Un trono en el desierto

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Artículo publicado en la sección de Cultura el día 23 de septiembre de 1989.
Un trono en el desierto
FERNANDO SAVATER
La mejor definición de autor clásico que conozco se encuentra en el
ensayo biográfico sobre Dickens de G. K. Chesterton: "Un rey del
que ya se puede desertar, pero al que no hay modo de destronar".
Precisamente en este sentido es hoy un clásico Sigmund Freud, cuyo
trono invulnerable se alza en el desierto multitudinario de la
vulgarización de su nombre y de la apropiación debida e indebida de
su obra. El trono está vacío, lo que no quiere decir que carezca de
ocupante: fue él mismo quien mostró la necesidad de este enigma.
Pues de la estrecha complicidad de esfinges y edipos, cuanto se
desprende -y ya es muchoviene a ser no la solución de los enigmas,
sino la constatación de su necesidad.
Pasión oculta Recuerdo muy bien mi primera lectura de la
Psicopatología de la vida cotidiana en la habitación bastante lúgubre
de un hotel barato de Barcelona. Dejé el libro abierto boca abajo
sobre la colcha de la cama en la que estaba tumbado y miré las
manchas húmedas en el empapelado verdoso, pensando: "Es así. ¡Es
exactamente así'. Ya antes había sentido una avasalladora convicción
semejante con los Manuscritos del 44, de Marx: "¡Tiene que ser así!".
En ambos casos se revelaba no sólo el mecanismo, sino también la
pasión oculta en el mecanismo, lo que empuja tras la docilidad
doméstica de las rutinas, lo que trastoca las evidencias y hace
imperiosa burla a los obedientes. Después de haber visto una vez así,
ya nunca se puede acomodar de nuevo la vista a la perspectiva
superficial. Con el tiempo, con otras lecturas, con la experiencia
vivida, con la reflexión, he aprendido -como tantos otros- a interponer
mediaciones y cautelas que distancien el fanatismo acrítico de aquel
primer deslumbramiento. Pero los autores capaces en su día de
provocarlo, como Marx o Freud, ya nunca se verán degradados en mi
panteón espiritual al rango de otras deidades más plausibles y
hogareñas; es decir: menos divinas.
Y sin embargo, Freud ha sufrido sin duda importantes deserciones.
No me refiero a quienes siempre le ignoraron, o a quienes antes o
después renegaron de él, sino a los que siguen reclamándose sus
herederos. Por decirlo en dos palabras: Freud ha sido desertado en
cuanto a su estilo y en cuanto a su moral. Quizá lo más escandaloso
sea la deserción estilística. La escritura de Freud parece buscar
siempre la dificil alianza entre una honradez nítida a la anglosajona y
la precisión sutil del francés dieciochesco. Es interesante, es
detallista, es pedagógico, no renuncia a las imágenes ni las confunde
con las explicaciones, pertenece a la cultura de la sinceridad. Cuando
hace trampas es como los buenos prestidigitadores: parece que ni él
mismo lo nota. Cierta progenie suya, en cambio, ha contraído hábitos
expresivos radicalmente opuestos. Cuentan que en cierta ocasión el
abate Sieyés, que tenía fama de superfluamente complejo en la
exposición oral de sus ideas, le dijo a un oponente: "¿Quiere usted
que le diga mi forma de pensar?", y el otro repuso: "Dígame
sencillamente lo que piensa y, por favor, ahórreme la forma". Pues
bien, Freud da siempre la impresión de estar intentando decir lo que
piensa, siendo la forma en cada caso solamente un vehículo de este
propósito. Por el contrario, algunos de sus discípulos parisienses o
bonaerenses parecen ante todo obsesionados con mostrar la forma de
su pensar.
Deserción Pero aún más grave es quizá la segunda deserción, la de
carácter moral. Una de las más nefastas supersticiones de nuestro
tiempo ha querido convertir primero a Nietzsche y luego a Freud en
abolicionistas del sujeto, en cuanto instancia autorreferente de
elección y responsabilidad ética. Lo cierto es más o menos lo
contrario: fueron Nietzsche y Freud los que, convencidos de la
importancia insustituible del sujeto como algo distinto del alma de la
teología o del sujeto meramente predicativo de la lógica, combatieron
los simplismos tradicionales en tomo suyo y subrayaron sus aspectos
de invención voluntaria como estabilizador psíquico y potenciador
social. Freud, en particular, fue siempre un moralista clásico, en la
atormentada línea de La Rochefoucauld o Pascal, pero
complementado indisolublemente por el hedonismo racional y
materialista ilustrado a lo Helvetius. Todo su trabajo se orientó a
reforzar la autoconciencia de un sujeto que ya no puede ser inocente
respecto a sus motivos, ni transparente en su reflexión pura, pero sin
cuya vigilancia instituyente nos convertiríamos en juguetes
desdichados de los demonios y de los tiranos. Sin embargo, ciertos
herederos suyos han partido de su obra para fundamentar en el caos
pulsional la siempre dócil irresponsabilidad ética, mientras que otros
proclaman al sujeto mismo como simple efecto superficial de la trama
omnipotente de los significantes.
Quiso enfrentarse con el oscurantismo misticoide, y ahora le hacen
cómplice de galimatías no muy preferibles; luchó por profundizar en
los límites de la auténtica libertad moral y se ve envuelto en la
propaganda cienofica de la esclavitud.
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