La subjetividad amenazada: un desafío para el psicoanálisis

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Fepal - XXIV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis - Montevideo, Uruguay
“Permanencias y cambios en la experiencia psicoanalítica" – Setiembre 2002
La subjetividad amenazada: un desafío para el psicoanálisis
Dra Sonia Abadi
Un personaje actual
Impecablemente vestido, ropa de primera marca, el maletín de cuero en una
mano, el diario de economía en la otra. La primera entrevista la pidió su secretaria.
No sabe por qué viene. Lo mandó el médico clínico, cree que por esas dos veces
que empezó con taquicardia y mareos mientras manejaba por la autopista de
regreso a su casa. Le diagnosticaron ataque de pánico y lo medicaron.
Le parece que necesita “arreglar algunas cositas que no andan bien”. Tengo la
impresión de que cree estar consultando al mecánico del auto o al service de la
computadora. Gastritis de larga data, algunos picos hipertensivos, practica
deportes, consume bastante alcohol. Su mujer amenaza con dejarlo porque
descubrió que sale con otras mujeres y me pregunta qué tiene que hacer para que
ella lo perdone.
En la segunda entrevista me cuenta sobre su vida sexual. Sale de la oficina
cada tarde y precisa llamar a una mujer de la larga lista que contiene su agenda.
Cuando no consigue localizar a ninguna “amiga” recurre a una prostituta. Se
encuentran y van a un hotel. Sólo así puede regresar a su casa, y esto todos los
días de trabajo.
No está dispuesto a venir más que dos veces en la semana y, aunque él
puede interrumpir su trabajo en mitad del día, decido darle las horas del final de la
tarde. Le digo entre broma y serio: “seguramente lo va a aliviar saber que tiene
asegurada una mujer por lo menos dos días por semana”. Más adelante me
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confesará que es un eyaculador precoz y que mantiene una relación sexual de
“dos minutos y medio”; luego se queda dormido durante dos horas “como un
bebé”. Me pregunto si tendrá que pagar el peaje de una seudogenitalidad para
tener derecho a un repliegue regresivo. Si la actividad sexual es un recurso casi
autoerótico ante vivencias de desamparo y soledad.
Tiene pocos recuerdos, no sueña de noche, tampoco fantasea durante el día.
No me cabe duda que la actividad sexual compulsiva, el consumo de alcohol, la
necesidad de exhibir un automóvil importado o un nuevo reloj, responden a cierta
precariedad de su mundo interno y cierta pobreza de su vida cultural. Tardo un
poco más en darme cuenta que los partidos de tennis, el abono para la ópera son
sólo trofeos sociales imitativos y estereotipados en una búsqueda de un querer
ser, o parecer, un determinado personaje impostado. Cuando me cuenta de su
taller de fotografía me entusiasmo creyendo encontrar una actividad en la que lo
imagino creativo y espontáneo, y al poco tiempo descubro que lo ha copiado de su
cuñado quien es un excelente fotógrafo, porque creyó que sería bueno tener un
hobby. Se ha comprado las mejores cámaras pero se queja de que no se le ocurre
nada original.
Su discurso es formal, plagado de frases hechas. Pareciera que se hubiera
entrenado para tener tema de conversación. La idea de entrenamiento aparece
con frecuencia como el modo en que se prepara para enfrentar situaciones que le
producen ansiedad. Tiene dos perros a los que ha entrenado, entre otras cosas,
para acompañarlo a correr por las mañanas. Con el tiempo sabré que tiene un hijo
adicto con quien no puede hablar. En las reuniones sociales es conversador y
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entretenido aunque reconoce que se aburre si no bebe. En la intimidad no sabe de
qué hablar.
Pareciera que al no poder improvisar y así aprender de la experiencia intenta
aprender de memoria el “manual de instrucciones”. Cuando su método fracasa
decide que la solución es aprender más opciones para poder tener respuesta a
todos los estímulos posibles. Ha ido construyendo así un extenso muestrario de
actitudes y frases prefabricadas para toda ocasión. El sentimiento de realidad se le
diluye debido a la ficción de estar actuando.
En el tratamiento, como en la vida, se esmera para superarse,
y no
entiende por qué no lo logra. El vínculo con los otros es bidimensional, como en un
plano, como si copiara a un personaje de cine. Las identificaciones son visuales y
parciales, con gran distancia del objeto. Puede ver y mostrarse, pero pocas veces
estar o sentir.
Me anuncia de una sesión a otra: “Ahora ya entendí cómo hay que hacer
esto, ya cambié.” Pide instrucciones y recetas, pregunta si no existe un libro que
le diga qué hay que hacer.
La rigidez en las adaptaciones, la relación predominante con el mundo externo a
expensas del mundo interno, la dificultad para fantasear, la tendencia a la acción, la
escasa angustia con un trastorno difuso del pensamiento simbólico, me hablan de
una personalidad como sí, sobreadaptada, con un trastorno narcisista o falso self.
Sabemos que este tipo de pacientes suelen recurrir al "poder de la mente", las
"técnicas de autoprogramación”, el "control mental" o alguna otra técnica que les
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permita más control sobre su mundo interno, y mejor control sobre los otros y la
realidad.
Como último recurso, algunos de ellos llegan a nuestros consultorios
refiriendo un malestar indefinido. Con gran frecuencia han sido derivados por su
clínico o especialista debido a trastornos somáticos. Pero también nos llegan
desesperados y confundidos como padres de un adolescente adicto o de un chico
con trastornos de conducta, algunas veces ante la enfermedad depresiva de su
pareja, el divorcio o una debacle económica. No siempre se quedan.
En la actualidad, nos preocupan cada vez más estos trastornos, nuestra
demanda clínica de cada día. Pero además: si bien parece evidente que la
sociedad actual facilita la aparición de ciertas patologías
¿no se podría decir
también que ha sido el psicoanálisis quien reconoció "cierta anormalidad" en
personalidades aparentemente sanas pero con grados variables de carencias
emocionales o trastornos del carácter?
En estos casos se trata de pacientes con trastornos de personalidad cuya
particularidad reside en que son sintónicos con algunos ideales de la civilización
actual. Pensé en denominarlos "sociosintónicos".
Por supuesto estas características tampoco son consideradas sintomáticas
por el paciente, salvo por algunas dificultades colaterales. Se trata en general de
rasgos valorados y que no pretende modificar: capacidad para tomar decisiones
rápidas, orgullo por poder contener las emociones, adicción al trabajo, satisfacción
por realizar un sinfín de actividades simultáneas, sobrevaloración de la autonomía y
aún de la habilidad para transgredir las normas y leyes. Algunos son cuadros
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clásicos en los cuales se han reforzado aspectos socialmente valorados, otros son
conocidos desde siempre como patologías sociales, otros requieren descripciones
más originales.
En esta categoría podemos incluir a los hipomaníacos con sus aspectos
exhibicionistas, exitistas y su despliegue de euforia, los psicópatas con su necesidad
de control sobre el mundo social, las personalidades de acción con su dificultad para
fantasear; los adictos con su perentoriedad pulsional y su dependencia del objeto,
las formas socialmente valoradas de la fobia, es decir sus defensas y conductas
contrafóbicas; también ciertos borderline en quienes la estructura deficitaria se halla
recubierta por adaptaciones estereotipadas pero socialmente aceptadas.
Sujetos disociados de su realidad psíquica y sus emociones, que a veces
reaparecen con violencia incontrolable.
¿Nuevas patologías en relación con los valores de nuestra civilización?
Sería arriesgado afirmarlo. Pero las coincidencias son muchas.
El ritmo de vida, los ideales de rendimiento de los últimos años han afectado
la vida individual y familiar con resultados sintomáticos evidentes. La necesidad de
adaptación a un medio cada vez más exigente ha polarizado sintomatologías hacia
la sobreadaptación o la marginalidad. En un extremo los exitosos con cierta
precariedad de su vida afectiva, en el otro los trastornos de aprendizaje, los fracasos
laborales, las conductas delictivas.
El “kit”, modelo para armar.
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En los inicios de la vida psíquica, la imagen, la palabra, la presencia viva
de madre, los otros, el entorno organizan la construcción de la subjetividad en una
estructura que articulará el cuerpo, los afectos y el pensamiento.
Las experiencias corporales y emocionales amparadas por el soporte
ambiental se traducen en vivencias que comienzan a tener representación
psíquica. Se origina así la constitución de un yo que percibe su propio existir, lo
representa y le da sentido, registrándose como protagonista de una historia con
continuidad en el tiempo. Las nuevas experiencias se agregan a este núcleo
originario y original generando la noción de que todo lo que se experimenta,
placentero o displacentero, hasta doloroso, le pertenece y forma una unidad.
Gradualmente, el self se cohesiona e integra, no precisa escindir ni renegar
de lo percibido ni lo experimentado. La integración se realiza entre cuerpo, afecto
y pensamiento. Estos tres niveles entramados constituyen el tejido psíquico que
será capaz de contener y absorber todas las nuevas experiencias a lo largo de la
vida.
En términos generales el self es aquello que ha conservado su originalidad
y su potencialidad de cambio y crecimiento a través de la experiencia, el
aprendizaje, las nuevas identificaciones. El trastorno de carácter es aquel otro
aspecto que ha quedado precozmente consolidado, sólo destinado a la función
protectora y defensiva, y, de algún modo, escindido, cristalizado e inerte.
En vez del desarrollo de la persona a través de la experiencia y la
culturización, se irá “armando” un modelo hecho de piezas preexistentes, especie
de collage, patchwork, o meccano. Este modelo presenta a lo largo de la vida una
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seudosubjetividad que finalmente tiene poco de original y cae en los lugares
comunes de las convenciones y estereotipos.
En la mujer, el modelo de la muñeca Olimpia del cuento del arenero de
Hoffman, tiene una nueva versión en las llamadas “Barbies”. En esta línea se
encuentran también la anorexia y en general los trastornos de la conducta
alimentaria, el "body building" compulsivo, las máscaras y disfraces representados
por un exceso en el arreglo físico y la vestimenta que a veces roza los límites de lo
teatral. La decoración casi escenográfica de la vivienda aún a expensas del
confort. Todo esto acompañado de una impostación de las actitudes corporales y
gestuales, en donde desaparecen la espontaneidad y la naturalidad. En los casos
extremos nos hallamos ante versiones caricaturescas.
En el hombre, además de la imagen corporal, vemos también una
sobreactuación de actitudes seudomasculinas: voz altisonante y autoritaria, gestos
ampulosos o discursos que pueden variar desde lo superficialmente culto o
intelectual hasta una exacerbada y teatral grosería. Con el agregado de la
necesidad de exhibir símbolos de poder , e incluso el mostrarse acompañado de
bellas mujeres que tienen aquí el sentido de un trofeo para su grandilocuente
virilidad.
Observamos aquí un déficit en la mentalización de los impulsos que genera
una falta de espacio intrapsíquico, el cual es reemplazado por la acción que a
veces toma la forma del consumo compulsivo. Se produce así una salida hacia la
descarga directa que impide la elaboración, la selectividad, hasta el aprendizaje
estético. Esto se observa con dramática frecuencia en aquellas personas cuyos
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recursos económicos y de poder superan ampliamente a sus recursos yoicos. Lo
externo, la imagen, operan así como elementos protésicos para compensar el
déficit y la pobreza de la estructura psíquica.
En estos casos nos encontramos también con una sexualidad más ligada a
las imágenes que a las sensaciones corporales, pero también más a las
sensaciones epidérmicas que a los sentimientos. Esta sexualidad imaginaria se
expresa a través de la excitación de lo escópico en el consumo de publicaciones y
films llamados eróticos, en detrimento del conocimiento emocional, experiencial y
de la intimidad. Esto lleva a veces a la actividad sexual promiscua y las
perversiones como intentos de reparación restitutiva ante la ausencia de vínculos
emocionales de mayor calidad e integración. Y esto no sólo con seres anónimos,
sino también en parejas estables, cuyos encuentros sexuales pueden estar
muchas veces sostenidos sólo desde las fantasías individuales de cada uno. El
sujeto, sobreestimulado sensorialmente por un bombardeo de imágenes
percibidas en el afuera, no logra ligarlas ni con sus afectos y fantasías, ni
empáticamente con el otro. Al no haber mediatización, las imágenes persisten
operando de un modo alucinatorio e incitando a la descarga somática directa. De
este modo fracasa el encuentro con la persona real que comparte su vida y su
cama.
Los intentos de aliviar la angustia consecuente a la despersonalización
llevarán a una búsqueda siempre ilusoria y siempre frustrante que concluye en
una sobredosis imparable de los recursos estéticos e imaginarios. Esto producirá
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en algún momento un deterioro de la personalidad y la vida de relación con
vivencias de vacío y depresión cuando no el derrumbe mismo.
Estas sujetos, con todo bajo control, pagan caro el costo de mantener la
fachada. La violencia les aparece en forma de descargas somáticas, ataques de
pánico o trastornos de conducta: adicciones, perversiones, agresiones físicas y
verbales.
Con el agregado de que los efectos sobre sus vínculos más próximos
suelen ser devastadores.
Estos personajes configuran amistades, relaciones de pareja o con los hijos
en donde el otro encuentra (o cree encontrar) su par, su alma gemela o su ideal.
Su avidez por las identificaciones rápidas e imitativas los hacen mimetizarse
fácilmente tanto con los rasgos como con las expectativas del otro. A su vez el
vaciamiento de su propia subjetividad los hace particularmente aptos para ser
objeto de proyecciones. Así, cada uno ve en ellos lo que desea ver, porque están
disponibles para asumir el rol que el otro les propone, generando un efecto ilusorio
de especularidad o complementariedad.
Sin embargo, la violencia aparece rápidamente en la relación con el otro
como consecuencia de la falta de empatía y la disociación afectiva. También por
las crisis de agresividad debidas a la irrupción de los afectos escindidos. Como ya
dijimos, algunas de las secuelas de estos “destrozos” afectivos y vitales suelen ser
el desencadenante de la consulta.
Quizá cabría preguntarse qué sucede en la cultura de la imagen con
aquellos que suman a su déficit en el mundo interno la total ausencia de recursos
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materiales par construir una imagen socialmente valorada y exitosa. ¿Podríamos
pensar tal vez que la ausencia de mentalización de los impulsos y la disociación
psique - soma en los niños, adolescentes y adultos carenciados facilitaría una
salida hacia la descarga en la acción promoviendo conductas compulsivas en la
línea del consumo de alcohol, el robo, la violencia en general?
Un lugar para ser
Aquí se plantea el dilema de la analizabilidad del mismo modo que en todos
los trastornos graves de la personalidad, en las que los mecanismos
predominantes se hallan en la línea de la escisión más que en la de la represión.
En estos pacientes la estructura psíquica carece de la plasticidad suficiente
para abarcar la totalidad de sus vivencias.
En esos casos la función del análisis es al comienzo ofrecer un espacio tiempo para acoger lo escindido favoreciendo tanto la disolución de las escisiones
como la posibilidad de regresión a la dependencia y la oportunidad de nuevas
integraciones menos mutilantes para el self.
Este encuadre especializado servirá a la vez de modelo concreto y de
metáfora para la construcción de un self que pueda dar cabida a la experiencia.
Vuelvo a mi personaje. Intento comprenderlo empáticamente y siento que
fracaso. Me encuentro con un vacío tan angustioso que, casi sin darme cuenta,
comienzo a revestirlo de mis proyecciones. Le atribuyo sentimientos, fantasías,
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deseos. Poco a poco comienzo a sospechar que el parecido de este personaje
con una persona real es mera copia suya o una pura proyección mía.
Sé que estos pacientes vienen “programados” desde su historia y sólo le
piden al análisis que los “re-programe” mejor.
No es fácil sustraerse al horror del vacío. Es inquietante trabajar con la
amenaza de derrumbe que se adivina detrás de la coraza. Es duro soportar la falta
de empatía. Es difícil contener el impulso de provocar, sacudir, en otras palabras
lidiar con la propia violencia contratransferencial.
Quizá lo más complejo sea resistirse a la tentación de reeducar, emparchar
o restaurar.
Destronar al personaje significa encontrarse con la precariedad e inmadurez
del self , expuesto inerme a la regresión y la dependencia. Escaso de recursos y
experiencia, con todo por aprender. No hacerlo significa limitar al paciente a una
nueva y costosa “remodelación decorativa” del sí mismo.
Para trabajar con este tipo de pacientes, la estructura caracterológica y los
conocimientos del analista, operan como una resistencia. Es más, considero
necesario revisar la técnica clásica aún en el tratamiento de las neurosis, ya que la
experiencia nos ha enseñado que muchas veces el tratamiento de un neurótico se
resuelve a través de la instalación y cristalización de una caracteropatía. ¿Podríamos
decir que existe acaso en el análisis algo similar a lo que en bacteriología se
denomina "cepas resistentes", es decir formas de resistencia de las neurosis por un
exceso de adaptación al tratamiento, tornando a este ineficaz?
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La terapia psicoanalítica ha sido creada a la medida de la neurosis, quizá
demasiado a su medida. El histérico encuentra allí un espacio en donde desplegar
su "mise en scène" ante un auditorio atento. El obsesivo halla en el encuadre el
material para satisfacer rituales, en la elaboración psíquica el permiso para una
intensa actividad autoerótica intelectual, y en la necesidad de reflexión un argumento
para sostener la inagotable duda. El fóbico dispone de un objeto acompañante y del
recurso de no actuar, compatible con sus inhibiciones.
En la clínica, el enriquecimiento de la técnica permitiría evitar la aparición de
una sobreadapatación al tratamiento psicoanalítico producida por la cronificación de
los beneficios secundarios. Beneficios que suelen aparecer en el ámbito terapéutico
bajo la forma de una persistencia de estructuras y actitudes patológicas
aparentemente asintomáticas, con tratamientos prolongados y gran dependencia del
análisis y el analista.
Para esto, el "oro puro" del psicoanálisis precisa aceptar que para otras
funciones u objetivos pueden hacer falta el cobre, otros metales y aún ciertas
aleaciones que le den más fuerza, consistencia o flexibilidad a un modelo
terapéutico dedicado a lidiar con patologías variadas y severas en un mundo cada
vez más complejo.
El modelo teórico deberá ser dejado en suspenso, exponiéndose a navegar
a la deriva, teniendo como única brújula la empatía, receptivo a los leves signos de
vida que aún se perciben. Ya que no se puede esperar encontrarse con la
conflictiva edípica, ni con las ansiedades clasificadas por categorías, ni siquiera
con los deseos o fantasías más o menos prohibidos. Lo que le espera no es ni
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más ni menos que lo inédito, lo que nunca ha sido dicho por los otros pacientes ni
escrito por los otros analistas, lo que el analista ni siquiera ha descubierto en sí
mismo: el nacimiento de un ser único, el advenimiento de la subjetividad.
Evidentemente, sería poco ético tanto respaldar como cuestionar los valores
de nuestros pacientes.
Pero sería ingenuo suponer que algunos de nuestros ideales no se
transparentan por el solo hecho de la profesión que ejercemos: nuestra triple
condición de científicos, intelectuales y artesanos.
Esta triple condición se relaciona con tres formas de lo verdadero que no
tienen que ver con las verdades absolutas ni otros modos de dogmatismo. Como
científicos nos convoca la búsqueda del conocimiento. Como intelectuales una
concepción de la vida enriquecida por el pensamiento y la creación de cultura.
Como artesanos, el compromiso personal con cada sujeto como pieza única, en la
legitimación de la autenticidad.
Formas de lo verdadero que se encuentran en una encrucijada signada por
el compromiso con lo humano, acotado por sus limitaciones e infinito en sus
potencialidades.
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Bibliografía
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