tanto en el ámbito musical como en el litúrgico, que ayude a hacer
vida propia la liturgia de la Iglesia y que capacite para ayudar a los otros a vivirla.
Hoy damos gracias a Dios por todo el trabajo que en este sentido se ha realizado en
los cuarenta años de Encuentros de animadores del canto litúrgico. Con un esfuerzo
serio y profundo, desde Montserrat se ha ayudado a participar mejor de la liturgia y
hacerla vida a muchos hombres y mujeres, jóvenes y mayores, esparcidos por todas
las tierras de habla catalana. Damos gracias por la obra que inició el P. Gregori
Estrada con la colaboración de otros monjes y de laicos especializados en el ámbito
musical y que sentían la urgencia de poder contar con un repertorio de calidad y que
sirviera para cantar los textos litúrgicos. Hoy damos gracias, también, por la dedicación
de quienes a lo largo de estos años han formado parte de la Comisión organizadora de
los Encuentros, así como por la dedicación de los directores, los profesores, los otros
colaboradores y de todos los participantes en los diversos encuentros de cada uno de
los cuarenta veranos anteriores. El esfuerzo abnegado de muchos ha dado frutos de
alabanza a Dios, de mejor conocimiento de la liturgia de la Iglesia, de vivencia
espiritual y de calidad musical.
Los animadores del canto, en su función verdaderamente ministerial en el servicio
divino, tiene la misión de mantener viva, a pesar de las dificultades que nunca suelen
faltar, la capacidad de comunicar su vivencia, de saber dar sentido a los textos
litúrgicos, de crear un clima de participación que ayude a toda la asamblea a celebrar
lo que Dios Padre, por medio de Jesucristo y del Espíritu Santo ha hecho y hace a
favor nuestro y de toda la humanidad. Cuarenta años, en la perspectiva bíblica,
significan madurez y plenitud. Por eso lo celebramos y lo hacemos acción de gracias.
Pero nos sentimos empujados a mirar hacia el futuro. Es necesario continuar el trabajo
a favor del canto en las celebraciones litúrgicas, de modo que la asamblea pueda
cantar cada vez más conscientemente su identidad de pueblo incorporado a Cristo
para formar su cuerpo eclesial; de manera que la asamblea dé, también, razón de su
esperanza y manifieste a todos el rostro amoroso y entrañable de Jesucristo, él que es
imagen del Dios invisible, él que es el Rey benigno que nos sirve con su amor humilde.
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