Subido por Juan Montecinos

Paracelso medico alquimista

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Paracelso
médico-alquimista
Patrick Rivière
PARACELSO
médico-alquimista
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Al «alma» del Rebis,
cuyo destino no sabría ser otro
que el de las alas que yacen en la tierra...
Años de juventud e iniciación
Teofrasto (el futuro Paracelso) nació el día 10 de noviembre de 1493, en
Einsiedeln, una población suiza de la región de Zúrich, en la ruta de los
peregrinajes del Etzel. Fue el único hijo de Elsa Oschner y de Wilhelm von
Hohenheim, descendiente de los ilustres Bombasto de Suabia que eran
originarios de Hohenheim, cerca de Stuttgart.
Lo bautizaron con este nombre en recuerdo del pensador griego que fue
discípulo y amigo de Aristóteles, Teofrasto Tyrtamos de Ereso, un físico
especialista en las propiedades medicinales de las plantas y de los minerales por
el que sentía una admiración sin límites el padre de Teofrasto, el doctor von
Hohenheim, el cual ejercía la profesión de médico y al mismo tiempo se
dedicaba al estudio de la química antigua, es decir, la alquimia.
Debido a las guerras suabas, el doctor von Hohenheim tuvo que trasladarse en el
año 1502 con su familia a Villach, en la región minera de Carintia. Allí, además
del tiempo que dedicaba a la actividad médica, se convirtió en instructor de la
Escuela de minas, y también fue allí donde comenzó a ejercer gran influencia en
el destino de su hijo, al hacerle descubrir cada día las maravillas de la
Naturaleza.
Su madre, empleada en el convento de Nuestra Señora de la Ermita y gran
piadosa, se encargó de inculcarle una fe inquebrantable en Dios, una fe que
Teofrasto manifestó a lo largo de toda su vida.
Por desgracia, perdió a su madre muy pronto, cuando era todavía muy niño. A
causa de su naturaleza débil y su propensión al raquitismo, el padre se ocupó de
él muy atentamente, prodigándole cuidados constantes. Se ocupó también de
forma admirable de su educación, uniendo lo útil con lo agradable; el doctor von
Hohenheim visitaba a menudo a sus pacientes acompañado de su hijo, lo que
permitía a este último sacar provecho de los beneficios que la vida al aire libre
supone para la salud. Los largos paseos a los que estaba acostumbrado desde su
más tierna infancia lo habían llevado por encima del Etzel, más allá de las
poblaciones que se encontraban a orillas del lago de Zúrich. De esta forma, el
joven Teofrasto entró muy pronto en contacto con la Naturaleza, a la que más
tarde llenó de alabanzas, calificándola de gran laboratorio y exaltando de ella su
propia luz, superior a la del sol. Pero por aquel entonces se conformaba con
aprender de las páginas de su gran libro, que su padre ojeaba con gran delicia
haciéndole descubrir las virtudes curativas de las plantas que se encontraban por
los prados y los bosques cercanos al Sihl, en el que se sucedían por turnos, según
los periodos de floración, prímulas, gencianas, salvia, ranúnculos, manzanilla,
cólquico, angélica, adormidera, belladona, datura, dedalera, achicoria y toronjil.
Por otro lado, los libros mágicos de esa época otorgaban propiedades
especialmente mágicas a algunas de estas plantas; con toda seguridad, estos
conocimientos impresionaron al niño, que de la mano del doctor asistía ya
maravillado al milagro de la Naturaleza.
Padre e hijo también debieron recorrer a menudo los antiguos bosques de alerces
que jalonaban la ruta de Bleiberg, en las pendientes de Dobratsch, para observar
los minerales en sus diversos aspectos y las transformaciones que experimentan
después de su extracción. Por otra parte, Paracelso evocará más adelante el gran
interés suscitado por estas minas, cuya indeleble huella permanecería en el
corazón de su memoria:
En Bleiberg se puede encontrar un maravilloso mineral de plomo que abastece a
Alemania, Panonia y Turquía, desde Italia a Hutenberg; hay mineral de hierro
que contiene un acero excelente y muchos minerales de alumbre, así como
vitriolo muy concentrado, mineral de oro y mineral de cinc, un metal raro y que
no se encuentra en ningún otro lugar de Europa. Hay también un excelente
cinabrio que contiene mercurio y otros metales, pero no me es posible
mencionarlos todos. Así pues, las montañas de Carintia son como un cofre que,
al abrirlo con una llave, revelara preciosos tesoros.
(Crónica de Carintia)
Estas minas pertenecían a la famosa familia de los Fugger de Augsburgo, que
habían fundado la Escuela de minas en la cual el doctor von Hohenheim
enseñaba a los capataces las particularidades de la química metalúrgica.
Teofrasto seguía también a su padre en esos menesteres y asistía a los cursos que
impartía, aunque se trataba de cursos para adultos. Es necesario aclarar que su
padre realizaba un gran número de experimentos en el pequeño laboratorio que
había construido en su residencia, en el número 18 de la plaza del mercado, en
Villach, y que por lo tanto el niño estaba familiarizado desde muy pequeño con
algunos rudimentos de la química antigua. Indudablemente, es fácil adivinar
cierta predestinación en el futuro Paracelso.
Muy pronto llegó el momento en que el niño tenía que recibir la educación que
correspondía a su edad. Entonces su padre decidió enviarlo a la famosa escuela
de los benedictinos del monasterio de San Andrés, en Lavantha, en la que el
joven cumplió con sus deberes religiosos. La instrucción religiosa que recibió
animó su creencia en un Dios de amor trascendental, principio único del origen
de todo, pero también en un Dios profundamente inherente a la Naturaleza y,
como consecuencia, al hombre. La vida interior y espiritual del joven Teofrasto
se desarrolló, por lo tanto, muy temprano. El encuentro con el obispo Eberhard
Baumgertner, que también era alquimista, contribuyó a ello con toda seguridad,
sobre todo porque el obispo practicaba la alquimia en los laboratorios de los
Fugger.
No debemos olvidar que Wilhelm von Hohenheim era invitado igualmente con
bastante frecuencia a practicar la alquimia, a veces en presencia de su hijo, que
asistía maravillado a la magia del crisol al rojo vivo en un fuego de fusión que
separaba el metal de los materiales inútiles. A continuación se realizaban los
múltiples juegos de manos y operaciones secretas que participaban en lo que se
podría considerar como una auténtica transmutación de la materia.
Seguramente, Teofrasto realizó allí su aprendizaje de alquimista, rematando los
conocimientos adquiridos en la escuela minera de Hutenberg sobre el arte de la
transformación de los minerales en metales y la observación del crecimiento de
los minerales en el interior de la explotación minera de los Fugger. Sin duda, ya
participaba en la dura labor de los mineros. La vocación alquimista tuvo que
nacer por entonces en el futuro Paracelso.
Muy pronto, el joven Teofrasto mostró un carácter turbulento pero ávido de
conocimientos, en el que ya se podían percibir los inicios de una fuerte
personalidad. Seguramente, su carácter era en parte producto de la genética, pues
su abuelo paterno estuvo dotado de una especial valentía, salpicada de fogosidad
y de ímpetu. En efecto, George Bombasto von Hohenheim, caballero de la orden
de San Juan, se había ilustrado acompañando a su soberano Eberhard el Piadoso
durante un periplo aventurero en Palestina. Además, era un verdadero caballero
andante, y actuó como caballero solitario en más de una ocasión. Tomó partido
en contra de la dieta del Imperio mostrando su desacuerdo con vehemencia, así
era el abuelo del futuro Paracelso: individualista, vengativo, incluso violento si
lo creía necesario. El niño tenía de dónde sacar ese temperamento impetuoso que
manifestaba sin vergüenza y que caracterizaría su tormentoso destino...
Sin embargo, esto no mancillaba de ningún modo sus preocupaciones místicas,
alimentadas por sus preceptores eclesiásticos (que, como ya hemos visto, no eran
personas corrientes), a las que podemos imaginar que se añadieron los
conocimientos ocultos de un prestigioso abad de Sponheim, Johannes
Trithemius, el abad Tritheim. Se dice que este dirigió una sociedad secreta de
herméticos a la que parece ser que perteneció el joven Teofrasto. Se estudiaba,
de forma paralela a los misterios de la Madre Naturaleza, los numerosos secretos
disimulados detrás de las parábolas y las alegorías de las Sagradas Escrituras, a
las que evidentemente el abad otorgaba una importancia primordial. El joven
Paracelso heredaría sus preciosos conocimientos de tendencia pansófica o
universalista.
Llegó después el tiempo de los estudios oficiales propiamente dichos. Teofrasto
estudió desde los 14 años, como estudiante nómada, en las universidades
europeas de mejor reputación. En efecto, este tipo de enseñanza era el más
adecuado para formarse una opinión, puesto que entre las universidades existían
divergencias de opiniones y aparecían a menudo fuertes controversias en materia
de conocimientos médicos. Sin embargo, tras sus estudios superiores en la
escuela de Basilea, obtuvo su diploma de bachiller en Viena (el humanista
Joachim Viadam era su rector). Después decidió ir a Italia, y en el año 1513 se
inscribió en la Universidad de Ferrara, de la que saldría en 1516 con el diploma
de doctor en Medicina, Doctor in utraque medicina, siguiendo la fórmula
utilizada en el norte de Italia.
Teofrasto von Hohenheim se había convertido en Paracelsus unos años antes, en
Basilea, donde existía la costumbre entre los estudiantes de helenizar o latinizar
su nombre, como Erasmus o Frobenius, por ejemplo; aunque es posible que el
origen de este nombre se encuentre en su padre, que quizás consideró que su hijo
era más sabio que Celsus, un famoso médico romano de la Antigüedad, nacido
en el siglo de Augusto y calificado como Cicerón de la Medicina por la pureza
de su estilo al describir, en su obra De arte medica, aproximadamente doscientas
cincuenta plantas con sus propiedades y aplicaciones terapéuticas, acompañadas
de un tratado sobre higiene médica. Es posible también que el seudónimo
Paracelso tenga su origen en el propio patronímico de Hohenheim, que significa
«el traslado de la morada o del hogar a las nubes espirituales».
EL ABAD TRITHEIM El abad Tritheim, hermético y ocultista de renombre, maestro y amig
Sea como fuere, Paracelso había nacido; este nombre se iba a hacer famoso con
el tiempo, y no sólo en la historia de la Medicina, tal como veremos más
adelante.
Pero, por ahora, el Paracelso que más nos interesa es el médico, y no podemos
dejar de lado la enseñanza didáctica a la que se vio sometido durante sus
estudios.
Con Hipócrates, la observación de la Naturaleza se legitimó; con Aristóteles
(384-322 a. de C.) aparecieron las bases del método experimental. Galeno,
médico griego del siglo II, se basó en las teorías de estos dos predecesores para
crear sus obras, que perduraron como principal fuente de saber médico hasta
mediados del siglo XVII. Un centenar de sus tratados se han conservado hasta
hoy, aunque escribió muchos más. Al preocuparse del valor terapéutico de las
drogas vegetales se convirtió en precursor de la farmacopea llamada galénica,
que tan de moda estuvo durante siglos.
HIPÓCRATES Hipócrates (460-377 a. de C.) es el más importante médico de la Antigüedad
Fue el primero en conceder gran importancia al estudio de la anatomía, en una
época en que nadie hubiera podido dedicarse a la disección de cadáveres. El
hecho de observar y curar las heridas de los gladiadores de los que era médico le
facilitó seguramente la tarea. Fue el único maestro de anatomía durante doce
siglos. Hasta la Edad Media, esta ciencia se enseñó además según la fórmula:
«Como afirmó Galeno...». Su obra descansaba sobre bases prácticas y teorías
curiosamente trazadas y alejadas del sistema aristotélico. Además, sus opiniones
se encontraban frecuentemente en desacuerdo con las de Hipócrates, lo que dio
lugar al nacimiento de la frase: «¡Hipócrates dice sí, Galeno dice no!». Su
notoriedad fue tal, que cuando los árabes invadieron Europa, Avicena y Averroes
se plegaron a su autoridad, aunque le sumaron la originalidad de conocimientos
específicamente orientales, expresados en obras como el Canon de la Medicina.
Patio trasero de la casa donde nació Paracelso, en Einsiedeln. A la izquierda, su
retrato, y a la derecha, el de su padre
A estas controversias evidentes que avanzaban a buen ritmo, hay que añadir las
dificultades de traducción de los manuscritos, del griego al latín, del latín al
árabe, y otra vez del árabe al latín, que produjeron, como es de imaginar,
numerosos contrasentidos.
Así pues, ante toda esta confusión, Paracelso se encontraba más cómodo con la
lectura de los escritos alquímicos y cabalísticos de Roger Bacon o de Johannes
Tritheim. Si a esto añadimos su ya conocido inconformismo, no nos resultará
difícil imaginar su fuego interior preparándose en silencio, esperando
pacientemente para revelarse como un volcán en el momento de la erupción. El
momento no tardaría en llegar.
Años de viajes y aprendizaje
En el tiempo de los estudios universitarios que Paracelso cursó en Italia,
principalmente en Ferrara, tuvo que cruzarse en su camino Christophe Clauser,
médico de Zúrich, así como con Wolfgang Talhauser, futuro médico de
Augsburgo. Fue seguramente alumno del médico y humanista crítico Nicolás
Leoniceno (1428-1524); así mismo, debió de seguir los cursos de Johannes
Ménard (1462-1536), que se sublevó contra cualquiera de las formas de la
medicina astrológica: «La plaga de la astrología es un virus», declaraba de modo
concluyente. Por supuesto, ni Avicena ni Hipócrates la defendían, y Pico della
Mirandola la acababa de rechazar, sobre todo, porque también la moral cristiana
se oponía a su práctica. Pero, ¿en qué consistía exactamente? Es una pregunta
que Paracelso se planteó a menudo a lo largo de su obra.
Después de su breve paso como estudiante errante por las universidades de
Basilea y Colonia, se dirigió a Montpellier, donde se había hecho famoso el
Doctor iluminado, el alquimista Arnaldo de Villanueva, y donde la influencia
árabe de la escuela de Bagdad más se dejaba sentir. De allí, Paracelso se dirigió a
Italia, primero a Bolonia, luego a Padua y por último a Ferrara, donde obtuvo su
diploma de doctor en Medicina, como hemos visto antes.
En lo que se refiere a ese periodo, escribió:
[...] puesto que no quise someterme a las enseñanzas ni a los escritos de estas
facultades, viajé más lejos, hasta Granada, y luego hasta Lisboa a través de
España [...]
(Libro de la Gran Cirugía)
Pero, mientras tanto, sus viajes iniciáticos le habían llevado hasta el Tirol, a
trabajar en las minas y en los laboratorios de los Fueger, en Schwaz, para
perfeccionar su conocimiento de los minerales, su extracción y su posterior
tratamiento. Allí, Paracelso se incorporó al trabajo abrumador de obreros y
mineros. Muy pronto, Segismundo Fueger se hizo amigo suyo y lo integró en su
grupo de alquimistas, junto a los que pudo realizar todo tipo de experiencias y de
manipulaciones.
Tras utilizar hornos, crisoles, retortas y otros utensilios, y después de muchas
calcinaciones, destilaciones, sublimaciones, fermentaciones, putrefacciones,
licuaciones, etc., Paracelso adquirió tales conocimientos, experiencia y dominio,
que decidió comenzar la redacción de un tratado titulado La Archidoxia Mágica.
Sobre ello escribió lo siguiente:
La alquimia que deshonran y prostituyen sólo tiene un objetivo: extraer la
quintaesencia de las cosas, preparar los arcanos, las tinturas, los elixires capaces
de devolver al hombre la salud que ha perdido.
La alquimia no consiste en hacer oro y plata; su objetivo es producir las esencias
soberanas y emplearlas luego para curar las enfermedades.
A pesar de la práctica coincidencia de apellidos, esta familia Fueger no estaba
emparentada con los Fugger que poseían minas en Bleiberg, pero entre sus
miembros se contaban los condes Fügen del Tirol, cuyas minas estaban situadas
cerca de Innsbruck.
Su permanencia en Schwaz, aunque resultó muy prolífica, sólo duró en realidad
diez meses; después, Paracelso tomó su bastón de peregrino y decidió recorrer
toda Europa en busca de nuevos conocimientos. Más adelante, escribiría:
Un doctor tiene que ser un viajero, puesto que es necesario investigar el mundo.
Las experiencias no son suficientes. La experiencia tiene que verificar lo que
puede ser aceptado y lo que no. El Saber es la experiencia.
En pleno auge del Renacimiento, en el momento en que Lutero presentaba un
centenar de tesis que marcaban el inicio de la Reforma, Paracelso retomaba su
camino, al principio por la península Ibérica, donde se volvió a impregnar de la
influencia de la Medicina árabe; después viajó por Portugal, y desde Lisboa se
embarcó hacia Inglaterra siguiendo las huellas que el monje alquimista Roger
Bacon había ido dejando aquí y allá, y que por aquel entonces se consideraban
ya reliquias, debido a que su visión de la Naturaleza había caído en desuso. Las
minas de estaño de Cornualles y las minas de plomo de Cumberland no pudieron
dejar indiferente a Paracelso.
Al saber que se había declarado una lucha violenta en los Países Bajos y que la
guerra estaba a punto de estallar —nos encontramos en el año 1519—, decidió
entonces abandonar Gran Bretaña para dirigirse al frente y ponerse al servicio de
la armada holandesa, que le nombró cirujano barbero (según la expresión usual
en aquella época), es decir, médico militar, tal como lo deja entender su Libro de
hospital. En el frente dispuso de múltiples ocasiones para curar a los heridos,
practicando el arte de la cirugía que había aprendido en la Facultad pero que
también había visto ejercer a su padre tantas veces durante su infancia. En esta
situación, la experiencia clínica estaba revestida de todo su valor. A propósito de
esto escribiría más adelante: «Los enfermos deberían ser los libros del médico».
Así pues, sin ninguna razón partidista, Paracelso acompañó diversas armadas al
campo de batalla, donde encontró la forma más segura de practicar la Medicina y
la cirugía mientras enriquecía sus conocimientos gracias a la profusión de
nuevas experiencias curativas, la mayoría de las veces en condiciones extremas.
En el año 1520 se marchó a Escandinavia, donde la guerra de Dinamarca estaba
causando estragos. Estuvo presente en el cerco de Estocolmo como cirujano
militar a las órdenes del rey Cristián II.
Después se dirigió a los Balcanes y se detuvo en Zeugg, al sur de Rijeka, en
Croacia; hasta embarcar hacia Venecia en el año 1522, donde se puso al servicio
de la República de Venecia, que se oponía en aquella época al emperador Carlos
I de España, también como cirujano militar. Esta situación, totalmente
inaceptable para un médico corriente, se convertía en algo normal en un hombre
con el temple de Paracelso. Participó, del lado de los venecianos, en la batalla
por la defensa de la isla de Rodas contra Solimán II el Magnífico, que mantenía
sitiados a los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén (a esta orden había
pertenecido su abuelo).
A pesar de todos los esfuerzos por recuperar el control de la isla, Rodas cayó en
manos de los turcos aquel mismo año. Paracelso se dirigió entonces a los
Balcanes, pasando por Dalmacia y Croacia; luego viajo por Valaquia, la
misteriosa Transilvania, Hungría, Prusia, Polonia y Lituania hasta llegar a Rusia;
durante este largo periplo convivió con los tártaros, lo que le permitió
familiarizarse con la vida nómada.
El rigor del clima de las estepas supuso para él una dura prueba, pero no le
impidió, ni mucho menos, ayudar a las comunidades errantes con las que
caminaba, ofreciendo de buena gana sus servicios como médico mientras iba
ganando cada vez más experiencia y eficacia. La urgencia de sus intervenciones
en los campos de batalla le había aportado la experiencia necesaria.
Una vez en Rusia, Paracelso hizo el camino en compañía de los cosacos hasta
Moscú, donde conoció a un príncipe tártaro con el que decidió viajar a
Constantinopla. Allí permaneció durante varios meses en casa de un famoso
oculista que, además, era nigromante, y que le enseñó muchos secretos del
esoterismo turco y árabe.
Todos estos conocimientos ocultos se fueron añadiendo a los que había obtenido
junto al abad Tritheim y sus otros maestros del pensamiento sobre la Cábala, la
alquimia y la Magia, aunque en sus encuentros clarividentes y sus
enriquecedores viajes siempre se esforzó por eliminar cuidadosamente la parte
de superstición que contenían estas ciencias.
Después de esta primera serie de viajes iniciáticos, su personalidad, que llevaba
mucho tiempo evolucionando, alcanzó la madurez. En su Cuarto Libro de las
Defensas escribió:
Las universidades no lo enseñan todo, en absoluto; es necesario que el médico
busque las prostitutas, los bohemios, las tribus errantes, los bandoleros y todas
las personas al margen de la ley, y que se informe en sus casas. Tenemos que
descubrir, por nosotros mismos, lo que sirve a la ciencia, viajar, vivir numerosas
aventuras y retener lo que puede ser útil durante el camino.
Aunque se pretendía que Paracelso estuvo en el Extremo Oriente y quizás
incluso en Egipto o en Etiopía, su testimonio invalidó por completo esta
información: «Yo no he visitado ni Asia ni África, digan lo que digan». Y la
justificación de sus numerosos viajes figura en las siguientes líneas:
Mis viajes me han permitido desarrollarme: ningún hombre se convierte en
maestro en su casa, y no es detrás de la sartén donde encontrará a quien le
instruya. Porque el conocimiento no está encerrado, sino que se aprende en el
mundo entero. Es necesario ir en su busca y capturarlo allí donde se encuentre.
Las enfermedades vagan por toda la tierra, no se quedan en el mismo lugar. Si un
hombre desea conocerlas, es necesario que vague él también. Los viajes
instruyen más que la inmovilidad en el hogar. Un doctor tiene que ser también
un alquimista. Así pues, es necesario que vea a la Madre Naturaleza allí donde
ella prodiga sus minerales, y puesto que la montaña no viene a él, es necesario
que él vaya a la montaña.
¿Cómo puede observar un alquimista el trabajo de la Naturaleza si no se
encuentra allí donde yacen los minerales? ¿Se me reprocha el hecho de haber
descubierto los minerales, de haber encontrado su espíritu y su corazón, de haber
guardado atentamente su conocimiento para poder separar la materia pura de los
minerales? ¿Cuántas privaciones he tenido que sufrir para conseguirlo?
¿Por qué la reina de Saba llegó de orillas lejanas para escuchar la sabiduría de
Salomón? Pues porque la sabiduría es un don de Dios, y este sólo la concede a
los que la buscan con esfuerzo. Es verdad que los que la buscan poseen menos
que aquellos que no lo intentan. Los médicos que se quedan en su casa llevan
ropas de seda y cadenas de oro; los que viajan, prácticamente no pueden pagar ni
siquiera lo que vale un blusón. Los que se quedan en casa se alimentan con
perdices, los que viajan en busca de la ciencia, comen sopa de leche.
Como dice Juvenal, no tienen posesiones pero saben que «el único viajero feliz
es el que no posee nada».
Considero que, para mí, es más un honor que una vergüenza haber realizado
todos mis viajes con tan pocos gastos. Y confirmo que esto es cierto en lo
relativo a la Naturaleza: todos aquellos que deseen penetrarla tienen que pisotear
los libros con sus propios pies. La escritura se aprende a través de las letras. La
Naturaleza, a través de las distintas comarcas, puesto que cada una de ellas
representa uno de sus libros. Así es el Codex Naturae, cuyas páginas tiene que
hojear el hombre.
Paracelso volvió a Villach en el año 1524; allí volvió a ver a su padre y a vivir en
la casa de este durante varios meses, hasta que llegó el verano y se marchó a
Salzburgo, tal como cuenta en uno de sus escritos dedicado a la Virgen María.
Tenía la intención de instalarse en esta ciudad, tal como demuestra el conjunto
de bienes personales que dejó allí cuando se fue de forma precipitada al año
siguiente.
Pero algo alteró sus planes. Se había comprometido en una lucha social
organizada por los mineros y los campesinos contra el poder del lugar, y habían
estallado algunos disturbios bastante graves. El comportamiento de Paracelso en
Salzburgo demuestra bastante bien su carácter: en nombre de los principios
morales y espirituales, no dudaba en comprometerse en la lucha social contra la
injusticia que iba encontrando en su camino.
Fue detenido pero escapó por poco a la muerte bárbara que le estaba reservada;
huyó sin pedir nada a cambio de la ayuda ofrecida y se dirigió al Danubio,
aprovechando para visitar los manantiales curativos de Baden, en Suecia. En la
trayectoria de sus viajes se encontraban siempre las zonas mineras y las ciudades
que tenían aguas termales, porque eran los lugares donde se revelaban las
maravillas de la Naturaleza.
En 1526 volvió a Württemberg y se estableció durante algún tiempo en Tubinga,
donde practicó la Medicina y la cirugía rodeado de un buen número de
estudiantes. Luego se marchó a Friburgo de Brisgovia, porque en esta ciudad
había una universidad. Durante el viaje, encontró el modo de prodigar sus
cuidados a la abadesa de Rottenminster.
Debido a la hostilidad con que le recibieron a su llegada, abandonó muy pronto
Friburgo y se dirigió a Estrasburgo, que todavía no tenía universidad aunque el
proyecto acababa de plantearse. En esta ciudad podía ejercer al mismo tiempo la
Medicina y la cirugía; sin embargo, allí se encontró con la virulenta oposición de
un feroz partidario de Galeno, Vendélinius y, además, con el cirujano Wendelin
Hock, con el que entabló una controversia de tipo anatómico que perjudicó
considerablemente sus esperanzas de hacer carrera en Estrasburgo. A pesar de
todo, el tiempo que estuvo en la ciudad realizó de forma cotidiana numerosas
curaciones que, para algunos, tenían algo de milagrosas.
Durante el verano del año 1526 se trasladó a Basilea, donde Johannes Froben, un
gran amigo del filósofo humanista Erasmo, lo había llamado para que lo curase
de una mala fractura del pie derecho. Antes de su llegada, se había previsto
incluso la amputación del miembro pero, al cabo de unas semanas, Froben estaba
totalmente curado y pudo volver a su actividad como impresor y editor.
Durante su estancia en Basilea Paracelso entabló relación con el huésped de
Froben, el gran Erasmo en persona, al que diagnosticó gota, cálculos renales y
litiasis biliar. Tiempo después, Erasmo le envió una carta en la que le demostraba
una gran confianza en su ciencia:
Es absolutamente razonable, oh físico por quien Dios da la salud del cuerpo,
desear la salud eterna a tu alma... Sufro dolores en el hígado pero no soy capaz
de adivinar la causa; desde hace muchos años, sé que mis riñones están
enfermos. La tercera enfermedad no la entiendo suficientemente pero, sin duda
alguna, es muy seria. Si existe alguna solución cítrica que pueda aligerar el
dolor, te ruego que me la comuniques... No puedo ofrecerte unos honorarios
equivalentes a tu ciencia, pero sí la gratitud infinita. Tú has devuelto del país de
las sombras a Frobenius (Froben), que es mi alter ego, y si consigues curarme a
mí, habrás curado a dos seres que no son más que uno...
Por descontado, Paracelso consiguió curar al famoso humanista, y Erasmo le
mostró su gratitud consiguiendo que el Senado de Basilea lo llamase a finales
del año 1526 para ofrecerle un puesto en la universidad. Su nominación se hizo
efectiva gracias a la intervención de un tal Hussgen en marzo del año 1527. Se
trataba de un amigo de los reformadores de Estrasburgo, con los cuales
simpatizaba Paracelso.
Hussgen se beneficiaba de una gran influencia ante el alcalde y el ayuntamiento,
de mayoría protestante, algo que no ocurría en la universidad. Aunque era un
ferviente católico, Paracelso compartía las preocupaciones sociales y
progresistas de los reformadores, que veían en él al Lutero de la Medicina, por
ser poseedor de métodos originales extremadamente eficaces. Es importante
señalar que también sus detractores de confesión católica utilizaban esta
expresión, pero con un carácter fuertemente peyorativo. A esta crítica acerba,
Paracelso replicaba de la siguiente forma:
Los enemigos de Lutero son, en gran medida, fanáticos, bribones, santurrones y
trapaceros. ¿Por qué me llamáis el Lutero de la Medicina? Sé que con este
nombre no intentáis honrarme, puesto que despreciáis a Lutero. Pero yo no
conozco a muchos enemigos de Lutero, sólo a aquellos cuyos bajos instintos
están en conflicto con su Reforma. Aquellos a cuyas arcas hace daño son sus
enemigos. Dejo a Lutero la tarea de defender lo que dice, de la misma forma que
yo soy responsable de mis propias palabras. Todos los que son enemigos de
Lutero se merecen mi desprecio.
Por otro lado, no podemos olvidar que la Academia no había sido consultada
acerca de su nominación, lo que le valió las peores quejas por parte de sus
miembros. En consecuencia, las autoridades académicas no tardaron en
manifestar su hostilidad hacia Paracelso, que escribió al respecto:
Consideran que no poseo ninguna capacidad ni el derecho de dar clases sin su
ciencia y su consentimiento, y destacan que explico mi método de la Medicina
de una forma inusitada y que, como consecuencia de ello, no sabría instruir en
grandes clases.
Además, nuestro Lutero de la Medicina no había dudado en extender por toda la
ciudad de Basilea una proclamación pública:
Así pues, ¿quién ignora que la mayoría de los médicos de nuestro tiempo han
fracasado en su misión de la forma más vergonzosa, haciendo correr los mayores
riesgos a sus enfermos? Han seguido y defendido, con un pedantismo extremo,
las sentencias de Hipócrates, de Galeno y de Avicena, como si estas hubieran
salido del trípode de Apolo junto a otros tantos oráculos, y como si no fuera
posible alejarse de ellas ni un ápice. Apoyándose en estas autoridades se forman,
cuando así lo quieren los dioses, doctores en Medicina imbuidos de su título,
pero no médicos... Como invitado de las autoridades de Basilea, que me ofrecen
un trato generoso, enseñaré durante dos horas al día Medicina práctica y teórica;
y me aplicaré, con el mayor celo posible y para que mis oyentes saquen el mayor
provecho de ello, a exponer el contenido de algunos manuales de Medicina y de
cirugía escritos por mí mismo. No se trata de libros —como los que utilizan
otros— que copian a Hipócrates o no sé a quién, sino de manuales que he
redactado basándome en mi propia experiencia, puesto que la experiencia es
nuestra suprema maestra de escuela, y en mi propio trabajo. Así pues, serán la
experiencia y la razón y no las autoridades las que me dirijan cuando quiera
demostrar algo.
Que Dios nos guíe y podamos trabajar con tal ahínco que nuestros esfuerzos por
avanzar en el arte de la curación tengan éxito.
Durante su clase inaugural en la universidad afirmó:
Los lazos de mis zapatos encierran más sabiduría que Galeno y Avicena juntos, y
mi barba tiene más experiencia que toda su Academia...
Unas semanas después de la publicación de su Manifiesto y de su primera clase,
aprovechando el alboroto de los estudiantes con ocasión de la celebración de San
Juan (el 24 de junio de 1527), Paracelso procedió a un auto de fe con el Canon
de Avicena: lo arrojó a las llamas gritando:
Quémate en el fuego de San Juan para que todos los infortunios desaparezcan en
el aire con tu humo.
¡Fue la apoteosis! Su inspiración, al servicio de su anticonformismo, expresaba
sin compromiso y con vehemencia toda la originalidad de su obra. El gran
Laboratorio es el de la Naturaleza, y él exhortaba de esta forma a sus estudiantes
para que la comprendieran:
Salid a la Naturaleza cubierta por una única bóveda, donde los apotecarios son
los valles, los prados, las montañas y los bosques, que nos ofrecen las
provisiones para nuestras farmacias.
Respecto a las virtudes de una eventual panacea, declaraba:
Sería como si se montaran todos los caballos con la misma silla de montar: se
obtendría más mal que bien.
Siguiendo con la redacción de su Archidoxia Mágica, durante sus exposiciones
insistía constantemente en la lenta maduración de las preparaciones:
Es el hombre el que se convierte en artista, el que prepara el cuerpo y lo
convierte en lo que es mediante su ciencia. Su obra lo completa. Pero la
preparación tiene que ser la Exaltatio Paroxismi porque, en caso contrario, el
resultado es nulo y el cuerpo es tan inútil como si aún fuera parte del barro.
Paracelso no se conformó con revolucionar la Medicina de forma edificante;
además, daba sus clases en alemán, algo que no se había hecho nunca antes,
puesto que la lengua vernácula se había despreciado siempre en provecho de la
lengua culta, el latín. Esta infracción de una costumbre que perduraba desde
hacía generaciones estaba considerada como una profunda falta de respeto,
incluso como un atentado contra la dignidad, puesto que así manifestaba una
vulgaridad sin medida. Sin embargo, la intención de Paracelso era conseguir que
sus enseñanzas, a pesar de todas sus sutilezas, fueran más accesibles a los
estudiantes.
Evidentemente, no tardó mucho en convertirse en la oveja negra de sus colegas,
que desde entonces no dudaron en castigarlo con un panfleto en latín que
pretendía haber salido de la sombra de Galeno. Esta cruel sátira, titulada La
sombra de Galeno contra Theophrastus o, mejor dicho, Cacophrastus, estaba
dirigida por los doctorculi de la universidad, y fue exhibida en el portal de las
iglesias de San Martín y de San Pedro de Basilea. Este era su ignominioso
contenido:
¡Que me muera si te juzgan digno, canalla, de vaciar el orinal de Hipócrates o de
cuidar de mis cerdos! ¡Buitre, que te vistes con las plumas que has robado! Sin
embargo, tu engañosa y pobre fama no durará mucho. ¿Qué quieres enseñar? Tu
estúpida boca ignora las palabras extranjeras y, por ello, no eres ni siquiera capaz
de exponer la obra que has robado.
¿Qué quieres hacer, imbécil, ahora que has sido descubierto de parte a parte, por
dentro y por fuera, y que te han aconsejado con razón que cojas una cuerda y te
cuelgues?
Al verse vilipendiado de esta forma, Paracelso se sintió herido en lo más hondo
de su ser; lo que habían percibido en él como arrogancia e impertinencia era, en
realidad, la expresión de la originalidad de su enseñanza que, según él, pasaba
obligatoriamente por un cuestionamiento de la sociedad conformista y del orden
establecido que, en caso necesario, no debía tener en cuenta los usos y
costumbres universitarias. Sin embargo, Paracelso no se dejó hundir y decidió
replicar a sus detractores con una contraofensiva; para ello solicitó la rigurosa
intervención del consejo municipal:
Con una indignación y un malestar insoportables, la víctima sólo puede solicitar
a los magistrados protección, ayuda y consejo. Aunque hasta ahora ha mantenido
el silencio frente a las múltiples cartas calumniosas que le han sido enviadas, en
la actualidad no sabría sufrir con paciencia la injuriosa y ultrajante sátira que se
exhibe públicamente.
Pero la calumnia llevaba buen ritmo y amenazaba con arrastrar hasta las filas de
los detractores a sus propios amigos, como su secretario Oporinus, humanista,
impresor y profesor de griego en la universidad. Ocurrió que Froben, al que
Paracelso había curado un año antes, tuvo la desgracia de morir de repente a
causa de una apoplejía. Entonces, los que despreciaban al médico maldito
aprovecharon inmediatamente la ocasión para acabar con su prestigio,
denigrándolo sin compasión y poniendo en tela de juicio sus conocimientos
médicos, aunque en realidad, la apoplejía de Froben fuera el resultado de un
agotador viaje a caballo hasta Fráncfort, que además fue realizado contra la
indicación expresa de Paracelso.
Este acontecimiento fue la gota que colma el vaso: acabó por desencadenar las
pasiones, y el desafortunado Paracelso se vio sepultado bajo una lluvia de cartas
anónimas en las que llegaban a acusarle incluso de homicidio y denunciaban su
famoso laudanum.
A pesar de todo, Paracelso consiguió contenerse frente a la estupidez de las
acusaciones hasta que, víctima de una clara estafa por parte del canónigo
Lichtenfels, su cólera se desató. Lichtenfels se negaba a pagarle los cuidados que
le había prodigado y que habían alejado al religioso de la desgracia de una
muerte segura. Los jueces acordaron injustamente dar la razón al rico canónigo
de la catedral y, a partir de ese momento, Paracelso dio vía libre a su rabia y
redactó estas pocas líneas dirigidas a dichos jueces:
¡Cómo pueden comprender el valor de mis medicinas si su método es el de
vilipendiar a los médicos. [...] Si un enfermo se cura, le dicen que no debe
desembolsar nada por su curación, de manera que el enfermo y la ley juzgan la
ciencia médica de la misma forma que juzgarían el oficio de zapatero!
Al leer estas palabras, se dio la orden de que Paracelso fuera detenido. Se
decidió incluso un exilio eventual y un destierro a una isla del lago de Lucerna,
pero unos amigos le advirtieron en secreto de esta decisión y Paracelso consiguió
abandonar Basilea esa misma noche.
Símbolo del Rebis alquímico
Médico extraordinario y hombre genial
Paracelso había suscitado una manifiesta hostilidad en sus enemigos declarados
—la Facultad y el gremio de boticarios— y había insultado públicamente al juez
que desestimó su demanda cuando intentó recuperar lo que le debía aquel
eclesiástico adinerado. A consecuencia de estos hechos, en enero de 1528 se vio
amenazado por un arresto inminente y tuvo que abandonar Basilea de forma
precipitada.
Paracelso abandonó Suiza y se dirigió a Alsacia. En un primer momento fue a
Ruffach, donde se convirtió en huésped del doctor Valentin Boltz, autor de Seis
Comedias de Terencio, con el que entabló una amistad que duraría toda su vida.
Al abandonar Ruffach se dirigió a la capital de la Alta Alsacia, Colmar, donde
fue acogido durante un tiempo por el doctor Lorenz Fries. Según sus propias
palabras, allí encontró «lo que había buscado después de la tormenta: la
seguridad y algunos días de tranquilidad».
Con estas palabras describía su situación, mediante una carta, a uno de sus
antiguos alumnos, Bonifacio Amerbach, amigo de Erasmo y del pintor Hans
Holbein. Amerbach pertenecía a una muy buena familia de Basilea —su padre
era un grabador de reconocido talento y había publicado una excelente edición
de la obra de San Agustín—, y enseñaba Derecho en la universidad. Paracelso
aprovechó la carta para pedirle que intentara, de su parte, conseguir su
rehabilitación frente a las autoridades de Basilea:
Quizás he hablado con demasiada libertad contra los magistrados y otras
personas, pero eso no es importante, puesto que puedo responder a las
acusaciones que se realizaron contra mí.
Así pues, al sentirse en Alsacia en un clima de plena confianza, decidió mandar a
Oporinus a buscar los preciosos instrumentos que se había visto obligado a
abandonar en Basilea, debido a la precipitación con la que tuvo que dejar la
ciudad, e instalar un pequeño laboratorio en el sótano de una vivienda. La
redacción de algunas de sus obras, principalmente el tratado de cirugía, que
había interrumpido hasta entonces, se vio de nuevo retrasada por las numerosas
consultas, a pesar de que Oporinus, que jugaba a hacer de apotecario, aseguraba
el mantenimiento del laboratorio, además de proclamar, a aquellos que querían
escucharle, que «en Alsacia, todos lo admiraban [a Paracelso], como si fuera el
propio Esculapio». Orgulloso de su fama de médico de casos desesperados,
Paracelso tenía muchos pacientes a los que visitaba a domicilio o recibía en su
consulta. Trabajaba sin tregua para aliviar sus males. Sus relaciones con la
población eran inmejorables. Estableció una gran amistad con el magistrado
Conrad Wickram, así como con el gobernador de la ciudad, Jérôme Boner, un
humanista traductor de Herodoto, Demóstenes y Tucídides. En señal de amistad
y de sincero homenaje, dedicó a cada uno de ellos uno de sus tratados, uno sobre
las Úlceras, otro sobre la Viruela y el tercero sobre la Parálisis.
EL DOCTOR LORENZ FRIES El doctor Florenz Fries era autor de obras de Medicina popu
Después de pasar un año en Colmar, Paracelso decidió ir a Esslingen, una
población en la que sus familiares, los Hohenheim, conservaban algunas
posesiones. Se separó de su asistente Oporinus, que debía regresar a su casa, con
su familia, e improvisó un laboratorio en una casita situada en el bosque de San
Blas. Durante su estancia en este lugar tan propicio al recogimiento y la
meditación, llenó el granero abuhardillado de signos cabalísticos y símbolos
astrológicos. Allí fue donde redactó sus Pronósticos para Europa, referentes al
periodo comprendido entre los años 1530 y 1534. Esta obra profética se revelaba
como algo inesperado en un médico —aparte del caso de Nostradamus— y
descubría un aspecto particularmente ocultista de la personalidad de Paracelso,
sobre el que tendremos la oportunidad de hablar de nuevo más adelante.
Después de esta enigmática estancia en Esslingen, en el mes de noviembre de
1529, Paracelso se puso de nuevo en marcha para dirigirse hacia Nuremberg,
donde se encontró de manera fortuita con el extraño místico e historiador
Sebastian Franck. En este importante centro comercial esperaba encontrar una
ciudad propicia al reconocimiento de sus cualidades como médico
extraordinario. Sin embargo, su reputación de excéntrico camorrista le había
precedido entre los médicos y los apotecarios de la ciudad y tuvo que hacer
frente, a su llegada a Nuremberg, a la hostilidad que le manifestaban. Decidió
entonces lanzarles un gran desafío, que consistía en curar a los pacientes que la
Facultad juzgaba como incurables. Trabajó tanto y tan bien que nueve leprosos
de quince recobraron el uso de sus miembros, algo que evidentemente no hizo
más que atizar el odio de sus envidiosos colegas. Paracelso lo dejó estar y
aprovechó su estancia en Nuremberg para continuar la redacción y corrección de
diversos tratados, dedicados sobre todo a las lesiones corporales y a la sífilis,
para la cual estaba experimentando un nuevo tratamiento. Sometió sus escritos a
la Corte de censura que se había instituido sólo unos pocos años antes, en 1523.
De esta forma intentaba asegurarse la autorización que le permitiría imprimirlos.
Mientras Frédéric Peypus realizaba la edición, se marchó a Beratzhausen, donde
preparaba nuevos textos, convencido de su próxima impresión.
Desgraciadamente, esta esperanza desapareció enseguida, cuando llegó una
orden de Nuremberg que prohibía cualquier nueva publicación de sus obras.
En efecto, bajo la presión de la Facultad de Leipzig, el consejo de Nuremberg
había decidido intervenir contra el médico que se sublevaba constantemente
frente a lo que consideraba como peligrosas equivocaciones por parte de sus
colegas. Totalmente anonadado por esta decisión cuya parcialidad era flagrante,
Paracelso renunció a volver a medium y se quedó en Beratzhausen para
continuar, a pesar de todo, con la redacción de sus obras. Empezó incluso la
redacción de un tratado de orden teológico que trataba sobre la Interpretación del
Salterio de David.
Así pues, al médico y al ocultista le sustituía el filósofo teólogo, asumiendo una
dimensión que era también esencial en el hombre genial que era Paracelso.
Trataremos de ello más adelante. En lo que se refiere a sus tratados médicos,
empezó la redacción del primer libro de su Paramirum, e incluyó en el prólogo
del mismo una advertencia que demostraba con gran elocuencia sus intenciones.
Escribió lo siguiente:
Rudos y ásperos son los vientos que la verdad levanta contra sus discípulos y, a
pesar de todo, he esperado siempre que Aquel que ama el alma del hombre, ame
también su cuerpo, que Aquel que salva el alma, salvará también el cuerpo, y me
he esforzado en trabajar para el bien de todos. Pero los celos de algunos me lo
impidieron y se convirtió en un viento difícil de soportar. Por ello, lector, no me
juzgues por el primero o por el segundo, ni siquiera por el tercer capítulo;
obsérvame hasta el final y pon a prueba a través de tu propio juicio el contenido
de estas páginas. No te dejes asustar por los temas que trato; considera y valora
mis escritos, sin favor, sin amistad, valorándolos con equidad. Puesto que por la
predestinación divina, otros libros seguirán a este, edificados sobre sus bases y
ellos te informarán más ampliamente; así pues, entiende este e instrúyete con lo
que explica.
Tras unos meses muy prolíficos en cuanto a la producción de su obra, Paracelso
tuvo que volver a ponerse en camino después de verse envuelto en otro injurioso
enfrentamiento, pero esta vez fue un particular el responsable.
Un tal Bastien Casner, que vivía a menos de treinta leguas de su casa, había
recibido sus cuidados y parecía estar satisfecho con ellos, pero llegado el
momento de pagarle sus honorarios se negó por las buenas; además, su cuñado,
que también era médico, le robó los remedios para poder continuar él con la cura
y despidió a Paracelso de forma indecorosa. Paracelso ya no aguantaba más pero
no quería llegar a las manos, de modo que cogió su bastón de peregrino.
Albergaba ya muy pocas ilusiones respecto a la bondad humana; también su
actividad secundaria como predicador de impetuosos sermones hacía aumentar
su fuerte decepción. Así pues, en el mes de marzo de 1531 decidió dirigirse,
después de algunas peregrinaciones, al sur de Alemania, a la ciudad de SanktGallen, que era una importante encrucijada internacional y cuyo alcalde interino,
Joachim de Watt (Vadian), era un reformador suizo famoso además de ser un
médico humanista reconocido en su ciudad. Por otra parte, se había codeado con
Wilhelm von Hohenheim, el padre de Paracelso, durante su estancia en Villach
muchos años antes. Paracelso le dedicó los tres primeros tomos de su Paramirum
en señal de reconocimiento.
Cuando lo llamaron para una consulta en casa de su colega, el concejal Christian
Studer, se convirtió en su huésped; el concejal era suegro del metalúrgico y
alquimista Bartholomée Schowinger, apodado el rico filósofo, que trabajaba en
el laboratorio del Castillo de Horn. Estaba protegido por el emperador Fernando
y, por ello, poseía una enorme influencia. Paracelso se benefició de esta relación
y participó en operaciones alquímicas en el castillo de Horn.
EL PARAMIRUM Y EL PARAGRANUM El Paramirum es uno de los trabajos fundamental
Paracelso, que había curado a su anfitrión, completaba perfectamente su tarea de
médico visitando de forma gratuita a los pobres de la ciudad y sus alrededores.
Durante ese periodo pudo terminar la redacción del Paramirum, su «Obra más
allá de las Maravillas» donde trataba numerosos aspectos de la Medicina que
entonces resultaban absolutamente originales, desde las enfermedades
producidas por el tártaro hasta las que engendra la imaginación.
Sin embargo, tampoco en esta ocasión Paracelso supo resistir a la tentación de
tomar partido en el conflicto religioso que se estaba produciendo en SanktGallen, que enfrentaba a los católicos contra los partidarios del teólogo
reformador Zuinglio, que había suprimido la misa y el celibato de los curas.
Paracelso, aunque seguía siendo de confesión católica, se puso de parte de estos
últimos.
Después de que Zuinglio muriera en una batalla y que su partido, al que estaba
adherido Vadian, se deshiciera, Paracelso decidió abandonar Sankt-Gallen y
volver a su nomadismo solitario. Tras estos trágicos acontecimientos se sintió
aún más obligado a continuar con su misión de predicador. Así pues, se dispuso
a profundizar en la Biblia y a redactar numerosos textos teológicos.
Por entonces se calificaba a sí mismo como Doctor de las Sagradas Escrituras.
Su apostolado se resumía, aparte de sus escritos, en una especie de Medicina
pastoral en la que sus sermones ocupaban un lugar tan importante al menos
como la práctica de su arte. Según él, la Biblia no se tenía que seguir al pie de la
letra, puesto que a la lectura de las alegorías únicamente se podía aplicar una
interpretación esotérica que permitiera descubrir su verdadero sentido. Sobre
este tema escribió lo siguiente:
Un sabio naturalista sería muy poco lúcido si se creyera a pies juntillas el libro
de Moisés en el Génesis. Sus conclusiones serían de una parcialidad risible.
Además, cuestionaba con vehemencia el poder desorbitado de los sacerdotes
como directores de la conciencia; por ello, no dudó en escribir:
El conocimiento que nuestros sacerdotes poseen no les llega de Dios sino que lo
aprenden unos de otros. No están seguros de la verdad que enseñan; por eso
argumentan, embaucan y prevarican; caen en el error y en la ilusión, tomando
sus propias opiniones como si fueran sabiduría divina. Hipocresía no es santidad,
pretensión no es poder, artificio no es sabiduría. El arte de discutir, adulterar,
pervertir y deformar las verdades puede aprenderse en las escuelas, pero el poder
de reconocer y de seguir la verdad no se consigue con títulos académicos sólo
otorgados por Dios.
(De Fundamento Sapientiae)
Unir íntimamente el alma humana a Dios, esta era la postura adecuada según
Paracelso:
La creencia no es la fe... Dios no nos quiere crédulos ni tontos... Tenemos que
aprender a conocer a Dios y únicamente lo podemos conseguir mediante la
adquisición de sabiduría. Para ello necesitamos el amor de Dios, pero este sólo
nacerá en nuestros corazones si sentimos un gran amor por la humanidad. El
Dios del macrocosmos y el Dios del microcosmos actúan uno sobre otro; en
esencia, los dos no son más que uno, puesto que sólo hay un Dios, una ley y una
Naturaleza por los que la sabiduría puede manifestarse.
(De Fundamento Sapientiae)
Esta exhortación a seguir la vida divina resulta aún más hermosa por venir de un
médico y predicador maldito.
Durante el año 1532, Paracelso continuó su andadura por el interior de los Alpes;
en 1533 llegó al cantón de Appenzell, donde se dedicó a prodigar sus cuidados a
los suizos más pobres.
Vagabundeó por Appenzell durante muchos meses. Parece ser que residió
durante algún tiempo en Urnaesch y en Huntvil, donde terminó el Paragranum y
continuó con la redacción de su Gran Cirugía. Luego volvió a las minas de Halle
y de Schwaz, lo que le permitió escribir su tratado sobre la enfermedad de los
mineros.
Puesto que se vio de nuevo en la miseria, decidió abandonar la región a
principios del año 1534 y, recorriendo las montañas hasta el valle del Inn, en el
Tirol, llegó finalmente a Innsbruck, donde contaba con obtener del burgomaestre
la autorización para ejercer; evidentemente a causa de su apariencia miserable,
su petición fue rechazada, como solía suceder:
Debido a que me presenté sin los perifollos habituales de mis colegas, volvieron
a despreciarme y me obligaron a irme. El burgomaestre estaba acostumbrado a
los doctores vestidos con sedas o púrpuras, y no con ropas quemadas por el sol.
Paracelso se marchó esta vez en dirección a Stertzingen, atravesando el paso de
Brenner. En julio o agosto de ese mismo año, la peste hacía estragos en esa
región, y Paracelso, que había adquirido gran experiencia sobre ella durante sus
viajes anteriores, se dedicó con todas sus fuerzas a contener la plaga, aunque
volvió a verse enfrentado a la hostilidad de los eclesiásticos, en este caso, tanto
los católicos como los reformistas.
Por desgracia, durante este nuevo contacto con epidemia no pudo escapar a ella
y cayó gravemente enfermo, al mismo tiempo en que su padre moría en Villach,
tal como demuestra el pergamino que establecía la herencia en su favor:
Nosotros, los magistrados, el consejo y toda la comunidad de Villach,
testimoniamos abiertamente en esta carta, que el sabio y famoso doctor Wilhelm
Bombasto von Hohenheim, licenciado en Medicina, ha vivido entre nosotros, en
Villach, treinta y dos años, y durante todo este periodo de tiempo llevó una vida
honorable. Con benevolencia queremos hacer constar su rectitud, su vida justa,
sin censurarlo, tal como nos incumbe hacer. En el año 1534, en el día de Nuestra
Señora, abandonó el mundo de los vivos, aquí en Villach. ¡Que el Todopoderoso
se apiade de su alma! Del nombrado Wilhelm Bombasto von Hohenheim, el muy
honorable y sabio Teofrasto Bombasto von Hohenheim, doctor en las dos
Medicinas, es el hijo por matrimonio y el heredero más próximo, y fue tenido
como tal por el ya nombrado Wilhelm Bombasto von Hohenheim... Y para que
este documento pueda servir como prueba irrefutable, colocamos en él el sello
de la ciudad de Villach.
Así pues, Paracelso no volvió a ver a su padre, al que le unían lazos filiales de
gran profundidad y por el que sentía una admiración sin límites. La desaparición
de su padre se añadió al mal que ya sufría.
Por suerte se recuperó de la peste, pero la enfermedad lo dejó muy debilitado y
su convalecencia fue dolorosa y triste. Sin embargo, se fue recuperando
progresivamente. Durante ese periodo de tiempo aprovechó para redactar un
opúsculo de cuatro capítulos dedicado a La Peste que presentó al burgomaestre y
a los magistrados de la ciudad.
Poco después de su recuperación, Paracelso decidió abandonar la ciudad de
Stertzingen. Desde allí se dirigió a Merano y a Vetlin, que consideraba una
región especial:
Es la región más sana que existe, más que Alemania, Italia y Francia, más que
cualquier otro país de Europa occidental y oriental, donde no existe ni la gota ni
los reumatismos ni los cálculos.
Desde Merano, decidió atravesar el puerto de Penser hasta Hohenthauern,
visitando Krymlerthauern, Felberthauern, Fushk y Raurischerthauern.
Aprovechó para estudiar lo que más tarde calificaría como enfermedades de las
montañas. Al llegar a Saint-Moritz, estudió las virtudes curativas de las aguas de
manantial y analizó su composición química. Destacó las propiedades de su agua
acidulada:
Elimina la gota y proporciona al estómago el vigor del estómago del pájaro, que
digiere el tártaro y el hierro.
A continuación se dirigió a Pfäffers, donde pudo observar enfermos a los que
hacían descender desde un pabellón situado en la parte alta del desfiladero hasta
las aguas curativas.
LAS AGUAS CURATIVAS Bañaban a los enfermos para aliviarles de sus males. Las bañera
Paracelso postulaba el empleo de diecisiete plantas medicinales, la mayoría de
ellas aromáticas, para llevar a cabo con ellas baños de diferentes propiedades,
sobre todo para heridas y reumatismos. Por ejemplo, las aguas de Pfäffers, según
él, correspondían a la melisa y al eléboro. Fue el primero en atribuir a las aguas
de manantial distintas virtudes en función de su composición mineral, con lo
cual estaba estableciendo las bases de la futura balneología.
Paracelso fue enviado al monasterio de Pfäffers para curar al abad Jacob
Russinger, a la atención del cual redactó incluso un consilium (una disposición).
Luego, en el mes de septiembre de 1535, se dirigió a Württemberg y durante el
viaje se detuvo en Mindelheim, donde tuvo la oportunidad de curar al consejero
municipal Adam Reysner. A continuación se dirigió a Saint-Gothard, en
Splügen, y atravesó el puerto de Haken.
A finales de año decidió dirigirse a Ulm para encontrarse con un editor y así
poder publicar su Gran Cirugía, que ya tenía acabada. Descontento de esta
primera edición, se dirigió a Augsburgo, donde confió la versión corregida y
completada al impresor Heinrich Steiner. La dedicó al «muy poderoso augusto
príncipe y señor Fernando, rey de Roma y archiduque de Austria». Esta obra
obtuvo en el momento de su aparición un gran éxito. Inmediatamente después de
su publicación, en el mes de agosto de 1536, Paracelso emitió sus Pronósticos
para los próximos veinte años; esta vez dedicó la obra al emperador Fernando, y
rápidamente se tradujo al latín. Paracelso estuvo en Augsburgo hasta el
comienzo del año 1537. Después, pasando por Nördlingen, Múnich, Passau y
Efterdingen, cerca de Linz, se detuvo en casa de Johann von der Leipnich para
proporcionarle sus cuidados. El mariscal estaba muy mal de salud y Paracelso
permaneció durante bastante tiempo en Kromau; esto le permitió ejercer una
actividad literaria intensa, aunque el trabajo en el horno alquímico le dejaba en
realidad poco tiempo para escribir. Durante el verano del año 1537 redactó una
obra filosófica, Astronomía Magna o filosofía Sagax de los mundos superior e
inferior, y su Labyrinthus médicorum errantium. También emprendió la
redacción de las Defensiones.
Después de aliviar y curar al mariscal, hizo el viaje de vuelta deteniéndose en
Presburgo, donde fue el invitado de honor de una cena oficial. Después, a finales
del verano, llegó a Viena, donde el rey Fernando lo convocó dos veces para que
asistiera a suntuosas recepciones en reconocimiento a sus méritos, unos méritos
que hasta ese momento eran muy cuestionados.
Aunque resulte paradójico, el cuerpo médico continuaba vilipendiándolo y
arrastrándolo por el barro sucediera lo que sucediera.
Últimos años
A principios del año 1538, Paracelso decidió volver a Villach, el pueblo de su
juventud. Habían pasado cuatro años desde la muerte de su padre y tenía que
solucionar los problemas referentes a la sucesión. Pensaba establecerse durante
un tiempo en Carintia, de manera que comenzó a recorrer la región y a realizar
un estudio escrupuloso de las aguas de manantial minerales y de sus virtudes
terapéuticas.
Paracelso, recuperando la tradición familiar, acogió favorablemente el
ofrecimiento que le hicieron los Fugger de que entrara de nuevo a su servicio en
las minas para estudiar los metales. De esta forma perpetuaba la tarea que su
padre había estado efectuando durante más de treinta años de duro trabajo y de
buenos servicios en favor de la ciencia de los minerales. Con gran emoción,
Paracelso volvió a tomar parte activa en los trabajos de localización y extracción
de metales, y reunió cuidadosamente todas sus valiosas observaciones en la
Crónica de Carintia.
El 24 de agosto de 1538, Paracelso asistió a una ceremonia oficial que tuvo lugar
en Sankt Veit, en la que pudo comprobar la confianza que las autoridades
depositaban en él; esto le hizo concebir esperanzas sobre la próxima publicación
de sus textos. Entonces decidió dedicar a los Estados de Carintia tres textos
fundamentales, precedidos de su famosa Crónica en forma de panegírico, a
saber: el Libro de las enfermedades del tártaro, el Labyrinthus (o Laberinto de
los médicos errantes), las Defensas (o El Libro de las Siete Defensas). Por
desgracia, las promesas de las autoridades de la región pronto se desvanecieron
en el aire.
Paracelso se instaló en Sankt Veit, cerca de Villach, para ejercer la Medicina.
Entre otras curaciones importantes, sanó a un eminente colega, el doctor Albert
Basa, médico del rey de Polonia, que había viajado a Sankt Veit especialmente
para consultarle. Ese año, el pintor y ceramista Augustin Hirschvogel lo retrató
con una expresión de obstinada determinación.
El retrato tenía una leyenda: «Alterius non sit qui suus esse potest» («Cuando se
puede tener una personalidad propia, no es necesario tomar prestada la de
otros»).
Dos años más tarde, Augustin Hirschvogel realizó otro retrato de Paracelso, pero
esta vez tenía otra leyenda: «Omne donum perfectum a Deo, imperfectum a
Diabolo» («Todo lo bueno proviene de Dios y lo malo del Diablo»), sugiriendo
con ello que normalmente el árbol se conoce por sus frutos. En este último
retrato aparece la espada fiel que acompañaba a Paracelso allá donde fuera en
sus viajes, sobre todo durante las campañas militares. Su empuñadura tenía la
particularidad de estar decorada con la palabra azoth, que designaba la pura
«quintaesencia» que servía para la realización de la Gran Obra alquímica. Se
supone que la empuñadura contenía algunos granos de la misteriosa piedra
filosofal que servía para liberar el Elixir de la vida, a menos que se tratara, como
algunos afirmaban continuamente, de algo más prosaico, el láudano que tanto
gustaba a Paracelso.
Al llegar a Villach, había pensado muy seriamente en establecerse allí de forma
definitiva, y continuó sin descanso su obra teológica con la redacción de la
Philosophia Sagax. Efectivamente, la región desértica de las proximidades de
Sankt Veit y de Klagenfurt parecía bastante propicia para sus meditaciones y
reflexiones filosóficas. Sin embargo, volvió a ponerse en camino una última vez.
Durante el año 1539, pasó por Augsburgo y por Múnich; se dirigió después a
Graz, en la Silesia austriaca, luego a Breslau y a Viena. Al año siguiente, lo
encontramos en Strobl, a orillas del lago de Fuchel. De camino hacia la
residencia del príncipe arzobispo de Salzburgo, Ernesto de Wittelsbach, del que
había recibido una invitación, pasó por Ischl y, tras un viaje agotador, llegó a
Salzburgo en el mes de mayo de 1541. Ernesto, duque de Baviera, lo acogió con
una calurosa bienvenida, puesto que entre Paracelso y la familia reinante de
Baviera existía una sincera amistad.
Aunque fue tratado con todos los honores por parte del príncipe y la corte de
Salzburgo, su salud se estaba deteriorando día a día. Se estaba apoderando de él
un gran cansancio físico, que se sumaba al agotamiento moral provocado por su
lucha interior.
Sin embargo, durante varios meses siguió pasando consulta, tanto a domicilio
como en su casa de Kaigasse. Su sala de trabajo estaba provista de una gran
chimenea frente a la puerta. Colocó algunas estanterías y algunas mesas en las
que situó el material necesario para montar un pequeño laboratorio: retortas,
recipientes diversos, crisoles, pinzas, sopletes, y una enorme colección de
plantas y minerales que podía reducir y sublimar tantas veces como quisiera en
el horno de piedra situado en la chimenea.
Aparte de estas tareas, consiguió encontrar el tiempo necesario para empezar la
redacción de un estudio «referente a la Santa Trinidad, escrito en Salzburgo
mientras esperaba la llegada de la noche de la Natividad de Nuestra Querida
Señora». Este estudio, desgraciadamente, nunca fue terminado; Paracelso se
encontraba totalmente agotado por sus numerosas peregrinaciones y por sus
vigilias cotidianas en la atmósfera perniciosa del laboratorio, donde se extendían
los vapores tóxicos de todas las sustancias que transformaba; se acercaba de
forma irremediable al día fatídico en que debería entregar su alma a Dios.
Consciente de su mal estado de salud, sintió la imperiosa necesidad de redactar
su testamento. Mencionó en primer lugar a los pobres, a los que siempre había
aliviado desinteresadamente de sus males y a los que no podía dejar de rendir un
homenaje constante, él que había compartido tan modestamente su vida. Al
sentir que le fallaban las fuerzas, el 21 de septiembre, llamó al notario, el señor
Hans Kalbsohr, para dictarle sus últimas voluntades. El poco dinero que había
acumulado tenía que distribuirse entre los más pobres, los indigentes sin hogar.
Respecto a los pocos bienes que poseía, libros, instrumentos de laboratorio y
preparaciones medicinales, Paracelso los legó al doctor André Wendl, de
Salzburgo.
La muerte le llegó tres días más tarde, el 24 de septiembre. Murió como siempre
había vivido, en la piedad y en la más profunda sencillez. A pesar de sus
increpaciones incesantes hacia la Iglesia católica romana, sus autoridades no
tuvieron ningún inconveniente en acoger su cuerpo en tierra sagrada. Fue
enterrado, tal como deseaba, en el cementerio de los pobres; el príncipe
arzobispo que tanto lo había apreciado, le obsequió con unos funerales solemnes,
reconociendo la genialidad de una persona que ni siquiera había llegado a
cumplir cuarenta y ocho años.
En los siglos siguientes se llevaron a cabo dos exhumaciones y, puesto que se
descubrió en su cráneo una singular lesión a la altura del occipucio, en aquella
época corrió el rumor de que Paracelso había sido asesinado por aquellos que lo
habían perseguido durante toda su vida.
DEDICATORIA ELOGIOSA DEL QUÍMICO JOHANN RUDOLF GLAUBER, PRONUNC
Se decía que su cráneo había sido golpeado contra unas rocas; pero aunque su
cráneo presentaba una curvatura y un grosor muy singulares, en realidad se
debía, como dijo el doctor Aberle (La tumba, el cráneo y las ilustraciones de
Theophrastus Paracelsus, Salzburgo, 1891), a que el esqueleto de Paracelso
presentaba muy claros indicios de raquitismo, los cuales podían explicar
fácilmente las anomalías que se habían detectado. El arzobispo Andreas von
Dietrichstein hizo colocar sus restos en un monumento funerario de forma
piramidal, que se encuentra todavía bajo el porche de la iglesia de San Sebastián
en Salzburgo. Desgraciadamente, el retrato que figura en él no es el de Paracelso
sino el de su padre. Sea como fuere, esto no impidió que la gente se dirigiera en
peregrinaje a su tumba y lo invocase, como si de un santo se tratara, durante la
epidemia de cólera del año 1830; la memoria colectiva retuvo los milagros de
aquel que pasó a la posteridad como un genio controvertido, tal como demuestra
el epitafio en latín que figura sobre su monumento funerario. La inscripción es la
siguiente:
Aquí descansa Philipus Teofrasto, ilustre Doctor en Medicina que, gracias a su
maravilloso arte, destruyó las siguientes y crueles enfermedades: la lepra, la
gota, la hidropesía y otros contagios incurables del cuerpo, y que prescribió que
sus bienes se dieran y se distribuyeran entre los pobres. Cambió la vida por la
muerte en el año 1541, el 24 de septiembre.
Paracelso, el médico
«filósofo por el fuego»
El doctor Toxite, primer traductor del Libro de los Párrafos de Paracelso, expresa
a la perfección la originalidad de su obra:
Paracelso, al reconocer tantos defectos en la filosofía y en la Medicina de
nuestros antepasados, nos muestra otros muchos caminos posibles, tanto para
practicar la correcta filosofía como para ejercer la verdadera y perfecta
Medicina, vías y medios no tomados ni aprendidos de la opinión de los hombres
sino de la experiencia y de la naturaleza de las cosas...
(Epístola dirigida al obispo de Augsburgo,
Monseñor Johann Egolf)
En el Paragranum, Paracelso nos muestra los cuatro pilares sobre los que se
apoya la esencia de su pensamiento, que son: la filosofía, la astronomía, la
alquimia y la virtud.
La filosofía
Paracelso escribió al respecto:
Nuestra sola razón, contenida en el cerebro, es demasiado débil para
proporcionar luz a un médico. Así pues, es necesario introducir la filosofía en la
Medicina; los ojos tienen que llenarse de este entendimiento; los oídos deben
vibrar como con el ruido de la catarata del Rin, los ecos de la filosofía deben
tener en el oído un sonido tan claro como los silbidos del viento del mar; la
lengua tiene que probarla como prueba la miel y la bilis; la nariz tiene que olerla
como huele el conjunto de los olores del cuerpo.
(Paragranum)
En su Curso de Cirugía, que cedió a Basilea y que transcribió el humanista
Basile Amerbach, Paracelso precisa el lugar que la filosofía debe ocupar en su
tarea de médico:
Allí donde el médico se detiene, empieza la filosofía...; por lo tanto, el filósofo
proviene del médico, y no el médico del filósofo.
Aunque Paracelso deja entender que su filosofía es «la de la Naturaleza»,
esencialmente vitalista, esta filosofía no se apoya en absoluto en un materialismo
empírico, tal como indica en unas pocas líneas:
Que el médico sepa lo que precede al hombre, esa es la filosofía, y que no trate
nada de lo que sigue al hombre sino lo que lo precede.
Como místico cristiano, hace alusión al Padre de la Luz, así como a la Energía
vital del Universo (el Spiritus Mundi), la emanación innegable del Espíritu
Santo, tercera hipóstasis de la Santísima Trinidad.
Lo que es verdad en la transcendencia del Plan divino, lo es también en su
reflejo en la inmanencia de la Naturaleza:
¿Qué es la filosofía sino la Naturaleza invisible?
[...] La Naturaleza es una luz que brilla mucho más que la luz del sol [...] por
encima de cualquier mirada y de cualquier poder de los ojos. En esta luz, las
cosas invisibles se hacen visibles.
[...] No es conveniente que nos conformemos con la luz que brilla por las obras y
que las hace visibles; sino que tenemos que buscar más lejos y pensar que lo que
hace las obras está por encima de las obras.
La astronomía
Lo que Paracelso considera aquí como astronomía es una especie de astrosofía
(literalmente, «sabiduría de los astros»), lejos de las preocupaciones de
Copérnico y de la astrología clásica, que conducen directamente a los
horóscopos. Lo que más le interesa son las relaciones entre el macrocosmos (el
«gran mundo») y el microcosmos (el «pequeño mundo») que se traducen en las
influencias astrales ejercidas sobre los tres reinos de la Naturaleza: el mineral, el
vegetal y el animal.
Paracelso resume su pensamiento con una sencilla frase:
El astro es curado por el astro.
De la misma forma, consigue darle todo su sentido a la «Ley de las
correspondencias» que ya había sido evocada por el legendario padre de la
alquimia, Hermes Trismegisto, en su famosa Tabla de Esmeralda:
Lo que está arriba es como lo que está abajo y todo lo que está abajo es como lo
que está arriba; mediante estas cosas se hacen los milagros de una sola cosa...
En su obra Paramirum, Paracelso realiza algunas nuevas precisiones:
Por lo tanto, así es el firmamento en el hombre, con el movimiento de los
planetas y de las estrellas en su cuerpo, sus exaltaciones, conjunciones,
oposiciones, etc. Y todo lo que la astronomía ha aprendido con grandes penas y
arduo trabajo contemplando las estrellas, es necesario aplicarlo a la explicación
del firmamento corporal. Aquel que entre vosotros ignore la astronomía, no
podrá llegar a nada en la Medicina.
[...] El cielo actúa en nosotros, pero para conocer la esencia de esta acción, es
necesario conocer el cielo interior. El médico no merece su nombre. Si sólo
conoce el cielo exterior, se queda en astrónomo y astrólogo. Pero si sabe aplicar
esta ciencia al hombre, conocerá los dos cielos.
En definitiva, tenéis que entender que el astro superior y el astro inferior son una
misma cosa y que, por separado, no son nada. El cielo exterior muestra el
camino del cielo interior. ¿Puede ser médico el que ignora el cielo externo? Las
cosas exteriores dan el conocimiento de las cosas que están dentro.
[...] Así pues, en lo relativo a la salud y a la enfermedad del cuerpo, es
indispensable que el médico conozca el ascendente, los planetas, sus
exaltaciones y conjunciones, así como todas las constelaciones.
Porque la enfermedad es como el astro, y aquel que conoce el astro conoce
también la enfermedad.
[...] Todas las operaciones y todas las ventajas de los medicamentos dependen
del cielo, según su concordancia y sus conjunciones. Si la concordancia es mala,
cualquier empresa está condenada al fracaso.
La alquimia
Según Paracelso, «la Naturaleza no ofrece nada acabado», y es al hombre al que
le corresponde prolongar su obra gracias a la alquimia, que es la ciencia de las
transformaciones y de las transmutaciones de la materia:
Es el hombre el que se convierte en artista, el que prepara el cuerpo y lo
convierte en lo que es mediante su ciencia. Su obra lo completa. Pero la
preparación tiene que ser la Exaltatio Paroxismi porque, en caso contrario, el
resultado es nulo y el cuerpo es tan inútil como si aún fuera parte del barro.
Paracelso escribió también en el Paragranum:
La Medicina debería conocer bien la alquimia, por la sencilla razón de que las
grandes virtudes, escondidas, colocadas en las cosas por la Naturaleza e
ignoradas por los hombres, sólo se revelan a través de la alquimia, que las lleva
hasta la luz. En caso contrario, el médico se parece a aquella persona que ve un
árbol en invierno pero que no sabe reconocerlo, ni sabe lo que realmente esconde
antes de que llegue el verano, que sucesivamente hace aparecer los brotes, las
flores y los frutos; en definitiva, todo lo que contiene.
De la misma forma se encuentran escondidas para el hombre las virtudes de las
cosas, y el hombre no puede conocerlas salvo si, a semejanza del verano, la
alquimia se las revela.
Aquí se revela en Paracelso la auténtica filosofía por el fuego (Philosophus per
ignem):
Una medicina que no pasa por el fuego es tan mala y tan poco útil como el oro
que no ha sido sometido al fuego [...]. El médico nace del fuego [...]. Por eso
aprende la alquimia, que recibe el nombre de espagiria y que enseña a separar lo
falso de lo verdadero.
La virtud (Proprietas)
Paracelso afirma:
Para que el médico esté completo y para que descanse sobre una base perfecta,
debéis saber que debe actuar en todo con un orden que le convenga [...]. La
conveniencia consiste en seguir con los propios actos el orden y la ley de la
Naturaleza, no de los hombres. El médico no está sometido al hombre sino sólo a
Dios, a través de la Naturaleza.
A través de la práctica de la virtud, en el sentido en que «sólo el pecado contra el
Espíritu no será perdonado», el hombre puede acceder a su propia
transformación y, en consecuencia, otorgarla a su obra. Paracelso expresa
claramente este pensamiento cuando escribe:
Nadie transforma una materia si antes no se ha transformado a sí mismo.
La exposición de los cuatro pilares encuentra en estas palabras de Paracelso su
justificación perfecta:
Ellos [los médicos] desprecian la filosofía, la astronomía, la alquimia y la virtud.
Entonces, ¿cómo pueden los enfermos apreciarlos, si ellos desprecian lo que
cura?
Las teorías paracelsianas a la luz de la alquimia
Paracelso dominaba las leyes naturales sobre las que se apoyaba la alquimia,
considerada como la más secreta de las ciencias sagradas. Gracias al estudio
riguroso de los textos de los adeptos, a las valiosas enseñanzas del abad Tritheim
y a su gran perspicacia experimental, consiguió trasladar las leyes alquímicas
que preceden a la elaboración de la Gran Obra al ámbito iatroquímico (de iatros
= médico). De cada preparación mineral, vegetal e incluso animal, Paracelso se
esforzó en extraer la quintaesencia en forma de elixires, arcanos (compuestos de
preparación secreta), magistrerios (compuestos con propiedades maravillosas),
etc., destacando los principios activos de las sustancias naturales purificadas. Y
es ahí precisamente donde reside la grandeza de su genialidad.
[...] Por lo tanto, puesto que es el cielo, y no el médico, el que regula la
enfermedad por medio de los astros, es necesario dar al remedio un estado aéreo
que lo haga susceptible de ser guiado por los astros. Ninguna piedra puede ser
levantada por los astros; tendría que ser volátil. Así pues, la quintaesencia que
muchos alquimistas han buscado no es otra cosa que el arcano, y el arcano es lo
que queda en cuanto se separa el arcano de los otros cuatro cuerpos. Este arcano,
por otra parte, es un caos que puede ser el juguete de los astros, como una pluma
es juguete del viento. Por lo tanto, la preparación del medicamento consiste en
separar los cuatro cuerpos de los arcanos, es decir, qué astro preside a este
arcano, en conocer después el astro de la enfermedad en cuestión y en oponer a
la enfermedad el astro del medicamento. Así se regula la enfermedad. El
estómago hace posible la intervención de los astros; si no, el remedio, al no estar
dirigido, permanece en el estómago hasta ser eliminado por la vía normal. La
ciencia suprema del médico consiste en conocer la concordancia de los dos
astros, que es la base de todas las enfermedades; así pues, la alquimia es el
estómago exterior que prepara la presencia del astro.
A propósito de la quintaesencia, Paracelso escribía también, en el Cuarto Libro
de la Archidoxia:
La quintaesencia es una materia extraída de todo aquello que la Naturaleza ha
producido y de cada cosa que posee su vida corporal en ella misma, una materia
que ha sido sutilmente purgada de cualquier impureza y de cualquier mortalidad,
y separada de todo elemento. Según esto, es evidente que la quintaesencia es, en
definitiva, una naturaleza, una fuerza, una virtud y una medicina a la vez, que se
encuentra en todas las cosas, pero que permanece libre de cualquier encierro y de
cualquier incorporación exterior.
Los tres principios y los tres humores
En el Tratado de las tres primeras sustancias (Tria Prima), Paracelso trata los tres
grandes principios alquímicos, que son el mercurio, el azufre y la sal. Sobre ello
escribió:
Todo lo engendrado y producido por sus elementos constitutivos puede
descomponerse en tres elementos: sal, azufre y mercurio. Con estos tres
elementos se forma una conjunción que constituye un cuerpo y una esencia
única. Así, este cuerpo no se define por sus propiedades particulares sino por su
constitución ternaria.
Su actuación es triple. La primera es la del principio salino, que actúa purgando,
modificando, suavizando (acción balsámica), etc.; también conserva aquello que
tiende a entrar en putrefacción.
La segunda es la del principio sulfuroso, que modera el posible exceso
procedente de los otros dos principios, o bien se disuelve.
La tercera es la del principio mercurial, que restaura lo que empieza a
consumirse.
En el Paramirum, Paracelso añade:
Si estas tres sustancias están reunidas, entonces reciben el nombre de cuerpo; y
nada se les añade salvo la vida. En efecto, debemos a la vida el hecho de no ver
estos principios [...] puesto que constituye un velo que esconde las cosas, y es en
la separación de la vida como se desvelan y se manifiestan.
Y más adelante precisa:
[...] Estas tres sustancias se descubren en todo lo que contiene este mundo, sea
cual sea su naturaleza, propiedad o composición [...]. Y para encontrarlos en el
hombre, primero hay que conocerlos, con todas sus propiedades, en el
macrocosmos. El arte los aísla y los hace visibles, de modo que:
— lo que se quema es el azufre;
— lo que se eleva en humo es el mercurio;
— lo que se convierte en cenizas es la sal.
Y precisa aún más su pensamiento en el Tratado de las tres primeras sustancias:
Respecto a la forma de cada uno de estos tres principios:
— uno es un licor, el mercurio;
— el otro es un aceite (oleitas), el azufre;
— el tercero, un alcalino, la sal.
Respecto al procedimiento de extracción de la quintaesencia, Paracelso nos
proporciona la clave al escribir:
De la unidad es necesario obtener el número ternario y llevar de nuevo el trío a
la unidad.
Lo que, en otros términos, significa que es preciso:
— extraer estas tres sustancias;
— purificarlas por separado;
— reunirlas de nuevo conjuntándolas de forma armoniosa.
Se trata de la aplicación pura y simple del lema alquímico: «Disuelve y coagula»
(solve et coagula), del que Paracelso extrae el concepto de espagiria (del griego
span = extraer, y de ageirein = reunir):
Por eso es preciso aprender alquimia, la cual comporta también el nombre de
espagiria, que enseña el arte de separar lo falso de lo verdadero. Así es la luz de
la Naturaleza.
Paracelso no se conforma con establecer esta división ternaria relativa a los
principios (o sustancias), sino que pretende diferenciar las enfermedades en tres
tipos mediante la misma terminología:
Que el médico sepa que, en consecuencia, todas las enfermedades pueden
agruparse en tres clases: una, procedente de la sal; la otra, del azufre; la tercera,
del mercurio. Examinemos primero a los enfermos de la primera clase.
Cualquier enfermedad que provoca una relajación (morbus laxus) está producida
por la sal, como la descomposición del vientre, la disentería, la diarrea, el
estreñimiento... Del mercurio provienen todas las enfermedades que afectan a las
arterias, a los ligamentos, a las articulaciones, a los huesos, a los nervios, etc.,
puesto que en las demás partes del cuerpo la sustancia del mercurio corporal no
domina; únicamente lo hace en los miembros exteriores. El azufre, por el
contrario, ablanda y penetra en los órganos interiores, es decir, el corazón, el
hígado, el cerebro, los riñones... Y las enfermedades de estas partes deben ser
llamadas sulfuradas (morbi sulphurei) puesto que en ellas la sustancia está
formada completamente por azufre.
Paracelso escribe acerca de las causas y orígenes de las enfermedades:
El médico tiene que haber aprendido, en primer lugar, que el hombre puede estar
compuesto por tres sustancias, porque aunque esté formado de la nada, al menos
ha sido hecho dentro de algo. Ese algo está dividido en tres. Estas tres cosas
constituyen al hombre por completo y son el hombre mismo; y el hombre, en
tanto que cuerpo físico, es lo mismo que estas tres cosas, tanto buenas como
malas. De ahí se desprende que el médico debe conocer esta división y conocer
igualmente su composición, su conservación y su disolución.
LA TEORÍA DE LOS TRES HUMORES Y DE LAS CINCO ENTIDADES La teoría de los
Tanto la salud como la enfermedad, ya sea total, media o mínima, consisten en
estas tres cosas, de tal forma que se averigua de qué calidad o cantidad es la
salud, y de qué peso son las enfermedades. Porque el médico no puede negar que
la enfermedad se define en peso, en número y en medida; por lo tanto, si está
caracterizada por esto, es necesario establecer, ante todo, el fundamento de estas
cosas, de dónde provienen.
Entre todas las sustancias, hay tres que dan a cada cosa su cuerpo, es decir, que
todo cuerpo consiste en tres sustancias, cuyos nombres son azufre, mercurio y
sal. Si estas tres cosas están reunidas, entonces reciben el nombre de cuerpo; y
nada se les añade salvo la vida y lo que es inherente a ella. Pero todo esto
necesita una explicación más detallada, porque las enfermedades han sido
formadas de esta manera, y así tienen que ser conocidas según la naturaleza viril.
Veamos pues lo que es:
— el azufre es un humor;
— el mercurio es un humor;
— la sal es un humor.
Así pues, son tres humores. Y estos tres humores, en realidad, son cuerpos. El
cuerpo es un humor y no una cosa peregrina. El cuerpo es precisamente lo que el
médico debe tratar.
La teoría de los semejantes
Paracelso expone su teoría de los semejantes, que contradice totalmente a
Galeno, en estos términos:
También es necesario, en el tratamiento del cólico, que la sal humana se
rectifique con sales obtenidas de los elementos (salia elementa). Porque si otra
sal distinta a la relacionada con el azufre apareciera, juzgarías que existe una
sumersión de las sales, por lo que sería necesario aplicar no el tratamiento de las
enfermedades causadas por el principio sulfuroso o mercurial, sino el de la
naturaleza misma de la sal; y no hacer reaccionar lo contrario sobre lo contrario.
Pues, en las enfermedades que presentan estos síntomas, lo que está frío no hace
desaparecer (non evincit) lo que está caliente, ni lo caliente elimina lo que está
frío. El tratamiento se ajusta a aquello que ha engendrado el mal y que le ha
indicado su posición.
Y añade:
El médico debe evitar por todos los medios injertar dos árboles en el tratamiento
de una sola enfermedad; tiene que considerar como regla verdadera que es
preciso administrar mercurio a los enfermos de mercurio, sal en las
enfermedades que provienen de la sal, y azufre en las enfermedades que
provienen del azufre, es decir, a cada enfermedad es preciso darle el tratamiento
apropiado. Es una realidad que se necesitan por lo menos tres medicinas, puesto
que existen tres tipos de enfermedades.
Todo esto evoca, evidentemente, la ley de los semejantes (similia similibus
curantur) en la que se basan los homeópatas, pero la espagiria y la homeopatía
son fundamentalmente distintas aunque estén unidas por cierto parentesco de
espíritu.
Por otra parte, Samuel Hahnemann, el fundador de la homeopatía, se negaba a
reconocer a Paracelso como su precursor, insistiendo constantemente en el
Organon del arte de curar sobre la originalidad de su obra. Cuando Trinks, su
alumno y discípulo, le manifestaba que toda la homeopatía estaba contenida en
la obra de Paracelso, Hahnemann replicaba que no se había inspirado nunca en
sus trabajos, de los que además no había entendido gran cosa.
Como consecuencia, las preparaciones de tipo homeopático no ofrecen ninguna
similitud con las quintaesencias cuidadosamente elaboradas por Paracelso.
Y cuando este escribió: «O nada es veneno o todo se convierte en veneno...»,
estaba hablando de una juiciosa transformación de las sustancias y no de una
simple trituración seguida de una dilución homeopática.
Las enfermedades del tártaro
Presentamos a continuación un ejemplo típico de similitud utilizado por
Paracelso para definir y, sobre todo, para curar las enfermedades llamadas
«precipitantes». La primera de ellas es la de la piedra o los cálculos, pero es
conveniente añadir también la litiasis hepatobiliar, que forma el poso del que
derivan los cálculos.
Paracelso escribió:
No existe ningún alimento que no contenga en sí mismo cierto excremento o
residuo de su digestión. Este es el origen de numerosas enfermedades que, sin
embargo, no han sido explicadas hasta ahora, ni por los médicos antiguos ni por
los modernos: y no por culpa de su mala voluntad sino más bien por culpa de su
ignorancia.
Y añadió:
Es imposible encontrar un hombre que no esté afectado ni cargado de tártaro en
cualquier parte de su cuerpo, lo que merece, evidentemente, ser considerado con
mucha atención.
Incluso las viscosidades, como la mucosidad que obstruye los bronquios, son
asimiladas a las patologías del tártaro. Sucede lo mismo con la gota y la artritis.
Paracelso ve en el tártaro un exceso de sal:
Como ya saben, el espíritu de sal se coagula y forma los Tartara: el tártaro
experimenta esta coagulación y esta formación según el lugar donde se
encuentre.
Como consecuencia, sólo una quintaesencia de sal tartárica adaptada al caso
concreto será capaz de disolver, gracias a su acidez, los depósitos de tártaro del
organismo.
La epilepsia
Cuando Paracelso analiza una crisis de epilepsia, la compara con el estallido de
una tormenta. Los síntomas corresponden a los cambios de tiempo que preceden
a la perturbación meteorológica. Una especie de nube oscura parece cubrir la
vista del paciente. Le sigue un viento violento, evocado en el enfermo por una
dilatación del cuello y una hinchazón del vientre. Cuando estalla el trueno, el
cielo y la tierra se encuentran y se ponen en movimiento: estos son
analógicamente los movimientos espasmódicos de los miembros que presenta la
agitación nerviosa del paciente. Sus ojos parpadean y la vista se oscurece. Sólo
percibe luces intermitentes identificables con los rayos. Paracelso llega hasta el
punto de comparar la lluvia de la tormenta con la espuma que aparece en los
labios del epiléptico. La analogía es, por lo tanto, completa. ¿Qué hay de la
terapia que se debe adoptar?
Paracelso atribuye al sulfur vitrioli, azufre metálico impuro y tosco, destilado en
el cerebro en forma de «humo», la causa de «la enfermedad que se apodera de la
razón del hombre». En la cura con muérdago de roble que se utilizaba hasta
entonces, sobre todo en casos de epilepsias infantiles, Paracelso recomendaba
también el empleo de antimonio:
¿Quién no aprecia el antimonio? Los éxitos de los tratamientos con antimonio
son numerosos. ¿No ha sido esta invención mil veces más útil que todos los
dogmas de Avicena?
En realidad, Paracelso estaba aludiendo al azufre de antimonio, de la misma
forma que evoca el azufre volátil de vitriolo bajo una forma «etérea» o, más
exactamente, «esterificada», el cual encierra virtudes narcóticas indudables que
conducen al alivio y a la curación del mal sagrado:
El vitriolo encierra el arcano de la epilepsia [...]. El vitriolo en estado volátil —
es un hecho— cura la epilepsia, incluso en personas ancianas. El aceite se queda
sin efecto... No puede efectuarse ninguna operación con el aceite sin pasar antes
por el estado volátil.
Estos ejemplos de comparaciones analógicas son tan claros que no es preciso
que nos extendamos más en este tema.
Cuando Paracelso escribe: «El astro es curado por el astro», está refiriéndose a
las correspondencias analógicas entre el hombre y las influencias astrales que se
producen a través de los tres reinos de la Naturaleza. Se puede leer en el
Paragranum:
Porque la enfermedad es como el astro, y aquel que conoce el astro conoce
también la enfermedad.
Respecto a los «momentos favorables» para la aplicación de los remedios,
Paracelso no duda en afirmar:
Un medicamento beneficioso en un periodo puede ser perjudicial en otro, según
la influencia planetaria dominante.
Este tipo de afirmaciones evocan una cuestión controvertida de la actualidad, la
de los biorritmos individuales, que constituye el non plus ultra de las
terapéuticas personalizadas.
La teoría de las marcas en la Naturaleza
Paracelso, siguiendo a sus predecesores, como San Alberto Magno, Heinrich
Cornelius Agrippa y el abad Trithème, puso en evidencia las correspondencias
analógicas entre los planetas, los metales, los órganos del cuerpo humano, los
vegetales, las gemas..., revelando el fruto de sus valiosas investigaciones al
respecto:
Los astros enseñan a conocer las enfermedades, las hierbas nos enseñan a
curarlas. Son dos vías que el médico debe observar. Puesto que conoce las
hierbas, reflexiona sobre su uso. Si olvidamos la influencia de arriba e
ignoramos el efecto que tiene abajo, estamos actuando a ciegas.
(Filosofía, III)
Salud y enfermedad provienen de la misma raíz; por el mismo sitio por donde la
salud cesa, la enfermedad tiene que acabar igualmente. Por lo tanto, si el astro
nos hace enfermar, el astro tiene que curarnos. Porque el recurso sólo es posible
entre semejantes, jamás entre contrarios.
(Paramirum, I)
Todas las operaciones y todas las ventajas del medicamento dependen del cielo,
según su concordancia y sus conjunciones. Si la concordancia es mala, cualquier
empresa está condenada al fracaso.
(Paragranum, I)
Aquel que desea convertirse en un verdadero médico tiene que intentar
comprender la composición de una prescripción según la conjunción de las
hierbas y de los astros del firmamento.
(Tratado de la peste, I)
Utilización de los simples
Los vegetales
Las estrellas son los modelos, los patrones, las matrices de todas las hierbas. Por
otra parte, cada hierba es un astro terrestre y pertenece al cielo, y cada astro es
una planta celeste en espíritu. Las hierbas tienen que estar divididas, según la
naturaleza y la manera de los astros, en siete clases. Los distintos órganos del
cuerpo tienen necesidad de las hierbas correspondientes. La que pertenece al Sol
servirá para el corazón; la que está regida por la Luna, será buena para el
cerebro...
(Grad. comp., III)
No debes decir en tu arte: «La melisa es una hierba para la matriz y, la mejorana,
para la cabeza». Estas propuestas son propias de insensatos. Sus efectos
dependen, respectivamente, de Venus y de la Luna. Tienen que conjugarse con
un cielo favorable si quieres que su acción corresponda a tus intenciones. Este es
el error que ha invadido la Medicina.
[...] Debes saber asimismo que la preparación del remedio tendrá que estar
sometida también a los astros, que acaban por sí solos la obra médica. En ellos
deben basarse la comprensión, la dosis y la naturaleza del medicamento. No
hables más de lo frío y lo caliente, de lo seco y lo húmedo. El médico se
encuentra en el buen camino si habla de Saturno, de Marte, de Venus y del polo.
Tiene que saber someter a su voluntad, comparar y conjugar en su acción a
Marte como astro y como planta.
Ahí se encuentra el buen arte: soy el primero que mordió la fruta; debes
comprender que la Medicina tiene que penetrar en los astros y que ella misma
tiene que convertirse en un astro.
(Paragranum)
LAS MARCAS O CORRESPONDENCIAS ANALÓGICAS EN EL REINO VEGETAL So
Los metales
Existen siete metales y siete planetas. La experiencia nos demuestra que los siete
metales tienen el poder de luchar en nuestro cuerpo contra los siete planetas. Por
lo tanto, se utiliza la quintaesencia del metal correspondiente contra el planeta
que ataca el cuerpo, por ejemplo, la quintaesencia del oro contra el Sol, la
quintaesencia de la plata contra la Luna y sic de aliis. Se comprende igualmente
que la quintaesencia del oro pueda actuar contra todos los astros, gracias a su
acción específica y a la fuerza que transmite al corazón.
(De morb. ament., II)
LAS MARCAS O CORRESPONDENCIAS ANALÓGICAS EN EL REINO MINERAL
Sol
Luna
Tierra
Mercurio
Venus
Marte
Júpiter
Saturno
Se puede forzar al cielo... Pero el arte es capaz de hacer otro cielo para el hombre
en las enfermedades; los arcanos existen con este propósito. Por eso los arcanos
son un cielo poderoso en las manos del médico. El otro medicamento consiste en
liberar al hombre de la esfera y del poder de Saturno. Esto quiere decir que el
hombre no será más lo que ha sido, puesto que se encuentra retirado de la esfera
de Saturno. Esto se cumple por la transplantación del hombre; es necesario
sustraerlo de un planeta y someterlo a otro. Es el antimonio el que cambia
Saturno por Venus. Mediante este arcano, el hombre se convierte en venusiano.
«El astro está en el hombre» (Astrum in Homine), escribe Paracelso, y las
constelaciones formadas por los signos del zodiaco están relacionadas con las
partes del cuerpo humano así como con los órganos. Y el signo zodiacal de
nacimiento determina temperamento y diátesis:
El fundamento de vuestro arte debe comportar la nomenclatura de las
enfermedades según Leo, Sagitario, Marte, Saturno..., porque de lo contrario no
deberéis ni podréis llegar a nada.
(Paragranum)
Paracelso asocia el macrocosmos a la escala del Universo, y el microcosmos, a
la escala humana mediante el juego de las correspondencias:
Comprended lo que entendemos por microcosmos: así como el cielo representa
un conjunto cerrado con todos sus firmamentos y constelaciones sin excepción,
el hombre posee en sí y por sí una constelación poderosa. De la misma forma
que el firmamento de los cielos existe por sí mismo y no está dominado por
nadie, el firmamento del hombre no está sometido a ningún poder, está sólo y es
libre.
Por lo tanto, existe un firmamento en el hombre, con el curso de los planetas y
de las estrellas en su cuerpo, sus exaltaciones, conjunciones, oposiciones... Y
todo lo que la astronomía ha aprendido con mucho esfuerzo y a través de un
arduo trabajo de contemplación de las estrellas, tenéis que aplicarlo a la
explicación del firmamento corporal. Aquel de entre vosotros que ignora la
astronomía no llegará a nada en la Medicina.
(Paramirum)
LOS 4 ELEMENTOS, LAS 4 CUALIDADES, LOS 4 TEMPERAMENTOS,
LAS 4 ESTACIONES
Si Paracelso escribe: «No habléis más de lo frío y lo caliente, de lo seco y lo
húmedo», es porque rechaza las teorías de Galeno y de Hipócrates, basadas en
las cuatro cualidades (caliente, frío, seco y húmedo), en relación con los cuatro
temperamentos (nervioso, sanguíneo, colérico y linfático), los cuatro humores
(sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) y los cuatro elementos (fuego, agua,
aire y tierra); él se apoya más bien en un sistema ternario (los tres principios:
azufre, mercurio y sal) y a la vez septenario (los siete astros: Sol, Luna,
Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). Y de esto se puede deducir una
gestión médica que es la adecuada según él, tanto en lo relativo al método
diagnóstico como al tratamiento terapéutico propiamente dicho.
La astrología proporciona informaciones muy valiosas que se refieren al
horóscopo de nacimiento del individuo, expresando con ello sus diferentes
tendencias, que completan generosamente la teoría de los tres humores (Tria
Prima).
Esto puede representarse a través del esquema anterior.
Paracelso se sitúa, en este campo, en la línea de las escuelas neoplatónicas y
neopitagóricas, que consideraban que «los astros inclinan y no determinan», y
además se reducen a un papel de Signos (Astrum, en Paracelso), de causas
secundarias que expresan tendencias naturales que es preciso descifrar, tal como
expresaba Filón y, más tarde, Plotino en las Enéadas.
A este respecto, Paracelso escribió también:
Los astros no violentan nada, no modifican ni dirigen nada en nosotros, ni dan su
similitud a nada. Son extremadamente libres, tal como nosotros somos libres. Lo
curioso es que nosotros, sin los astros, no podemos vivir.
(Paragranum)
Así pues, por lo que se refiere a la salud y la enfermedad del cuerpo, es
indispensable que el médico conozca el ascendente, los planetas, sus
exaltaciones y conjunciones, así como todas las constelaciones.
(Paragranum)
[...] En definitiva, tenéis que entender que el astro superior y el astro inferior son
una misma cosa y que, por separado, no son nada. El cielo exterior muestra el
camino del cielo interior. ¿Puede ser médico el que ignora el cielo externo? Las
cosas exteriores dan el conocimiento de las cosas que están dentro.
(Paramirum)
Atanor (horno alquímico)
Paracelso y la filosofía de la Naturaleza
Hemos visto que la filosofía era una de las preocupaciones esenciales de
Paracelso, aunque él no se consideraba un verdadero filósofo. Estaba muy
influenciado por las concepciones metafísicas neoplatónicas, pero habría que
estudiar sus ideas con relación a contemporáneos como Marsilio Ficino, Pico
della Mirandola y otros, portavoces e incluso precursores del espíritu innovador
del Renacimiento. Trataremos más adelante este punto; ahora intentaremos
entender el misterio de la filosofía paracelsiana, puesto que existe realmente por
más que le pesara a Hegel, que consideraba a Paracelso como un bárbaro o,
cuando menos, como un personaje cuya filosofía revelaba un carácter
profundamente arcaico. Sin duda alguna, esto es debido a que Hegel, como
instigador de una lectura magistral del desarrollo de la filosofía, no supo captar
todo el alcance del discurso paracelsiano, que le pareció desde entonces oculto y
sin fundamento.
La luz de la Naturaleza
Paracelso permanece a la escucha de la Naturaleza, y considera el conocimiento
como un don de la Naturaleza. En uno de sus textos se preguntaba: «¿La
filosofía es algo más que la parte invisible que vive en lo visible?». Paracelso
decide «hacer manifiesto lo oculto», recuperando la terminología hermética. De
esta forma, adelantándose en el tiempo al filósofo Heidegger, define la verdad
como una revelación de los mecanismos escondidos que es necesario sacar a la
luz, puesto que la Luz es la Verdad. La Verdad tiene que exponerse a la luz del
día, a la claridad total, y «es la propia luz de la Naturaleza la que revela las cosas
invisibles».
La luz de la Naturaleza es como las migajas arrojadas de la mesa del Señor para
ser recogidas por los paganos; esta luz ha abandonado a Judas. De la misma
forma nosotros no podemos capitular, sino que debemos recoger las migajas a
medida que caen.
Si «la Naturaleza es una luz que brilla mucho más que la luz del sol», podemos
imaginar fácilmente lo deslumbrante que debe de ser. La verdad que contiene
sólo puede revelarse en la inmediatez gracias a la iluminación del investigador
atento. Por este motivo, es conveniente mirar la luz de la Naturaleza con los ojos
del Espíritu; el hombre se acuerda de su dimensión celeste porque proviene del
«gran mundo» (macrocosmos) a partir del cual sólo puede imaginarse el
«pequeño mundo» (microcosmos) que encarna y que debe regir en el ámbito que
la Divinidad ha dispuesto para él.
Paracelso escribió que es preciso conocer primero la Naturaleza y luego, a partir
de ella, conocer al hombre. Esto supone que existe una «escuela de la
Naturaleza», aunque esta última se revela de forma libre. El hombre tiene que
colaborar en su realización y también en su mejora si se considera alquimista.
Según Paracelso, el verdadero filósofo ya no se pertenece, está al servicio de la
Naturaleza.
Toda la dificultad del método paracelsiano, basado en la observación y en la
intuición, consiste en descubrir los signos dejados aquí y allá, en los tres reinos.
El sofista ignora la existencia de los signos, que además están dispersos. El reto
consiste en detectarlos: percibir las marcas no es tarea fácil. Interpretarlas,
también «a la luz de la Naturaleza», tampoco es sencillo. Paracelso descubre de
esta forma las virtudes colagogas y coleréticas de la celidonia, puesto que la
planta posee un tallo que encierra un jugo verdoso que sugiere analógicamente la
bilis. Paracelso ve en este simple un verdadero «don del cielo» (donum Coeli).
Su acción terapéutica, que favorece el flujo biliar, será confirmada más adelante
por la farmacología.
Del mismo modo, la forma de la planta puede sugerir la marca. Sucede así en el
caso del hipérico, que es eficaz en la cicatrización de las heridas:
Los agujeros de sus hojas parecen poros e indican que esta planta es buena para
curar todas las heridas, tanto del exterior como del interior del cuerpo humano.
Además, la tintura de hipérico presenta un color rojo oscuro que recuerda
inmediatamente la sangre. Por otra parte, se pensaba que era un buen remedio
para las «ideas negras».
Esto da todo su sentido a la imaginación tal como Paracelso la entiende:
imaginar significa leer o detectar en la marca la virtud que se encuentra activa en
ella de forma invisible.
De este modo, aquel que está iluminado por la luz de la Naturaleza llegará a
penetrar en toda la estructura del hombre y encontrará por sí solo el remedio...
Debe saber deducir desde el exterior hacia el interior, como el jardinero que
sabe, examinando una semilla, el árbol que saldrá de ella.
El experto sabe reconocer, mediante el signo, la virtud que vive en cada ser, sea
una hierba, un árbol, un ser sensible o un ser inerte.
De esta forma los expertos han descubierto muchos remedios, medicamentos y
otras virtudes en los seres naturales. Y aquel que no se esfuerza en localizar las
virtudes de las plantas según su marca, no sabe lo que escribe: escribe como si
fuera un ciego...
Así también se encuentra marcado el hombre, para que nos sea posible distinguir
un hombre de otro. Y esto se realiza conforme a la voluntad divina. Los hombres
se dividen en una multitud de especies y por su marca podemos reconocer a cuál
pertenece cada uno, igual como reconocemos la virtud de la flor o de las demás
plantas, pues cada una tiene la forma que corresponde a su naturaleza.
(Astronomía Magna)
De la misma forma que todas las virtudes y la sabiduría humana son de origen
divino, las marcas en la Naturaleza provienen de Dios:
Porque todo lo que Dios ha creado, lo ha hecho por el bien del hombre y lo ha
depositado en sus manos como una propiedad para que no quede escondido. Y
aunque nos lo ha entregado cubierto, ha dejado en él signos visibles y exteriores,
conforme a su destino particular, del mismo modo que quien esconde un tesoro
no lo deja sin señales sino que lo llena de marcas exteriores que le permitan
encontrarlo más adelante. Con este objetivo, suele colocar encima un hito, o una
estatua, o un arbusto o una pequeña capilla, o cualquier otra cosa parecida.
Cuando los antiguos caldeos o los griegos se sentían en peligro (tenían miedo de
que los echaran de sus propias casas), escondían sus tesoros pero, en su
sabiduría, lo hacían siempre pensando en los medios para encontrar el lugar:
escogían el día del año, la hora y el minuto concreto en que la luz del sol o de la
luna haría sombra en un lugar preciso y allí es donde escondían sus tesoros.
Consideraban esta práctica como un arte particular y secreta que llamaban el arte
de interpretar la sombra.
Muchas artes se basan en la interpretación de las sombras: así se encuentran
muchas cosas escondidas, y así se conocen los espíritus y los cuerpos siderales,
porque se trata de los signos cabalísticos que no engañan: en consecuencia, es
conveniente prestarle una atención muy particular.
(De Natura Rerum)
En la obra de Paracelso aparecen muchos conceptos filosóficos originales y es
conveniente familiarizarse con ellos.
El Arché (el principio de la vida)
«El Arché lo dirige todo hacia su naturaleza esencial», declara Paracelso. Su
tarea consiste, por lo tanto, en elaborar una sustancia a partir de una materia
prima caótica (Yliaster) y conducirla a un estado de materia última; esto se
consigue mediante la acción de la fuerza vital que va unida a la virtud, o poder
propio de las matrices (los elementos) llamado Vulcano, para perfeccionar esta
sustancia confiriéndole una individualización cada vez mayor:
El Arché es el poder que indica a cada cosa su naturaleza, separa cada cosa de
las otras, da a cada una el alimento que le conviene.
Desde el punto de vista biológico, el Arché tiene como sede el estómago del
hombre, donde separa lo puro de lo impuro, es decir, separa los alimentos
destinados a los órganos de los simples desechos, que son eliminados por las
vías naturales. Se trata de una especie de químico interno o de conservador del
cuerpo. Dirige el metabolismo y la nutrición.
Paracelso compara también al hombre con una mina, pues de la misma forma
que el Arché que reside en él, la mina tiene un fundidor, y cuando los problemas
aparecen en la fundición, se manifiesta la enfermedad. También lo califica de
licor de vida:
Esta especie de fluido constituye el hombre invisible, que está escondido tras la
forma visible pero dirige su crecimiento, su formación y su disolución.
También lo llama Spiritus Vitae (Espíritu de vida), y considera que proviene del
Spiritus Mundi que ejerce su acción en el Cosmos:
Al tratarse de una emanación del Spiritus Mundi, el Spiritus Vitae contiene los
elementos de todas las influencias y permite así que comprendamos cómo
ejercen su acción los astros sobre el cuerpo invisible del hombre.
El médico es igualmente asimilado al Arché, puesto que tiene como función
descubrir el misterio que envuelve la causa de la enfermedad y encontrar, por
inspiración, el remedio concreto que le conviene:
También el médico es como la tierra que madura el grano. Podéis poseer oro y
conocer incluso su gran virtud: tal como está, ese oro no ha crecido en el árbol
de la medicina. Así pues, tenéis que actuar como actúa el Arché de la tierra. El
médico será el otro Arché que asegure el crecimiento del germen, a semejanza
de la tierra. El árbol preparará el remedio en el microcosmos. Que el oro sea el
germen y que vosotros seáis la fuerza de crecimiento. Que la tierra sea el horno
(el atanor) en el que haréis madurar el oro. Con este fruto alimentaréis las
enfermedades cuyo origen permanece escondido tanto a vuestros ojos como a los
míos.
Por lo tanto, el médico puede sustituir al Arché cuando este se muestra ineficaz a
causa de la enfermedad naciente. Esta tesis de Paracelso es completamente
innovadora.
El Yliaster
Se trata en este caso del concepto de materia prima o materia bruta primordial
que contiene la esencia de la materia.
Paracelso utiliza el ejemplo de la confección del pan para ilustrar estas ideas: el
grano de trigo es como la materia prima que, con la intervención del horno, se
convierte en materia media; en el hombre es el químico interno, el Arché, quien
la transforma en carne y en sangre, o materia última.
La alquimia es el arte de separar lo que es útil de lo que no lo es, transformando
lo que es útil en su materia última y en su esencia.
Da el nombre de Arès al poder de diferenciación del Yliaster. La primera
consecuencia de esto fue la realización de los cuatro elementos (fuego, agua,
aire, tierra) bajo la forma de entidades invisibles en un principio.
El Cagastrum
Cualquier creación se traduce en un proceso de separación de la homogeneidad
original, que lleva a una explosión de la materia en una multiplicidad de seres.
Paracelso utiliza el término Cagastrum para denominar una parte de esta acción,
que corresponde en conjunto a la noción gnóstica de «caída» en la materialidad y
en la diferenciación, ya sea atribuida a Lucifer arrastrando en su caída a los
ángeles rebeldes, o bien al absoluto del que emanan los eones, según las teorías
del gnóstico Valentín.
Esta caída, acompañada naturalmente de un fenómeno de entropía, conduce
irremediablemente a la muerte física del cuerpo material. Pero para Paracelso,
esto no debe hacernos olvidar que, como cristianos, participamos de la
resurrección del Cristo y, por lo tanto, vestidos con el cuerpo luminoso de la
gloria, podemos entrar en el Paraíso y beneficiarnos de la redención universal
que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios.
Así pues, el hombre, liberado de sus pecados y consciente de su parte de
divinidad, tiene que participar en la reintegración de la Unidad por la Naturaleza.
Paracelso, de esta forma, da muestras de un monismo inveterado:
La Naturaleza, que comprende el Universo, es una, y su origen no puede ser otro
que la eterna Unidad. Se trata de un vasto organismo en el que las cosas
naturales se armonizan y simpatizan de forma recíproca. Este es el
macrocosmos. Cada cosa es el producto de un esfuerzo de creación universal
única. El macrocosmos y el microcosmos son uno solo. Sólo constituyen una
constelación, una influencia, un soplo, una armonía, un tiempo, un metal, un
fruto.
Paracelso, como ya hemos visto, considera la Naturaleza como una entidad
digna de amor, de respeto y sobre todo de escucha atenta por parte de aquel que
intenta descubrir sus misterios, al contrario que el filósofo Descartes, que la
considerará tiempo más tarde un objeto de investigación y de explotación, en
una concepción que se ha convertido integralmente en materialista.
Según Paracelso, es conveniente para el hombre que se mantenga en la luz que la
Naturaleza enciende en él si está disponible y está abierto a ella, alejado de todo
deseo particular y sin voluntad propia. Frente a esta relación altamente
privilegiada, el saber libresco permanece impotente; no es más que vanidad
desesperanzadora:
La Naturaleza «se da sin papel ni tinta», y es tan sutil en las cosas que le son
propias que no es posible intervenir sin un saber consumado.
Y este conocimiento sólo puede concebirse en los bancos de la escuela de la
Naturaleza.
Para Paracelso, Dios se ha dirigido a los hombres por medio de las Sagradas
Escrituras, pero también a través de los numerosos Misterios de la Naturaleza,
constantemente renovados y siempre preparados «para nacer» (natura):
Después del advenimiento del Cristo muchos se han dicho: es mejor actuar a
través del Espíritu que a través de la Naturaleza. Es mejor seguir al profeta que
al filósofo. La escuela del Espíritu es superior a la de la Naturaleza. Así sea.
Pero no todo el mundo es profeta ni apóstol. Por esta razón, no todos pueden
decir: toma tu libro y anda.
Así han nacido los nuevos sofistas que lo mezclan todo, puesto que quieren
seguir una luz para la que no disponen de inteligencia y descuidan la de la
filosofía natural. Oscurecen de esta forma las dos luces. Se trata de muertos
enterrando muertos, ya que no queda nada de vida en sus obras. Este es el
pecado contra el Espíritu.
Porque, en realidad, el Cristo no le ha quitado nada a la luz de la Naturaleza. Las
dos luces no son contrarias.
Y es lo mismo que ocurre con la Naturaleza que, secretamente escondida por
esencia, se resiste a cualquier intento de interpretación exhaustiva, lo rechaza de
forma sistemática. Sólo aquel que vive en la luz puede penetrar en sus secretos.
De este modo, la verdadera filosofía ya no se pertenece sino que se encuentra al
servicio de la Naturaleza.
Paracelso puede considerarse legítimamente como un «filósofo por el fuego»
(Philosophus per Ignem) porque el fuego separa lo verdadero de lo falso; la
Verdad es revelación y luz y:
La verdadera filosofía consiste en manifestar en lo visible la parte invisible que
habita en él.
Paracelso, el místico y el ocultista
A lo largo de este libro hemos citado varias veces la intervención de Paracelso en
las luchas religiosas que enfrentaron a católicos y a protestantes de su época.
Aunque era de confesión católica, defendió a Lutero en su Reforma, que
denunciaba los escándalos de la Iglesia y sus fastos, dudando de la autoridad
pontificia, pero rechazó con vehemencia el espíritu sectario que se desprendía
tanto del calvinismo como del catolicismo integrista. En su tratado titulado De
Fundamento Sapientae ataca así a los ministros de la Iglesia:
El conocimiento que nuestros curas poseen no les viene de Dios sino que lo
aprenden unos de otros. No están seguros de la verdad que enseñan; por eso
argumentan, embaucan y prevarican; caen en el error y en la ilusión, tomando
sus propias opiniones como sabiduría divina. La hipocresía no es santidad, la
pretensión no es poder, lo artificial no es sabiduría. El arte de discutir, adulterar,
pervertir y deformar las verdades se puede aprender en las escuelas, pero el
poder de reconocer y de seguir la verdad no podría concederse mediante títulos
académicos que no provienen de Dios.
Un sacerdote debería ser un guía espiritual para los demás pero, ¿cómo puede ser
un hombre un guía espiritual si habla de las cosas espirituales sin conocer nada
de ellas?
Igualmente, en su De Sanctorum Beneficis escribió:
Un hombre vestido de sacerdote no es necesariamente una personalidad
espiritual aunque haya sido ordenado por la Iglesia... Los que no han sido
ordenados por Dios son farsantes y malhechores a pesar de sus creencias
supersticiosas, de su ciencia ilusoria y de su autoridad humana.
Paracelso consideraba que la fe auténtica permitía establecer con la mayor
simplicidad las relaciones del hombre con la Divinidad. Según él, la farsa de las
ceremonias es superflua; sólo la sinceridad del corazón cuenta para Dios; el resto
no puede ser más que superstición:
La creencia no es la fe... Dios no nos desea crédulos ni tontos... Tenemos que
aprender a conocer a Dios, y sólo adquiriendo la sabiduría lo conseguiremos.
Para ello, necesitamos el amor de Dios, pero este sólo nacerá en nuestros
corazones si mantenemos un ardiente amor por la humanidad. El Dios del
macrocosmos y el Dios del microcosmos actúan el uno sobre el otro; los dos no
son más que uno en esencia, puesto que sólo existe un único Dios, una ley y una
Naturaleza, a través de los cuales la sabiduría puede manifestarse.
(De Fundamento Sapientiae)
El misticismo
El carácter fundamentalmente místico de Paracelso, además de su posición
claramente cristiana, tiene sus raíces en el pensamiento neoplatónico.
La influencia de Plotino en Paracelso es evidente, como ya hemos comprobado
cuando explicábamos su teoría de las marcas en la Naturaleza, en relación con la
incidencia no determinante de los astros, cuya acción se reduce al papel
indicativo de los signos. En la concepción antropocéntrica de Paracelso, el
hombre procede del microcosmos y el poder de los astros se encuentra limitado
por el libre albedrío, que en teoría puede manifestarse en todas circunstancias
gracias a su dimensión intelectual. Por el contrario, su cuerpo físico está regido
en mayor parte por las influencias astrales; en mayor parte sólo, porque, no
obstante, las tendencias hereditarias persisten.
La teoría antropocéntrica de Paracelso supone que, por su parte, el hombre tiene
el poder de influir sobre los astros, puesto que una reciprocidad simpática se
ejerce de forma completamente natural.
Plotino insiste en la importancia de la «contemplación» en los fenómenos
naturales que expresan la vida:
En la Naturaleza, contemplar no es más que ser algo y hacer algo.
La vida actúa, por lo tanto, a través de formas incorporales, de razones seminales
o contemplativas, fuentes de movimientos y de ritmos que sólo la imaginación,
en su acepción paracelsiana, permite descubrir.
Y si Plotino constituyó una indudable fuente de inspiración para Paracelso, el
filósofo renacentista Marsilio Ficino (1433-1499), autor de una Teología del
platonismo y de un buen número de tratados en la línea de las concepciones de
Plotino, sirvió sin duda de intermediario, a pesar de su pasión entusiasta por la
astrología. Además era médico, y Paracelso lo respetó como tal. Compartió sus
opiniones sobre la peste y se inspiró en su tratado sobre la Triple Vida para la
redacción de su De Vita Longa. A esto hay que añadir que los dos hombres
admitían de manera natural la concepción antigua de la función sacerdotal del
médico («sacerdote de Asclepio y mago de Apolo»); consideraban que su
función estaba investida de tal poder.
Paracelso se vio igualmente influido por el gnosticismo. El padre de la Iglesia
latina, Tertuliano, había dicho que esta filosofía era un «platonismo
cristianizado». Sin adherirse a los conceptos puramente dualistas en los que el
bien y el mal se enfrentan sin cesar, Paracelso admite que el hombre, aunque está
encadenado a la materia y es de naturaleza imperfecta, posee un espíritu
comparable al rocío de la luz, que es el lucero divino y que hace de él un
microcosmos completo, un verdadero pequeño cosmos que va unido al grande.
Por esta razón, el hombre tiene que sentirse atraído por Dios como si fuera un
imán. Paralelamente, el Alma del mundo (Anima Mundi), que según los
gnósticos prolongaba el principio divino, ilumina y fusiona los tres reinos de la
Naturaleza y al hombre mismo. Los alimentos que absorbemos le sirven de
vehículo, lo que corrobora la idea sostenida por Paracelso de que «somos lo que
comemos».
Indudablemente, la Cábala fue una importante fuente de inspiración para
Paracelso, cuyo universo predilecto está constituido por criaturas elementales,
por semillas (semina) anémicas invisibles que parasitan en el hombre y
engendran las enfermedades, como sucede sobre todo con la peste y la lepra,
según Paracelso.
Tal como hemos visto, Paracelso estuvo muy influido en su juventud por el abad
Tritheim y sus concepciones cabalísticas fundamentales pero es posible que se
inspirase igualmente en la obra magistral de Pico della Mirandola, adepto de la
magia natural y de la Cábala.
PICO DELLA MIRANDOLA Pico della Mirandola (1463-1494), como Marsilio Ficino, con
Paracelso compara la vida a una virtud y a un bálsamo:
Pues, ¿qué es la vida sino una cosa espiritual?
Cuando el cuerpo muere, el espíritu siempre vivo sube de nuevo al firmamento.
Además, todo cuerpo es asociado a un espíritu: celeste, sublunar, humano,
metálico, salino, vegetal...
Los espíritus provienen de las estrellas y la vida actúa a la manera de un
«fermento que hace el pan y digiere el cuerpo». La vida y el alma tienen como
sede el corazón del hombre. Este posee en realidad dos cuerpos: el cuerpo físico
y un cuerpo astral por el que se encuentra unido a las estrellas del mundo celeste.
A través de este cuerpo astral, el hombre llega a conocer las virtudes de las cosas
o de los objetos que lo rodean. Este conocimiento se expresa esencialmente a
través de los sentimientos y de la intuición, y se puede aplicar indiferentemente
al pasado, al presente o al futuro.
Aunque invisible, este cuerpo astral es de esencia mortal; se aniquila poco
tiempo después de la muerte física, mientras que sólo el espíritu del hombre es
inmortal, puesto que es de naturaleza esencialmente divina.
La imaginación, en Paracelso, desempeña un papel absolutamente primordial.
Por supuesto que su concepción de imaginación no se refiere a la idea
comúnmente aceptada de fantasía, sino más bien a una magia de gran poder
operativo: «Se trata de un sol interior que actúa en su propia esfera». Así pues,
según Paracelso, actuar mágicamente es actuar por medio de la naturaleza
invisible de las cosas y de los seres, por la fuerza sideral que los astros les han
inseminado. A través de este poder imaginativo, que está lejos de ser fantasioso
y vagabundo, se puede realizar el acto mágico mediante efectos visibles a nivel
físico; sólo por medio del corazón o de la fuerza del sentimiento apoyado por
una fe inquebrantable, de acuerdo con los poderes siderales, esto se hace posible,
realizable. El simple pensamiento no es suficiente para que el espíritu domine al
cuerpo, es necesario que intervenga el deseo profundo de su realización.
Paracelso cita el ejemplo de la procreación de un niño: se tratará de un niño o de
una niña según si la imaginación de uno de los padres tiene más poder de
realización que el otro. La mujer, según Paracelso, se muestra respecto a esto
superior al hombre, puesto que sus emociones son más vivas y sobre ellas se
apoya una imaginación exacerbada. Durante la gestación, también sus antojos,
sus pasiones y sus miedos pueden llegar a influir sobre el niño que lleva dentro a
partir del nacimiento. Así se explica el origen de las marcas físicas de
nacimiento:
La mujer en su imaginación es, por lo tanto, el maestro de obras y el niño el
muro sobre el que se realiza la obra.
Según Paracelso, la imaginación de la mujer tiene su origen en la matriz, puesto
que es por sí misma «poder de matriz». Ahí se encuentra la causa intrínseca de la
histeria. Está localizada en el útero, «pero el inicio de los síntomas se encuentra
en el cerebro y sale del cerebro». Es importante reconocer que esta definición
sirve bastante bien para explicar la neurosis de origen sexual que se cuestiona
aquí, y que en la época de Paracelso se calificaba todavía como diabólica. El
gran mérito de nuestro genial médico fue la de atribuirle causas puramente
naturales relacionadas con el poder de la imaginación femenina. De hecho,
escribió al respecto:
La imaginación de las mujeres es mayor que la de los hombres y puede
transportarlas, durante el sueño, a lugares donde otros, que se encuentran en el
mismo estado, las perciben. Luego pueden recordar lo que han visto, aunque su
cuerpo no se haya movido de la cama.
Paracelso, aunque se refiere de forma preferente a causas naturales, no duda en
destacar acerca de la mujer que, por otra parte, su imaginación volitiva puede
convertirla en una bruja mucho más eficaz que la mayoría de los brujos.
Ampliando esta teoría, Paracelso piensa en enfermedades invisibles o mentales e
improvisa el concepto psicosomático, adelantándose a su tiempo. La causa de
estas enfermedades puede ser la fe, que se convierte en este caso en
supersticiosa, o bien las pasiones relacionadas con la naturaleza «animal» del
hombre y sus emociones exacerbadas. La influencia del astro dominante se
vuelve aquí determinante. Las enfermedades que tienen como causa la fe
convertida en superstición son las que engendran la religión y las sectas, nos
cuenta Paracelso en su Tratado de las enfermedades invisibles. Las otras tienen
su origen en el hombre, en su alma animal, y es casi inevitable sentirse tentado
de relacionar esta concepción con la noción moderna de inconsciente. Esta
naturaleza instintiva del ser, que comprende toda su afectividad, está situada bajo
la dependencia directa de los astros y en particular de la Luna, de donde
proviene el tratado de Paracelso dedicado a los «lunáticos». Paracelso expone en
él algunos estados neuróticos, precisando que todos estamos sometidos a ellos.
En consecuencia, para recuperar la salud mental en estos casos, es conveniente
superar el alma animal con una razón mayor del alma propiamente humana.
Paracelso exalta entonces las virtudes de la compasión, que el médico debe
demostrar hacia su paciente:
El médico tiene que sentir tanta compasión y amor por el hombre como la que
Dios mismo siente.
Donde no hay amor no hay arte.
El ejercicio de este arte reside en el corazón: si tu corazón es falso, el médico
que hay en ti será falso.
Con este objetivo, Paracelso recomienda conversar largamente con el paciente,
revelarle la causa de su mal y animarle a encontrar la curación mediante la
modificación de su comportamiento. Nos encontramos muy lejos de los
maleficios invocados en esta época y de los exorcismos sistemáticos que
resultaban de ellos, aunque Paracelso reconocía en algunas ocasiones lo bien
fundada que estaba la práctica del exorcismo combinada con la fe.
Por otro lado, Paracelso distingue la locura que se puede deducir de una simple
neurosis de la alienación mental que proviene directamente de la psicosis:
Los locos manifiestan una inteligencia más profunda que las personas sanas. En
efecto, la sabiduría proviene del espíritu razonable e inmortal, pero se manifiesta
en la esencia animal y a través de ella. El hombre sano que dispone de un cuerpo
animal bien adaptado tiende a dejar actuar este último lo más posible y atrofia
sus facultades propiamente humanas. Vemos cómo se eclipsa su sabiduría
mientras vive como un animal (como un zorro o un lobo). El loco no es dueño de
su cuerpo animal, pero desde el momento en que este último dormita, la
inteligencia inmortal se esfuerza en expresarse y hace hablar al loco. Por eso es
conveniente dar más importancia a las palabras del loco que a las del hombre
sano.
Paracelso llegó a escribir incluso:
Los profetas han podido ser considerados locos: tenían un cuerpo animal loco
para que la verdad pudiera expresarse sin obstáculos. En efecto, el espíritu (o
intuición superior) del hombre sólo puede expresarse directamente cuando la
naturaleza animal en él renuncia a intervenir. Esta alma animal, al querer dar
forma a la producción del espíritu superior, se arriesga a deformarla. Por lo tanto,
es necesario escuchar la palabra de los locos que han superado la barrera...
Sólo cuando el hombre se convierte en prisionero de sus fantasmas sensuales
puede manifestar la demencia que caracteriza a la victoria de la naturaleza
animal en el hombre: «Debéis saber que los fantasmas son una enfermedad sin
cuerpo y sin sustancia». Sabiendo que las pasiones desenfrenadas sobre los
fantasmas conducen, generalmente por culpa de un mal menor, a la
insatisfacción, podemos preguntarnos si Paracelso no presintió, cuatro siglos
antes del psicoanálisis, la existencia del rechazo de los deseos insatisfechos en el
inconsciente a través del sueño, el cual es, en su opinión, liberador del cuerpo
sideral (astral):
En estado de vigilia, es normal que retengamos cosas que la sabiduría y la razón
nos aconsejan guardar para nosotros, pero, durante el sueño, el alma nos obliga a
hablar o a mantener el silencio según lo que nos interesa.
Todos estos sueños que engañan a nuestro espíritu durante el sueño se cambian
habitualmente en su contrario en la realidad. Incluso las imágenes sobrenaturales
sólo nos llegan del plan divino como consecuencia de nuestro violento deseo de
recibirlas.
Por lo tanto, según Paracelso, el sueño es el fruto de nuestros deseos
conscientemente expresados o inhibidos por la razón en el inconsciente, de la
misma forma que sucede con los miedos, las angustias y los pánicos, que se
expresan en este caso a través de pesadillas cuyo sentido escapa al soñador y
donde los sentimientos se expresan libremente.
La calidad de los sueños depende de la armonía que existe entre el alma del
soñador y el Anima Mundi (el alma del mundo).
Paracelso encuentra ahí el origen de los sueños proféticos o premonitorios que,
aunque son pocos y valiosos, no por ello están menos presentes.
Es conveniente cultivarlos a través de la armonía universal y el dominio de las
pasiones.
Paracelso exhorta al hombre a seguir en todo el camino marcado por Dios:
Debes tener en Dios una fe sincera, íntegra, fuerte y verdadera, de todo tu
espíritu, de todo tu corazón, de todos tus pensamientos, con todo tu amor y toda
tu confianza. Gracias a esta fe y a este amor, Dios no retirará su verdad y te
revelará sus obras, que tú encontrarás dignas de tu fe, visibles y consoladoras.
Pero si tú no tienes en Dios una fe de este tipo, tus obras se verán cargadas de
insuficiencia y lagunas...
El ocultismo
Paracelso escribió en De Natura Rerum:
He reflexionado mucho sobre los poderes mágicos del alma humana y he
descubierto muchos secretos naturales.
Con estas palabras se centra no sólo en la cuestión de la percepción de las
marcas, sino también en todo un florilegio de conceptos que se aplican a los
misterios de la Naturaleza, así como a algunas prácticas ocultas que sacan
partido de la ley de la analogía universal.
Los espíritus invisibles
Paracelso atribuía la causa de las epidemias, sobre todo de la peste, a los
pensamientos especialmente pervertidos, procedentes de la imaginación de los
hombres, traídos por los astros correspondientes y luego extendidos sobre la
Tierra. Esto demuestra hasta qué punto la imaginación humana puede causar
perjuicios al extenderse al plano astral. Como experto cabalista, creía en la
existencia de entidades psíquicas presentes en los cementerios y su entorno, que
pueden engendrar formas fantasmales. Por otra parte, su creencia no se limitaba
a los espectros, sino que alcanzaba también a los espíritus angélicos, los planetas
y los elementos. Se le atribuye la paternidad de una obra que trata sobre los
espíritus «elementales», es decir: las ninfas, los silfos, los gnomos y las
salamandras, en la que hacía alusiones a sus posibles relaciones con los
humanos.
LOS «ELEMENTALES» Estos espíritus invisibles pueden materializarse igual que un metal
El homúnculo
Partiendo del hecho de que los sueños son el reflejo de nuestra imaginación y de
que los «pueblos pequeños» se revelan durante estos, generalmente cuando
aparece la fiebre, cuando se toman drogas diversas o debido a un
condicionamiento particular, para Paracelso, la existencia de los «elementales»
no plantea ninguna duda.
Desde una perspectiva semejante, Paracelso consideró la existencia de fluidos,
invisibles por naturaleza, tales como los espíritus, que manifiestan a veces todo
su poder durante una destilación con una violenta explosión de la retorta que los
contenía. Paracelso llegó incluso a considerar la posible creación de un ser fluido
comparable a los «elementales», con apariencia de hombre, evidentemente
minúsculo pero humano de todos modos. Por esta razón, le dio el nombre de
homúnculo y le dedicó un insólito comentario:
Existe en ello un fondo de verdad, aunque durante mucho tiempo haya
permanecido en secreto y se haya puesto en duda muchas veces, y aunque se
haya discutido mucho entre algunos filósofos antiguos la cuestión de si la
Naturaleza y el arte nos proporcionan el medio para producir hombres fuera del
cuerpo de la mujer. Personalmente, afirmo que este arte no se sitúa por encima
del arte espagírico, que no repugna a la Naturaleza y que incluso es
perfectamente posible. Así es como debemos actuar para conseguirlo: es
necesario colocar durante cuarenta y ocho horas en un alambique licor
espermático de hombre; que se pudra hasta que empiece a vivir y a moverse, lo
que es fácil de reconocer. Después de este tiempo, aparecerá una forma parecida
a la de un hombre, pero transparente y casi sin sustancia. Si después de esto
alimentamos todos los días a este joven producto, con prudencia y cuidado, con
sangre humana, y lo conservamos durante cuarenta semanas con una temperatura
constante igual a la del vientre de un caballo, se convierte en un niño de verdad,
con todos sus miembros, como el que nace de la mujer, pero mucho más
pequeño. Es necesario criarlo con muchos cuidados hasta que crezca y empiece a
manifestar inteligencia. Este es uno de los mayores secretos que Dios ha
revelado al hombre mortal y pecador. Se trata de un milagro, uno de los mayores
resultados del poder de Dios, un secreto por encima de todos los secretos y que
merece conservarse hasta la época suprema en que nada esconderemos... Aunque
este secreto ha sido ignorado siempre por los hombres, ha sido conocido desde
siempre por faunos, ninfas y gigantes, y su procedencia es la misma que la de
estos seres. Si algunos de estos homúnculos llegan a la edad viril, se convierten
en estos gigantes, estos pigmeos y estos hombres prodigiosos que son los
instrumentos de las grandes acciones, que consiguen sobre sus enemigos
victorias destacadas y que penetran en los secretos de las cosas más escondidas.
Se comprende perfectamente, leyendo este texto, que algunas personas
ridiculizaran a Paracelso, llegando a calificarlo de brujo y de borracho al ceder a
un ocultismo de lo más extraviado.
Sin embargo, reaccionar de esta forma es, por una parte, desconocer las
creencias que reinaban en su época con respecto a los elementales y los
homúnculos, como el atribuido según una leyenda a San Alberto Magno antes de
ser destruido por Santo Tomás de Aquino; incluso Goethe incluyó uno en su
Fausto; por otra parte, no debemos olvidar que Paracelso pudo dar un sentido
alegórico[2] a este texto, lo que escapa de esta forma a cualquier lectura
efectuada de manera literal en un primer momento. De hecho, el texto empieza
con esta significativa indicación: «Existe en ello un fondo de verdad...».
Sin duda, Paracelso hace referencia en ese fragmento a la semilla sugerida por el
esperma. La semilla designa más exactamente al violento deseo que se apodera
del hombre y que precede al acto. Se encuentra en el fluido vital del ser y se
anima con la acción directa de la imaginación, acompañada de la voluntad, que,
si se ejerce en el sentido del deseo emitido, desembocará inevitablemente en una
creación, aunque sea en apariencia de tipo inmaterial e invisible. Nos
encontramos en el ámbito de los «pensamientos con forma». Paracelso llega
incluso a escribir que «la fantasía es la madre de la semilla».
El hombre tiene un taller visible, que es su cuerpo, y uno invisible, que es su
imaginación. El sol emite una luz que, aunque es impalpable e inalcanzable,
puede calentar hasta el punto de encender fuego por concentración; de la misma
forma, la imaginación ejerce sus efectos sobre la esfera que le es propia y hace
que germinen y después se desarrollen formas obtenidas de los elementos
invisibles. Del mismo modo que el mundo no es más que un producto del alma
universal (Anima Mundi), la imaginación del hombre (que es un pequeño
universo) puede crear sus formas invisibles y estas pueden materializarse.
(De Virtute imaginativa)
Las predicciones
Hemos evocado anteriormente las numerosas predicciones o pronósticos que
Paracelso realizó durante su vida y que revelan la indiscutible capacidad de
profecía que demostró en su magistral obra.
Para empezar, es conveniente distinguir dos tipos de predicciones: las practica,
que hacen una predicción del tiempo y de las guerras, y se basan en un esquema
preestablecido y son el origen de los almanaques; y los pronósticos, que se
establecen, por su parte, a partir de la posición de los astros, puesto que el curso
del año se ve influenciado por las características del astro dominante que lo rige.
Paracelso, como ya hemos visto, cree fundamentalmente en la virtud de los
signos. Es verdad que no concede ningún determinismo a los astros, pero a veces
la conjunción de algunos augurios le permiten profetizar, a la manera de los
ancianos, las situaciones que vendrán, sean de tipo meteorológico o relativas a
los acontecimientos históricos, tales como las lluvias, las tormentas, las batallas,
las guerras, la peste...
Parece ser que, durante su retiro en Esslingen, Paracelso redactó sus Pronósticos
para Europa durante los años 1530 a 1534, que se publicaron en el año 1529 en
Nuremberg. En la cubierta está representado un arcángel con una espada
resplandeciente de la que salen siete estrellas.
En el año 1531, un cometa apareció en el cielo y Paracelso percibió una ola de
calamidades diversas y el derramamiento de sangre de hombres ilustres.
Entonces envió a Zúrich un estudio titulado Interpretación del cometa a Leo
Judae, con la siguiente dedicatoria: «Teofrasto al Maestro Leo. Entregado el
sábado después de San Bartolomé». Este texto, realizado por lo tanto el 26 de
agosto, precedía a la gran batalla del 9 de octubre en que se enfrentaron Zug y
Cappel y durante la cual fue asesinado Zuinglio. Muchos reconocieron la
predicción de Paracelso, sobre todo porque él se sentía implicado en la lucha
religiosa que reinaba en aquella época.
Luego, en sus practica para el año 1535, predijo también guerras y
enfermedades, el momento favorable para realizar transacciones comerciales, y
además realizó una predicción meteorológica.
Paracelso justifica de esta forma su empleo de la astrosofía con objetivos de
adivinación. Sin duda alguna, la astrología le servía como simple trampolín para
ejercer su verdadera capacidad profética:
El hombre ha olvidado al Señor su Dios; ya no vive según sus principios: este es
el motivo que nos obliga a escrutar el misterio unido a los signos del Sol, de la
Luna, de las estrellas, a considerar también la miseria de los pueblos que viven
sobre la Tierra, en la que ya nadie tolera que otro ocupe su lugar en el Sol.
ÍNCUBOS Y SÚCUBOS Paracelso evocó la cuestión de los íncubos y los súcubos en estos t
En el año 1536 se publicó en Augsburgo El libro de los Pronósticos, que
contenía predicciones para los veinte años siguientes. Este libro fue dedicado al
rey Fernando I de Austria, y Paracelso realizó en esa ocasión revelaciones
apenas ocultas de orden político y religioso. Los ejemplos eran numerosos e iban
acompañados de ilustraciones alegóricas elocuentes, como el «cordero con la
mitra episcopal por sombrero», alimentándose en un prado extranjero, símbolo
de un potentado con ganas de conquista y que constituye una advertencia política
«puesto que pacer en tierra extranjera es un acto lamentable que provoca la
querella y la miseria en el mundo». La llegada de la Reforma se encuentra
directamente ejemplificada por la figura que representa un obispo católico
tragado por el agua de un lago de montaña, amenazado por lanzas que salen de
todas partes, acompañadas de la siguiente leyenda:
Siempre has obedecido a tu propia voluntad, y eso es lo que te ha predestinado a
estar rodeado de numerosos males. Porque no te has reconocido a ti mismo en la
piedra donde la magia te ha prefigurado con esta delgadez y esta gordura. Tú no
te has reconocido y por eso sufrirás el castigo que ha destruido a todos los
soberbios. Si tuvieras, como crees, tanto espíritu e inteligencia, habrías evitado
la catástrofe, te habrías mirado en el espejo de los más soberbios que tú. Pero no
es así, por eso tu sabiduría no es más que tontería.
Paracelso, en lo referente a su cuestionamiento del papa, se mostró más
prudente, pues no había olvidado el martirio sufrido por Savonarola, que fue
condenado a la horca y a la hoguera en el año 1498 por haber denunciado las
escandalosas orgías que se practicaban en el Vaticano. Con grandes precauciones
explicó la siguiente leyenda, y la acompañó de la imagen de una silla con los
pies desiguales, en equilibrio inestable encima de las tres letras mayúsculas S P
R:
Uno se instala sólidamente, aunque todas las sillas antes o después se rompen;
otro se sienta encima de él y tú mismo por encima, pero ese no es tu lugar,
deberías estar abajo, no encima. Te echarán porque eres una molestia, un fardo
intolerable, y por eso también S P caerá. El trono que ocupas es tu paga, la
recompensa por tus intrigas; y con él, estos honores temporales, estas pomposas
alabanzas y todas las riquezas acumuladas de las que tú gozas, como todas esas
cosas perecederas, tú también desaparecerás.
Es imposible no ver en estas palabras la alusión a la Santa Sede, al trono de San
Pedro de Roma y al pontificado ejercido por su representante, que es
cuestionado.
Los Pronósticos de Paracelso no tuvieron sin embargo el éxito estrepitoso de las
Centurias de Nostradamus, pero se beneficiaron de todos modos de cierta
audiencia. Su estilo alegórico las diferenciaba considerablemente de los
almanaques campesinos que, con la llegada de la imprenta, empezaron a
aparecer en Europa.
Parece además pertinente destacar que los Pronósticos están compuestos por
treinta y dos artículos, un número sagrado que sugería no sólo los treinta y dos
eones (30 + Estauro y Jesús) o emanaciones de la divinidad, según el sistema
gnóstico de Valentín, sino igualmente las treinta y dos vías de la Sabiduría de la
Cábala tradicional (los 10 sefirot + las 22 letras sagradas del alfabeto hebraico).
Parece ser que estas referencias a la tradición oculta, utilizadas por el abad
Tritheim entre otros, no eran producto del azar en opinión de Paracelso, que vio
en ellas un medio suplementario para expresar la ley de las correspondencias.
Por otro lado, se trata de la misma preocupación de analogía que le hizo
emprender la realización de estrellas de cinco puntas y de talismanes mágicos
para cada uno de los siete metales en correspondencia con el astro que
tradicionalmente le era destinado. Paracelso estableció así talismanes para
muchas enfermedades; cada medalla estaba fundida en el metal puro asociado y
llevaba grabado un cuadrado mágico con el número que le correspondía y con el
sello del astro asociado. Todo esto figura en una obra atribuida a Paracelso,
aunque algunos especialistas dudan de su autoría, y que se titula Siete Libros de
la Archidoxia Mágica.
Por último, en Paracelso todo se resume en crear «por simpatía natural el lazo de
unión magnético» que permita unir para el mayor bien del hombre las fuerzas
que actúan en el macrocosmos con las del microcosmos que él encarna en la
Naturaleza.
Del Tratado de las ninfas...
a las virtudes del imán
Se atribuye generalmente la paternidad del Tratado de las ninfas, silfos, pigmeos,
salamandras y demás espíritus a Paracelso. Trata de los elementales y de los
seres espirituales en general que pueblan secretamente la Naturaleza y participan
de sus misterios (hay que decir que el término pigmeo sustituye aquí al de
gnomo).
Sin preámbulo, Paracelso nos exhorta a seguirlo en esta exploración fuera de lo
común:
Me propongo hablarles de las cuatro especies de seres de naturaleza espiritual, es
decir, de las ninfas, de los pigmeos, de los silfos y de las salamandras; a estas
cuatro especies, la verdad, se deberían añadir los gigantes y muchos otros. Estos
seres, aunque tienen una apariencia humana, no descienden en ningún caso de
Adán; tienen un origen absolutamente diferente del de los hombres y del de los
animales. Se acoplan por lo tanto al hombre, y de esta unión nacen individuos de
raza humana: explicaré el porqué más adelante.
He dividido el libro de la siguiente forma: en el primer tratado estudiaré la
generación y la naturaleza de estos seres; en el segundo, su medio y su régimen;
en el tercero, aquellos que se nos aparecen y se mezclan con nosotros; en el
cuarto, los milagros que son capaces de llevar a cabo; en el quinto, la
generación, el origen y el fin de los gigantes.
Aunque nada impide inspirarse en los libros de los demás, no lo haré por la
excelente razón de que los filósofos no han hablado nunca de estos seres, no han
proporcionado sobre ellos ninguna información porque sólo creen lo que ven.
Únicamente se ha hablado, aunque poco, de los gigantes. Por lo tanto, está
permitido tratar este tema puesto que el Antiguo y el Nuevo Testamento
describen algunas maravillas que Dios opone a la razón. Y si no ha prohibido
admitir la existencia de los diablos y de los espíritus, no está prohibido tampoco
estudiar su naturaleza. Así pues, examinemos todas las creaciones de Dios y
reconozcamos que aquí en la Tierra nos encontramos frente a cosas
inexplicables.
Para creer en algo, basta conocer el objetivo de esta cosa. El lector podrá
encontrar mi libro inútil y vano mientras no haya llegado al Tratado VI, en el que
expongo claramente el fin de estos seres; cuando haya leído este tratado, me
felicitará por haber sido el primero en estudiar este tema y releerá con mucha
atención mi libro. Aquel que mira ve.
CAPÍTULO II: LO QUE SON EL ESPÍRITU Y EL ALMA
Existen dos especies de naturalezas: la naturaleza de Adán y la que no le
pertenece. La primera es palpable, se puede coger; es gruesa porque está
formada de tierra. La segunda no es palpable, no se puede coger y es sutil porque
no está formada de tierra.
La naturaleza de Adán es compacta; el hombre —que es de esta naturaleza— no
puede pasar a través de un muro si no lo ha agujereado antes. Para el ser de la
otra naturaleza los muros no existen, atraviesa los obstáculos más densos sin
necesidad de deteriorarlos.
Finalmente, existe una tercera naturaleza que participa de las dos.
A la primera naturaleza pertenece el hombre que está formado de sangre, de
carne, de hueso, que cría niños, que bebe, evacua, habla; a la segunda naturaleza
pertenecen los espíritus, que no pueden hacer nada de esto. A la tercera
pertenecen los seres que son ligeros como los espíritus y que engendran como el
hombre, tienen su aspecto y su régimen.
Esta última naturaleza participa de la del hombre y de la del espíritu, sin
convertirse en naturaleza de este o de aquel; los seres que le pertenecen no
podrían clasificarse entre los hombres porque vuelan como los espíritus;
tampoco podrían clasificarse entre los espíritus porque evacuan, beben, tienen
carne y huesos como los hombres. El hombre tiene un alma, el espíritu no la
necesita. Las criaturas en cuestión no tienen alma y, sin embargo, no son
parecidas a los espíritus: los espíritus no mueren nunca y estas criaturas sí
mueren. ¿Estos seres que mueren y que no tienen alma son, por lo tanto,
animales? No, son más que los animales, puesto que hablan y ríen, algo que no
hacen los animales. En definitiva, se acercan a los hombres sin convertirse en
hombres, como el mono se acerca al hombre debido a sus gestos y a su industria,
y el cerdo, por su anatomía, sin por ello dejar de ser monos o cerdos. Se puede
decir también que son superiores a los hombres, pues no se pueden coger como
los espíritus; pero es conveniente añadir que Cristo, al haber nacido y haber
muerto para redimir a los seres que tienen alma y que descienden de Adán, no ha
redimido a estas criaturas, que ni tienen alma ni descienden de Adán.
Nadie puede sorprenderse o dudar de su existencia. Sólo debemos admirar la
variedad que Dios aporta en sus obras. La verdad es que a estos seres no los
vemos cada día, los vemos sólo raramente. Yo mismo sólo los he visto en una
especie de sueño. Pero no es posible sondear la profunda sabiduría de Dios, ni
apreciar sus tesoros ni conocer todas sus maravillas. Aquellos que guardan sus
tesoros y nos los descubren poco a poco no pertenecen a la naturaleza de Adán:
lo repetiré en mi último tratado.
Nuestras criaturas dan a luz seres que se les parecen y que no se parecen a
nosotros. Son prudentes, ricos, sabios, pobres, locos, como todos nosotros. Son
la imagen tosca del hombre, de la misma forma que el hombre es la imagen tosca
de Dios. Siguen siendo tal como los concibió Dios, que no quiere precisamente
que sus criaturas puedan elevarse a un rango superior, que persigan otro objetivo
que el suyo, que les prohíbe obtener un alma y no permite que el hombre intente
igualarle.
Estos seres no temen el fuego ni el agua. Están sujetos a las enfermedades y a las
indisposiciones humanas. Mueren como animales, su carne se pudre como la
carne animal. Son, como los hombres, virtuosos o viciosos, puros o impuros,
mejores o peores; tienen de ellos las costumbres, los gestos y el lenguaje; como
ellos, son distintos en línea y aspecto, viven bajo una ley común, trabajan con
sus manos, tejen sus vestidos, se gobiernan con sabiduría y justicia, dan
muestras, en todas las cosas, de tener juicio. Para ser hombres sólo les falta el
alma. Y, puesto que el alma les falta, no piensan ni en servir a Dios ni en seguir
sus órdenes; sólo el instinto los empuja a comportarse honestamente.
De esta forma, lo mismo que entre las criaturas terrestres el hombre es el que se
parece más a Dios, de entre los animales son estos seres los que se parecen más
al hombre.
TRATADO II: SOBRE SU VIVIENDA
Nuestras criaturas tienen cuatro tipos de casas: acuática, aérea, terrestre e ígnea.
Las que viven en el agua se llaman ninfas; las que viven en el aire, silfos; las que
viven en la tierra, pigmeos; las que viven en el fuego, salamandras. No creo que
estos nombres sean los que utilizan entre ellas, pienso que se los han atribuido
personas que no se han molestado en hablar con ellas; pero, puesto que son los
que se usan entre nosotros, los conservaré, aunque también podemos llamar a las
criaturas acuáticas ondinas, a las aéreas silvestres, a las terrestres gnomos, y a las
ígneas vulcanos... Por otra parte, los nombres son poco importantes; lo que
debemos saber es que estos cuatro tipos de seres viven en medios muy distintos;
las ninfas, por ejemplo, no comercian con los pigmeos. De esta forma, los
hombres comprenden la sabiduría de Dios, que no ha dejado un único elemento
vacío o estéril.
Se sabe que existen cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Se sabe también
que nosotros, los hombres, descendientes de Adán, vivimos en el aire, que
estamos rodeados de él, como los peces están rodeados de agua. Para los peces,
la ola sustituye al aire; para los hombres, el aire sustituye al agua. Cada criatura
es apropiada para el elemento en el que se sumerge; los ondinos, concebidos
para vivir en el agua, se sorprenden al vernos vivir en el aire de la misma forma
que nosotros nos sorprendemos al verlos vivir en el agua. Del mismo modo, los
gnomos atraviesan sin la más mínima dificultad las piedras más densas, como
nosotros atravesamos el aire, puesto que la tierra es su caos, porque ese caos está
formado de piedras y rocas, así como el nuestro está formado de aire.
Cuanto más espeso es el caos, más sutiles son sus habitantes y viceversa. Los
gnomos, al vivir en un caos espeso, son sutiles: el hombre, al vivir en un caos
sutil, es espeso. Los silvestres son los que se parecen más a nosotros: viven en el
aire, se ahogan en el agua, les falta el aire bajo la tierra y se queman en el fuego.
Todo esto no debe sorprenderos. Dios prueba que es Dios creando cosas que
nosotros no podemos comprender, porque si comprendiéramos todo lo que ha
creado nos parecería un ser muy débil y querríamos compararnos con él.
Para entender lo que vamos a explicar acerca del alimento de nuestros seres, es
necesario saber que cada caos tiene, por encima de él, un cielo, y por debajo, una
tierra; nuestro caos tiene encima de él el cielo, y por debajo la tierra; de esta
forma, el cielo y la tierra nos alimentan. Los habitantes del agua, es decir, los
que tienen el agua por caos, tienen por debajo la tierra y por encima el cielo. Los
gnomos, con la tierra por caos, tienen por debajo de ellos el agua y por encima la
superficie de la tierra, porque la tierra descansa sobre el agua. También ondinos
y gnomos se alimentan en consecuencia. Los silfos, con el mismo caos que los
hombres, tienen el mismo régimen. Nosotros disponemos del agua para saciar
nuestra sed; para saciar la suya estos seres cuentan con un agua que nos es
desconocida y que no podemos beber. Ellos sienten la necesidad de comer y de
beber, pero comen y beben lo que es comida y bebida para ellos.
Se visten y esconden las partes vergonzosas a su modo, no al nuestro. Disponen
de guardianes, magistrados y jefes, como las abejas tienen una reina o las bestias
salvajes escogen un guía del grupo. Si Dios ha escondido las partes secretas de
todos los animales, no lo ha hecho por estos seres que, como el hombre, tienen
que dirigirse a su propia industria. Como a nosotros, Dios les ha dado lana de
cordero: Dios, en efecto, puede crear corderos distintos de los que nosotros
vemos y que pacen en el fuego, en el agua o en la tierra.
Nuestros seres duermen, descansan y velan como lo hacen los hombres, tienen
un sol y un firmamento como ellos. Los gnomos ven, a través de la tierra, el Sol,
la Luna y las estrellas; de la misma forma, los ondinos descubren el Sol a través
del agua, las salamandras lo ven fecundar y calentar su caos, traer el verano, el
invierno, el día y la noche.
Como nosotros, están sujetos a la peste, las fiebres, la pleuresía y otras
enfermedades enviadas por el cielo, puesto que son hombres o, mejor dicho,
porque lo serán, pues hasta el Juicio Final seguirán siendo animales.
Respecto a su físico, es evidente que cambia: los ondinos de los dos sexos tienen
aspecto humano; los silvestres son más gruesos, más grandes, más robustos; los
gnomos, más pequeños, aproximadamente dos palmos de altos; las salamandras
son delgadas, gráciles y finas. Las ninfas viven en los ríos en los que los
hombres se lavan y bañan sus caballos. Los gnomos viven en las montañas: por
eso tan a menudo encontramos agujeros y excavaciones del tamaño de un codo.
En el monte Etna se pueden escuchar los gritos de las salamandras, el ruido de
sus trabajos cuando remueven su elemento. Son más conocidas las viviendas de
los silvestres, es más fácil verlas.
Podría añadir otras muchas cosas admirables que afectan a la moneda y a las
costumbres de estos seres. Lo haré cuando llegue el momento.
TRATADO III: POR QUÉ RAZÓN ESTOS SERES SE NOS APARECEN
Todo lo que Dios crea acaba por manifestarse a los hombres. A veces, Dios les
hace ver al diablo y a los espíritus para persuadirlos de su existencia. Desde lo
más alto del cielo, les envía también a los ángeles, sus servidores. Estos seres se
nos aparecen, por lo tanto, no para permanecer con nosotros o aliarse con
nosotros, sino para demostrar su existencia. La verdad es que estas apariciones
son raras. ¿Pero por qué no deberían serlo? ¿No es suficiente que uno de
nosotros vea un ángel para que todos nosotros creamos en otros ángeles? Por
otra parte, para que la prueba de su existencia sea más clamorosa, Dios permite
que se vean algunas ninfas, pero no sólo por algunos hombres, sino que permite
que algunos hombres tengan relaciones carnales con ellas y que tengan hijos
juntos. Permite igualmente que algunos hombres no vean sólo a los pigmeos sino
que también reciban dinero de ellos y que otros viajen con los silfos.
De la misma forma que un hombre no es visto igual por dos personas, a las
ninfas las vemos distintas a como nos ven ellas a nosotros: las ninfas y nosotros
no juzgamos las cosas de la misma forma, porque difiere nuestro medio y cada
uno juzga según las ideas de su medio. Las ninfas y los pigmeos no se dan
cuenta de que pueden venir a vivir entre nosotros y de que puede gustarles vivir
entre nosotros porque, al ser tan sutiles, soportan bien nuestro caos; mientras que
nosotros, al ser espesos, no podríamos soportar el suyo.
Ya hemos dicho que estos seres podían mantener relaciones carnales con los
hombres y tener hijos con ellos. Estos niños son de especie humana porque el
padre es un hombre, y ser descendiente de Adán le confiere un alma que los hace
ser parecidos a él y ser eternos. Y creo que la hembra que recibe esta alma con la
semilla es, como la mujer, redimida de nuevo por Cristo.
Sólo alcanzamos el reino divino si comulgamos con Dios. De la misma forma,
esta mujer sólo adquiere un alma con la condición de que conozca a un hombre.
El superior, en efecto, comunica su virtud al inferior. Esta es, pues, otra de las
razones de la aparición de estos seres: buscan nuestro amor para elevarse, como
los paganos buscan el bautismo para adquirir un alma y renacer en Cristo.
Es justo añadir que se acercan a nosotros porque se nos parecen como el lobo se
parece a un perro salvaje. De hecho, no todos estos seres tienen relaciones
carnales con los hombres. Las ninfas son las que más relaciones tienen; después
de las ninfas vienen los silfos; respecto a los pigmeos, no tienen relaciones de
este tipo con los hombres, sólo les sirven y eso les basta. Se considera
generalmente a los pigmeos y a los etnianos como espíritus, porque aparecen
como seres brillantes y resplandecientes: ni siquiera nos damos cuenta de que su
carne y su sangre son de naturaleza luminosa. Los pigmeos y los etnianos son
ágiles y ligeros como los espíritus; conocen el presente, el futuro y el pasado,
revelan a los hombres lo que está escondido; disponen de la razón del hombre,
pero no tienen alma; poseen la ciencia y la inteligencia de los espíritus sin poseer
sus conocimientos de Dios.
Hemos dicho que las ninfas abandonaban las aguas para venir a vernos, charlar
con nosotros y aliarse con nosotros. Los silfos son más toscos, no conocen
nuestra lengua. Los gnomos hablan la misma lengua que las ninfas. Los etnianos
hablan poco. Los silfos son más tímidos que los hombres. Los gnomos son más
pequeños, a menudo los tomamos por llamas errantes, espíritus, almas en fuego
o fantasmas. Las llamas que vuelan por encima de los prados, alejándose y
acercándose, no son más que gnomos.
Los vulcanos son parecidos, pero a causa de su naturaleza, frecuentan poco al
hombre, prefieren a las mujeres viejas y a las brujas. Además, su vecindad es
peligrosa: el diablo hierve en ellos. Por otra parte, el diablo se inmiscuye a veces
en los cuerpos de los gnomos, de los silfos, sobre todo en los de las hembras, y
se divierte engendrando fetos afectados de lepra, sarna o tiña incurable. El
hombre que mantiene relaciones con una ninfa no debe atormentarla cerca del
agua; aquel que mantiene relaciones con un pigmeo no debe molestarle cerca de
sus cavernas; tanto la ninfa como el pigmeo desaparecerían. Esta desaparición
sólo puede realizarse cuando la pareja se encuentra cerca del elemento de la
ninfa o del pigmeo: lejos de este elemento, el hombre puede siempre forzarlos a
permanecer a su lado. Los gnomos, cuando responden a nuestra llamada, nos
sirven fielmente a condición de que respondamos positivamente a sus deseos. Si
mantenemos nuestras promesas, ellos mantendrán las suyas y nos darán dinero,
ya que tienen mucho dinero a su disposición, dinero que extraen y trabajan ellos
mismos. Pero sólo nos lo dan si nos encargamos de repartirlo, no si lo
guardamos.
TRATADO IV
Hemos dicho que estos seres se alían con los hombres y tienen hijos con ellos;
también hemos dicho que si el hombre los irrita cerca de su elemento,
desaparecen. Añadiremos que lo que le sucede a la ninfa le sucede a su esposo:
si se ahoga, él también se ahoga. Él cree que simplemente ha desaparecido en el
agua, no se da cuenta de que su vida está en peligro, de que su unión con la ninfa
no está más disuelta de lo que lo está la unión entre un hombre y una mujer con
la huida de ella. Para que esta unión se disuelva, es necesario el consentimiento
de los dos esposos. Recordemos que la ninfa que se ha unido a un hombre estará
presente en el Juicio Final porque ha ganado un alma en su comercio: así pues,
ella es mujer y su unión con el hombre sólo se disuelve cuando ella consiente.
Cuando el marido toma a otra mujer sin su permiso, ella reaparece y lo mata.
Las sirenas nadan más en la superficie del agua que en el interior, viven como si
fueran peces y, aunque no tienen el aspecto de la mujer, se le parecen en gran
parte. Se trata de monstruos, como los monstruos que engendran los hombres y
las mujeres. Supongamos, en efecto, que las ninfas, que se engendran entre ellas
como lo hacen los hombres, engendran monstruos que nadan en la superficie del
agua: son las sirenas. Estas sirenas saben cantar y tocar la flauta. Las ninfas y los
gnomos engendran a otros monstruos, los manes, que se parecen a los hombres y
que viven en su medio. De la misma forma, las estrellas engendran monstruos,
los cometas, que no siguen sus cursos. Dios, como podéis ver, crea cosas
admirables.
TRATADO V: LOS GIGANTES
Nos queda hablar de dos razas que están muy relacionadas con las ninfas y los
pigmeos: los gigantes y los enanos. Los gigantes y los enanos no descienden de
Adán. San Cristóbal, en verdad, fue un gigante, pero era de naturaleza humana y
no se le debe clasificar entre estos seres, puesto que una de sus características es
la de no ser de esta naturaleza; como testimonios tenemos los de los gigantes
Bernensis, Sigenottus, Hildebrandus, Dietricus. Diremos lo mismo para los
enanos; como testimonios tenemos los de Laurinus y otros.
No ignoramos que muchas personas no creen ni en los gigantes ni en los enanos.
Se conforman con decir: los gigantes son extraordinarios y demasiado fuertes.
Los rechazaremos y los tomaremos como ilusiones.
Los gigantes son engendrados por los silfos, y los enanos, por los pigmeos.
Gigantes y enanos son monstruos de los silfos y de los pigmeos, de la misma
forma que las sirenas son los monstruos de las ninfas. Por eso son raros; sin
embargo, los hemos visto ya muchas veces como para dudar de su existencia.
Destacan por su sólida constitución.
Lo que debemos pensar sobre su alma es que son hombres que proceden de
animales y que son monstruos, es decir, no tienen alma. Sin embargo, podemos
llegar a pensar que sí la tienen al ver sus buenas acciones y su amor a la verdad,
puesto que de la misma forma que los monos imitan los gestos de los hombres,
ellos pueden actuar como nosotros.
Dios habría podido dar a estos seres un alma si hubiera querido, igual que le dio
un alma al hombre al comunicarse con él, igual que le da un alma a las ninfas si
se casan con hombres. No lo ha querido para no crear una especie parecida a la
especie humana. A pesar de sus buenas acciones, no creo que los gigantes y los
enanos participen en la redención. Pero aunque no tienen fe, son buenos de la
misma forma que los animales.
Los enanos nacen de los pigmeos. Por eso no tienen el tamaño de los gigantes,
ya que los silfos de los que nacen los gigantes son más grandes que los pigmeos.
Los gigantes y los enanos pueden mantener relaciones carnales con las hembras
que descienden de Adán y satisfacerlas. Pero sólo podrían tener hijos de su
misma especie si se casan entre ellos o si se alían al hombre; en efecto, se trata
de monstruos, y no pueden engendrar entre ellos como no lo pueden tampoco los
consanguíneos; por otra parte, si se unen al hombre, el feto será de doble
naturaleza, es decir, de la suya y de la del hombre, y en consecuencia, el niño
será de especie humana, porque cuando tiene como padres a un ser sin alma y a
otro con alma, pertenece a la raza del último. Los gigantes y los enanos mueren,
por lo tanto, sin herederos. De la misma forma, los cometas no engendran otros
cometas, ni los terremotos provocan otros terremotos.
TRATADO VI: POR QUÉ DIOS CREA ESTOS SERES
Dios ha creado estos seres para proporcionar guardianes a sus creaciones. De
esta forma, los gnomos guardan los tesoros de la tierra, metales y otros; les
impiden ver la luz del día antes del momento oportuno, ya que estos tesoros, el
oro, la plata, el hierro, [...] no deben ser encontrados todos el mismo día, tienen
que ser distribuidos poco a poco, y no sólo a algunas personas, sino a todas. Las
salamandras guardan los tesoros de las regiones ígneas; los silfos guardan los
tesoros que traen los vientos; los ondinos, los que se encuentran en el agua.
Todos los tesoros se fabrican en las regiones ígneas, con los cuidados de las
salamandras, para después ser extendidos y guardados en los demás medios.
Las sirenas, los gigantes, los manes y los centellos (que son los monstruos
engendrados por las salamandras) han sido creados con otro objetivo: tienen que
prevenir de los acontecimientos graves a los hombres, indicarles que está a punto
de declararse un incendio, advertirlos de la ruina de un reino. Los gigantes
anuncian más especialmente la devastación de un país; los manes, la hambruna;
las sirenas, la muerte de los reyes y de los príncipes.
La causa inicial del Universo sobrepasa nuestro entendimiento. Pero, a medida
que el mundo se acerca a su fin, las cosas se nos manifiestan cada vez con más
claridad; vemos su naturaleza y su utilidad. El último día todo aparecerá claro,
todo será conocido, nada será ignorado, cada uno recibirá la recompensa de sus
esfuerzos y de su amor por la verdad. Entonces no será médico o profesor el que
quiera serlo. La cizaña se separará del grano; la paja, del trigo. Entonces se
callará el que hoy grita. Aquel que cuenta ya el número de páginas que le quedan
por escribir sucumbirá bajo el peso de su obra. Entonces serán felices aquellos
que en ese momento intenten ver. Y ese día se verá si he mentido.
«Sobre las fuerzas del imán»
Con este título, Paracelso evoca el potente magnés al servicio de la Medicina. El
poder de simpatía se encuentra reforzado en este caso por la utilización de la
piedra del imán, que precisamente posee la propiedad física de atraer el acero.
En este sentido, Paracelso vuelve a ser un innovador al fundar las bases de la
magnetoterapia dos siglos y medio antes de que Anton Mesmer realizara curas
magnéticas con su famosa cubeta. El «magnetismo animal» (en realidad,
humano) estuvo muy de moda desde la época de Mesmer, sobre todo gracias a la
práctica de la hipnosis, hasta los trabajos de Charcot. Pero el magnetismo
desarrollado por el hombre no debe hacernos olvidar el uso que actualmente
hacen algunos naturópatas de los imanes metálicos.
Por lo tanto, Paracelso fue el primero en estudiar los poderes del imán en su
Herbarius, y lo hizo en estos términos:
Ya he explicado que, gracias a una admirable virtud, el imán atrae el hierro y el
acero. Esto es evidente y los médicos lo admiten. Pero, ¿no es posible estudiar si
el imán posee otras virtudes?
Yo creo que el imán es un piedra que atrae no sólo el hierro y el acero, sino
también las causas de todas las enfermedades del cuerpo.
Los viejos doctores que han escrito tantas tonterías sobre los cuatro humores
curiosamente han servido muy mal a la Medicina, ya que conocer los cuatro
humores es muy difícil. La experiencia demuestra que el imán atrae hacia él
todas las enfermedades materiales, que las desplaza. Entre las enfermedades
materiales podemos citar el flujo de las mujeres y todas las enfermedades que,
partiendo de un punto para extenderse alrededor de él, pueden replegarse sobre
ese punto, como la savia, que, partiendo de las raíces, sube hasta las ramas y
puede descender de nuevo hasta la raíz.
Voy a explicar cómo colocar el imán: es preciso situarlo sobre el punto de donde
sale la enfermedad. He aquí un ejemplo: para curar una pérdida roja y blanca, es
necesario situar el imán en el centro, es decir, sobre el punto desde donde parte
el mal; lo mismo sucede con la diarrea. Gracias a la atracción el mal se
obstaculiza, los fluidos se detienen en el punto de partida, desde donde es fácil, a
continuación, eliminarlos por la vía excretora conveniente. Pero el enfermo no se
cura al detenerse el flujo; sólo estará curado cuando el mal haya sido dirigido a
su centro. Sin embargo, es necesario vigilar para que el cólico no vaya seguido
de un estreñimiento, pues cuando la materia mala está detenida en su lugar de
nacimiento, es necesario dirigirla y eliminarla de forma conveniente.
Yo creo que el tesoro de la Medicina consiste en forzar el mal para que se quede
en su lugar, para que se disuelva en ese lugar, para impedirle que se desplace a
otra parte. De esta forma, el mal, sea cual sea, se cura de forma natural y no de
forma sobrenatural.
Es una vergüenza para el médico el hecho de no saber detener las enfermedades
en sus lugares, madurarlas y eliminarlas cuando están preparadas para ello.
Quiero destacar que mediante este método es posible detener la hidropesía en su
lugar y eliminarla de forma natural. Gracias al imán, la hernia y las viejas úlceras
se detienen en su lugar y, a continuación, se eliminan por la vía excretora
conveniente.
Para utilizar el imán, es necesario saber que tiene un dorso y un revés, que uno
rechaza y el otro atrae. Para detener las pérdidas de las mujeres en sus lugares es
necesario actuar de la siguiente forma: situar el dorso del imán al final de la línea
y su revés al principio. Este procedimiento sirve no sólo para las pérdidas rojas y
blancas de las menstruaciones, sino también para todas las demás pérdidas
análogas. Gracias a este procedimiento, las pérdidas se detienen en su centro; a
continuación sólo se tendrán que utilizar los remedios que hacen madurar y
digerir. Así, el estómago que no mantiene los alimentos, que los rechaza crudos,
tiene que ser obligado a guardarlos hasta que estén digeridos.
De la misma forma, en la sofocación del útero, este tiene que ser llevado a su
centro: para hacerlo es necesario aplicar en su base el revés del imán y hacer que
mire hacia el aire, y en su extremo superior, el dorso del imán; gracias a este
procedimiento, el útero permanece en su centro y no sube más. Sólo nos queda
curarlo con los remedios convenientes para la matriz, como la mica negra o la
corallorum perlae.
Igualmente, es preciso saber que el mal sagrado, es decir, la epilepsia, tiende
siempre a subir hacia la zona más alta de la cabeza. Es necesario colocar la
cabeza sobre el imán con el revés hacia abajo, el dorso hacia arriba y, a
continuación, moverlo hacia abajo. Gracias a este procedimiento, el mal
desciende de nuevo de lo alto de la cabeza hacia su centro.
Se utiliza el mismo método para hacer desaparecer el espasmo: cuando se lleva a
su centro, se realiza una unción de aceite de sal (oleum salis). Para el tétanos, es
necesario actuar con el dorso del imán. Este sistema es sobre todo eficaz para el
espasmo de las mujeres embarazadas.
Los antiguos médicos eran imbéciles [sic], por los remedios que indicaban para
los derrames, con sus emuntorios, sus lavativas y sus purgaciones.
El mejor remedio contra los derrames es el imán: si sobre el centro de un
derrame se coloca, primero, el dorso del imán y, a continuación, su revés, el
derrame vuelve a su centro, donde sólo queda madurarlo y digerirlo.
No es posible hacerlo desaparecer con las purgas: eliminado con la purga, el
derrame no está maduro y el mal aumenta. Es necesario que madure en su lugar
de nacimiento antes de ser eliminado. Esta madurez se produce gracias al Esse
Essentisicatum. Con este medio se curan la úlcera, el cáncer, las fístulas y otros
males parecidos.
Lo mismo sucede para detener la sangre: es necesario detener el derrame de la
sangre en su centro. El revés del imán sirve para hacer desaparecer el derrame, y
el dorso tiene que impedir que vuelva. A continuación, sólo hay que utilizar los
remedios que hacen perder a la sangre su furor y su ebullición; la sangre se
enfría y el mal se detiene.
Es necesario emplear el mismo proceso en el caso de las hemorroides... El imán
cierra también las rupturas, sea cual sea la edad del enfermo; también cura la
ictericia. El medio consiste siempre en atraer, rechazar y hacer digerir en su
centro.
El arte de la alquimia
El libro fundamental de Paracelso, El arte de la alquimia, empieza de la siguiente
manera:
Después de que Paracelso estableciera cuatro columnas para cierto fundamento
de la Medicina que él profesa, a saber, la astronomía, la filosofía, la alquimia y la
virtud, y que con razones poderosas e inexpugnables demostrara que el médico
tiene que ser filósofo y astrónomo, probó con la química, para hacer comprender
qué animal es y cómo hay que entenderla y tratarla; así es como habla:
TEOFRASTO PARACELSO
Vamos a estudiar el tercer fundamento de la Medicina: la alquimia; si el médico
no la practica con gran estudio y afición, y no es perfecto en su práctica, todo lo
que sabe de otras cosas le es inútil y vano; porque la Naturaleza es tan sutil y
hábil en estas cosas que no puede ser tomada ni comprendida sin gran industria;
porque no produce nada que no sea perfecto para su fin, pero es necesario que el
hombre perfeccione todo y esta perfección se llama alquimia; porque el
alquimista es como el panadero que cuece el pan, o como el viticultor que
exprime y prensa la uva para preparar el vino, o como el tejedor que hace la ropa
y las sábanas; y así, cuando la Naturaleza ha producido algo para la utilidad del
hombre, es el alquimista el que lo prepara y lo deja preparado para ser usado.
Ahora bien, tenéis que entender esta filosofía de la siguiente forma: si alguien
tomase el vellón, o la piel de un cordero o de una oveja, y cruda y sin ninguna
preparación, quisiera utilizarla para vestirse como si fuera un traje perfectamente
apropiado para la ciudad, ese hombre sería considerado, y con razón, como
rústico; esto se entiende si se compara este vestido con el que se hace con lana o
cuero bien preparado por un tejedor o un peletero; igual de inepto y tosco es
aquel que, encontrando algo de naturaleza en la tierra, lo quiere utilizar sin
ninguna preparación, principalmente cuando hay que utilizarlo para la salud de
nuestro cuerpo, para lo cual es necesario poner más atención y más cuidado. Y
con toda seguridad los artistas y los obreros de cada oficio han sondeado la
Naturaleza y han buscado con tanta curiosidad en todas sus propiedades que han
aprendido a pulirla y a situarla en el más alto grado de la astucia y a obtener de
ella todo lo que puede ser útil para las cosas externas; pero sólo en la Medicina,
donde este artificio era más necesario, todavía no se ha encontrado, de tal
manera que el arte resulta muy rudo y muy tosco.
Así pues, si este es considerado un bárbaro, un ser rudo e incivil, porque come
carne cruda y se viste con la piel de los animales sin tratar, porque construye su
casa en la primera roca que encuentra o permanece bajo la lluvia, realmente no
puede verse un médico más ignorante y tosco, y no se puede proceder de forma
más rústica y grosera en la confección de los remedios, que de la forma en que
tienen la costumbre de prepararlos los apotecarios; porque la verdad es que no se
puede realizar una preparación más grosera que cuando en una mezcla se cuecen
y corrompen todas las cosas y se rascan y estropean. Tal como es aquel que
acabamos de describir, con su vestimenta de piel ruda y cruda, así es nuestro
apotecario, ignorante e inexperto.
Puesto que tenemos la intención de tratar aquí el verdadero fundamento de las
preparaciones de la Medicina, debéis saber que este fundamento tiene que
proceder de la Naturaleza, como si un cocinero hiciera cocer pimienta dentro de
la sopa.
Esta preparación de los remedios es el más alto secreto y el principal objetivo:
debes saber que, después de que hayas abordado el conocimiento de la filosofía
y de la astronomía, es decir, la naturaleza de las enfermedades y de los
medicamentos, y su entera concordancia, la más importante y principal
conclusión, el punto más necesario, es saber cómo debes aplicar lo que preparas.
Porque la Naturaleza por sí misma te enseña lo que debes hacer para cocer tus
remedios a la perfección; y de la misma forma que el verano hace madurar la
pera y la uva, así tienes que preparar los remedios. Si tomas esta precaución,
verás que tu remedio obra como debe; partiendo de la idea de que tu medicina
tiene que producir su fruto como hace el verano, debes saber que el verano lo
hace mediante la alquimia y no sin ella.
Como es el alquimista quien realiza esta operación, debes saber que esta
preparación tiene que dirigirse de tal manera que esté sujeta a los astros, ya que
los astros perfeccionan las obras del médico.
Así pues, es necesario entender la Medicina según los astros, y que por ellos sea
ordenada y dispuesta, y que no se diga nunca más «esto es frío; esto es caliente;
esto es húmedo; esto es seco». Es necesario decir: «este es Saturno; este es
Marte; este es Venus; y este el Polo». Así, el médico irá por el buen camino.
Después es necesario que el buen médico sepa por qué medio podrá someter el
Marte natural al Marte astral, cómo los tiene que combinar y unir, porque ahí se
encuentra el punto importante de la cuestión que ningún médico, desde los
primeros hasta yo mismo, todavía no ha conseguido aclarar.
Por lo tanto, es necesario entender lo que se ha dicho anteriormente: que el
remedio debe prepararse según los astros y que debe convertirse en astral, puesto
que los cuerpos celestes y superiores mortifican y crean enfermos, y los mismos
cuerpos los alivian y los curan.
Por ello, todo lo que se hace en el mundo no puede hacerse sin los astros. Al ser
una constante el hecho de que se realice con los astros, es absolutamente
necesario que durante la preparación el médico esté dirigido por el cielo, al igual
que los profetas y los hechos terrenos dependen del cielo: los astros comunican
las profecías, las grandes tormentas, los homicidios, las enfermedades
sanguinolentas, las guerras, las batallas, las pestes, el hambre...
El cielo significa todas estas cosas, porque el cielo es quien las hace. Así pues,
todo lo que hace puede transmitirlo y darle significado. Estas cosas están hechas
por él, y de él también dependen las ciencias por las que se pueden saber todas
estas cosas. Al ser del cielo, también están gobernadas por el cielo, de manera
que obran según su voluntad; así que lo que se había predicho sucede en efecto
porque todas las cosas antedichas están preparadas por el cielo según su voluntad
y, por lo tanto, las dirige y las endereza.
En consecuencia, debéis entender lo mismo de la Medicina: si la Medicina se
debe al cielo, sin ninguna resistencia y rechazo, es necesario que obedezca al
cielo y que se adquiera y obedezca su voluntad; y si esto es así, el médico debe
abandonar su rutina o su doctrina de adulteración de los grados de las
complexiones, los humores y las cualidades, debe apoyar y conocer la Medicina
simplemente por los astros; es decir, es necesario que realice una descripción de
la virtud y la naturaleza de la Medicina según los astros de manera que los astros
superiores y los astros inferiores estén allí.
Y puesto que la Medicina no tiene valor sin el cielo, es necesario que sea
obtenida del cielo; ahora bien, se puede extraer de él si el buen artista levanta la
tierra, esa tierra de la que si no se separa, no puede estar regida por el cielo; pero
cuando el remedio se separa de su tierra, entonces el médium o medio se
convierte en un poder y una voluntad de los astros dirigida por ellos; de tal
manera, lo que pertenece al corazón es conducido y llevado en el corazón por el
Sol; lo que depende del cerebro, por la Luna; lo que depende del bazo, por
Saturno; de los riñones, por Venus; de la hiel, por Marte; del hígado, por Júpiter;
y así para los demás miembros. Y no sólo de estas cosas, sino que sucede lo
mismo con una infinidad de cosas. Yo os pregunto: ¿Qué es la Medicina que
ordenáis para la matriz de las mujeres si Venus no la conduce y la dirige?
¿Podría ser provechosa para el cerebro si la Luna no la guiara? Y así sucede para
las demás cosas; estos remedios se quedarían sólo en el estómago, y de nuevo
saldrían en su imperfección por los intestinos.
Realmente, el error aquí es grave, y muy a menudo el cielo no te favorece y no
puede dirigir y llevar tu medicina a su lugar; puesto que se trata de un abuso
tienes tú la palabra: la melisa es una hierba para la matriz; la mejorana es buena
para la cabeza; los hombres inexpertos e ignorantes hablan de esa forma; es en
Venus y en la Luna donde todo reside, de forma que si decides encontrar estas
cualidades y propiedades en dichas hierbas, es necesario que encuentres el cielo
propicio, pues de otra forma no se producirá ningún efecto.
Es en este punto donde se encuentra el defecto o el error que ha conducido la
Medicina, cuando dicen: «Dele un medicamento; si le aprovecha, mejor...». Esta
valoración y este tipo de Medicina son archiconocidas por todos los mozos de
arreos por muy ignorantes que sean, no se necesita ni a Galeno ni a Avicena;
pero vosotros, los médicos, la utilizáis; es necesario (decís vosotros) añadir los
directorios para el cerebro, para la cabeza, para el bazo... ¿Cómo os atrevéis a
hablar de estos directorios si no los entendéis? ¿Y cuáles son los verdaderos
directorios? Esto es lo que os vuelve locos, el ver el poco efecto que hacen
vuestros remedios; vosotros sabéis bien lo que es directorio para el corazón, la
cabeza, la matriz, la orina, el vientre; pero (¡insensatos!) ignoráis el directorio de
la enfermedad. Y desde el momento en que desconocéis eso, por esa misma
razón no podréis saber en qué consiste ni dónde radica la enfermedad, y por ello
os sucede que los artríticos a los que vosotros llamáis continuamente enfermos, y
así otros tantos, invocan algunas veces como santos a aquellos cuyas almas se
encuentran en la molestia y en los infiernos. Para vosotros, todo el mal se
encuentra en el hígado, aunque se encuentre en el agujero del culo.
Ahora bien, puesto que es el cielo el que debido a su eje y movimiento dirige el
médico y el remedio, es necesario que el remedio sea reducido a una sustancia
tan aireada que pueda estar regida y dirigida por Marte, Saturno, Júpiter o los
demás, según lo que se requiera. ¿Porque quién ha visto jamás levantar o atraer
hacia arriba una piedra mediante los astros? Nadie, únicamente lo que es ligero y
volátil. Esta es la causa por la que muchos han buscado en la alquimia la
quintaesencia, que en realidad sólo es el resultado de separar esos cuatro cuerpos
de sus arcanos; y por este procedimiento, después de esta cruda separación,
quedará el arcano, que ciertamente es un caos, y está regido y llevado por los
astros como la pluma por el viento.
Por lo tanto, es necesario que los remedios de la Medicina sean preparados de
esta manera: que los cuatro cuerpos sean separados de sus arcanos; después hay
que saber qué astro se encuentra en ese arcano, qué astro está y preside esta
enfermedad y, finalmente, si ese astro de Medicina es apropiado contra este mal.
Esta es la dirección que hay que seguir. Cuando das al enfermo una medicina
para que se la beba tiene que estar preparada y separada en el estómago por el
alquimista o dispensador. Si este es lo bastante poderoso como para reducirla
hasta el punto de que los astros la reciban, entonces es digerida; si no es así,
permanece en el estómago y se elimina con las deposiciones.
¿Hay algo más bonito y más sublime para el médico que concordar las dos
astronomías (el macrocosmos y el microcosmos) en las que se sitúa el
fundamento certero de todas las enfermedades?
Pues la alquimia es el primer estómago que prepara el remedio de los astros, y
no (como dicen los ignorantes) esa alquimia que no pretende otra cosa que hacer
oro y plata: su verdadero objetivo es el de hacer arcanos y prepararlos camino es
por donde debemos avanzar, ese es el verdadero fundamento de la preparación
de los buenos remedios, porque estas cosas proceden de la experiencia y de la
conducta de la Naturaleza. Así, el hombre y la Naturaleza quieren estar de
acuerdo en la salud o en la enfermedad. Se trata de la salud y de la verdadera
curación que es perfecta sólo mediante la química, sin la que no se puede hacer
nada al respecto.
Ahora bien, os ruego que lo consideréis, puesto que sólo los arcanos son la
Medicina y los remedios son también recíprocamente arcanos, y estos deben ser
volátiles y espirituales.
¿Cómo es posible que el chismoso operario de julios, ignorante e inexperto
cocinero apotecario, sea tan presuntuoso como para creerse con la capacidad de
dispensar estas cosas, y que, como hijo de su falsa dispensa, se glorifique de su
arte tosco y de la ciencia de la luz de los apotecarios?
¿Cuál es la locura de estos doctores, que por este medio y en esta desagradable y
vergonzosa charlatanería, o cocina de julios, engañan y embaucan a los pobres
ciudadanos, recetándoles y dándoles electuarios, jarabes, pastillas y ungüentos?
Estas cosas mal preparadas van contra los fundamentos de la Medicina y no
contienen ninguna verdad; ninguno de vosotros será lo bastante malo como para
jurar por su honor y su conciencia que hace el bien.
Sucede lo mismo y hacéis lo mismo en la inspección y el juicio de la orina,
cuando mirando su color al cielo tergiversáis y decís mentiras infinitas, tanto que
vosotros mismos estáis obligados a confesar, después de todo, que en la mayor
parte de los casos no hacéis más que dudar y opinar, y que no lo hacéis siguiendo
ningún arte ni certeza, sino que por casualidad sucede algo de lo que vosotros
decís.
Sucede exactamente lo mismo en las tiendas de los apotecarios, a los que visitáis
a menudo, y donde os hacéis preparar vuestros líquidos de mal gusto; al veros,
todos creen que en vuestras casas se encuentra el reino de los cielos o las delicias
del paraíso, cuando la verdad es que lo que se encuentra en ella es el abismo del
infierno y la amargura de la muerte. Si abandonáis estas conductas y os ponéis a
buscar los arcanos, sean cuales sean, sus directorios, sus astros y finalmente las
enfermedades y la salud, entonces aprenderéis con el uso y con la experiencia
que vuestro fundamento no es otra cosa que pura fantasía.
Ahora bien, todo este discurso sirve para haceros ver y justificar que el último y
verdadero fundamento de la Medicina consiste en los arcanos, y que los arcanos
contienen este fundamento. Y si todo el objetivo de la Medicina está situado en
los arcanos, es necesario, en consecuencia, que el fundamento de la Medicina
sea la alquimia, es decir, aquella por la que todos los arcanos están hechos y
preparados. Debéis saber, por lo tanto, que los arcanos sólo son las virtudes y las
potencias de las cosas y, por eso, son volátiles y no tienen cuerpos terrestres. Son
un caos, y algo claro y diáfano, y una cierta potencia astral. Si conoces el astro y
su enfermedad, entonces sabrás perfectamente quién es tu director y que este no
es más que potencia, algo que los arcanos demuestran a menudo.
Por lo tanto, no hay nada de humores, cualidades y complexiones, y no se debe
decir «esto es melancolía, esto es flema, ira...» sino más bien «esto es Marte,
esto es Saturno»; o bien «esto es el arcano de Marte, esto es el arcano de
Saturno, de la Luna...» Esa es la verdadera Medicina...
¿Quién entre vosotros, los cirujanos, podría odiar este fundamento, a no ser que
disponga del juicio completamente atontado?
Puesto que el médico debe saber estas cosas, es necesario que sepa también lo
que significa calcinar, lo que significa sublimar, no sólo con la mano sino
también transmutando las cosas, y en esto hay más virtud que en lo otro, puesto
que la preparación da a las cosas lo que la Naturaleza no les ha podido dar, es
decir, la maduración; y la ciencia del médico es madurar, puesto que él mismo es
el otoño, el verano y el astro, con lo que perfecciona las cosas; el fuego proviene
de la tierra, el hombre es la disposición y las cosas que se elaboran son la
semilla. De la misma forma que en el mundo las cosas se comprenden casi con
un único intelecto, y no son ni siquiera muy diversas en su objetivo, así sucede
aquí, donde las cosas cambian y se cambian según su objetivo, de forma que,
mediante un único procedimiento, los arcanos sean producidos por el fuego, y
que el fuego sea su tierra y su sol; que la tierra y el firmamento sean una sola y
misma cosa en esta generación; porque los arcanos se cuecen y se fermentan en
el fuego. Y tal como el grano se pudre en la tierra antes de crecer, y después
aporta su primer fruto, así en el fuego se realiza la destrucción, se fermentan los
arcanos, dejan su cuerpo atrás y ascienden a un grado superior al que estaban
anteriormente; ahora bien, su tiempo es su calcinación, sublimación,
reverberación, solución y reiteración, es decir, trasplante; y toda esta operación
se realiza con el paso del tiempo, puesto que existe un tiempo en el primer
mundo y otro en el hombre.
Ahora bien, el operador del curso celeste es admirable, puesto que aunque el
trabajo del artista es estimado por él como maravilloso, ni siquiera este es digno
de gran admiración, pues el cielo cuece, digiere, absorbe, disuelve y reverbera
mucho mejor que el alquimista, de tal manera que el curso del cielo enseña y
rige el curso del fuego en el arcano que quiere preparar.
Es el cielo quien da y engendra las virtudes y propiedades que se encuentran en
el zafiro: lo hace por la solución, la coagulación y la fijación. Y visto que el cielo
trabaja de esta forma hasta que ha llevado su obra a ese punto, por eso mismo es
necesario que se realice la destrucción del zafiro si se quiere preparar como
remedio; dicha destrucción se realiza de esta forma: el cuerpo es segregado y el
arcano se queda solo o como esencia. Cuando aún no era zafiro, en la tierra o en
la mina, no tenía todavía el arcano en sí mismo (es decir, la calidad y la
propiedad) cuya virtud (así como la vida está inspirada en el hombre) ha sido
engendrada y dada por el curso del cielo o insuflada en esta materia.
Es necesario que el cuerpo se separe y se retire (porque aprisiona y molesta al
arcano) así como de la semilla nada se hace si no está corrompida; dicha
corrupción no es otra que la putrefacción del cuerpo, y no del arcano que
contiene. De esta misma forma sucede con el zafiro, del cual se reduce el cuerpo
mediante la corrupción para obtener la virtud y el arcano que se encuentra en
este cuerpo y que había obtenido del cielo; ahora bien, su destrucción debe
realizarse en los mismos grados en los que se había compuesto.
El grano que sembramos en el campo se mantiene largo tiempo en la tierra y no
se transforma en espiga con poco trabajo y astucias de la Naturaleza; en ella se
realiza un elixir y una gran fermentación que es necesaria y requerida en todas
las cosas naturales; después se lleva a cabo la digestión y, después de ella, la
vegetación.
Por lo tanto, cualquiera que desee preparar Naturaleza debe avanzar por este
mismo camino, en caso contrario actuará como un cocinero torpe y tosco, con un
sucio desbordamiento de Julios o potajes mal preparados. La Naturaleza quiere
que la preparación que el hombre hace en todas las cosas sea parecida a la suya,
es decir, que tenemos que imitarla y no seguir nuestra locura y nuestra fantasía.
Pero vayamos al aspecto más importante. ¿Qué digieren, fermentan, putrifican,
calcinan y subliman nuestros apotecarios y nuestros grandes doctores médicos?
Nada en realidad, realizan cantidades descomunales de julios y hacen que los
pacientes las beban; y con estas y otras pociones engañan hábilmente a las
personas. ¿Cómo puede vivir el médico y reinar con este nombre, si no conoce ni
la medida ni la fuerza de la Naturaleza? O más bien, ¿quién puede confiar en él?
El médico no debe ser otra cosa que un hombre conocedor de las cosas naturales
y de las propiedades, las esencias y las fuerzas de Naturaleza. Si ignora la
composición de las cosas de la Naturaleza, ¿qué podrá saber sobre su
disolución?
Sed conscientes de que es preciso resolver y retroceder en estas operaciones. Y
todo lo que la Naturaleza ha hecho en su progreso, hay que resolverlo y
retroceder grado por grado, repitiendo si es necesario; y si vosotros y yo
ignoramos estas resoluciones, no seremos más hábiles ni dignos de más estima
que los asnos y los ignorantes. Hablamos de lo que es posible obtener o extraer
de bueno del alumbre según vuestros procedimientos; en este alumbre se
esconden seguramente grandes virtudes y propiedades, tanto para las
enfermedades internas como para las quirúrgicas. Ahora bien, ¿quién es el que
podrá utilizarlas de forma útil para la común preparación del apotecario? Lo
mismo se tiene que entender de la mumia. ¿Pero dónde la buscáis? ¿En el mar,
en casa de los bárbaros? ¡Qué simples e ignorantes sois! Porque se encuentra
delante de vuestras casas y entre vuestras murallas; pero puesto que ignoráis la
química no podéis tampoco conocer los misterios de la Naturaleza. Creedme
cuando os digo que para tener a Avicena, Galeno, Savonarola y Ugon debéis
estar libres de cualquier pena y trabajo. Todos sus discursos y razones son cosas
pueriles y vanas; y fuera de los arcanos susodichos, nadie puede saber lo que la
Naturaleza contiene y lo que esconde bajo llave.
Consultad a todos vuestros escritores y doctores, y venid a decirme la virtud y el
valor de los corales; pero aunque tengáis algún conocimiento y aunque
descubráis muchas de sus propiedades, cuando es necesario probar estas cosas
con buenas razones de filosofía, os es imposible justificar la mínima de sus
virtudes, porque el proceso del arcano no está escrito por estos autores; y
teniendo al arcano mediante la química, entonces se encuentra la verdad de sus
virtudes; no seáis tan poco sabios y tan simples que tengáis la opinión de que no
se necesita una mayor separación que la sola pulverización, que después sea
tamizada (decís vosotros) y se convierta en grageas con azúcar.
Todo lo que Plinio, Dioscórides y los demás han escrito sobre los corales, jamás
lo han experimentado; pero lo han aprendido de algunas personas nobles y
curiosas que han tenido el conocimiento de varias de tales virtudes y propiedades
de las cosas naturales; y después estas gentes han compuesto libros repletos de
halagos y de dulces palabras para seducir a los lectores.
Pero vosotros, médicos, haced ver con buenas y válidas razones que lo que
vuestros autores han escrito es verdadero; es verdadero, pero vosotros no sabéis
ni cómo ni por qué; y no podéis probar los escritos de aquellos de los cuales
estáis orgullosos de ser sus discípulos y doctores de sus doctrinas.
Hermes y Arquelao han dejado en sus escritos grandes virtudes y propiedades de
cosas naturales, y son verdaderas según sus escritos; pero no conocéis la causa
de estas virtudes ni por qué son tan simples, y os calificáis como maestros de las
cosas de la Naturaleza aunque las ignoréis completamente. Peor aún, habéis
leído otros libros y habéis estudiado en la universidad, pero desgraciadamente no
os ha servido de nada. Discursos ampulosos, llenos de bonitas y elegantes
palabras y nada más. Sin embargo, el pobre enfermo con fiebre sufre ante
vuestra ignorancia.
¿Qué dicen los demás filósofos y alquimistas, o qué no dicen sobre las virtudes
del mercurio? Está claro que han dicho grandes cosas y estoy seguro de que son
verdad; pero vosotros no sabéis cómo actuar para hacer que sean verdad; esto
corresponde a Dios, porque vosotros ignoráis las preparaciones. ¿Por qué no
dejáis de vociferar y de gritar? Vosotros y vuestras academias y vuestros
doctores no sois más que colegiales, pues no hacéis más que leer vuestros libros.
«Esto es así, esto es asá, eso es negro, eso es verde... Si queréis más, por Dios
que yo no sé nada, así lo encuentro escrito». Si no tuvierais estos libros, no
sabríais nada de nada.
Vosotros pensáis que establezco sin razón el fundamento de la Medicina en la
alquimia, porque me hace conocer lo que vosotros no podéis probar, aunque sea
verdad. ¿No es necesario, por lo tanto, apreciar esta ciencia y sacarla a la luz
para utilidad pública? ¿No será realmente el fundamento cierto del verdadero
médico, ya que prueba y confirma la ciencia del médico?
Quisiera saber qué os parece aquel que dice: Serapión, Mesué, Rasis, Plinio,
Dioscórides y Macer escriben sobre la verbena, que es buena para esto o para
aquello, aunque no pueda probar lo que dice. Yo lo sé muy bien. Yo sé bien lo
que es, diría. Por lo tanto, considerad si no es mejor que alguien pueda probar lo
que es cierto sobre las cosas de la Naturaleza.
Pero no puedes ejercer la Medicina sin alquimia, y aunque hayas leído y
estudiado mucho, tu ciencia será inútil en este tema.
¿Por qué querrías tú, al leer mis obras, interpretar la parte mala si me tomo tantas
molestias en explicarte e inculcarte estas cosas? Tú no posees la ciencia y los
secretos de los que hablas y te glorificas.
Pero dime, ¿cuando el imán ya no atrae al hierro, cuál es la causa? ¿Y cuando el
eléboro ya no hace vomitar, qué sucede? Conoces bien lo que hace vomitar y lo
que suelta el vientre; pero cuando es necesario llegar a los arcanos de los que
hemos hablado anteriormente (los que curan sin hacer vomitar ni tener que
evacuar), en este tema eres más simple e ignorante que un vendedor de cucharas
de madera.
Dime, ¿a quiénes hay que creer, a los que han anotado y descubierto los secretos
de las cosas naturales y no los han podido probar con razones, o a aquellos que
los han hecho probables a través de la experiencia y no lo han anotado en los
libros? ¿No es verdad que Plinio no ha encontrado nunca nada? ¿Qué ha escrito
entonces? Lo que ha podido aprender de los alquimistas, unos alquimistas que si
tú no conoces, no eres más que un médico ignorante e inexperto.
Por lo tanto, es muy importante que en la Medicina se conozca y se utilice la
química, debido a la grandeza y la multitud de las virtudes y de las propiedades
secretas que posee, que se encuentran escondidas en el seno de las cosas de la
Naturaleza y que nadie puede conocer perfectamente si la química no las
descubre y no las extrae mediante su arte: en caso contrario, sería todo de tal
manera que si alguien viera en invierno un árbol desprovisto de hojas y de
verdor, no sabría de qué árbol se trata, ni qué propiedad posee, hasta que llegaran
la primavera y el verano y que una señal tras otra se descubriera; para empezar,
las yemas; luego, las hojas, las flores y finalmente los frutos, y si hay todavía
algo más en este árbol.
Más o menos de la misma forma, la virtud que se encuentra en las cosas
naturales está escondida para el hombre y sólo puede conocerla y aprenderla a
través de la química.
Ahora bien, teniendo en cuenta que la alquimia sabe descubrir las cosas que
esconde la Naturaleza, es necesario saber que encontramos virtudes en la
médula, otras en los brotes, otras en las hojas, otras en las flores, otras en los
frutos no maduros, y otras en los frutos ya maduros; y tan distintas y admirables
que el último fruto del árbol es totalmente distinto del primero, no sólo en la
forma sino también en sus propiedades; por esta razón, hay que saber distinguir
los primeros frutos de los últimos.
Teniendo en cuenta que la Naturaleza es tan sorprendente, es necesario saber que
el alquimista obra de la misma forma en estas cosas, después de que la
Naturaleza haya abandonado su actuación; esto hace que el gusto conserve
todavía el procedimiento de su naturaleza en la mano del alquimista, y es así en
el caso del tomillo, de la mejorana y de todos los demás productos puros.
Podéis ver que cada cosa no contiene una única virtud sino varias; así sucede con
flores que no tienen un único color sino varios, pero que proceden todas de la
misma planta, y cada una es en sí misma un grado soberano; de esta forma, se
tienen que entender las virtudes diversas de las cosas. La alquimia separa los
distintos colores de las cosas, y no sólo los colores, sino también las virtudes,
porque tantas veces como cambia el color, cambia también la virtud.
En el rayo encontramos el color blanco, el amarillo y el rojo, y también el
púrpura y el negro. Y en cada color encontramos una virtud y una propiedad
particular. Ahora bien, en otras cosas que tienen los mismos colores son diversas
las propiedades y las virtudes. Por eso es necesario conocer bien los colores y las
virtudes, tal como corresponde.
La manifestación de las propiedades se sitúa sólo en la forma y en el color. Así
pues, primero de todo nacen las yemas, después la pulpa, después las ramas, las
flores, las hojas y después el inicio de los frutos, el medio y el final. Debido a
este orden, la virtud de las cosas tiene que reducirse hasta la madurez y después
llevar a la regeneración; y así, de grado en grado, y de día en día, de momento en
momento, las virtudes innatas y escondidas de las cosas se verán aumentadas.
Porque si el tiempo otorga a las yemas apicales del husillo la cualidad laxante, lo
que no hace la materia; de la misma forma el tiempo aporta también otras
fuerzas sobre las virtudes de las cosas; y así como el tiempo, y no el Sol, ofrece e
infunde su poder astringente a las acacias y a otras plantas silvestres; el tiempo
da también las virtudes intermediarias, las anteriores al último tiempo.
Ahora bien, estos signos son de gran importancia para la alquimia, para poder
saber la operación necesaria al final, durante el otoño, para que la virtud más o
menos sea tomada cuando esté madura y se emplee en la Medicina tal como se
requiere.
Estas maduraciones se realizan en orden, de modo que una sea parecida a las
yemas, la otra a las ramas, la tercera a las flores, la cuarta a la pulpa, la quinta a
los licores, la sexta a las hojas y la séptima a las frutas; y en todas estas cosas se
encuentra el principio, el medio y el final: es decir, el laxante, el astringente y el
arcano, puesto que las cosas que son laxantes o constrictivas no son los arcanos,
sino que son sólo los medios o primeras virtudes. Por ejemplo, ¿cuánto se debe
apreciar el vitriolo, que actualmente está tan reconocido y destaca por sus
propiedades, y el cual yo propongo aquí, no por negar, sino por aumentar y
promover sus virtudes y alabanzas?
El vitriolo es, en primer lugar, por sí mismo laxante, y supera en esta virtud a
todos los laxantes, y es también muy depurativo, de manera que no deja ningún
miembro en el hombre, tanto dentro como fuera, que no busque y no penetre; ahí
se encuentra su primer tiempo.
El segundo tiempo le da la constricción: cuanto más laxante haya sido al
principio y en su primer tiempo, más constrictivo será, y sin embargo todavía no
ha llegado hasta su arcano.
Cuando ha llegado hasta sus ramas, ¿hay algo más sublime para el mal sagrado?
Cuando está en flor, ¿hay algo más penetrante?
¿Qué olor tiene cuando lleva sus frutos? Posee tan intenso y fragante olor que no
se puede ocultar, y no hay nada que recree tanto el calor natural.
También presenta este material muchas otras virtudes que se expresan en su
lugar...
Ahora bien, yo he planteado sólo este ejemplo para que veáis cómo en una única
y misma cosa encontramos diversos arcanos, que difieren de varias maneras, y
cada parte tiene su tiempo y el final es siempre el arcano.
Tenéis que entender lo mismo del tártaro, donde al principio se esconde y se
encuentra el arcano contra la sarna, el prurito, la comezón y otras enfermedades
parecidas de la piel. Después es el arcano el que abre cualquier cosa restringida y
cerrada (no por laxación del vientre); y en tercer lugar contiene la curación de las
llagas abiertas.
¿Quién nos ha enseñado y nos ha hecho ver estas cosas? La alquimia. ¿Por qué
entonces no debe ser, y con justicia, el fundamento de la Medicina? Siempre
mejor que las cocciones ineptas y los amasijos de basura de los apotecarios que
no entienden nada de nada sobre el verdadero procedimiento y la verdadera
preparación de los medicamentos, y además son tan burros e ignorantes con sus
doctores, que niegan descarada y absurdamente que estas preparaciones puedan
realizarse a través de la alquimia. Son tan poco sabios y tan poco expertos que,
sin conocer siquiera los principios de la piel, quieren que busquemos en sus
casas los remedios para curar todas las enfermedades; sin embargo, entre una
gran parte de estos canallas sólo encontramos una suficiencia y una capacidad de
crear, a través de su charlatanería y sus palabras embusteras, mentiras que sirvan
para la fortuna y para la bolsa de los hombres, tanto si sus drogas divulgadas y
mal preparadas aprovechan como si perjudican, si dejan en mejor o en peor
estado que antes. ¿Y después de conocer esto no os parece razonable poner al
descubierto esta tontería y esta ignorancia? Esto no les hará aceptar y obedecer
mis preceptos de salud (puesto que no querrán aceptar tal vergüenza para ellos),
pero sí les hará mostrarse poseídos de tanta rabia y furor contra mí que morirán
sin abandonar sus opiniones. Y a pesar de todo, me atrevo a afirmar que a
cualquiera que desee abrazar y seguir la verdad en la Medicina, le será necesario
seguir mis preceptos y mi monarquía (es decir, mi ciencia) y que no deberá
aceptar ninguna otra.
Os ruego a vosotros, los que me escucháis y los que me leéis, que consideréis lo
desgraciados y vanos que son los procedimientos que han utilizado con el mal
sagrado todos los autores que escriben o han escrito al respecto, lo mismo que
todos los médicos hasta mi época, que todavía no han conseguido curar ni
siquiera un caso.
Así pues, ¿cómo pueden reprocharme que deteste y que critique a tales escritores
y falsos médicos, que no quieren (y no pueden) utilizar su medicina en una
enfermedad tan deplorable; y por el contrario, llenos de malicia, envidia e
imposturas, llaman charlatán, empírico y vagabundo a alguien que, a través de su
arte, intenta curar y socorrer al enfermo por otras vías y remedios distintos a los
suyos?
Es la pura verdad: todas sus composiciones de remedios para el mal sagrado y
las demás enfermedades (en la causa y en la esencia) son falsas y no tienen razón
de ser, lo que atestiguan bastante bien sus efectos y sus operaciones, y los
enfermos que tratan, y la naturaleza misma de las cosas, y el fundamento de
cualquier buena Medicina.
Pero yo afirmo que no sólo sucede esto con estas enfermedades, sino que no
saben curar ni una sola enfermedad con seguridad, antes de haber consultado su
débil e incierta Medicina. Dios ha instituido y establecido el verdadero médico,
no dudoso ni incierto, sino certero y experto en su arte, del mismo modo que un
trabajador o un tallador de piedras, etc. Todavía con más razón, el médico tiene
que ser certero en sus operaciones, ya que las consecuencias y la importancia son
mayores en él que en las demás artes. Y, sin embargo, estas personas hacen de la
Medicina un fundamento inestable y dudoso, y van diciendo por toda respuesta
que su fundamento está en la mano de Dios; y por esta razón es necesario que la
mano de Dios sea la tutora y la defensora de su ignorancia y de sus fraudes; ellos
han cumplido muy bien su deber; pero Dios ha fallado, y su arte, en lo que a
ellos concierne, puede ser muy bueno y certero, pero Dios lo ha impedido y lo ha
interrumpido. Si estas personas no son embusteros y charlatanes, con toda
seguridad nadie lo será jamás.
Esta es la razón por la que yo persisto en establecer la alquimia como
fundamento de la Medicina; porque esas grandes y graves enfermedades de la
cabeza, como la apoplejía, la parálisis, el letargo, el mal sagrado, la manía, el
frenesí, la melancolía, la tristeza y otras parecidas, no pueden curarse mediante
las decocciones impuras de los apotecarios, puesto que al igual que la carne no
se puede cocer cerca de la nieve, así, por el mismo arte tosco de los apotecarios,
los remedios de estas enfermedades no se pueden reducir al efecto; porque de la
misma forma que cada cosa tiene su artificio a través del cual se prepara para el
final que le es propio, igualmente es necesario entender estas enfermedades; es
decir, asignarles sus arcanos y, en consecuencia, sus preparaciones necesarias y
particulares.
Yo hablo aquí de preparaciones, es decir, de esta forma, pues cada uno de estos
arcanos debe tener sus administraciones; y también las administraciones deben
tener sus preparaciones.
Pero no existe en casa de los apotecarios ninguna preparación, sólo una cocción
mezclada y un montón de Julios sucios, en cuya cocción los arcanos o esencias
de las cosas se sofocan y se aniquila su efecto; porque es necesario conservar la
Naturaleza en su medida y en su estado original; de la misma forma que el vino
tiene su propia forma de prepararse y de reducirse al final según para lo que se
destina, y lo mismo sucede con el pan, la sal, las hierbas y con todas las demás
cosas que son creadas por la tierra y son debidamente preparadas para que sean
útiles.
Del mismo modo en que la Naturaleza no quiere confundir en una misma forma
la comida y la bebida, la carne y el pan (lo que no se hace sin unas buenas y
grandes causas, que no es necesario explicar aquí) y nos da el ejemplo de
observar cierto orden en todas las cosas, por la misma razón estamos obligados a
preparar los remedios para las enfermedades, de una forma o de otra, y según el
mal que los necesita.
El hígado tiene sed y, por lo tanto, cuece el vino y el agua; por eso, fíjate bien en
cómo viene el vino y cómo se prepara antes de que apague la sed y provoque una
alteración del hígado.
De la misma forma el vientre tiene hambre; considera cómo, por diversión y de
varias formas, se le prepara el pan y las carnes; ahora bien, es necesario esperar;
pues bien, entiende las mismas razones para la curación de las enfermedades si
deseas curarlas perfectamente, porque es necesario que observes las diferencias,
como en la apoplejía: según la sed que tengas, será necesario aplicar un remedio
u otro en particular.
Para el mal sagrado, tienes que compararlo con el estómago, que necesita
también una preparación especial.
La manía es parecida a los vasos espermáticos, que precisan particularmente lo
que se les debe; y por las mismas razones es necesario entender la manía, que da
su remedio y su preparación.
Por lo tanto, es por una buena causa por lo que os proporciono el conocimiento
de estas cosas, puesto que tenéis en vuestras manos buenos remedios y arcanos,
y a través de vuestras impuras cocciones y sales mezcladas los destruís y los
sumergís en esta basura de Julios o potajes.
Considero que debo decir y descubrir estas cosas para que, en un futuro, se
puedan obviar estos tontos errores y para que los pobres enfermos puedan
disfrutar de los arcanos de los simples que Dios ha creado para ellos y sus
necesidades.
Debéis saber que es necesario que los tengáis tal como yo los propongo y no
como os guste a vosotros. Es preciso que me sigáis, no que yo os siga a vosotros;
y por mucho que suscitéis contra mí grandes clamores y oprobios, a pesar de eso,
«mi monarquía y doctrina subsistirá, no la vuestra»; por lo tanto, me es lícito con
justa causa hacer ahora discursos sobre alquimia, para que podáis conocerla bien
y para que aprendáis qué es y cómo se debe entender.
No os ofendáis cuando la alquimia no os proporcione oro ni plata; pensad que,
por lo menos, os muestra y os descubre los secretos o arcanos de las cosas, y os
enseña los engaños y las imposturas de los ignorantes apotecarios, es decir, la
forma en que el pobre pueblo es robado y decepcionado por ellos, que venden al
precio de un escudo de oro lo que no querrían comprar ni por cinco céntimos
debido a la mala calidad de la mercancía.
Pero nadie puede negar que en todas las cosas hay algún veneno escondido.
Realmente nadie puede decir lo contrario. Y si eso es así, pregunto si no se
debería separar ese veneno de lo que es bueno y coger lo bueno y dejar lo malo.
Esto es muy cierto. Y si se debe actuar y proceder de esta forma, ¿por qué dejáis
uno y otro juntos en vuestros botiquines, entre vuestros remedios y drogas?
Haríais bien en confesar que el veneno existe; pero esto es lo que sucede: queréis
excusar vuestra ignorancia y vuestro poco conocimiento mediante vuestras
correcciones, y afirmáis con impertinencia que a través de ellas el veneno ha
desaparecido; por ejemplo, añadís membrillos y escamonea, y después llamáis a
esto diagridio.
¿Pero cuál es esta corrección? El veneno no es como antes. Y sin embargo tú
dices que lo has corregido, de modo que el veneno ya no puede perjudicarte;
¿pero dónde está? ¿qué le ha sucedido? Con toda seguridad permanece dentro
del diagridio. Experiméntalo, toma una dosis mayor de lo que debe ser y sentirás
muy pronto, sin duda, dónde se encuentra el veneno... De esta forma corriges el
trabajo y le das el nombre de diaturbith; se trata de excelentes correcciones y
muy apropiadas para dárselas a los caballos.
Haz pruebas, supera la dosis ordinaria y encontrarás enseguida dónde se
encuentra el veneno.
Corregir no es eliminar; si alguien es malvado y ha cometido una falta, y si por
esa causa es castigado o corregido, el castigo sólo servirá de algo mientras quiera
el castigado; de esta misma forma actúan tus correcciones, puesto que la
cuestión se sitúa bajo el poder de la corrección y no bajo el tuyo.
Así pues, el verdadero médico se da cuenta de que es preciso eliminar para
siempre el veneno, y que esto se debe realizar separándolo, de la misma forma
que se puede encontrar una serpiente venenosa que, sin embargo, es buena para
comer, porque si se elimina el veneno no se corre peligro al comerla.
Debes entender el parecido de las demás cosas, de las que es necesario hacer la
separación, puesto que si no la llevas a cabo no puedes esperar la certitud de tu
operación, sólo puedes esperar que la Naturaleza haga tu trabajo y lo reemplace
gracias a un gran favor del cielo, ya que en lo que a ti y a tu defectuoso arte se
refiere, no le sucederá nada bueno al enfermo.
Ahora bien, no es suficiente con decir que se debe eliminar el veneno; es preciso
saber cómo y mediante qué proceso razonable se debe realizar esta operación. El
veneno se elimina por medio de la química; pues cuando Marte se encuentra en
el Sol, es necesario eliminar y separar a Marte; de forma muy parecida si
Saturno se encuentra en Venus, es preciso que Saturno sea separado, «puesto que
existen tantos cuerpos en ellos cuantos ascendentes e impresiones hay en las
cosas naturales». No obstante, es necesario eliminar y separar los cuerpos que le
son contrarios para que toda la contrariedad se retire y que el mal salga con el
bien, que es lo que tú buscas, o por lo menos lo que debes buscar. Porque el oro
no sirve de nada si no se ha fundido con fuego; por eso el remedio no se puede
aprovechar ni es útil si no ha pasado por el examen del fuego.
Es necesario que todas las cosas sean regeneradas en el fuego para hacerlas
útiles para el hombre.
No es posible poner en duda que es aquí donde se encuentra el fundamento
estable del verdadero médico, puesto que el verdadero médico utiliza los arcanos
y no los venenos de las cosas.
Lo que ocurre es que los apotecarios, con todas sus preparaciones, no tratan
apenas esta doctrina y no enseñan ni siquiera una sola palabra de ella; y por otro
lado, sus correcciones no son más que lo que sucedería si un perro hubiera hecho
sus necesidades y dejado sus excrementos en una habitación y se quisiera sacar,
limpiar y corregir este desagradable olor sin eliminar la causa, únicamente
mediante una composición de tomillo, de salvia y de enebro.
Este olor permanecerá allí como antes, aunque debido a las hierbas ya
nombradas sólo se percibirá un poco o nada de él. Cualquier persona sensata
negaría que se haya conseguido eliminar el olor y que este ya no exista. La
verdad es que todavía existe, pero está corregido por el perfume; a consecuencia
de esto, el perfume y el olor entran en el hombre.
Así son las correcciones de los apotecarios, que cargan el aloe hepático con
grandes cantidades de azúcar, creyendo que después de esto su veneno ya no
podrá perjudicar más.
En el azúcar se encuentra su artificio, pero la genciana y la miel son su
corrección para el antídoto.
¿No parece todo esto una tontería? Sin embargo, estas preparaciones reciben el
apelativo de excelentes remedios, de medicinas recientes.
¿Quién es el pobre de espíritu tan ciego que no percibe enseguida la picaresca y
el poco valor de eso?
¿Acaso dicen algo sobre la Medicina que no consista en un dulce electuario
compuesto de cosas puras y aromáticas, con azúcar y miel, aunque existan otras
muchas cosas? Por esta razón los enfermos son alimentados con remedios
azucarados.
Juzgad vosotros mismos. ¿Es verdadera Medicina la que une o mezcla tantas
cosas en un montón y hace que un cocinero de potajes las haga cocer? Da lo
mismo que ese sea el fundamento de la Medicina porque no es más que una
fantasía creada y reunida por algunos cerebros locos.
Como hemos dicho anteriormente, existen tres fundamentos en la Medicina: la
filosofía, la astronomía y la alquimia. El médico tiene que apoyarse en estas tres
cosas, y todo aquel que no edifique su Medicina sobre estos tres fundamentos se
verá arrastrado por la primera inundación de aguas, el viento le robará su trabajo,
y su edificio se verá trastornado en la siguiente luna nueva y disuelto por la
próxima lluvia.
Juzgad ahora mediante este fundamento de la Medicina si soy doctor contra la
verdadera Orden de la Medicina, si soy un hereje de la Medicina, un destructor
de la verdad, un insensato, y si actúan justamente o injustamente mis
adversarios, y con qué razones me rechazan y se rebelan contra mí.
Confieso ingenuamente que nadie abandona su baza sin pesar, que nadie deja
gustoso el hacha que le ha calentado la mano; pero en esto persisten sólo los
locos y los poco sagaces, el hombre sabio y prudente no actúa de esta forma,
puesto que tiene suficiente decencia para soltar el hacha, olvidar los errores y
perseguir cosas mejores.
Yo me pregunto: ¿de qué debería preocuparme, tanto si me siguen como si no lo
hacen? No podría obligarles. Por eso los señalo con el dedo, para que cada uno
pueda conocer cómo se alimentan y viven con mezquindad de sus engaños, y
que los fundamentos y los escritos de sus libros no son más que pura fantasía.
Los hombres de bien, fieles a los enfermos, no me dejarán jamás y seguirán mis
preceptos con toda su afición.
Al propio Jesucristo no le seguían todos aquellos que le conocían y que veían sus
milagros; muchos lo despreciaban y lanzaban contra su honor blasfemias y
calumnias. ¿De dónde viene esta presunción que me otorga el privilegio de no
ser despreciado ni vilipendiado?
Por mi parte, yo estuve adherido a su ciencia y su opinión más áspera y
pertinazmente que ellos mismos. Seguí los mismos principios y preceptos de la
Medicina, pero después de reconocer que por este camino no podía hacer otra
cosa que matar, debilitar y perder a los enfermos y que no existía ninguna
certidumbre en esta Medicina; me vi obligado por la razón y por la conciencia a
buscar la verdad allí donde se encontraba; en esa época me objetaban que no
entendía sus escritos y que ellos los entendían muy bien. Sin embargo, pude
comprobar que ellos mataban, debilitaban y perdían muchos más pacientes que
yo.
Tanto era así que yo pensaba: el que entiende muy bien a esos autores y el que
no los entiende en absoluto se encuentran en la misma condición y categoría, ni
el uno ni el otro valen nada.
Y cuanto más consideraba su ignorancia y la mía, más obligado me sentía a
esperar encontrar algo mejor, puesto que habiendo llegado hasta ese punto, había
aprendido que toda su Medicina no era más que una muy exquisita y perfecta
charlatanería e ilusión.
Pero no dejaré las cosas de esta forma tan imperfecta; quiero demostrar con mis
escritos que todas estas cosas están llenas de errores y de falsedades; cada vez
soy más consciente de que no sólo su Medicina, sino también su filosofía y su
astronomía, no valen nada de nada; y como ya he dicho anteriormente, no se
basan ni se obtienen de buenos y verdaderos fundamentos.
Supongo que esta opinión provocará entre vosotros un gran tumulto, puesto que
condenaré a aquellos que han reinado durante tanto tiempo y que han sido
apreciados con tanta gloria y magnificencia. Pero yo sé que llegará un día en que
este orgullo y esta magnificencia se verán ampliamente humillados.
Porque no hay más que vanidad y fantasía en todas sus obras, lo he escrito
anteriormente y lo demostraré cada vez más. Y con más razón por el hecho de
que vuestras escuelas y universidades no son de mi opinión y no aprueban mi
doctrina, aunque esto es algo que no me preocupa mucho, no tengo la más
mínima intención de obedecerlas; algún día las veréis bastante humilladas. Os
explicaré y os aclararé tanto este tema «que hasta el último día del mundo mis
escritos se conservarán y subsistirán como verdaderos», y los vuestros serán
considerados llenos de hiel, de venenos y colores, y serán tan odiosos para los
hombres como los sapos.
No, no pretendo que abandonéis todo en un día ni que cambiéis completamente
de opinión en un año. Pero con el paso del tiempo vosotros mismos os veréis
obligados a des cubrir y a sacar a la luz vuestra vergüenza y vuestra infamia, y
entonces seréis purgados por la criba: haré más contra vosotros después de mi
muerte que durante mi vida; y por mucho que devoréis mi cuerpo con vuestras
injurias e invenciones, no podréis roer más que el cadáver; porque el espíritu,
desnudo del cuerpo, combatirá contra vosotros.
Sin embargo, quiero advertir a aquellos que quieren que se les llame médicos,
que sean más modestos conmigo que sus preceptores y que consideren desde las
dos partes con juicio y diligencia las cosas de las que se trata, y que no
favorezcan con interés y pasión una de las partes para condenar a la otra. Deben
considerar de cerca cuál es su objetivo, a saber, la salud de los enfermos. Y si es
ese vuestro diseño y vuestro argumento, situadme en el mismo rango que a
aquellos que os enseñan fielmente, puesto que no busco más que el cuidado y la
curación de los enfermos; y eso es lo que propongo y describo con gran
resolución y virtud, con pura virtud.
Por eso, por mucho que esté solo, que mis opiniones sean nuevas y que sea
alemán, no debéis despreciar mis escritos ni abandonarlos; es necesario que el
arte de la Medicina se enseñe siguiendo estas razones y no otras.
También os recomiendo sobre todas las cosas leer y entender todo lo que os sea
posible mis obras, que (con la ayuda de Dios) sacaré a la luz; entre ellas un
tratado De la Filosofía Médica, en el que declararé el origen de todas las
enfermedades; otro tratado De la Astronomía, en el que expondré con bastante
claridad la curación de esas enfermedades; y el último, De la Alquimia, es decir,
de la forma de preparar los remedios.
Si leéis estos libros, una vez que dispongáis de la inteligencia suficiente me
seguiréis y pasaréis a ser de los míos, vosotros, los mismos que me habéis dado
la espalda y habéis sido mis enemigos. Pero no tendréis bastante con estos libros;
tengo la intención, si Dios me da esta gracia, de escribirlos y continuar
escribiendo sobre este tema, y principalmente quiero escribir algunos libros muy
buenos y muy útiles que (si los celos y la malicia de algunos de mis adversarios
no hubieran retenido mi mano, y otras consideraciones con las que he tenido
ocupado el espíritu) estarían ya escritos y terminados actualmente.
Hago conjeturas diciendo que tendré como adversarios también a los
astrónomos, pero eso será porque no serán capaces de entender mis escritos, y
por esta razón declamarán muy rápidamente contra mí e interpretarán las cosas
al revés y de forma siniestra.
Ahora bien, esto no debe preocuparos ni divertiros, pero leed mis escritos,
porque haré inconsistente el seguir a los demás; en ellos encontraréis cosas que
apreciaréis y que os harán sentir satisfechos. Porque me he propuesto escribir
sólo sobre el fundamento en el que debe basarse y establecerse la Medicina, para
que sepáis qué opinión es necesario tener sobre mí y para que os sintáis
constantemente seguros en este fundamento mío.
Por lo tanto, os propongo estas cosas para que no me rechacéis por ignorancia,
para que me tengáis y me reconozcáis como vuestro padre, vuestro maestro y
vuestro profesor...
Tampoco debéis dejaros seducir ni deslumbrar por los clamores, las ropas y los
honores de los médicos vulgares, que quieren que se les aprecie como grandes y
sublimes personajes y, para ello, utilizan grandes discursos ampulosos y hablan
en voz alta y de forma insolente, no haciendo más que glorificarse y vivir en el
lujo y en la fiesta. Pero en esta pompa no hay más que viento. De fundamentos,
de ciencia real en la Medicina, de remedios que respondan a sus falsas y
endulzadas propuestas, no hay nada nuevo.
Son parecidos a esas religiosas encerradas en los claustros, que cantan salmos,
un verso tras otro: y por mucho que no tengan inteligencia, no dejan sin embargo
de cantar. Los médicos vulgares hacen lo mismo, gritan furiosamente y con
rebeldía; y de la misma forma que la monja entiende alguna vez una palabra
entre mil, y en otras diez hojas no entenderá ni una palabra, también estos
médicos llegan algunas veces hasta el punto principal, pero luego se agitan y no
saben nada más.
Analizad bien estas cosas en vosotros mismos; buscad con curiosidad y entonces
conoceréis y juzgaréis fácilmente qué razón les hace odiarme, calumniarme y
perseguirme; en realidad, todo esto no significa nada para la Medicina porque es
un incidente bastante ordinario, y sin embargo la blasfemia no debería ofender al
hombre de bien. Puesto que los médicos son peores uno contra el otro que los
rufianes y, por cierta envidia que es inseparable de su profesión, se adulan o se
increpan el uno al otro, no se ponen nunca de acuerdo en sus consultas y
opiniones particulares, algo que permite, por lo menos en mi opinión, descubrir
el fraude y la falsedad de su doctrina.
Se envidian y se odian unos a otros, y cada uno intenta suplantar a su compañero
por detracción o de otra forma, y se glorifican por su artificio si con ello
consiguen perjudicar el uno al otro.
Están gobernados por el diablo, del que subsisten y se mantienen. De ello no
debéis dudar lo más mínimo, puesto que las distintas muertes y homicidios y
tormentos y tantas pérdidas que realizan diariamente entre los hombres con sus
sangrados, sus purgaciones, sus cauterizaciones, quemaduras, incisiones y otros
inoportunos remedios, son un buen testimonio de sus orígenes y de sus frutos.
De estos resultados, los cementerios están llenos y los hospitales también. Con
toda seguridad, estas crueldades no proceden de la mano de Dios, que sería
injusto si no hubiera establecido sobre la tierra una Medicina certera para los
hombres.
(Fin del Discurso sobre la alquimia)
Sobre la Gran Obra alquímica o De la Tintura de los
Físicos
Presentamos a continuación un auténtico tratado de la Gran Obra alquímica,
redactado por Paracelso y sometido a la sagacidad de los lectores, con alegorías
particularmente coloristas, en la jerga propia de nuestro autor, donde la
referencia astrosófica posee la particularidad de guardar el secreto de la piedra
filosofal mediante un simbolismo absolutamente original. Paracelso se muestra
en esta obra como un verdadero adepto, un miembro de la asamblea de los
Sabios, por la exactitud del camino seguido, conservando el estilo inimitable que
caracteriza la integridad de su obra.
De la Tintura de los Físicos
CAPÍTULO I
Yo, Philippe Teofrasto Bombasto, Paracelso, digo que, para llegar a la Tintura de
los filósofos, gracias a la voluntad de Dios existen varios caminos que seguir.
Hermes Trismegisto el Egipcio realizó la obra según su método. El griego Orus
utilizó el mismo proceso. El árabe Hali empleó otro medio y triunfó. El alemán
Alberto Magno empleó un procedimiento complicado. Por caminos distintos han
llegado al mismo objetivo, asegurar riquezas y larga vida en este valle de
lágrimas. Yo, Teofrasto Bombasto, Paracelso, rey de los arcanos, he recibido de
Dios algunos dones gracias a los cuales todos los que quieren alcanzar la obra de
los físicos tienen que imitarme y seguirme, tanto si son italianos como si son
polacos, franceses o alemanes. Vosotros venís después de mí, célebres filósofos,
astrónomos y espagiristas. Os enseñaré, alquimistas y doctores que habéis
obtenido vuestra gloria en mis sublimes trabajos, a regenerar los cuerpos. Os
haré conocer la tintura, el arcano o la quintaesencia explicándoos la clave de
todos los misterios. Cada uno puede equivocarse y sólo debe fiarse de la prueba
del fuego. En la espagiria, como en la Medicina, es necesario siempre esperar
que el fuego haya separado lo verdadero de lo falso.
La luz de la Naturaleza nos indica lo que tenemos que admitir. Gracias a las
excelentes enseñanzas de la Naturaleza, puedo afirmar que aquellos que, antes
de mi llegada, han querido explorar este ámbito según sus inspiraciones, se han
mostrado muy poco sagaces. Siguiendo mis consejos, los plebeyos se
convertirán en nobles, pero si se empeñan en seguir su método, los nobles se
convertirán de nuevo en plebeyos. Dejad de lado la digestión, la sublimación, la
destilación, la reverberación, la extracción, la solución, la coagulación, la
fermentación, la fijación, los instrumentos, los vasos, las retortas, los tubos
curvados, los recipientes de Hermes, los recipientes de barro, los hornos de
reverberación, dejad los mármoles y los carbones; solamente entonces podréis
dedicaros totalmente a la alquimia y a la Medicina de forma útil.
CAPÍTULO II: SOBRE EL TEMA Y SOBRE LA MATERIA DE LA TINTURA
DE LOS FÍSICOS
Antes de enseñar la fórmula de la tintura, voy a desvelar su tema. Los que aman
la verdad han tenido hasta ahora este tema escondido. La materia de la tintura es
algo que se obtiene, gracias al arte de Vulcano, de tres cosas y que, como
resultado, se convierte en una. Aunque pocos saben el porqué se le llama León
rojo. Este león, con la ayuda de la Naturaleza y del Arte, tiene que cambiarse en
águila blanca: de una cosa se pueden obtener dos, y con dos cosas sólo podemos
hacer una. Pero si no conocéis las doctrinas de los cabalistas y de los viejos
astrónomos, Dios no os ha destinado a la espagiria, la Naturaleza no os ha
designado para el arte de Vulcano, y no descubriréis los secretos de la alquimia.
La materia de la tintura es una perla, es el más precioso y el más noble de los
tesoros de la tierra. Se trata del Lili de la alquimia o de la Medicina que los
filósofos han buscado tanto sin jamás alcanzarlo. Sus búsquedas y sus
experiencias han tenido, por lo tanto, un lado bueno, puesto que nos han hecho
conocer una parte de la tintura; pero sólo yo conozco el principio. Y que nadie lo
dude. Después de largas experiencias, puedo situar a los espagiristas en el buen
camino, separar lo verdadero de lo falso. Pero ya he hablado suficiente sobre el
tema de la tintura: ahora tengo que exponer su preparación y, a continuación, mis
descubrimientos.
CAPÍTULO III: SOBRE EL PROCESO DE LA TINTURA DE LOS
ANTIGUOS FÍSICOS
Los antiguos espagiristas hacían pudrir el Lili durante un mes filosófico y
destilaban hasta que los espíritus, antes húmedos, estuvieran secos y se elevaran.
Empapaban de nuevo de espíritus húmedos el caput mortuum y destilaban de
nuevo. Mezclaban en una retorta los humores separados y los espíritus secos,
hasta que en el fondo el Lili permanecía seco todo entero. Este es el proceso que
empleaban todos nuestros predecesores. Hubieran encontrado con más rapidez el
tesoro del León rojo si hubieran conocido las reacciones de la astronomía y de la
alquimia.
De esta forma, los primeros espagiristas obtuvieron dos cosas de una. Sus
sucesores, más sabios, se conformaron con dar a las dos cosas el mismo nombre,
Lili. Imitando la Naturaleza, hicieron pudrir esta materia (como colocamos la
semilla en la tierra para que se pudra) y observaron que el Lili no engendra nada
antes de corromperse, y sólo engendra un arcano de su naturaleza. Luego, de la
materia, obtuvieron los espíritus húmedos hasta que el fuego los hubo secado y
sublimado.
CAPÍTULO IV: SOBRE EL PROCESO MÁS CORTO PARA PARACELSO
En esa época, Teofrasto Paracelso se convirtió en rey de los arcanos. Yo os digo:
tomad sólo del león su sangre rosa, y del águila, su gluten; mezcladlos y
coagulad según el proceso de los antiguos. De esta forma obtendréis la tintura de
los filósofos que tantos han buscado y que tan pocos han encontrado. Quieras o
no, sofista, en la Naturaleza se encuentra este magisterio; en este valle de
lágrimas se encuentra este precioso tesoro. Gracias a mi método, lo vil se
convierte en noble. El espagirista puede alcanzar este milagro: mediante el arte
de la preparación, puede obtener de un cuerpo vil una esencia muy noble y muy
preciosa. Siguiendo mis lecciones, las de Aristóteles y las de Serapión, irás hacia
la luz. Si no sabes nada, ¿por qué me reprochas que viaje? El arte es otra
Naturaleza, un mundo particular, como demuestra la experiencia.
A menudo, de muchas cosas se obtiene sólo una: vemos en Gastein a Venus
saliendo de Saturno; en Carintia, la Luna saliendo de Venus; en Hungría, el Sol
saliendo de la Luna. Podría citar otras transmutaciones, entre otras las que
Ovidio cita en sus Metamorfosis. Sígueme bien: busca tu león en el Oriente, y tu
águila en la zona septentrional. No encontrarás mejores instrumentos que los de
Hungría. Si deseas pasar por otra permutación, de la dualidad a la trinidad,
dirígete hacia la zona septentrional, continúa hacia Chipre tu operación, sobre la
que, aparte, hablaré más ampliamente.
Existen varios arcanos que permiten transmutar; pocas personas los conocen,
puesto que cuando Dios quiere enseñarlos a alguien, este alguien no debe
extenderlos por todas partes tan rápidamente, tiene que mantenerlos escondidos
hasta la llegada de Elias Artista, un día en el que todo lo que está escondido
aparecerá. Veréis con vuestros propios ojos la maravillosa tintura de piedras en
el fuego del azufre.
CAPÍTULO V: PARACELSO ACABA DE DESCRIBIR EL PROCESO DE
LOS ANTIGUOS
Después de haber colocado el Lili en el alcatraz y después de haberlo secado, los
antiguos espagiristas lo fijaban aumentando progresivamente el fuego hasta que
habían visto aparecer todos los colores, desde el negro hasta el rojo sangre, y
hasta que el Lili adquiría las propiedades de la salamandra. Me será muy difícil
revelarte con más claridad el proceso si no has aprendido a observar en la
escuela de los alquimistas los grados del fuego y a utilizar los recipientes. Muy
pronto verás en la obra de los físicos cómo el Lili se calienta y se vuelve más
negro que el cuervo; luego, más blanco que el cisne; luego, amarillo, y
finalmente más rojo que la sangre. Busca, busca y encontrarás. Llama y se te
abrirán las puertas. Gracias a la preparación espagírica el hombre puede hacer lo
que hace la Naturaleza.
Ahora que tenemos el tesoro de los egipcios, tenemos que utilizarlo. El
magisterio espagírico nos sirve para dos fines: primero, puede servir para
restaurar nuestro cuerpo; en segundo lugar, puede servir para transmutar los
metales. Yo, Teofrasto Paracelso, lo he utilizado con estos dos fines y voy a
describiros las mejores preparaciones.
CAPÍTULO VI: SOBRE LA TRANSMUTACIÓN DE LOS METALES
MEDIANTE LA PROYECCIÓN DE ESTA MEDICINA
Si quieres utilizar la tintura de los físicos para transmutar, proyecta una libra de
esta tintura sobre mil libras de oro en fusión. Sólo entonces el médico estará
preparado para curar la lepra de los metales. Mediante el magisterio espagírico,
un metal se convierte en otro. Algunos campesinos de Hungría lanzan hierro en
la fuente de Zipferbrunnen; el hierro se disuelve y se convierte muy rápidamente
en un cobre que no es posible transformar de nuevo en hierro. De la misma
forma, en Ruttenberg, obtienen de la marcasita una ceniza que cambia
inmediatamente el hierro por un cobre excelente y muy moldeable. Estas cosas y
otras son bastante conocidas tanto por los hombres simples como por los
sofistas. Yo mismo, en Istria, he cambiado cobre por oro y por antimonio.
Aunque los antiguos artistas desearan mucho encontrar este arcano, muy pocos
lo encontraron. Dios no revela estos tesoros a los hombres porque quiere
castigarlos por sus pecados. Y si, por casualidad, algunos artistas consiguen
preparar esta tintura, no saben proyectarla o, si lo intentan en gallinas, estas
gallinas pierden sus plumas y mueren.
CAPÍTULO VII: SOBRE LA RESTAURACIÓN DEL CUERPO HUMANO
En Egipto, algunos de los primeros físicos vivieron, gracias a esta tintura, ciento
cincuenta años. Encontramos en algunas historias que algunos hombres vivieron
varios siglos. El poder de esta tintura es, en efecto, admirable, pues permite al
hombre vivir durante mucho tiempo y lo protege de todas las dolencias. Gracias
a ella no se sufre ninguna marca de vejez.
Por eso, la tintura de los físicos es la medicina universal; aleja todas las
enfermedades. Es necesario tomar sólo una pequeña dosis porque su fuerza es
muy grande. Cura la lepra, la hidropesía, el cólico, la gota, el lupus y el cáncer,
sin olvidar las fístulas y las enfermedades internas, como pueden demostrar
numerosos testimonios en Alemania, Francia, Italia, Polonia, Bohemia...
¿Qué hay mejor en la Medicina que la purificación que elimina radicalmente
cualquier superficialidad? Cuando la semilla es sana, todo va bien. ¿De qué sirve
la purgación de los sofistas que no elimina nada?
(De la Tintura de los Físicos)
Epílogo: Paracelso, el «irrecuperable»
Después de la muerte de Paracelso, su obra pasó por oleadas incesantes de
intentos de recuperación. Los paracelsianos fueron legión. Los más famosos de
ellos aprendieron de sus trabajos químicos con antelación, es decir, antes de la
llegada de Antoine Laurent de Lavoisier, el padre de la química moderna, como
Libavius y su licor (bicloruro de estaño); J. Ph. Rhumélius y su Medicina
espagírica; Oswald Croll y su conocimiento de las plantas medicinales y sus
marcas; J. B. Van Helmont, que se dedicó a comprobar la existencia de gases y
que salpicó los trabajos de Paracelso con una formulación precientífica, al
desvelarlos en cierta medida. De la misma forma, el primer doctor del rey
Enrique IV, de la Rivière (alias Ribit), se inscribió en esta corriente paracelsiana,
como indican claramente estas líneas:
Preparaos para explorar las montañas, para visitar los valles, los desiertos, los
bordes del mar, las entrañas de la tierra; observad las características de los
animales y de las plantas, las órdenes de minerales; profundizad en la
agricultura, la filosofía natural; no os ruboricéis por el hecho de manejar el
carbón, de construir hornos; vigilad y trabajad sin descanso; porque sólo de esta
forma conseguiréis conocer las propiedades de las cosas.
Todavía en la actualidad, la ola de los paracelsianos perdura, pero
desgraciadamente esta «recuperación» sufre a menudo por el eclecticismo y el
desconocimiento evidente de los preceptos alquímicos desarrollados por aquel
médico genial. Este es el caso de un laboratorio de los Alpes que, mediante
grandes anuncios publicitarios, predica las virtudes de una cierta «fitoespagiria»
degenerada, empeñada en demostrar que ignora la importancia de las
quintaesencias metálicas, enmascarando apenas su ignorancia sobre el tema y
esforzándose en suplirla con un sincretismo de la peor especie.
Por suerte, en la línea del antiguo laboratorio alemán Soluna, fundado en el año
1921 por el ilustre barón Alexander von Bernus, un eminente paracelsiano, se
sitúa el laboratorio Essencior (Spagy-Nature, BP 6, 82100 Saint-Aignan,
Francia), que respeta todavía de forma escrupulosa los principios promulgados
por Paracelso en la elaboración de sus elixires metálicos y vegetales, para el bien
de la humanidad en general y de todos los que sufren en particular.
En la misma línea «recuperadora» se encuentran muchas sociedades secretas,
llamadas iniciáticas, que reivindicaron a Paracelso como uno de sus miembros
más influyentes. Este fue el caso, entre otros, del misterioso movimiento de la
Rosacruz que apareció en Alemania más de medio siglo después de la muerte de
Paracelso.
El manifiesto por el cual nació la Rosacruz, la Fama Fraternitatis Rosae +
Crucis, se publicó entre los años 1610 y 1615; es difícil imaginar de qué forma
Paracelso hubiera podido pertenecer a esta corriente mística, aunque sus
miembros reivindicaban ideas que eran muy apreciadas por el médico: un
cristianismo antipapista, la voluntad de llegar mediante la simplicidad y la
fraternidad al conocimiento de los secretos de la Naturaleza, en la que la
alquimia constituía la base irrefutable. Es verdad que un buen número de
miembros de la cofradía no dudaron en manifestarse alumnos de Paracelso, pero
se trataba la mayoría de las veces de alquimistas «operativos» como Henri
Khunrath, el autor del Anfiteatro y de la Eterna Sabiduría, así como Michel
Maïer y Robert Fludd, por citar sólo los más conocidos.
Pero también el nazismo montó su «recuperación», aunque mucho más pérfida
que las otras, tomando el carácter revolucionario y determinado de Paracelso al
mostrar el alma germánica, con objetivos de ejemplaridad para la nueva «raza de
los señores» adeptos del naturismo, que se creían los amos del mundo,
conocedores de los secretos de la naturaleza humana.
Pensamos también que, en un tipo de registro mucho menos trágico, el personaje
central de la excelente novela de Marguerite Yourcenar, La Obra negra, el
médico alquimista no puede en ningún caso ser comparado con Paracelso,
aunque así lo quiera la autora.
La razón es muy sencilla: el espíritu racionalista y ateo del que da muestras el
héroe se encuentra en las antípodas del misticismo y de la fe que caracterizó a
Paracelso, cuya investigación se sitúa inexorablemente en la luz de la
Naturaleza, alejándose de toda intención científica, por otra parte materialista y
fría.
Sin duda alguna, es el destino de la auténtica genialidad el estar amenazado de
«recuperación» con objetivos diversos; la genialidad se ha convertido en algo tan
raro en este mundo, que algunos se atreven a comparar al empalagoso
Alquimista de Paulo Coelho con la inestimable poesía del Principito de SaintExupéry.
Seguramente, Paracelso, el desconocido, el vagabundo errante de la Medicina,
incluso el maldito y el olvidado de la Historia, encarnará para siempre el espíritu
libre que caracteriza a los seres cuya grandeza intemporal se reviste de un
inefable misterio...
Índice
Años de juventud e iniciación
Años de viajes y aprendizaje
Médico extraordinario y hombre genial
Últimos años
Paracelso, el médico «filósofo por el fuego»
La filosofía
La astronomía
La alquimia
La virtud (Proprietas)
Las teorías paracelsianas a la luz de la alquimia
Los tres principios y los tres humores
La teoría de los semejantes
La teoría de las marcas en la Naturaleza
Utilización de los simples
Paracelso y la filosofía de la Naturaleza
La luz de la Naturaleza
El Arché (el principio de la vida)
El Yliaster
El Cagastrum
Paracelso, el místico y el ocultista
El misticismo
El ocultismo
Las predicciones
Del Tratado de las ninfas... a las virtudes del imán
«Sobre las fuerzas del imán»
El arte de la alquimia
Sobre la Gran Obra alquímica o De la Tintura de los Físicos
De la Tintura de los Físicos
Epílogo: Paracelso, el «irrecuperable»
Notas
Notas
[1] Prólogo de la tercera parte de la obra mineral o comentario sobre el libro de
Paracelso, titulado Cielo de los filósofos.
[2] Para un alquimista, se trata indiscutiblemente de la alegoría del germen
metálico de la piedra filosofal, calificada como Rebis hermética.
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