Paracelso médico-alquimista Patrick Rivière PARACELSO médico-alquimista A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. DE VECCHI EDICIONES, S. A. © De Vecchi Ediciones, S. A. 2012 Avda. Diagonal, 519-521 08029 Barcelona Depósito Legal: B. 15.007-2012 ISBN: 978-84-315-5278-7 Editorial De Vecchi, S. A. de C. V. Nogal, 16 Col. Sta. María Ribera 06400 Delegación Cuauhtémoc México Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o trasmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito de DE VECCHI EDICIONES. Al «alma» del Rebis, cuyo destino no sabría ser otro que el de las alas que yacen en la tierra... Años de juventud e iniciación Teofrasto (el futuro Paracelso) nació el día 10 de noviembre de 1493, en Einsiedeln, una población suiza de la región de Zúrich, en la ruta de los peregrinajes del Etzel. Fue el único hijo de Elsa Oschner y de Wilhelm von Hohenheim, descendiente de los ilustres Bombasto de Suabia que eran originarios de Hohenheim, cerca de Stuttgart. Lo bautizaron con este nombre en recuerdo del pensador griego que fue discípulo y amigo de Aristóteles, Teofrasto Tyrtamos de Ereso, un físico especialista en las propiedades medicinales de las plantas y de los minerales por el que sentía una admiración sin límites el padre de Teofrasto, el doctor von Hohenheim, el cual ejercía la profesión de médico y al mismo tiempo se dedicaba al estudio de la química antigua, es decir, la alquimia. Debido a las guerras suabas, el doctor von Hohenheim tuvo que trasladarse en el año 1502 con su familia a Villach, en la región minera de Carintia. Allí, además del tiempo que dedicaba a la actividad médica, se convirtió en instructor de la Escuela de minas, y también fue allí donde comenzó a ejercer gran influencia en el destino de su hijo, al hacerle descubrir cada día las maravillas de la Naturaleza. Su madre, empleada en el convento de Nuestra Señora de la Ermita y gran piadosa, se encargó de inculcarle una fe inquebrantable en Dios, una fe que Teofrasto manifestó a lo largo de toda su vida. Por desgracia, perdió a su madre muy pronto, cuando era todavía muy niño. A causa de su naturaleza débil y su propensión al raquitismo, el padre se ocupó de él muy atentamente, prodigándole cuidados constantes. Se ocupó también de forma admirable de su educación, uniendo lo útil con lo agradable; el doctor von Hohenheim visitaba a menudo a sus pacientes acompañado de su hijo, lo que permitía a este último sacar provecho de los beneficios que la vida al aire libre supone para la salud. Los largos paseos a los que estaba acostumbrado desde su más tierna infancia lo habían llevado por encima del Etzel, más allá de las poblaciones que se encontraban a orillas del lago de Zúrich. De esta forma, el joven Teofrasto entró muy pronto en contacto con la Naturaleza, a la que más tarde llenó de alabanzas, calificándola de gran laboratorio y exaltando de ella su propia luz, superior a la del sol. Pero por aquel entonces se conformaba con aprender de las páginas de su gran libro, que su padre ojeaba con gran delicia haciéndole descubrir las virtudes curativas de las plantas que se encontraban por los prados y los bosques cercanos al Sihl, en el que se sucedían por turnos, según los periodos de floración, prímulas, gencianas, salvia, ranúnculos, manzanilla, cólquico, angélica, adormidera, belladona, datura, dedalera, achicoria y toronjil. Por otro lado, los libros mágicos de esa época otorgaban propiedades especialmente mágicas a algunas de estas plantas; con toda seguridad, estos conocimientos impresionaron al niño, que de la mano del doctor asistía ya maravillado al milagro de la Naturaleza. Padre e hijo también debieron recorrer a menudo los antiguos bosques de alerces que jalonaban la ruta de Bleiberg, en las pendientes de Dobratsch, para observar los minerales en sus diversos aspectos y las transformaciones que experimentan después de su extracción. Por otra parte, Paracelso evocará más adelante el gran interés suscitado por estas minas, cuya indeleble huella permanecería en el corazón de su memoria: En Bleiberg se puede encontrar un maravilloso mineral de plomo que abastece a Alemania, Panonia y Turquía, desde Italia a Hutenberg; hay mineral de hierro que contiene un acero excelente y muchos minerales de alumbre, así como vitriolo muy concentrado, mineral de oro y mineral de cinc, un metal raro y que no se encuentra en ningún otro lugar de Europa. Hay también un excelente cinabrio que contiene mercurio y otros metales, pero no me es posible mencionarlos todos. Así pues, las montañas de Carintia son como un cofre que, al abrirlo con una llave, revelara preciosos tesoros. (Crónica de Carintia) Estas minas pertenecían a la famosa familia de los Fugger de Augsburgo, que habían fundado la Escuela de minas en la cual el doctor von Hohenheim enseñaba a los capataces las particularidades de la química metalúrgica. Teofrasto seguía también a su padre en esos menesteres y asistía a los cursos que impartía, aunque se trataba de cursos para adultos. Es necesario aclarar que su padre realizaba un gran número de experimentos en el pequeño laboratorio que había construido en su residencia, en el número 18 de la plaza del mercado, en Villach, y que por lo tanto el niño estaba familiarizado desde muy pequeño con algunos rudimentos de la química antigua. Indudablemente, es fácil adivinar cierta predestinación en el futuro Paracelso. Muy pronto llegó el momento en que el niño tenía que recibir la educación que correspondía a su edad. Entonces su padre decidió enviarlo a la famosa escuela de los benedictinos del monasterio de San Andrés, en Lavantha, en la que el joven cumplió con sus deberes religiosos. La instrucción religiosa que recibió animó su creencia en un Dios de amor trascendental, principio único del origen de todo, pero también en un Dios profundamente inherente a la Naturaleza y, como consecuencia, al hombre. La vida interior y espiritual del joven Teofrasto se desarrolló, por lo tanto, muy temprano. El encuentro con el obispo Eberhard Baumgertner, que también era alquimista, contribuyó a ello con toda seguridad, sobre todo porque el obispo practicaba la alquimia en los laboratorios de los Fugger. No debemos olvidar que Wilhelm von Hohenheim era invitado igualmente con bastante frecuencia a practicar la alquimia, a veces en presencia de su hijo, que asistía maravillado a la magia del crisol al rojo vivo en un fuego de fusión que separaba el metal de los materiales inútiles. A continuación se realizaban los múltiples juegos de manos y operaciones secretas que participaban en lo que se podría considerar como una auténtica transmutación de la materia. Seguramente, Teofrasto realizó allí su aprendizaje de alquimista, rematando los conocimientos adquiridos en la escuela minera de Hutenberg sobre el arte de la transformación de los minerales en metales y la observación del crecimiento de los minerales en el interior de la explotación minera de los Fugger. Sin duda, ya participaba en la dura labor de los mineros. La vocación alquimista tuvo que nacer por entonces en el futuro Paracelso. Muy pronto, el joven Teofrasto mostró un carácter turbulento pero ávido de conocimientos, en el que ya se podían percibir los inicios de una fuerte personalidad. Seguramente, su carácter era en parte producto de la genética, pues su abuelo paterno estuvo dotado de una especial valentía, salpicada de fogosidad y de ímpetu. En efecto, George Bombasto von Hohenheim, caballero de la orden de San Juan, se había ilustrado acompañando a su soberano Eberhard el Piadoso durante un periplo aventurero en Palestina. Además, era un verdadero caballero andante, y actuó como caballero solitario en más de una ocasión. Tomó partido en contra de la dieta del Imperio mostrando su desacuerdo con vehemencia, así era el abuelo del futuro Paracelso: individualista, vengativo, incluso violento si lo creía necesario. El niño tenía de dónde sacar ese temperamento impetuoso que manifestaba sin vergüenza y que caracterizaría su tormentoso destino... Sin embargo, esto no mancillaba de ningún modo sus preocupaciones místicas, alimentadas por sus preceptores eclesiásticos (que, como ya hemos visto, no eran personas corrientes), a las que podemos imaginar que se añadieron los conocimientos ocultos de un prestigioso abad de Sponheim, Johannes Trithemius, el abad Tritheim. Se dice que este dirigió una sociedad secreta de herméticos a la que parece ser que perteneció el joven Teofrasto. Se estudiaba, de forma paralela a los misterios de la Madre Naturaleza, los numerosos secretos disimulados detrás de las parábolas y las alegorías de las Sagradas Escrituras, a las que evidentemente el abad otorgaba una importancia primordial. El joven Paracelso heredaría sus preciosos conocimientos de tendencia pansófica o universalista. Llegó después el tiempo de los estudios oficiales propiamente dichos. Teofrasto estudió desde los 14 años, como estudiante nómada, en las universidades europeas de mejor reputación. En efecto, este tipo de enseñanza era el más adecuado para formarse una opinión, puesto que entre las universidades existían divergencias de opiniones y aparecían a menudo fuertes controversias en materia de conocimientos médicos. Sin embargo, tras sus estudios superiores en la escuela de Basilea, obtuvo su diploma de bachiller en Viena (el humanista Joachim Viadam era su rector). Después decidió ir a Italia, y en el año 1513 se inscribió en la Universidad de Ferrara, de la que saldría en 1516 con el diploma de doctor en Medicina, Doctor in utraque medicina, siguiendo la fórmula utilizada en el norte de Italia. Teofrasto von Hohenheim se había convertido en Paracelsus unos años antes, en Basilea, donde existía la costumbre entre los estudiantes de helenizar o latinizar su nombre, como Erasmus o Frobenius, por ejemplo; aunque es posible que el origen de este nombre se encuentre en su padre, que quizás consideró que su hijo era más sabio que Celsus, un famoso médico romano de la Antigüedad, nacido en el siglo de Augusto y calificado como Cicerón de la Medicina por la pureza de su estilo al describir, en su obra De arte medica, aproximadamente doscientas cincuenta plantas con sus propiedades y aplicaciones terapéuticas, acompañadas de un tratado sobre higiene médica. Es posible también que el seudónimo Paracelso tenga su origen en el propio patronímico de Hohenheim, que significa «el traslado de la morada o del hogar a las nubes espirituales». EL ABAD TRITHEIM El abad Tritheim, hermético y ocultista de renombre, maestro y amig Sea como fuere, Paracelso había nacido; este nombre se iba a hacer famoso con el tiempo, y no sólo en la historia de la Medicina, tal como veremos más adelante. Pero, por ahora, el Paracelso que más nos interesa es el médico, y no podemos dejar de lado la enseñanza didáctica a la que se vio sometido durante sus estudios. Con Hipócrates, la observación de la Naturaleza se legitimó; con Aristóteles (384-322 a. de C.) aparecieron las bases del método experimental. Galeno, médico griego del siglo II, se basó en las teorías de estos dos predecesores para crear sus obras, que perduraron como principal fuente de saber médico hasta mediados del siglo XVII. Un centenar de sus tratados se han conservado hasta hoy, aunque escribió muchos más. Al preocuparse del valor terapéutico de las drogas vegetales se convirtió en precursor de la farmacopea llamada galénica, que tan de moda estuvo durante siglos. HIPÓCRATES Hipócrates (460-377 a. de C.) es el más importante médico de la Antigüedad Fue el primero en conceder gran importancia al estudio de la anatomía, en una época en que nadie hubiera podido dedicarse a la disección de cadáveres. El hecho de observar y curar las heridas de los gladiadores de los que era médico le facilitó seguramente la tarea. Fue el único maestro de anatomía durante doce siglos. Hasta la Edad Media, esta ciencia se enseñó además según la fórmula: «Como afirmó Galeno...». Su obra descansaba sobre bases prácticas y teorías curiosamente trazadas y alejadas del sistema aristotélico. Además, sus opiniones se encontraban frecuentemente en desacuerdo con las de Hipócrates, lo que dio lugar al nacimiento de la frase: «¡Hipócrates dice sí, Galeno dice no!». Su notoriedad fue tal, que cuando los árabes invadieron Europa, Avicena y Averroes se plegaron a su autoridad, aunque le sumaron la originalidad de conocimientos específicamente orientales, expresados en obras como el Canon de la Medicina. Patio trasero de la casa donde nació Paracelso, en Einsiedeln. A la izquierda, su retrato, y a la derecha, el de su padre A estas controversias evidentes que avanzaban a buen ritmo, hay que añadir las dificultades de traducción de los manuscritos, del griego al latín, del latín al árabe, y otra vez del árabe al latín, que produjeron, como es de imaginar, numerosos contrasentidos. Así pues, ante toda esta confusión, Paracelso se encontraba más cómodo con la lectura de los escritos alquímicos y cabalísticos de Roger Bacon o de Johannes Tritheim. Si a esto añadimos su ya conocido inconformismo, no nos resultará difícil imaginar su fuego interior preparándose en silencio, esperando pacientemente para revelarse como un volcán en el momento de la erupción. El momento no tardaría en llegar. Años de viajes y aprendizaje En el tiempo de los estudios universitarios que Paracelso cursó en Italia, principalmente en Ferrara, tuvo que cruzarse en su camino Christophe Clauser, médico de Zúrich, así como con Wolfgang Talhauser, futuro médico de Augsburgo. Fue seguramente alumno del médico y humanista crítico Nicolás Leoniceno (1428-1524); así mismo, debió de seguir los cursos de Johannes Ménard (1462-1536), que se sublevó contra cualquiera de las formas de la medicina astrológica: «La plaga de la astrología es un virus», declaraba de modo concluyente. Por supuesto, ni Avicena ni Hipócrates la defendían, y Pico della Mirandola la acababa de rechazar, sobre todo, porque también la moral cristiana se oponía a su práctica. Pero, ¿en qué consistía exactamente? Es una pregunta que Paracelso se planteó a menudo a lo largo de su obra. Después de su breve paso como estudiante errante por las universidades de Basilea y Colonia, se dirigió a Montpellier, donde se había hecho famoso el Doctor iluminado, el alquimista Arnaldo de Villanueva, y donde la influencia árabe de la escuela de Bagdad más se dejaba sentir. De allí, Paracelso se dirigió a Italia, primero a Bolonia, luego a Padua y por último a Ferrara, donde obtuvo su diploma de doctor en Medicina, como hemos visto antes. En lo que se refiere a ese periodo, escribió: [...] puesto que no quise someterme a las enseñanzas ni a los escritos de estas facultades, viajé más lejos, hasta Granada, y luego hasta Lisboa a través de España [...] (Libro de la Gran Cirugía) Pero, mientras tanto, sus viajes iniciáticos le habían llevado hasta el Tirol, a trabajar en las minas y en los laboratorios de los Fueger, en Schwaz, para perfeccionar su conocimiento de los minerales, su extracción y su posterior tratamiento. Allí, Paracelso se incorporó al trabajo abrumador de obreros y mineros. Muy pronto, Segismundo Fueger se hizo amigo suyo y lo integró en su grupo de alquimistas, junto a los que pudo realizar todo tipo de experiencias y de manipulaciones. Tras utilizar hornos, crisoles, retortas y otros utensilios, y después de muchas calcinaciones, destilaciones, sublimaciones, fermentaciones, putrefacciones, licuaciones, etc., Paracelso adquirió tales conocimientos, experiencia y dominio, que decidió comenzar la redacción de un tratado titulado La Archidoxia Mágica. Sobre ello escribió lo siguiente: La alquimia que deshonran y prostituyen sólo tiene un objetivo: extraer la quintaesencia de las cosas, preparar los arcanos, las tinturas, los elixires capaces de devolver al hombre la salud que ha perdido. La alquimia no consiste en hacer oro y plata; su objetivo es producir las esencias soberanas y emplearlas luego para curar las enfermedades. A pesar de la práctica coincidencia de apellidos, esta familia Fueger no estaba emparentada con los Fugger que poseían minas en Bleiberg, pero entre sus miembros se contaban los condes Fügen del Tirol, cuyas minas estaban situadas cerca de Innsbruck. Su permanencia en Schwaz, aunque resultó muy prolífica, sólo duró en realidad diez meses; después, Paracelso tomó su bastón de peregrino y decidió recorrer toda Europa en busca de nuevos conocimientos. Más adelante, escribiría: Un doctor tiene que ser un viajero, puesto que es necesario investigar el mundo. Las experiencias no son suficientes. La experiencia tiene que verificar lo que puede ser aceptado y lo que no. El Saber es la experiencia. En pleno auge del Renacimiento, en el momento en que Lutero presentaba un centenar de tesis que marcaban el inicio de la Reforma, Paracelso retomaba su camino, al principio por la península Ibérica, donde se volvió a impregnar de la influencia de la Medicina árabe; después viajó por Portugal, y desde Lisboa se embarcó hacia Inglaterra siguiendo las huellas que el monje alquimista Roger Bacon había ido dejando aquí y allá, y que por aquel entonces se consideraban ya reliquias, debido a que su visión de la Naturaleza había caído en desuso. Las minas de estaño de Cornualles y las minas de plomo de Cumberland no pudieron dejar indiferente a Paracelso. Al saber que se había declarado una lucha violenta en los Países Bajos y que la guerra estaba a punto de estallar —nos encontramos en el año 1519—, decidió entonces abandonar Gran Bretaña para dirigirse al frente y ponerse al servicio de la armada holandesa, que le nombró cirujano barbero (según la expresión usual en aquella época), es decir, médico militar, tal como lo deja entender su Libro de hospital. En el frente dispuso de múltiples ocasiones para curar a los heridos, practicando el arte de la cirugía que había aprendido en la Facultad pero que también había visto ejercer a su padre tantas veces durante su infancia. En esta situación, la experiencia clínica estaba revestida de todo su valor. A propósito de esto escribiría más adelante: «Los enfermos deberían ser los libros del médico». Así pues, sin ninguna razón partidista, Paracelso acompañó diversas armadas al campo de batalla, donde encontró la forma más segura de practicar la Medicina y la cirugía mientras enriquecía sus conocimientos gracias a la profusión de nuevas experiencias curativas, la mayoría de las veces en condiciones extremas. En el año 1520 se marchó a Escandinavia, donde la guerra de Dinamarca estaba causando estragos. Estuvo presente en el cerco de Estocolmo como cirujano militar a las órdenes del rey Cristián II. Después se dirigió a los Balcanes y se detuvo en Zeugg, al sur de Rijeka, en Croacia; hasta embarcar hacia Venecia en el año 1522, donde se puso al servicio de la República de Venecia, que se oponía en aquella época al emperador Carlos I de España, también como cirujano militar. Esta situación, totalmente inaceptable para un médico corriente, se convertía en algo normal en un hombre con el temple de Paracelso. Participó, del lado de los venecianos, en la batalla por la defensa de la isla de Rodas contra Solimán II el Magnífico, que mantenía sitiados a los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén (a esta orden había pertenecido su abuelo). A pesar de todos los esfuerzos por recuperar el control de la isla, Rodas cayó en manos de los turcos aquel mismo año. Paracelso se dirigió entonces a los Balcanes, pasando por Dalmacia y Croacia; luego viajo por Valaquia, la misteriosa Transilvania, Hungría, Prusia, Polonia y Lituania hasta llegar a Rusia; durante este largo periplo convivió con los tártaros, lo que le permitió familiarizarse con la vida nómada. El rigor del clima de las estepas supuso para él una dura prueba, pero no le impidió, ni mucho menos, ayudar a las comunidades errantes con las que caminaba, ofreciendo de buena gana sus servicios como médico mientras iba ganando cada vez más experiencia y eficacia. La urgencia de sus intervenciones en los campos de batalla le había aportado la experiencia necesaria. Una vez en Rusia, Paracelso hizo el camino en compañía de los cosacos hasta Moscú, donde conoció a un príncipe tártaro con el que decidió viajar a Constantinopla. Allí permaneció durante varios meses en casa de un famoso oculista que, además, era nigromante, y que le enseñó muchos secretos del esoterismo turco y árabe. Todos estos conocimientos ocultos se fueron añadiendo a los que había obtenido junto al abad Tritheim y sus otros maestros del pensamiento sobre la Cábala, la alquimia y la Magia, aunque en sus encuentros clarividentes y sus enriquecedores viajes siempre se esforzó por eliminar cuidadosamente la parte de superstición que contenían estas ciencias. Después de esta primera serie de viajes iniciáticos, su personalidad, que llevaba mucho tiempo evolucionando, alcanzó la madurez. En su Cuarto Libro de las Defensas escribió: Las universidades no lo enseñan todo, en absoluto; es necesario que el médico busque las prostitutas, los bohemios, las tribus errantes, los bandoleros y todas las personas al margen de la ley, y que se informe en sus casas. Tenemos que descubrir, por nosotros mismos, lo que sirve a la ciencia, viajar, vivir numerosas aventuras y retener lo que puede ser útil durante el camino. Aunque se pretendía que Paracelso estuvo en el Extremo Oriente y quizás incluso en Egipto o en Etiopía, su testimonio invalidó por completo esta información: «Yo no he visitado ni Asia ni África, digan lo que digan». Y la justificación de sus numerosos viajes figura en las siguientes líneas: Mis viajes me han permitido desarrollarme: ningún hombre se convierte en maestro en su casa, y no es detrás de la sartén donde encontrará a quien le instruya. Porque el conocimiento no está encerrado, sino que se aprende en el mundo entero. Es necesario ir en su busca y capturarlo allí donde se encuentre. Las enfermedades vagan por toda la tierra, no se quedan en el mismo lugar. Si un hombre desea conocerlas, es necesario que vague él también. Los viajes instruyen más que la inmovilidad en el hogar. Un doctor tiene que ser también un alquimista. Así pues, es necesario que vea a la Madre Naturaleza allí donde ella prodiga sus minerales, y puesto que la montaña no viene a él, es necesario que él vaya a la montaña. ¿Cómo puede observar un alquimista el trabajo de la Naturaleza si no se encuentra allí donde yacen los minerales? ¿Se me reprocha el hecho de haber descubierto los minerales, de haber encontrado su espíritu y su corazón, de haber guardado atentamente su conocimiento para poder separar la materia pura de los minerales? ¿Cuántas privaciones he tenido que sufrir para conseguirlo? ¿Por qué la reina de Saba llegó de orillas lejanas para escuchar la sabiduría de Salomón? Pues porque la sabiduría es un don de Dios, y este sólo la concede a los que la buscan con esfuerzo. Es verdad que los que la buscan poseen menos que aquellos que no lo intentan. Los médicos que se quedan en su casa llevan ropas de seda y cadenas de oro; los que viajan, prácticamente no pueden pagar ni siquiera lo que vale un blusón. Los que se quedan en casa se alimentan con perdices, los que viajan en busca de la ciencia, comen sopa de leche. Como dice Juvenal, no tienen posesiones pero saben que «el único viajero feliz es el que no posee nada». Considero que, para mí, es más un honor que una vergüenza haber realizado todos mis viajes con tan pocos gastos. Y confirmo que esto es cierto en lo relativo a la Naturaleza: todos aquellos que deseen penetrarla tienen que pisotear los libros con sus propios pies. La escritura se aprende a través de las letras. La Naturaleza, a través de las distintas comarcas, puesto que cada una de ellas representa uno de sus libros. Así es el Codex Naturae, cuyas páginas tiene que hojear el hombre. Paracelso volvió a Villach en el año 1524; allí volvió a ver a su padre y a vivir en la casa de este durante varios meses, hasta que llegó el verano y se marchó a Salzburgo, tal como cuenta en uno de sus escritos dedicado a la Virgen María. Tenía la intención de instalarse en esta ciudad, tal como demuestra el conjunto de bienes personales que dejó allí cuando se fue de forma precipitada al año siguiente. Pero algo alteró sus planes. Se había comprometido en una lucha social organizada por los mineros y los campesinos contra el poder del lugar, y habían estallado algunos disturbios bastante graves. El comportamiento de Paracelso en Salzburgo demuestra bastante bien su carácter: en nombre de los principios morales y espirituales, no dudaba en comprometerse en la lucha social contra la injusticia que iba encontrando en su camino. Fue detenido pero escapó por poco a la muerte bárbara que le estaba reservada; huyó sin pedir nada a cambio de la ayuda ofrecida y se dirigió al Danubio, aprovechando para visitar los manantiales curativos de Baden, en Suecia. En la trayectoria de sus viajes se encontraban siempre las zonas mineras y las ciudades que tenían aguas termales, porque eran los lugares donde se revelaban las maravillas de la Naturaleza. En 1526 volvió a Württemberg y se estableció durante algún tiempo en Tubinga, donde practicó la Medicina y la cirugía rodeado de un buen número de estudiantes. Luego se marchó a Friburgo de Brisgovia, porque en esta ciudad había una universidad. Durante el viaje, encontró el modo de prodigar sus cuidados a la abadesa de Rottenminster. Debido a la hostilidad con que le recibieron a su llegada, abandonó muy pronto Friburgo y se dirigió a Estrasburgo, que todavía no tenía universidad aunque el proyecto acababa de plantearse. En esta ciudad podía ejercer al mismo tiempo la Medicina y la cirugía; sin embargo, allí se encontró con la virulenta oposición de un feroz partidario de Galeno, Vendélinius y, además, con el cirujano Wendelin Hock, con el que entabló una controversia de tipo anatómico que perjudicó considerablemente sus esperanzas de hacer carrera en Estrasburgo. A pesar de todo, el tiempo que estuvo en la ciudad realizó de forma cotidiana numerosas curaciones que, para algunos, tenían algo de milagrosas. Durante el verano del año 1526 se trasladó a Basilea, donde Johannes Froben, un gran amigo del filósofo humanista Erasmo, lo había llamado para que lo curase de una mala fractura del pie derecho. Antes de su llegada, se había previsto incluso la amputación del miembro pero, al cabo de unas semanas, Froben estaba totalmente curado y pudo volver a su actividad como impresor y editor. Durante su estancia en Basilea Paracelso entabló relación con el huésped de Froben, el gran Erasmo en persona, al que diagnosticó gota, cálculos renales y litiasis biliar. Tiempo después, Erasmo le envió una carta en la que le demostraba una gran confianza en su ciencia: Es absolutamente razonable, oh físico por quien Dios da la salud del cuerpo, desear la salud eterna a tu alma... Sufro dolores en el hígado pero no soy capaz de adivinar la causa; desde hace muchos años, sé que mis riñones están enfermos. La tercera enfermedad no la entiendo suficientemente pero, sin duda alguna, es muy seria. Si existe alguna solución cítrica que pueda aligerar el dolor, te ruego que me la comuniques... No puedo ofrecerte unos honorarios equivalentes a tu ciencia, pero sí la gratitud infinita. Tú has devuelto del país de las sombras a Frobenius (Froben), que es mi alter ego, y si consigues curarme a mí, habrás curado a dos seres que no son más que uno... Por descontado, Paracelso consiguió curar al famoso humanista, y Erasmo le mostró su gratitud consiguiendo que el Senado de Basilea lo llamase a finales del año 1526 para ofrecerle un puesto en la universidad. Su nominación se hizo efectiva gracias a la intervención de un tal Hussgen en marzo del año 1527. Se trataba de un amigo de los reformadores de Estrasburgo, con los cuales simpatizaba Paracelso. Hussgen se beneficiaba de una gran influencia ante el alcalde y el ayuntamiento, de mayoría protestante, algo que no ocurría en la universidad. Aunque era un ferviente católico, Paracelso compartía las preocupaciones sociales y progresistas de los reformadores, que veían en él al Lutero de la Medicina, por ser poseedor de métodos originales extremadamente eficaces. Es importante señalar que también sus detractores de confesión católica utilizaban esta expresión, pero con un carácter fuertemente peyorativo. A esta crítica acerba, Paracelso replicaba de la siguiente forma: Los enemigos de Lutero son, en gran medida, fanáticos, bribones, santurrones y trapaceros. ¿Por qué me llamáis el Lutero de la Medicina? Sé que con este nombre no intentáis honrarme, puesto que despreciáis a Lutero. Pero yo no conozco a muchos enemigos de Lutero, sólo a aquellos cuyos bajos instintos están en conflicto con su Reforma. Aquellos a cuyas arcas hace daño son sus enemigos. Dejo a Lutero la tarea de defender lo que dice, de la misma forma que yo soy responsable de mis propias palabras. Todos los que son enemigos de Lutero se merecen mi desprecio. Por otro lado, no podemos olvidar que la Academia no había sido consultada acerca de su nominación, lo que le valió las peores quejas por parte de sus miembros. En consecuencia, las autoridades académicas no tardaron en manifestar su hostilidad hacia Paracelso, que escribió al respecto: Consideran que no poseo ninguna capacidad ni el derecho de dar clases sin su ciencia y su consentimiento, y destacan que explico mi método de la Medicina de una forma inusitada y que, como consecuencia de ello, no sabría instruir en grandes clases. Además, nuestro Lutero de la Medicina no había dudado en extender por toda la ciudad de Basilea una proclamación pública: Así pues, ¿quién ignora que la mayoría de los médicos de nuestro tiempo han fracasado en su misión de la forma más vergonzosa, haciendo correr los mayores riesgos a sus enfermos? Han seguido y defendido, con un pedantismo extremo, las sentencias de Hipócrates, de Galeno y de Avicena, como si estas hubieran salido del trípode de Apolo junto a otros tantos oráculos, y como si no fuera posible alejarse de ellas ni un ápice. Apoyándose en estas autoridades se forman, cuando así lo quieren los dioses, doctores en Medicina imbuidos de su título, pero no médicos... Como invitado de las autoridades de Basilea, que me ofrecen un trato generoso, enseñaré durante dos horas al día Medicina práctica y teórica; y me aplicaré, con el mayor celo posible y para que mis oyentes saquen el mayor provecho de ello, a exponer el contenido de algunos manuales de Medicina y de cirugía escritos por mí mismo. No se trata de libros —como los que utilizan otros— que copian a Hipócrates o no sé a quién, sino de manuales que he redactado basándome en mi propia experiencia, puesto que la experiencia es nuestra suprema maestra de escuela, y en mi propio trabajo. Así pues, serán la experiencia y la razón y no las autoridades las que me dirijan cuando quiera demostrar algo. Que Dios nos guíe y podamos trabajar con tal ahínco que nuestros esfuerzos por avanzar en el arte de la curación tengan éxito. Durante su clase inaugural en la universidad afirmó: Los lazos de mis zapatos encierran más sabiduría que Galeno y Avicena juntos, y mi barba tiene más experiencia que toda su Academia... Unas semanas después de la publicación de su Manifiesto y de su primera clase, aprovechando el alboroto de los estudiantes con ocasión de la celebración de San Juan (el 24 de junio de 1527), Paracelso procedió a un auto de fe con el Canon de Avicena: lo arrojó a las llamas gritando: Quémate en el fuego de San Juan para que todos los infortunios desaparezcan en el aire con tu humo. ¡Fue la apoteosis! Su inspiración, al servicio de su anticonformismo, expresaba sin compromiso y con vehemencia toda la originalidad de su obra. El gran Laboratorio es el de la Naturaleza, y él exhortaba de esta forma a sus estudiantes para que la comprendieran: Salid a la Naturaleza cubierta por una única bóveda, donde los apotecarios son los valles, los prados, las montañas y los bosques, que nos ofrecen las provisiones para nuestras farmacias. Respecto a las virtudes de una eventual panacea, declaraba: Sería como si se montaran todos los caballos con la misma silla de montar: se obtendría más mal que bien. Siguiendo con la redacción de su Archidoxia Mágica, durante sus exposiciones insistía constantemente en la lenta maduración de las preparaciones: Es el hombre el que se convierte en artista, el que prepara el cuerpo y lo convierte en lo que es mediante su ciencia. Su obra lo completa. Pero la preparación tiene que ser la Exaltatio Paroxismi porque, en caso contrario, el resultado es nulo y el cuerpo es tan inútil como si aún fuera parte del barro. Paracelso no se conformó con revolucionar la Medicina de forma edificante; además, daba sus clases en alemán, algo que no se había hecho nunca antes, puesto que la lengua vernácula se había despreciado siempre en provecho de la lengua culta, el latín. Esta infracción de una costumbre que perduraba desde hacía generaciones estaba considerada como una profunda falta de respeto, incluso como un atentado contra la dignidad, puesto que así manifestaba una vulgaridad sin medida. Sin embargo, la intención de Paracelso era conseguir que sus enseñanzas, a pesar de todas sus sutilezas, fueran más accesibles a los estudiantes. Evidentemente, no tardó mucho en convertirse en la oveja negra de sus colegas, que desde entonces no dudaron en castigarlo con un panfleto en latín que pretendía haber salido de la sombra de Galeno. Esta cruel sátira, titulada La sombra de Galeno contra Theophrastus o, mejor dicho, Cacophrastus, estaba dirigida por los doctorculi de la universidad, y fue exhibida en el portal de las iglesias de San Martín y de San Pedro de Basilea. Este era su ignominioso contenido: ¡Que me muera si te juzgan digno, canalla, de vaciar el orinal de Hipócrates o de cuidar de mis cerdos! ¡Buitre, que te vistes con las plumas que has robado! Sin embargo, tu engañosa y pobre fama no durará mucho. ¿Qué quieres enseñar? Tu estúpida boca ignora las palabras extranjeras y, por ello, no eres ni siquiera capaz de exponer la obra que has robado. ¿Qué quieres hacer, imbécil, ahora que has sido descubierto de parte a parte, por dentro y por fuera, y que te han aconsejado con razón que cojas una cuerda y te cuelgues? Al verse vilipendiado de esta forma, Paracelso se sintió herido en lo más hondo de su ser; lo que habían percibido en él como arrogancia e impertinencia era, en realidad, la expresión de la originalidad de su enseñanza que, según él, pasaba obligatoriamente por un cuestionamiento de la sociedad conformista y del orden establecido que, en caso necesario, no debía tener en cuenta los usos y costumbres universitarias. Sin embargo, Paracelso no se dejó hundir y decidió replicar a sus detractores con una contraofensiva; para ello solicitó la rigurosa intervención del consejo municipal: Con una indignación y un malestar insoportables, la víctima sólo puede solicitar a los magistrados protección, ayuda y consejo. Aunque hasta ahora ha mantenido el silencio frente a las múltiples cartas calumniosas que le han sido enviadas, en la actualidad no sabría sufrir con paciencia la injuriosa y ultrajante sátira que se exhibe públicamente. Pero la calumnia llevaba buen ritmo y amenazaba con arrastrar hasta las filas de los detractores a sus propios amigos, como su secretario Oporinus, humanista, impresor y profesor de griego en la universidad. Ocurrió que Froben, al que Paracelso había curado un año antes, tuvo la desgracia de morir de repente a causa de una apoplejía. Entonces, los que despreciaban al médico maldito aprovecharon inmediatamente la ocasión para acabar con su prestigio, denigrándolo sin compasión y poniendo en tela de juicio sus conocimientos médicos, aunque en realidad, la apoplejía de Froben fuera el resultado de un agotador viaje a caballo hasta Fráncfort, que además fue realizado contra la indicación expresa de Paracelso. Este acontecimiento fue la gota que colma el vaso: acabó por desencadenar las pasiones, y el desafortunado Paracelso se vio sepultado bajo una lluvia de cartas anónimas en las que llegaban a acusarle incluso de homicidio y denunciaban su famoso laudanum. A pesar de todo, Paracelso consiguió contenerse frente a la estupidez de las acusaciones hasta que, víctima de una clara estafa por parte del canónigo Lichtenfels, su cólera se desató. Lichtenfels se negaba a pagarle los cuidados que le había prodigado y que habían alejado al religioso de la desgracia de una muerte segura. Los jueces acordaron injustamente dar la razón al rico canónigo de la catedral y, a partir de ese momento, Paracelso dio vía libre a su rabia y redactó estas pocas líneas dirigidas a dichos jueces: ¡Cómo pueden comprender el valor de mis medicinas si su método es el de vilipendiar a los médicos. [...] Si un enfermo se cura, le dicen que no debe desembolsar nada por su curación, de manera que el enfermo y la ley juzgan la ciencia médica de la misma forma que juzgarían el oficio de zapatero! Al leer estas palabras, se dio la orden de que Paracelso fuera detenido. Se decidió incluso un exilio eventual y un destierro a una isla del lago de Lucerna, pero unos amigos le advirtieron en secreto de esta decisión y Paracelso consiguió abandonar Basilea esa misma noche. Símbolo del Rebis alquímico Médico extraordinario y hombre genial Paracelso había suscitado una manifiesta hostilidad en sus enemigos declarados —la Facultad y el gremio de boticarios— y había insultado públicamente al juez que desestimó su demanda cuando intentó recuperar lo que le debía aquel eclesiástico adinerado. A consecuencia de estos hechos, en enero de 1528 se vio amenazado por un arresto inminente y tuvo que abandonar Basilea de forma precipitada. Paracelso abandonó Suiza y se dirigió a Alsacia. En un primer momento fue a Ruffach, donde se convirtió en huésped del doctor Valentin Boltz, autor de Seis Comedias de Terencio, con el que entabló una amistad que duraría toda su vida. Al abandonar Ruffach se dirigió a la capital de la Alta Alsacia, Colmar, donde fue acogido durante un tiempo por el doctor Lorenz Fries. Según sus propias palabras, allí encontró «lo que había buscado después de la tormenta: la seguridad y algunos días de tranquilidad». Con estas palabras describía su situación, mediante una carta, a uno de sus antiguos alumnos, Bonifacio Amerbach, amigo de Erasmo y del pintor Hans Holbein. Amerbach pertenecía a una muy buena familia de Basilea —su padre era un grabador de reconocido talento y había publicado una excelente edición de la obra de San Agustín—, y enseñaba Derecho en la universidad. Paracelso aprovechó la carta para pedirle que intentara, de su parte, conseguir su rehabilitación frente a las autoridades de Basilea: Quizás he hablado con demasiada libertad contra los magistrados y otras personas, pero eso no es importante, puesto que puedo responder a las acusaciones que se realizaron contra mí. Así pues, al sentirse en Alsacia en un clima de plena confianza, decidió mandar a Oporinus a buscar los preciosos instrumentos que se había visto obligado a abandonar en Basilea, debido a la precipitación con la que tuvo que dejar la ciudad, e instalar un pequeño laboratorio en el sótano de una vivienda. La redacción de algunas de sus obras, principalmente el tratado de cirugía, que había interrumpido hasta entonces, se vio de nuevo retrasada por las numerosas consultas, a pesar de que Oporinus, que jugaba a hacer de apotecario, aseguraba el mantenimiento del laboratorio, además de proclamar, a aquellos que querían escucharle, que «en Alsacia, todos lo admiraban [a Paracelso], como si fuera el propio Esculapio». Orgulloso de su fama de médico de casos desesperados, Paracelso tenía muchos pacientes a los que visitaba a domicilio o recibía en su consulta. Trabajaba sin tregua para aliviar sus males. Sus relaciones con la población eran inmejorables. Estableció una gran amistad con el magistrado Conrad Wickram, así como con el gobernador de la ciudad, Jérôme Boner, un humanista traductor de Herodoto, Demóstenes y Tucídides. En señal de amistad y de sincero homenaje, dedicó a cada uno de ellos uno de sus tratados, uno sobre las Úlceras, otro sobre la Viruela y el tercero sobre la Parálisis. EL DOCTOR LORENZ FRIES El doctor Florenz Fries era autor de obras de Medicina popu Después de pasar un año en Colmar, Paracelso decidió ir a Esslingen, una población en la que sus familiares, los Hohenheim, conservaban algunas posesiones. Se separó de su asistente Oporinus, que debía regresar a su casa, con su familia, e improvisó un laboratorio en una casita situada en el bosque de San Blas. Durante su estancia en este lugar tan propicio al recogimiento y la meditación, llenó el granero abuhardillado de signos cabalísticos y símbolos astrológicos. Allí fue donde redactó sus Pronósticos para Europa, referentes al periodo comprendido entre los años 1530 y 1534. Esta obra profética se revelaba como algo inesperado en un médico —aparte del caso de Nostradamus— y descubría un aspecto particularmente ocultista de la personalidad de Paracelso, sobre el que tendremos la oportunidad de hablar de nuevo más adelante. Después de esta enigmática estancia en Esslingen, en el mes de noviembre de 1529, Paracelso se puso de nuevo en marcha para dirigirse hacia Nuremberg, donde se encontró de manera fortuita con el extraño místico e historiador Sebastian Franck. En este importante centro comercial esperaba encontrar una ciudad propicia al reconocimiento de sus cualidades como médico extraordinario. Sin embargo, su reputación de excéntrico camorrista le había precedido entre los médicos y los apotecarios de la ciudad y tuvo que hacer frente, a su llegada a Nuremberg, a la hostilidad que le manifestaban. Decidió entonces lanzarles un gran desafío, que consistía en curar a los pacientes que la Facultad juzgaba como incurables. Trabajó tanto y tan bien que nueve leprosos de quince recobraron el uso de sus miembros, algo que evidentemente no hizo más que atizar el odio de sus envidiosos colegas. Paracelso lo dejó estar y aprovechó su estancia en Nuremberg para continuar la redacción y corrección de diversos tratados, dedicados sobre todo a las lesiones corporales y a la sífilis, para la cual estaba experimentando un nuevo tratamiento. Sometió sus escritos a la Corte de censura que se había instituido sólo unos pocos años antes, en 1523. De esta forma intentaba asegurarse la autorización que le permitiría imprimirlos. Mientras Frédéric Peypus realizaba la edición, se marchó a Beratzhausen, donde preparaba nuevos textos, convencido de su próxima impresión. Desgraciadamente, esta esperanza desapareció enseguida, cuando llegó una orden de Nuremberg que prohibía cualquier nueva publicación de sus obras. En efecto, bajo la presión de la Facultad de Leipzig, el consejo de Nuremberg había decidido intervenir contra el médico que se sublevaba constantemente frente a lo que consideraba como peligrosas equivocaciones por parte de sus colegas. Totalmente anonadado por esta decisión cuya parcialidad era flagrante, Paracelso renunció a volver a medium y se quedó en Beratzhausen para continuar, a pesar de todo, con la redacción de sus obras. Empezó incluso la redacción de un tratado de orden teológico que trataba sobre la Interpretación del Salterio de David. Así pues, al médico y al ocultista le sustituía el filósofo teólogo, asumiendo una dimensión que era también esencial en el hombre genial que era Paracelso. Trataremos de ello más adelante. En lo que se refiere a sus tratados médicos, empezó la redacción del primer libro de su Paramirum, e incluyó en el prólogo del mismo una advertencia que demostraba con gran elocuencia sus intenciones. Escribió lo siguiente: Rudos y ásperos son los vientos que la verdad levanta contra sus discípulos y, a pesar de todo, he esperado siempre que Aquel que ama el alma del hombre, ame también su cuerpo, que Aquel que salva el alma, salvará también el cuerpo, y me he esforzado en trabajar para el bien de todos. Pero los celos de algunos me lo impidieron y se convirtió en un viento difícil de soportar. Por ello, lector, no me juzgues por el primero o por el segundo, ni siquiera por el tercer capítulo; obsérvame hasta el final y pon a prueba a través de tu propio juicio el contenido de estas páginas. No te dejes asustar por los temas que trato; considera y valora mis escritos, sin favor, sin amistad, valorándolos con equidad. Puesto que por la predestinación divina, otros libros seguirán a este, edificados sobre sus bases y ellos te informarán más ampliamente; así pues, entiende este e instrúyete con lo que explica. Tras unos meses muy prolíficos en cuanto a la producción de su obra, Paracelso tuvo que volver a ponerse en camino después de verse envuelto en otro injurioso enfrentamiento, pero esta vez fue un particular el responsable. Un tal Bastien Casner, que vivía a menos de treinta leguas de su casa, había recibido sus cuidados y parecía estar satisfecho con ellos, pero llegado el momento de pagarle sus honorarios se negó por las buenas; además, su cuñado, que también era médico, le robó los remedios para poder continuar él con la cura y despidió a Paracelso de forma indecorosa. Paracelso ya no aguantaba más pero no quería llegar a las manos, de modo que cogió su bastón de peregrino. Albergaba ya muy pocas ilusiones respecto a la bondad humana; también su actividad secundaria como predicador de impetuosos sermones hacía aumentar su fuerte decepción. Así pues, en el mes de marzo de 1531 decidió dirigirse, después de algunas peregrinaciones, al sur de Alemania, a la ciudad de SanktGallen, que era una importante encrucijada internacional y cuyo alcalde interino, Joachim de Watt (Vadian), era un reformador suizo famoso además de ser un médico humanista reconocido en su ciudad. Por otra parte, se había codeado con Wilhelm von Hohenheim, el padre de Paracelso, durante su estancia en Villach muchos años antes. Paracelso le dedicó los tres primeros tomos de su Paramirum en señal de reconocimiento. Cuando lo llamaron para una consulta en casa de su colega, el concejal Christian Studer, se convirtió en su huésped; el concejal era suegro del metalúrgico y alquimista Bartholomée Schowinger, apodado el rico filósofo, que trabajaba en el laboratorio del Castillo de Horn. Estaba protegido por el emperador Fernando y, por ello, poseía una enorme influencia. Paracelso se benefició de esta relación y participó en operaciones alquímicas en el castillo de Horn. EL PARAMIRUM Y EL PARAGRANUM El Paramirum es uno de los trabajos fundamental Paracelso, que había curado a su anfitrión, completaba perfectamente su tarea de médico visitando de forma gratuita a los pobres de la ciudad y sus alrededores. Durante ese periodo pudo terminar la redacción del Paramirum, su «Obra más allá de las Maravillas» donde trataba numerosos aspectos de la Medicina que entonces resultaban absolutamente originales, desde las enfermedades producidas por el tártaro hasta las que engendra la imaginación. Sin embargo, tampoco en esta ocasión Paracelso supo resistir a la tentación de tomar partido en el conflicto religioso que se estaba produciendo en SanktGallen, que enfrentaba a los católicos contra los partidarios del teólogo reformador Zuinglio, que había suprimido la misa y el celibato de los curas. Paracelso, aunque seguía siendo de confesión católica, se puso de parte de estos últimos. Después de que Zuinglio muriera en una batalla y que su partido, al que estaba adherido Vadian, se deshiciera, Paracelso decidió abandonar Sankt-Gallen y volver a su nomadismo solitario. Tras estos trágicos acontecimientos se sintió aún más obligado a continuar con su misión de predicador. Así pues, se dispuso a profundizar en la Biblia y a redactar numerosos textos teológicos. Por entonces se calificaba a sí mismo como Doctor de las Sagradas Escrituras. Su apostolado se resumía, aparte de sus escritos, en una especie de Medicina pastoral en la que sus sermones ocupaban un lugar tan importante al menos como la práctica de su arte. Según él, la Biblia no se tenía que seguir al pie de la letra, puesto que a la lectura de las alegorías únicamente se podía aplicar una interpretación esotérica que permitiera descubrir su verdadero sentido. Sobre este tema escribió lo siguiente: Un sabio naturalista sería muy poco lúcido si se creyera a pies juntillas el libro de Moisés en el Génesis. Sus conclusiones serían de una parcialidad risible. Además, cuestionaba con vehemencia el poder desorbitado de los sacerdotes como directores de la conciencia; por ello, no dudó en escribir: El conocimiento que nuestros sacerdotes poseen no les llega de Dios sino que lo aprenden unos de otros. No están seguros de la verdad que enseñan; por eso argumentan, embaucan y prevarican; caen en el error y en la ilusión, tomando sus propias opiniones como si fueran sabiduría divina. Hipocresía no es santidad, pretensión no es poder, artificio no es sabiduría. El arte de discutir, adulterar, pervertir y deformar las verdades puede aprenderse en las escuelas, pero el poder de reconocer y de seguir la verdad no se consigue con títulos académicos sólo otorgados por Dios. (De Fundamento Sapientiae) Unir íntimamente el alma humana a Dios, esta era la postura adecuada según Paracelso: La creencia no es la fe... Dios no nos quiere crédulos ni tontos... Tenemos que aprender a conocer a Dios y únicamente lo podemos conseguir mediante la adquisición de sabiduría. Para ello necesitamos el amor de Dios, pero este sólo nacerá en nuestros corazones si sentimos un gran amor por la humanidad. El Dios del macrocosmos y el Dios del microcosmos actúan uno sobre otro; en esencia, los dos no son más que uno, puesto que sólo hay un Dios, una ley y una Naturaleza por los que la sabiduría puede manifestarse. (De Fundamento Sapientiae) Esta exhortación a seguir la vida divina resulta aún más hermosa por venir de un médico y predicador maldito. Durante el año 1532, Paracelso continuó su andadura por el interior de los Alpes; en 1533 llegó al cantón de Appenzell, donde se dedicó a prodigar sus cuidados a los suizos más pobres. Vagabundeó por Appenzell durante muchos meses. Parece ser que residió durante algún tiempo en Urnaesch y en Huntvil, donde terminó el Paragranum y continuó con la redacción de su Gran Cirugía. Luego volvió a las minas de Halle y de Schwaz, lo que le permitió escribir su tratado sobre la enfermedad de los mineros. Puesto que se vio de nuevo en la miseria, decidió abandonar la región a principios del año 1534 y, recorriendo las montañas hasta el valle del Inn, en el Tirol, llegó finalmente a Innsbruck, donde contaba con obtener del burgomaestre la autorización para ejercer; evidentemente a causa de su apariencia miserable, su petición fue rechazada, como solía suceder: Debido a que me presenté sin los perifollos habituales de mis colegas, volvieron a despreciarme y me obligaron a irme. El burgomaestre estaba acostumbrado a los doctores vestidos con sedas o púrpuras, y no con ropas quemadas por el sol. Paracelso se marchó esta vez en dirección a Stertzingen, atravesando el paso de Brenner. En julio o agosto de ese mismo año, la peste hacía estragos en esa región, y Paracelso, que había adquirido gran experiencia sobre ella durante sus viajes anteriores, se dedicó con todas sus fuerzas a contener la plaga, aunque volvió a verse enfrentado a la hostilidad de los eclesiásticos, en este caso, tanto los católicos como los reformistas. Por desgracia, durante este nuevo contacto con epidemia no pudo escapar a ella y cayó gravemente enfermo, al mismo tiempo en que su padre moría en Villach, tal como demuestra el pergamino que establecía la herencia en su favor: Nosotros, los magistrados, el consejo y toda la comunidad de Villach, testimoniamos abiertamente en esta carta, que el sabio y famoso doctor Wilhelm Bombasto von Hohenheim, licenciado en Medicina, ha vivido entre nosotros, en Villach, treinta y dos años, y durante todo este periodo de tiempo llevó una vida honorable. Con benevolencia queremos hacer constar su rectitud, su vida justa, sin censurarlo, tal como nos incumbe hacer. En el año 1534, en el día de Nuestra Señora, abandonó el mundo de los vivos, aquí en Villach. ¡Que el Todopoderoso se apiade de su alma! Del nombrado Wilhelm Bombasto von Hohenheim, el muy honorable y sabio Teofrasto Bombasto von Hohenheim, doctor en las dos Medicinas, es el hijo por matrimonio y el heredero más próximo, y fue tenido como tal por el ya nombrado Wilhelm Bombasto von Hohenheim... Y para que este documento pueda servir como prueba irrefutable, colocamos en él el sello de la ciudad de Villach. Así pues, Paracelso no volvió a ver a su padre, al que le unían lazos filiales de gran profundidad y por el que sentía una admiración sin límites. La desaparición de su padre se añadió al mal que ya sufría. Por suerte se recuperó de la peste, pero la enfermedad lo dejó muy debilitado y su convalecencia fue dolorosa y triste. Sin embargo, se fue recuperando progresivamente. Durante ese periodo de tiempo aprovechó para redactar un opúsculo de cuatro capítulos dedicado a La Peste que presentó al burgomaestre y a los magistrados de la ciudad. Poco después de su recuperación, Paracelso decidió abandonar la ciudad de Stertzingen. Desde allí se dirigió a Merano y a Vetlin, que consideraba una región especial: Es la región más sana que existe, más que Alemania, Italia y Francia, más que cualquier otro país de Europa occidental y oriental, donde no existe ni la gota ni los reumatismos ni los cálculos. Desde Merano, decidió atravesar el puerto de Penser hasta Hohenthauern, visitando Krymlerthauern, Felberthauern, Fushk y Raurischerthauern. Aprovechó para estudiar lo que más tarde calificaría como enfermedades de las montañas. Al llegar a Saint-Moritz, estudió las virtudes curativas de las aguas de manantial y analizó su composición química. Destacó las propiedades de su agua acidulada: Elimina la gota y proporciona al estómago el vigor del estómago del pájaro, que digiere el tártaro y el hierro. A continuación se dirigió a Pfäffers, donde pudo observar enfermos a los que hacían descender desde un pabellón situado en la parte alta del desfiladero hasta las aguas curativas. LAS AGUAS CURATIVAS Bañaban a los enfermos para aliviarles de sus males. Las bañera Paracelso postulaba el empleo de diecisiete plantas medicinales, la mayoría de ellas aromáticas, para llevar a cabo con ellas baños de diferentes propiedades, sobre todo para heridas y reumatismos. Por ejemplo, las aguas de Pfäffers, según él, correspondían a la melisa y al eléboro. Fue el primero en atribuir a las aguas de manantial distintas virtudes en función de su composición mineral, con lo cual estaba estableciendo las bases de la futura balneología. Paracelso fue enviado al monasterio de Pfäffers para curar al abad Jacob Russinger, a la atención del cual redactó incluso un consilium (una disposición). Luego, en el mes de septiembre de 1535, se dirigió a Württemberg y durante el viaje se detuvo en Mindelheim, donde tuvo la oportunidad de curar al consejero municipal Adam Reysner. A continuación se dirigió a Saint-Gothard, en Splügen, y atravesó el puerto de Haken. A finales de año decidió dirigirse a Ulm para encontrarse con un editor y así poder publicar su Gran Cirugía, que ya tenía acabada. Descontento de esta primera edición, se dirigió a Augsburgo, donde confió la versión corregida y completada al impresor Heinrich Steiner. La dedicó al «muy poderoso augusto príncipe y señor Fernando, rey de Roma y archiduque de Austria». Esta obra obtuvo en el momento de su aparición un gran éxito. Inmediatamente después de su publicación, en el mes de agosto de 1536, Paracelso emitió sus Pronósticos para los próximos veinte años; esta vez dedicó la obra al emperador Fernando, y rápidamente se tradujo al latín. Paracelso estuvo en Augsburgo hasta el comienzo del año 1537. Después, pasando por Nördlingen, Múnich, Passau y Efterdingen, cerca de Linz, se detuvo en casa de Johann von der Leipnich para proporcionarle sus cuidados. El mariscal estaba muy mal de salud y Paracelso permaneció durante bastante tiempo en Kromau; esto le permitió ejercer una actividad literaria intensa, aunque el trabajo en el horno alquímico le dejaba en realidad poco tiempo para escribir. Durante el verano del año 1537 redactó una obra filosófica, Astronomía Magna o filosofía Sagax de los mundos superior e inferior, y su Labyrinthus médicorum errantium. También emprendió la redacción de las Defensiones. Después de aliviar y curar al mariscal, hizo el viaje de vuelta deteniéndose en Presburgo, donde fue el invitado de honor de una cena oficial. Después, a finales del verano, llegó a Viena, donde el rey Fernando lo convocó dos veces para que asistiera a suntuosas recepciones en reconocimiento a sus méritos, unos méritos que hasta ese momento eran muy cuestionados. Aunque resulte paradójico, el cuerpo médico continuaba vilipendiándolo y arrastrándolo por el barro sucediera lo que sucediera. Últimos años A principios del año 1538, Paracelso decidió volver a Villach, el pueblo de su juventud. Habían pasado cuatro años desde la muerte de su padre y tenía que solucionar los problemas referentes a la sucesión. Pensaba establecerse durante un tiempo en Carintia, de manera que comenzó a recorrer la región y a realizar un estudio escrupuloso de las aguas de manantial minerales y de sus virtudes terapéuticas. Paracelso, recuperando la tradición familiar, acogió favorablemente el ofrecimiento que le hicieron los Fugger de que entrara de nuevo a su servicio en las minas para estudiar los metales. De esta forma perpetuaba la tarea que su padre había estado efectuando durante más de treinta años de duro trabajo y de buenos servicios en favor de la ciencia de los minerales. Con gran emoción, Paracelso volvió a tomar parte activa en los trabajos de localización y extracción de metales, y reunió cuidadosamente todas sus valiosas observaciones en la Crónica de Carintia. El 24 de agosto de 1538, Paracelso asistió a una ceremonia oficial que tuvo lugar en Sankt Veit, en la que pudo comprobar la confianza que las autoridades depositaban en él; esto le hizo concebir esperanzas sobre la próxima publicación de sus textos. Entonces decidió dedicar a los Estados de Carintia tres textos fundamentales, precedidos de su famosa Crónica en forma de panegírico, a saber: el Libro de las enfermedades del tártaro, el Labyrinthus (o Laberinto de los médicos errantes), las Defensas (o El Libro de las Siete Defensas). Por desgracia, las promesas de las autoridades de la región pronto se desvanecieron en el aire. Paracelso se instaló en Sankt Veit, cerca de Villach, para ejercer la Medicina. Entre otras curaciones importantes, sanó a un eminente colega, el doctor Albert Basa, médico del rey de Polonia, que había viajado a Sankt Veit especialmente para consultarle. Ese año, el pintor y ceramista Augustin Hirschvogel lo retrató con una expresión de obstinada determinación. El retrato tenía una leyenda: «Alterius non sit qui suus esse potest» («Cuando se puede tener una personalidad propia, no es necesario tomar prestada la de otros»). Dos años más tarde, Augustin Hirschvogel realizó otro retrato de Paracelso, pero esta vez tenía otra leyenda: «Omne donum perfectum a Deo, imperfectum a Diabolo» («Todo lo bueno proviene de Dios y lo malo del Diablo»), sugiriendo con ello que normalmente el árbol se conoce por sus frutos. En este último retrato aparece la espada fiel que acompañaba a Paracelso allá donde fuera en sus viajes, sobre todo durante las campañas militares. Su empuñadura tenía la particularidad de estar decorada con la palabra azoth, que designaba la pura «quintaesencia» que servía para la realización de la Gran Obra alquímica. Se supone que la empuñadura contenía algunos granos de la misteriosa piedra filosofal que servía para liberar el Elixir de la vida, a menos que se tratara, como algunos afirmaban continuamente, de algo más prosaico, el láudano que tanto gustaba a Paracelso. Al llegar a Villach, había pensado muy seriamente en establecerse allí de forma definitiva, y continuó sin descanso su obra teológica con la redacción de la Philosophia Sagax. Efectivamente, la región desértica de las proximidades de Sankt Veit y de Klagenfurt parecía bastante propicia para sus meditaciones y reflexiones filosóficas. Sin embargo, volvió a ponerse en camino una última vez. Durante el año 1539, pasó por Augsburgo y por Múnich; se dirigió después a Graz, en la Silesia austriaca, luego a Breslau y a Viena. Al año siguiente, lo encontramos en Strobl, a orillas del lago de Fuchel. De camino hacia la residencia del príncipe arzobispo de Salzburgo, Ernesto de Wittelsbach, del que había recibido una invitación, pasó por Ischl y, tras un viaje agotador, llegó a Salzburgo en el mes de mayo de 1541. Ernesto, duque de Baviera, lo acogió con una calurosa bienvenida, puesto que entre Paracelso y la familia reinante de Baviera existía una sincera amistad. Aunque fue tratado con todos los honores por parte del príncipe y la corte de Salzburgo, su salud se estaba deteriorando día a día. Se estaba apoderando de él un gran cansancio físico, que se sumaba al agotamiento moral provocado por su lucha interior. Sin embargo, durante varios meses siguió pasando consulta, tanto a domicilio como en su casa de Kaigasse. Su sala de trabajo estaba provista de una gran chimenea frente a la puerta. Colocó algunas estanterías y algunas mesas en las que situó el material necesario para montar un pequeño laboratorio: retortas, recipientes diversos, crisoles, pinzas, sopletes, y una enorme colección de plantas y minerales que podía reducir y sublimar tantas veces como quisiera en el horno de piedra situado en la chimenea. Aparte de estas tareas, consiguió encontrar el tiempo necesario para empezar la redacción de un estudio «referente a la Santa Trinidad, escrito en Salzburgo mientras esperaba la llegada de la noche de la Natividad de Nuestra Querida Señora». Este estudio, desgraciadamente, nunca fue terminado; Paracelso se encontraba totalmente agotado por sus numerosas peregrinaciones y por sus vigilias cotidianas en la atmósfera perniciosa del laboratorio, donde se extendían los vapores tóxicos de todas las sustancias que transformaba; se acercaba de forma irremediable al día fatídico en que debería entregar su alma a Dios. Consciente de su mal estado de salud, sintió la imperiosa necesidad de redactar su testamento. Mencionó en primer lugar a los pobres, a los que siempre había aliviado desinteresadamente de sus males y a los que no podía dejar de rendir un homenaje constante, él que había compartido tan modestamente su vida. Al sentir que le fallaban las fuerzas, el 21 de septiembre, llamó al notario, el señor Hans Kalbsohr, para dictarle sus últimas voluntades. El poco dinero que había acumulado tenía que distribuirse entre los más pobres, los indigentes sin hogar. Respecto a los pocos bienes que poseía, libros, instrumentos de laboratorio y preparaciones medicinales, Paracelso los legó al doctor André Wendl, de Salzburgo. La muerte le llegó tres días más tarde, el 24 de septiembre. Murió como siempre había vivido, en la piedad y en la más profunda sencillez. A pesar de sus increpaciones incesantes hacia la Iglesia católica romana, sus autoridades no tuvieron ningún inconveniente en acoger su cuerpo en tierra sagrada. Fue enterrado, tal como deseaba, en el cementerio de los pobres; el príncipe arzobispo que tanto lo había apreciado, le obsequió con unos funerales solemnes, reconociendo la genialidad de una persona que ni siquiera había llegado a cumplir cuarenta y ocho años. En los siglos siguientes se llevaron a cabo dos exhumaciones y, puesto que se descubrió en su cráneo una singular lesión a la altura del occipucio, en aquella época corrió el rumor de que Paracelso había sido asesinado por aquellos que lo habían perseguido durante toda su vida. DEDICATORIA ELOGIOSA DEL QUÍMICO JOHANN RUDOLF GLAUBER, PRONUNC Se decía que su cráneo había sido golpeado contra unas rocas; pero aunque su cráneo presentaba una curvatura y un grosor muy singulares, en realidad se debía, como dijo el doctor Aberle (La tumba, el cráneo y las ilustraciones de Theophrastus Paracelsus, Salzburgo, 1891), a que el esqueleto de Paracelso presentaba muy claros indicios de raquitismo, los cuales podían explicar fácilmente las anomalías que se habían detectado. El arzobispo Andreas von Dietrichstein hizo colocar sus restos en un monumento funerario de forma piramidal, que se encuentra todavía bajo el porche de la iglesia de San Sebastián en Salzburgo. Desgraciadamente, el retrato que figura en él no es el de Paracelso sino el de su padre. Sea como fuere, esto no impidió que la gente se dirigiera en peregrinaje a su tumba y lo invocase, como si de un santo se tratara, durante la epidemia de cólera del año 1830; la memoria colectiva retuvo los milagros de aquel que pasó a la posteridad como un genio controvertido, tal como demuestra el epitafio en latín que figura sobre su monumento funerario. La inscripción es la siguiente: Aquí descansa Philipus Teofrasto, ilustre Doctor en Medicina que, gracias a su maravilloso arte, destruyó las siguientes y crueles enfermedades: la lepra, la gota, la hidropesía y otros contagios incurables del cuerpo, y que prescribió que sus bienes se dieran y se distribuyeran entre los pobres. Cambió la vida por la muerte en el año 1541, el 24 de septiembre. Paracelso, el médico «filósofo por el fuego» El doctor Toxite, primer traductor del Libro de los Párrafos de Paracelso, expresa a la perfección la originalidad de su obra: Paracelso, al reconocer tantos defectos en la filosofía y en la Medicina de nuestros antepasados, nos muestra otros muchos caminos posibles, tanto para practicar la correcta filosofía como para ejercer la verdadera y perfecta Medicina, vías y medios no tomados ni aprendidos de la opinión de los hombres sino de la experiencia y de la naturaleza de las cosas... (Epístola dirigida al obispo de Augsburgo, Monseñor Johann Egolf) En el Paragranum, Paracelso nos muestra los cuatro pilares sobre los que se apoya la esencia de su pensamiento, que son: la filosofía, la astronomía, la alquimia y la virtud. La filosofía Paracelso escribió al respecto: Nuestra sola razón, contenida en el cerebro, es demasiado débil para proporcionar luz a un médico. Así pues, es necesario introducir la filosofía en la Medicina; los ojos tienen que llenarse de este entendimiento; los oídos deben vibrar como con el ruido de la catarata del Rin, los ecos de la filosofía deben tener en el oído un sonido tan claro como los silbidos del viento del mar; la lengua tiene que probarla como prueba la miel y la bilis; la nariz tiene que olerla como huele el conjunto de los olores del cuerpo. (Paragranum) En su Curso de Cirugía, que cedió a Basilea y que transcribió el humanista Basile Amerbach, Paracelso precisa el lugar que la filosofía debe ocupar en su tarea de médico: Allí donde el médico se detiene, empieza la filosofía...; por lo tanto, el filósofo proviene del médico, y no el médico del filósofo. Aunque Paracelso deja entender que su filosofía es «la de la Naturaleza», esencialmente vitalista, esta filosofía no se apoya en absoluto en un materialismo empírico, tal como indica en unas pocas líneas: Que el médico sepa lo que precede al hombre, esa es la filosofía, y que no trate nada de lo que sigue al hombre sino lo que lo precede. Como místico cristiano, hace alusión al Padre de la Luz, así como a la Energía vital del Universo (el Spiritus Mundi), la emanación innegable del Espíritu Santo, tercera hipóstasis de la Santísima Trinidad. Lo que es verdad en la transcendencia del Plan divino, lo es también en su reflejo en la inmanencia de la Naturaleza: ¿Qué es la filosofía sino la Naturaleza invisible? [...] La Naturaleza es una luz que brilla mucho más que la luz del sol [...] por encima de cualquier mirada y de cualquier poder de los ojos. En esta luz, las cosas invisibles se hacen visibles. [...] No es conveniente que nos conformemos con la luz que brilla por las obras y que las hace visibles; sino que tenemos que buscar más lejos y pensar que lo que hace las obras está por encima de las obras. La astronomía Lo que Paracelso considera aquí como astronomía es una especie de astrosofía (literalmente, «sabiduría de los astros»), lejos de las preocupaciones de Copérnico y de la astrología clásica, que conducen directamente a los horóscopos. Lo que más le interesa son las relaciones entre el macrocosmos (el «gran mundo») y el microcosmos (el «pequeño mundo») que se traducen en las influencias astrales ejercidas sobre los tres reinos de la Naturaleza: el mineral, el vegetal y el animal. Paracelso resume su pensamiento con una sencilla frase: El astro es curado por el astro. De la misma forma, consigue darle todo su sentido a la «Ley de las correspondencias» que ya había sido evocada por el legendario padre de la alquimia, Hermes Trismegisto, en su famosa Tabla de Esmeralda: Lo que está arriba es como lo que está abajo y todo lo que está abajo es como lo que está arriba; mediante estas cosas se hacen los milagros de una sola cosa... En su obra Paramirum, Paracelso realiza algunas nuevas precisiones: Por lo tanto, así es el firmamento en el hombre, con el movimiento de los planetas y de las estrellas en su cuerpo, sus exaltaciones, conjunciones, oposiciones, etc. Y todo lo que la astronomía ha aprendido con grandes penas y arduo trabajo contemplando las estrellas, es necesario aplicarlo a la explicación del firmamento corporal. Aquel que entre vosotros ignore la astronomía, no podrá llegar a nada en la Medicina. [...] El cielo actúa en nosotros, pero para conocer la esencia de esta acción, es necesario conocer el cielo interior. El médico no merece su nombre. Si sólo conoce el cielo exterior, se queda en astrónomo y astrólogo. Pero si sabe aplicar esta ciencia al hombre, conocerá los dos cielos. En definitiva, tenéis que entender que el astro superior y el astro inferior son una misma cosa y que, por separado, no son nada. El cielo exterior muestra el camino del cielo interior. ¿Puede ser médico el que ignora el cielo externo? Las cosas exteriores dan el conocimiento de las cosas que están dentro. [...] Así pues, en lo relativo a la salud y a la enfermedad del cuerpo, es indispensable que el médico conozca el ascendente, los planetas, sus exaltaciones y conjunciones, así como todas las constelaciones. Porque la enfermedad es como el astro, y aquel que conoce el astro conoce también la enfermedad. [...] Todas las operaciones y todas las ventajas de los medicamentos dependen del cielo, según su concordancia y sus conjunciones. Si la concordancia es mala, cualquier empresa está condenada al fracaso. La alquimia Según Paracelso, «la Naturaleza no ofrece nada acabado», y es al hombre al que le corresponde prolongar su obra gracias a la alquimia, que es la ciencia de las transformaciones y de las transmutaciones de la materia: Es el hombre el que se convierte en artista, el que prepara el cuerpo y lo convierte en lo que es mediante su ciencia. Su obra lo completa. Pero la preparación tiene que ser la Exaltatio Paroxismi porque, en caso contrario, el resultado es nulo y el cuerpo es tan inútil como si aún fuera parte del barro. Paracelso escribió también en el Paragranum: La Medicina debería conocer bien la alquimia, por la sencilla razón de que las grandes virtudes, escondidas, colocadas en las cosas por la Naturaleza e ignoradas por los hombres, sólo se revelan a través de la alquimia, que las lleva hasta la luz. En caso contrario, el médico se parece a aquella persona que ve un árbol en invierno pero que no sabe reconocerlo, ni sabe lo que realmente esconde antes de que llegue el verano, que sucesivamente hace aparecer los brotes, las flores y los frutos; en definitiva, todo lo que contiene. De la misma forma se encuentran escondidas para el hombre las virtudes de las cosas, y el hombre no puede conocerlas salvo si, a semejanza del verano, la alquimia se las revela. Aquí se revela en Paracelso la auténtica filosofía por el fuego (Philosophus per ignem): Una medicina que no pasa por el fuego es tan mala y tan poco útil como el oro que no ha sido sometido al fuego [...]. El médico nace del fuego [...]. Por eso aprende la alquimia, que recibe el nombre de espagiria y que enseña a separar lo falso de lo verdadero. La virtud (Proprietas) Paracelso afirma: Para que el médico esté completo y para que descanse sobre una base perfecta, debéis saber que debe actuar en todo con un orden que le convenga [...]. La conveniencia consiste en seguir con los propios actos el orden y la ley de la Naturaleza, no de los hombres. El médico no está sometido al hombre sino sólo a Dios, a través de la Naturaleza. A través de la práctica de la virtud, en el sentido en que «sólo el pecado contra el Espíritu no será perdonado», el hombre puede acceder a su propia transformación y, en consecuencia, otorgarla a su obra. Paracelso expresa claramente este pensamiento cuando escribe: Nadie transforma una materia si antes no se ha transformado a sí mismo. La exposición de los cuatro pilares encuentra en estas palabras de Paracelso su justificación perfecta: Ellos [los médicos] desprecian la filosofía, la astronomía, la alquimia y la virtud. Entonces, ¿cómo pueden los enfermos apreciarlos, si ellos desprecian lo que cura? Las teorías paracelsianas a la luz de la alquimia Paracelso dominaba las leyes naturales sobre las que se apoyaba la alquimia, considerada como la más secreta de las ciencias sagradas. Gracias al estudio riguroso de los textos de los adeptos, a las valiosas enseñanzas del abad Tritheim y a su gran perspicacia experimental, consiguió trasladar las leyes alquímicas que preceden a la elaboración de la Gran Obra al ámbito iatroquímico (de iatros = médico). De cada preparación mineral, vegetal e incluso animal, Paracelso se esforzó en extraer la quintaesencia en forma de elixires, arcanos (compuestos de preparación secreta), magistrerios (compuestos con propiedades maravillosas), etc., destacando los principios activos de las sustancias naturales purificadas. Y es ahí precisamente donde reside la grandeza de su genialidad. [...] Por lo tanto, puesto que es el cielo, y no el médico, el que regula la enfermedad por medio de los astros, es necesario dar al remedio un estado aéreo que lo haga susceptible de ser guiado por los astros. Ninguna piedra puede ser levantada por los astros; tendría que ser volátil. Así pues, la quintaesencia que muchos alquimistas han buscado no es otra cosa que el arcano, y el arcano es lo que queda en cuanto se separa el arcano de los otros cuatro cuerpos. Este arcano, por otra parte, es un caos que puede ser el juguete de los astros, como una pluma es juguete del viento. Por lo tanto, la preparación del medicamento consiste en separar los cuatro cuerpos de los arcanos, es decir, qué astro preside a este arcano, en conocer después el astro de la enfermedad en cuestión y en oponer a la enfermedad el astro del medicamento. Así se regula la enfermedad. El estómago hace posible la intervención de los astros; si no, el remedio, al no estar dirigido, permanece en el estómago hasta ser eliminado por la vía normal. La ciencia suprema del médico consiste en conocer la concordancia de los dos astros, que es la base de todas las enfermedades; así pues, la alquimia es el estómago exterior que prepara la presencia del astro. A propósito de la quintaesencia, Paracelso escribía también, en el Cuarto Libro de la Archidoxia: La quintaesencia es una materia extraída de todo aquello que la Naturaleza ha producido y de cada cosa que posee su vida corporal en ella misma, una materia que ha sido sutilmente purgada de cualquier impureza y de cualquier mortalidad, y separada de todo elemento. Según esto, es evidente que la quintaesencia es, en definitiva, una naturaleza, una fuerza, una virtud y una medicina a la vez, que se encuentra en todas las cosas, pero que permanece libre de cualquier encierro y de cualquier incorporación exterior. Los tres principios y los tres humores En el Tratado de las tres primeras sustancias (Tria Prima), Paracelso trata los tres grandes principios alquímicos, que son el mercurio, el azufre y la sal. Sobre ello escribió: Todo lo engendrado y producido por sus elementos constitutivos puede descomponerse en tres elementos: sal, azufre y mercurio. Con estos tres elementos se forma una conjunción que constituye un cuerpo y una esencia única. Así, este cuerpo no se define por sus propiedades particulares sino por su constitución ternaria. Su actuación es triple. La primera es la del principio salino, que actúa purgando, modificando, suavizando (acción balsámica), etc.; también conserva aquello que tiende a entrar en putrefacción. La segunda es la del principio sulfuroso, que modera el posible exceso procedente de los otros dos principios, o bien se disuelve. La tercera es la del principio mercurial, que restaura lo que empieza a consumirse. En el Paramirum, Paracelso añade: Si estas tres sustancias están reunidas, entonces reciben el nombre de cuerpo; y nada se les añade salvo la vida. En efecto, debemos a la vida el hecho de no ver estos principios [...] puesto que constituye un velo que esconde las cosas, y es en la separación de la vida como se desvelan y se manifiestan. Y más adelante precisa: [...] Estas tres sustancias se descubren en todo lo que contiene este mundo, sea cual sea su naturaleza, propiedad o composición [...]. Y para encontrarlos en el hombre, primero hay que conocerlos, con todas sus propiedades, en el macrocosmos. El arte los aísla y los hace visibles, de modo que: — lo que se quema es el azufre; — lo que se eleva en humo es el mercurio; — lo que se convierte en cenizas es la sal. Y precisa aún más su pensamiento en el Tratado de las tres primeras sustancias: Respecto a la forma de cada uno de estos tres principios: — uno es un licor, el mercurio; — el otro es un aceite (oleitas), el azufre; — el tercero, un alcalino, la sal. Respecto al procedimiento de extracción de la quintaesencia, Paracelso nos proporciona la clave al escribir: De la unidad es necesario obtener el número ternario y llevar de nuevo el trío a la unidad. Lo que, en otros términos, significa que es preciso: — extraer estas tres sustancias; — purificarlas por separado; — reunirlas de nuevo conjuntándolas de forma armoniosa. Se trata de la aplicación pura y simple del lema alquímico: «Disuelve y coagula» (solve et coagula), del que Paracelso extrae el concepto de espagiria (del griego span = extraer, y de ageirein = reunir): Por eso es preciso aprender alquimia, la cual comporta también el nombre de espagiria, que enseña el arte de separar lo falso de lo verdadero. Así es la luz de la Naturaleza. Paracelso no se conforma con establecer esta división ternaria relativa a los principios (o sustancias), sino que pretende diferenciar las enfermedades en tres tipos mediante la misma terminología: Que el médico sepa que, en consecuencia, todas las enfermedades pueden agruparse en tres clases: una, procedente de la sal; la otra, del azufre; la tercera, del mercurio. Examinemos primero a los enfermos de la primera clase. Cualquier enfermedad que provoca una relajación (morbus laxus) está producida por la sal, como la descomposición del vientre, la disentería, la diarrea, el estreñimiento... Del mercurio provienen todas las enfermedades que afectan a las arterias, a los ligamentos, a las articulaciones, a los huesos, a los nervios, etc., puesto que en las demás partes del cuerpo la sustancia del mercurio corporal no domina; únicamente lo hace en los miembros exteriores. El azufre, por el contrario, ablanda y penetra en los órganos interiores, es decir, el corazón, el hígado, el cerebro, los riñones... Y las enfermedades de estas partes deben ser llamadas sulfuradas (morbi sulphurei) puesto que en ellas la sustancia está formada completamente por azufre. Paracelso escribe acerca de las causas y orígenes de las enfermedades: El médico tiene que haber aprendido, en primer lugar, que el hombre puede estar compuesto por tres sustancias, porque aunque esté formado de la nada, al menos ha sido hecho dentro de algo. Ese algo está dividido en tres. Estas tres cosas constituyen al hombre por completo y son el hombre mismo; y el hombre, en tanto que cuerpo físico, es lo mismo que estas tres cosas, tanto buenas como malas. De ahí se desprende que el médico debe conocer esta división y conocer igualmente su composición, su conservación y su disolución. LA TEORÍA DE LOS TRES HUMORES Y DE LAS CINCO ENTIDADES La teoría de los Tanto la salud como la enfermedad, ya sea total, media o mínima, consisten en estas tres cosas, de tal forma que se averigua de qué calidad o cantidad es la salud, y de qué peso son las enfermedades. Porque el médico no puede negar que la enfermedad se define en peso, en número y en medida; por lo tanto, si está caracterizada por esto, es necesario establecer, ante todo, el fundamento de estas cosas, de dónde provienen. Entre todas las sustancias, hay tres que dan a cada cosa su cuerpo, es decir, que todo cuerpo consiste en tres sustancias, cuyos nombres son azufre, mercurio y sal. Si estas tres cosas están reunidas, entonces reciben el nombre de cuerpo; y nada se les añade salvo la vida y lo que es inherente a ella. Pero todo esto necesita una explicación más detallada, porque las enfermedades han sido formadas de esta manera, y así tienen que ser conocidas según la naturaleza viril. Veamos pues lo que es: — el azufre es un humor; — el mercurio es un humor; — la sal es un humor. Así pues, son tres humores. Y estos tres humores, en realidad, son cuerpos. El cuerpo es un humor y no una cosa peregrina. El cuerpo es precisamente lo que el médico debe tratar. La teoría de los semejantes Paracelso expone su teoría de los semejantes, que contradice totalmente a Galeno, en estos términos: También es necesario, en el tratamiento del cólico, que la sal humana se rectifique con sales obtenidas de los elementos (salia elementa). Porque si otra sal distinta a la relacionada con el azufre apareciera, juzgarías que existe una sumersión de las sales, por lo que sería necesario aplicar no el tratamiento de las enfermedades causadas por el principio sulfuroso o mercurial, sino el de la naturaleza misma de la sal; y no hacer reaccionar lo contrario sobre lo contrario. Pues, en las enfermedades que presentan estos síntomas, lo que está frío no hace desaparecer (non evincit) lo que está caliente, ni lo caliente elimina lo que está frío. El tratamiento se ajusta a aquello que ha engendrado el mal y que le ha indicado su posición. Y añade: El médico debe evitar por todos los medios injertar dos árboles en el tratamiento de una sola enfermedad; tiene que considerar como regla verdadera que es preciso administrar mercurio a los enfermos de mercurio, sal en las enfermedades que provienen de la sal, y azufre en las enfermedades que provienen del azufre, es decir, a cada enfermedad es preciso darle el tratamiento apropiado. Es una realidad que se necesitan por lo menos tres medicinas, puesto que existen tres tipos de enfermedades. Todo esto evoca, evidentemente, la ley de los semejantes (similia similibus curantur) en la que se basan los homeópatas, pero la espagiria y la homeopatía son fundamentalmente distintas aunque estén unidas por cierto parentesco de espíritu. Por otra parte, Samuel Hahnemann, el fundador de la homeopatía, se negaba a reconocer a Paracelso como su precursor, insistiendo constantemente en el Organon del arte de curar sobre la originalidad de su obra. Cuando Trinks, su alumno y discípulo, le manifestaba que toda la homeopatía estaba contenida en la obra de Paracelso, Hahnemann replicaba que no se había inspirado nunca en sus trabajos, de los que además no había entendido gran cosa. Como consecuencia, las preparaciones de tipo homeopático no ofrecen ninguna similitud con las quintaesencias cuidadosamente elaboradas por Paracelso. Y cuando este escribió: «O nada es veneno o todo se convierte en veneno...», estaba hablando de una juiciosa transformación de las sustancias y no de una simple trituración seguida de una dilución homeopática. Las enfermedades del tártaro Presentamos a continuación un ejemplo típico de similitud utilizado por Paracelso para definir y, sobre todo, para curar las enfermedades llamadas «precipitantes». La primera de ellas es la de la piedra o los cálculos, pero es conveniente añadir también la litiasis hepatobiliar, que forma el poso del que derivan los cálculos. Paracelso escribió: No existe ningún alimento que no contenga en sí mismo cierto excremento o residuo de su digestión. Este es el origen de numerosas enfermedades que, sin embargo, no han sido explicadas hasta ahora, ni por los médicos antiguos ni por los modernos: y no por culpa de su mala voluntad sino más bien por culpa de su ignorancia. Y añadió: Es imposible encontrar un hombre que no esté afectado ni cargado de tártaro en cualquier parte de su cuerpo, lo que merece, evidentemente, ser considerado con mucha atención. Incluso las viscosidades, como la mucosidad que obstruye los bronquios, son asimiladas a las patologías del tártaro. Sucede lo mismo con la gota y la artritis. Paracelso ve en el tártaro un exceso de sal: Como ya saben, el espíritu de sal se coagula y forma los Tartara: el tártaro experimenta esta coagulación y esta formación según el lugar donde se encuentre. Como consecuencia, sólo una quintaesencia de sal tartárica adaptada al caso concreto será capaz de disolver, gracias a su acidez, los depósitos de tártaro del organismo. La epilepsia Cuando Paracelso analiza una crisis de epilepsia, la compara con el estallido de una tormenta. Los síntomas corresponden a los cambios de tiempo que preceden a la perturbación meteorológica. Una especie de nube oscura parece cubrir la vista del paciente. Le sigue un viento violento, evocado en el enfermo por una dilatación del cuello y una hinchazón del vientre. Cuando estalla el trueno, el cielo y la tierra se encuentran y se ponen en movimiento: estos son analógicamente los movimientos espasmódicos de los miembros que presenta la agitación nerviosa del paciente. Sus ojos parpadean y la vista se oscurece. Sólo percibe luces intermitentes identificables con los rayos. Paracelso llega hasta el punto de comparar la lluvia de la tormenta con la espuma que aparece en los labios del epiléptico. La analogía es, por lo tanto, completa. ¿Qué hay de la terapia que se debe adoptar? Paracelso atribuye al sulfur vitrioli, azufre metálico impuro y tosco, destilado en el cerebro en forma de «humo», la causa de «la enfermedad que se apodera de la razón del hombre». En la cura con muérdago de roble que se utilizaba hasta entonces, sobre todo en casos de epilepsias infantiles, Paracelso recomendaba también el empleo de antimonio: ¿Quién no aprecia el antimonio? Los éxitos de los tratamientos con antimonio son numerosos. ¿No ha sido esta invención mil veces más útil que todos los dogmas de Avicena? En realidad, Paracelso estaba aludiendo al azufre de antimonio, de la misma forma que evoca el azufre volátil de vitriolo bajo una forma «etérea» o, más exactamente, «esterificada», el cual encierra virtudes narcóticas indudables que conducen al alivio y a la curación del mal sagrado: El vitriolo encierra el arcano de la epilepsia [...]. El vitriolo en estado volátil — es un hecho— cura la epilepsia, incluso en personas ancianas. El aceite se queda sin efecto... No puede efectuarse ninguna operación con el aceite sin pasar antes por el estado volátil. Estos ejemplos de comparaciones analógicas son tan claros que no es preciso que nos extendamos más en este tema. Cuando Paracelso escribe: «El astro es curado por el astro», está refiriéndose a las correspondencias analógicas entre el hombre y las influencias astrales que se producen a través de los tres reinos de la Naturaleza. Se puede leer en el Paragranum: Porque la enfermedad es como el astro, y aquel que conoce el astro conoce también la enfermedad. Respecto a los «momentos favorables» para la aplicación de los remedios, Paracelso no duda en afirmar: Un medicamento beneficioso en un periodo puede ser perjudicial en otro, según la influencia planetaria dominante. Este tipo de afirmaciones evocan una cuestión controvertida de la actualidad, la de los biorritmos individuales, que constituye el non plus ultra de las terapéuticas personalizadas. La teoría de las marcas en la Naturaleza Paracelso, siguiendo a sus predecesores, como San Alberto Magno, Heinrich Cornelius Agrippa y el abad Trithème, puso en evidencia las correspondencias analógicas entre los planetas, los metales, los órganos del cuerpo humano, los vegetales, las gemas..., revelando el fruto de sus valiosas investigaciones al respecto: Los astros enseñan a conocer las enfermedades, las hierbas nos enseñan a curarlas. Son dos vías que el médico debe observar. Puesto que conoce las hierbas, reflexiona sobre su uso. Si olvidamos la influencia de arriba e ignoramos el efecto que tiene abajo, estamos actuando a ciegas. (Filosofía, III) Salud y enfermedad provienen de la misma raíz; por el mismo sitio por donde la salud cesa, la enfermedad tiene que acabar igualmente. Por lo tanto, si el astro nos hace enfermar, el astro tiene que curarnos. Porque el recurso sólo es posible entre semejantes, jamás entre contrarios. (Paramirum, I) Todas las operaciones y todas las ventajas del medicamento dependen del cielo, según su concordancia y sus conjunciones. Si la concordancia es mala, cualquier empresa está condenada al fracaso. (Paragranum, I) Aquel que desea convertirse en un verdadero médico tiene que intentar comprender la composición de una prescripción según la conjunción de las hierbas y de los astros del firmamento. (Tratado de la peste, I) Utilización de los simples Los vegetales Las estrellas son los modelos, los patrones, las matrices de todas las hierbas. Por otra parte, cada hierba es un astro terrestre y pertenece al cielo, y cada astro es una planta celeste en espíritu. Las hierbas tienen que estar divididas, según la naturaleza y la manera de los astros, en siete clases. Los distintos órganos del cuerpo tienen necesidad de las hierbas correspondientes. La que pertenece al Sol servirá para el corazón; la que está regida por la Luna, será buena para el cerebro... (Grad. comp., III) No debes decir en tu arte: «La melisa es una hierba para la matriz y, la mejorana, para la cabeza». Estas propuestas son propias de insensatos. Sus efectos dependen, respectivamente, de Venus y de la Luna. Tienen que conjugarse con un cielo favorable si quieres que su acción corresponda a tus intenciones. Este es el error que ha invadido la Medicina. [...] Debes saber asimismo que la preparación del remedio tendrá que estar sometida también a los astros, que acaban por sí solos la obra médica. En ellos deben basarse la comprensión, la dosis y la naturaleza del medicamento. No hables más de lo frío y lo caliente, de lo seco y lo húmedo. El médico se encuentra en el buen camino si habla de Saturno, de Marte, de Venus y del polo. Tiene que saber someter a su voluntad, comparar y conjugar en su acción a Marte como astro y como planta. Ahí se encuentra el buen arte: soy el primero que mordió la fruta; debes comprender que la Medicina tiene que penetrar en los astros y que ella misma tiene que convertirse en un astro. (Paragranum) LAS MARCAS O CORRESPONDENCIAS ANALÓGICAS EN EL REINO VEGETAL So Los metales Existen siete metales y siete planetas. La experiencia nos demuestra que los siete metales tienen el poder de luchar en nuestro cuerpo contra los siete planetas. Por lo tanto, se utiliza la quintaesencia del metal correspondiente contra el planeta que ataca el cuerpo, por ejemplo, la quintaesencia del oro contra el Sol, la quintaesencia de la plata contra la Luna y sic de aliis. Se comprende igualmente que la quintaesencia del oro pueda actuar contra todos los astros, gracias a su acción específica y a la fuerza que transmite al corazón. (De morb. ament., II) LAS MARCAS O CORRESPONDENCIAS ANALÓGICAS EN EL REINO MINERAL Sol Luna Tierra Mercurio Venus Marte Júpiter Saturno Se puede forzar al cielo... Pero el arte es capaz de hacer otro cielo para el hombre en las enfermedades; los arcanos existen con este propósito. Por eso los arcanos son un cielo poderoso en las manos del médico. El otro medicamento consiste en liberar al hombre de la esfera y del poder de Saturno. Esto quiere decir que el hombre no será más lo que ha sido, puesto que se encuentra retirado de la esfera de Saturno. Esto se cumple por la transplantación del hombre; es necesario sustraerlo de un planeta y someterlo a otro. Es el antimonio el que cambia Saturno por Venus. Mediante este arcano, el hombre se convierte en venusiano. «El astro está en el hombre» (Astrum in Homine), escribe Paracelso, y las constelaciones formadas por los signos del zodiaco están relacionadas con las partes del cuerpo humano así como con los órganos. Y el signo zodiacal de nacimiento determina temperamento y diátesis: El fundamento de vuestro arte debe comportar la nomenclatura de las enfermedades según Leo, Sagitario, Marte, Saturno..., porque de lo contrario no deberéis ni podréis llegar a nada. (Paragranum) Paracelso asocia el macrocosmos a la escala del Universo, y el microcosmos, a la escala humana mediante el juego de las correspondencias: Comprended lo que entendemos por microcosmos: así como el cielo representa un conjunto cerrado con todos sus firmamentos y constelaciones sin excepción, el hombre posee en sí y por sí una constelación poderosa. De la misma forma que el firmamento de los cielos existe por sí mismo y no está dominado por nadie, el firmamento del hombre no está sometido a ningún poder, está sólo y es libre. Por lo tanto, existe un firmamento en el hombre, con el curso de los planetas y de las estrellas en su cuerpo, sus exaltaciones, conjunciones, oposiciones... Y todo lo que la astronomía ha aprendido con mucho esfuerzo y a través de un arduo trabajo de contemplación de las estrellas, tenéis que aplicarlo a la explicación del firmamento corporal. Aquel de entre vosotros que ignora la astronomía no llegará a nada en la Medicina. (Paramirum) LOS 4 ELEMENTOS, LAS 4 CUALIDADES, LOS 4 TEMPERAMENTOS, LAS 4 ESTACIONES Si Paracelso escribe: «No habléis más de lo frío y lo caliente, de lo seco y lo húmedo», es porque rechaza las teorías de Galeno y de Hipócrates, basadas en las cuatro cualidades (caliente, frío, seco y húmedo), en relación con los cuatro temperamentos (nervioso, sanguíneo, colérico y linfático), los cuatro humores (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) y los cuatro elementos (fuego, agua, aire y tierra); él se apoya más bien en un sistema ternario (los tres principios: azufre, mercurio y sal) y a la vez septenario (los siete astros: Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). Y de esto se puede deducir una gestión médica que es la adecuada según él, tanto en lo relativo al método diagnóstico como al tratamiento terapéutico propiamente dicho. La astrología proporciona informaciones muy valiosas que se refieren al horóscopo de nacimiento del individuo, expresando con ello sus diferentes tendencias, que completan generosamente la teoría de los tres humores (Tria Prima). Esto puede representarse a través del esquema anterior. Paracelso se sitúa, en este campo, en la línea de las escuelas neoplatónicas y neopitagóricas, que consideraban que «los astros inclinan y no determinan», y además se reducen a un papel de Signos (Astrum, en Paracelso), de causas secundarias que expresan tendencias naturales que es preciso descifrar, tal como expresaba Filón y, más tarde, Plotino en las Enéadas. A este respecto, Paracelso escribió también: Los astros no violentan nada, no modifican ni dirigen nada en nosotros, ni dan su similitud a nada. Son extremadamente libres, tal como nosotros somos libres. Lo curioso es que nosotros, sin los astros, no podemos vivir. (Paragranum) Así pues, por lo que se refiere a la salud y la enfermedad del cuerpo, es indispensable que el médico conozca el ascendente, los planetas, sus exaltaciones y conjunciones, así como todas las constelaciones. (Paragranum) [...] En definitiva, tenéis que entender que el astro superior y el astro inferior son una misma cosa y que, por separado, no son nada. El cielo exterior muestra el camino del cielo interior. ¿Puede ser médico el que ignora el cielo externo? Las cosas exteriores dan el conocimiento de las cosas que están dentro. (Paramirum) Atanor (horno alquímico) Paracelso y la filosofía de la Naturaleza Hemos visto que la filosofía era una de las preocupaciones esenciales de Paracelso, aunque él no se consideraba un verdadero filósofo. Estaba muy influenciado por las concepciones metafísicas neoplatónicas, pero habría que estudiar sus ideas con relación a contemporáneos como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola y otros, portavoces e incluso precursores del espíritu innovador del Renacimiento. Trataremos más adelante este punto; ahora intentaremos entender el misterio de la filosofía paracelsiana, puesto que existe realmente por más que le pesara a Hegel, que consideraba a Paracelso como un bárbaro o, cuando menos, como un personaje cuya filosofía revelaba un carácter profundamente arcaico. Sin duda alguna, esto es debido a que Hegel, como instigador de una lectura magistral del desarrollo de la filosofía, no supo captar todo el alcance del discurso paracelsiano, que le pareció desde entonces oculto y sin fundamento. La luz de la Naturaleza Paracelso permanece a la escucha de la Naturaleza, y considera el conocimiento como un don de la Naturaleza. En uno de sus textos se preguntaba: «¿La filosofía es algo más que la parte invisible que vive en lo visible?». Paracelso decide «hacer manifiesto lo oculto», recuperando la terminología hermética. De esta forma, adelantándose en el tiempo al filósofo Heidegger, define la verdad como una revelación de los mecanismos escondidos que es necesario sacar a la luz, puesto que la Luz es la Verdad. La Verdad tiene que exponerse a la luz del día, a la claridad total, y «es la propia luz de la Naturaleza la que revela las cosas invisibles». La luz de la Naturaleza es como las migajas arrojadas de la mesa del Señor para ser recogidas por los paganos; esta luz ha abandonado a Judas. De la misma forma nosotros no podemos capitular, sino que debemos recoger las migajas a medida que caen. Si «la Naturaleza es una luz que brilla mucho más que la luz del sol», podemos imaginar fácilmente lo deslumbrante que debe de ser. La verdad que contiene sólo puede revelarse en la inmediatez gracias a la iluminación del investigador atento. Por este motivo, es conveniente mirar la luz de la Naturaleza con los ojos del Espíritu; el hombre se acuerda de su dimensión celeste porque proviene del «gran mundo» (macrocosmos) a partir del cual sólo puede imaginarse el «pequeño mundo» (microcosmos) que encarna y que debe regir en el ámbito que la Divinidad ha dispuesto para él. Paracelso escribió que es preciso conocer primero la Naturaleza y luego, a partir de ella, conocer al hombre. Esto supone que existe una «escuela de la Naturaleza», aunque esta última se revela de forma libre. El hombre tiene que colaborar en su realización y también en su mejora si se considera alquimista. Según Paracelso, el verdadero filósofo ya no se pertenece, está al servicio de la Naturaleza. Toda la dificultad del método paracelsiano, basado en la observación y en la intuición, consiste en descubrir los signos dejados aquí y allá, en los tres reinos. El sofista ignora la existencia de los signos, que además están dispersos. El reto consiste en detectarlos: percibir las marcas no es tarea fácil. Interpretarlas, también «a la luz de la Naturaleza», tampoco es sencillo. Paracelso descubre de esta forma las virtudes colagogas y coleréticas de la celidonia, puesto que la planta posee un tallo que encierra un jugo verdoso que sugiere analógicamente la bilis. Paracelso ve en este simple un verdadero «don del cielo» (donum Coeli). Su acción terapéutica, que favorece el flujo biliar, será confirmada más adelante por la farmacología. Del mismo modo, la forma de la planta puede sugerir la marca. Sucede así en el caso del hipérico, que es eficaz en la cicatrización de las heridas: Los agujeros de sus hojas parecen poros e indican que esta planta es buena para curar todas las heridas, tanto del exterior como del interior del cuerpo humano. Además, la tintura de hipérico presenta un color rojo oscuro que recuerda inmediatamente la sangre. Por otra parte, se pensaba que era un buen remedio para las «ideas negras». Esto da todo su sentido a la imaginación tal como Paracelso la entiende: imaginar significa leer o detectar en la marca la virtud que se encuentra activa en ella de forma invisible. De este modo, aquel que está iluminado por la luz de la Naturaleza llegará a penetrar en toda la estructura del hombre y encontrará por sí solo el remedio... Debe saber deducir desde el exterior hacia el interior, como el jardinero que sabe, examinando una semilla, el árbol que saldrá de ella. El experto sabe reconocer, mediante el signo, la virtud que vive en cada ser, sea una hierba, un árbol, un ser sensible o un ser inerte. De esta forma los expertos han descubierto muchos remedios, medicamentos y otras virtudes en los seres naturales. Y aquel que no se esfuerza en localizar las virtudes de las plantas según su marca, no sabe lo que escribe: escribe como si fuera un ciego... Así también se encuentra marcado el hombre, para que nos sea posible distinguir un hombre de otro. Y esto se realiza conforme a la voluntad divina. Los hombres se dividen en una multitud de especies y por su marca podemos reconocer a cuál pertenece cada uno, igual como reconocemos la virtud de la flor o de las demás plantas, pues cada una tiene la forma que corresponde a su naturaleza. (Astronomía Magna) De la misma forma que todas las virtudes y la sabiduría humana son de origen divino, las marcas en la Naturaleza provienen de Dios: Porque todo lo que Dios ha creado, lo ha hecho por el bien del hombre y lo ha depositado en sus manos como una propiedad para que no quede escondido. Y aunque nos lo ha entregado cubierto, ha dejado en él signos visibles y exteriores, conforme a su destino particular, del mismo modo que quien esconde un tesoro no lo deja sin señales sino que lo llena de marcas exteriores que le permitan encontrarlo más adelante. Con este objetivo, suele colocar encima un hito, o una estatua, o un arbusto o una pequeña capilla, o cualquier otra cosa parecida. Cuando los antiguos caldeos o los griegos se sentían en peligro (tenían miedo de que los echaran de sus propias casas), escondían sus tesoros pero, en su sabiduría, lo hacían siempre pensando en los medios para encontrar el lugar: escogían el día del año, la hora y el minuto concreto en que la luz del sol o de la luna haría sombra en un lugar preciso y allí es donde escondían sus tesoros. Consideraban esta práctica como un arte particular y secreta que llamaban el arte de interpretar la sombra. Muchas artes se basan en la interpretación de las sombras: así se encuentran muchas cosas escondidas, y así se conocen los espíritus y los cuerpos siderales, porque se trata de los signos cabalísticos que no engañan: en consecuencia, es conveniente prestarle una atención muy particular. (De Natura Rerum) En la obra de Paracelso aparecen muchos conceptos filosóficos originales y es conveniente familiarizarse con ellos. El Arché (el principio de la vida) «El Arché lo dirige todo hacia su naturaleza esencial», declara Paracelso. Su tarea consiste, por lo tanto, en elaborar una sustancia a partir de una materia prima caótica (Yliaster) y conducirla a un estado de materia última; esto se consigue mediante la acción de la fuerza vital que va unida a la virtud, o poder propio de las matrices (los elementos) llamado Vulcano, para perfeccionar esta sustancia confiriéndole una individualización cada vez mayor: El Arché es el poder que indica a cada cosa su naturaleza, separa cada cosa de las otras, da a cada una el alimento que le conviene. Desde el punto de vista biológico, el Arché tiene como sede el estómago del hombre, donde separa lo puro de lo impuro, es decir, separa los alimentos destinados a los órganos de los simples desechos, que son eliminados por las vías naturales. Se trata de una especie de químico interno o de conservador del cuerpo. Dirige el metabolismo y la nutrición. Paracelso compara también al hombre con una mina, pues de la misma forma que el Arché que reside en él, la mina tiene un fundidor, y cuando los problemas aparecen en la fundición, se manifiesta la enfermedad. También lo califica de licor de vida: Esta especie de fluido constituye el hombre invisible, que está escondido tras la forma visible pero dirige su crecimiento, su formación y su disolución. También lo llama Spiritus Vitae (Espíritu de vida), y considera que proviene del Spiritus Mundi que ejerce su acción en el Cosmos: Al tratarse de una emanación del Spiritus Mundi, el Spiritus Vitae contiene los elementos de todas las influencias y permite así que comprendamos cómo ejercen su acción los astros sobre el cuerpo invisible del hombre. El médico es igualmente asimilado al Arché, puesto que tiene como función descubrir el misterio que envuelve la causa de la enfermedad y encontrar, por inspiración, el remedio concreto que le conviene: También el médico es como la tierra que madura el grano. Podéis poseer oro y conocer incluso su gran virtud: tal como está, ese oro no ha crecido en el árbol de la medicina. Así pues, tenéis que actuar como actúa el Arché de la tierra. El médico será el otro Arché que asegure el crecimiento del germen, a semejanza de la tierra. El árbol preparará el remedio en el microcosmos. Que el oro sea el germen y que vosotros seáis la fuerza de crecimiento. Que la tierra sea el horno (el atanor) en el que haréis madurar el oro. Con este fruto alimentaréis las enfermedades cuyo origen permanece escondido tanto a vuestros ojos como a los míos. Por lo tanto, el médico puede sustituir al Arché cuando este se muestra ineficaz a causa de la enfermedad naciente. Esta tesis de Paracelso es completamente innovadora. El Yliaster Se trata en este caso del concepto de materia prima o materia bruta primordial que contiene la esencia de la materia. Paracelso utiliza el ejemplo de la confección del pan para ilustrar estas ideas: el grano de trigo es como la materia prima que, con la intervención del horno, se convierte en materia media; en el hombre es el químico interno, el Arché, quien la transforma en carne y en sangre, o materia última. La alquimia es el arte de separar lo que es útil de lo que no lo es, transformando lo que es útil en su materia última y en su esencia. Da el nombre de Arès al poder de diferenciación del Yliaster. La primera consecuencia de esto fue la realización de los cuatro elementos (fuego, agua, aire, tierra) bajo la forma de entidades invisibles en un principio. El Cagastrum Cualquier creación se traduce en un proceso de separación de la homogeneidad original, que lleva a una explosión de la materia en una multiplicidad de seres. Paracelso utiliza el término Cagastrum para denominar una parte de esta acción, que corresponde en conjunto a la noción gnóstica de «caída» en la materialidad y en la diferenciación, ya sea atribuida a Lucifer arrastrando en su caída a los ángeles rebeldes, o bien al absoluto del que emanan los eones, según las teorías del gnóstico Valentín. Esta caída, acompañada naturalmente de un fenómeno de entropía, conduce irremediablemente a la muerte física del cuerpo material. Pero para Paracelso, esto no debe hacernos olvidar que, como cristianos, participamos de la resurrección del Cristo y, por lo tanto, vestidos con el cuerpo luminoso de la gloria, podemos entrar en el Paraíso y beneficiarnos de la redención universal que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios. Así pues, el hombre, liberado de sus pecados y consciente de su parte de divinidad, tiene que participar en la reintegración de la Unidad por la Naturaleza. Paracelso, de esta forma, da muestras de un monismo inveterado: La Naturaleza, que comprende el Universo, es una, y su origen no puede ser otro que la eterna Unidad. Se trata de un vasto organismo en el que las cosas naturales se armonizan y simpatizan de forma recíproca. Este es el macrocosmos. Cada cosa es el producto de un esfuerzo de creación universal única. El macrocosmos y el microcosmos son uno solo. Sólo constituyen una constelación, una influencia, un soplo, una armonía, un tiempo, un metal, un fruto. Paracelso, como ya hemos visto, considera la Naturaleza como una entidad digna de amor, de respeto y sobre todo de escucha atenta por parte de aquel que intenta descubrir sus misterios, al contrario que el filósofo Descartes, que la considerará tiempo más tarde un objeto de investigación y de explotación, en una concepción que se ha convertido integralmente en materialista. Según Paracelso, es conveniente para el hombre que se mantenga en la luz que la Naturaleza enciende en él si está disponible y está abierto a ella, alejado de todo deseo particular y sin voluntad propia. Frente a esta relación altamente privilegiada, el saber libresco permanece impotente; no es más que vanidad desesperanzadora: La Naturaleza «se da sin papel ni tinta», y es tan sutil en las cosas que le son propias que no es posible intervenir sin un saber consumado. Y este conocimiento sólo puede concebirse en los bancos de la escuela de la Naturaleza. Para Paracelso, Dios se ha dirigido a los hombres por medio de las Sagradas Escrituras, pero también a través de los numerosos Misterios de la Naturaleza, constantemente renovados y siempre preparados «para nacer» (natura): Después del advenimiento del Cristo muchos se han dicho: es mejor actuar a través del Espíritu que a través de la Naturaleza. Es mejor seguir al profeta que al filósofo. La escuela del Espíritu es superior a la de la Naturaleza. Así sea. Pero no todo el mundo es profeta ni apóstol. Por esta razón, no todos pueden decir: toma tu libro y anda. Así han nacido los nuevos sofistas que lo mezclan todo, puesto que quieren seguir una luz para la que no disponen de inteligencia y descuidan la de la filosofía natural. Oscurecen de esta forma las dos luces. Se trata de muertos enterrando muertos, ya que no queda nada de vida en sus obras. Este es el pecado contra el Espíritu. Porque, en realidad, el Cristo no le ha quitado nada a la luz de la Naturaleza. Las dos luces no son contrarias. Y es lo mismo que ocurre con la Naturaleza que, secretamente escondida por esencia, se resiste a cualquier intento de interpretación exhaustiva, lo rechaza de forma sistemática. Sólo aquel que vive en la luz puede penetrar en sus secretos. De este modo, la verdadera filosofía ya no se pertenece sino que se encuentra al servicio de la Naturaleza. Paracelso puede considerarse legítimamente como un «filósofo por el fuego» (Philosophus per Ignem) porque el fuego separa lo verdadero de lo falso; la Verdad es revelación y luz y: La verdadera filosofía consiste en manifestar en lo visible la parte invisible que habita en él. Paracelso, el místico y el ocultista A lo largo de este libro hemos citado varias veces la intervención de Paracelso en las luchas religiosas que enfrentaron a católicos y a protestantes de su época. Aunque era de confesión católica, defendió a Lutero en su Reforma, que denunciaba los escándalos de la Iglesia y sus fastos, dudando de la autoridad pontificia, pero rechazó con vehemencia el espíritu sectario que se desprendía tanto del calvinismo como del catolicismo integrista. En su tratado titulado De Fundamento Sapientae ataca así a los ministros de la Iglesia: El conocimiento que nuestros curas poseen no les viene de Dios sino que lo aprenden unos de otros. No están seguros de la verdad que enseñan; por eso argumentan, embaucan y prevarican; caen en el error y en la ilusión, tomando sus propias opiniones como sabiduría divina. La hipocresía no es santidad, la pretensión no es poder, lo artificial no es sabiduría. El arte de discutir, adulterar, pervertir y deformar las verdades se puede aprender en las escuelas, pero el poder de reconocer y de seguir la verdad no podría concederse mediante títulos académicos que no provienen de Dios. Un sacerdote debería ser un guía espiritual para los demás pero, ¿cómo puede ser un hombre un guía espiritual si habla de las cosas espirituales sin conocer nada de ellas? Igualmente, en su De Sanctorum Beneficis escribió: Un hombre vestido de sacerdote no es necesariamente una personalidad espiritual aunque haya sido ordenado por la Iglesia... Los que no han sido ordenados por Dios son farsantes y malhechores a pesar de sus creencias supersticiosas, de su ciencia ilusoria y de su autoridad humana. Paracelso consideraba que la fe auténtica permitía establecer con la mayor simplicidad las relaciones del hombre con la Divinidad. Según él, la farsa de las ceremonias es superflua; sólo la sinceridad del corazón cuenta para Dios; el resto no puede ser más que superstición: La creencia no es la fe... Dios no nos desea crédulos ni tontos... Tenemos que aprender a conocer a Dios, y sólo adquiriendo la sabiduría lo conseguiremos. Para ello, necesitamos el amor de Dios, pero este sólo nacerá en nuestros corazones si mantenemos un ardiente amor por la humanidad. El Dios del macrocosmos y el Dios del microcosmos actúan el uno sobre el otro; los dos no son más que uno en esencia, puesto que sólo existe un único Dios, una ley y una Naturaleza, a través de los cuales la sabiduría puede manifestarse. (De Fundamento Sapientiae) El misticismo El carácter fundamentalmente místico de Paracelso, además de su posición claramente cristiana, tiene sus raíces en el pensamiento neoplatónico. La influencia de Plotino en Paracelso es evidente, como ya hemos comprobado cuando explicábamos su teoría de las marcas en la Naturaleza, en relación con la incidencia no determinante de los astros, cuya acción se reduce al papel indicativo de los signos. En la concepción antropocéntrica de Paracelso, el hombre procede del microcosmos y el poder de los astros se encuentra limitado por el libre albedrío, que en teoría puede manifestarse en todas circunstancias gracias a su dimensión intelectual. Por el contrario, su cuerpo físico está regido en mayor parte por las influencias astrales; en mayor parte sólo, porque, no obstante, las tendencias hereditarias persisten. La teoría antropocéntrica de Paracelso supone que, por su parte, el hombre tiene el poder de influir sobre los astros, puesto que una reciprocidad simpática se ejerce de forma completamente natural. Plotino insiste en la importancia de la «contemplación» en los fenómenos naturales que expresan la vida: En la Naturaleza, contemplar no es más que ser algo y hacer algo. La vida actúa, por lo tanto, a través de formas incorporales, de razones seminales o contemplativas, fuentes de movimientos y de ritmos que sólo la imaginación, en su acepción paracelsiana, permite descubrir. Y si Plotino constituyó una indudable fuente de inspiración para Paracelso, el filósofo renacentista Marsilio Ficino (1433-1499), autor de una Teología del platonismo y de un buen número de tratados en la línea de las concepciones de Plotino, sirvió sin duda de intermediario, a pesar de su pasión entusiasta por la astrología. Además era médico, y Paracelso lo respetó como tal. Compartió sus opiniones sobre la peste y se inspiró en su tratado sobre la Triple Vida para la redacción de su De Vita Longa. A esto hay que añadir que los dos hombres admitían de manera natural la concepción antigua de la función sacerdotal del médico («sacerdote de Asclepio y mago de Apolo»); consideraban que su función estaba investida de tal poder. Paracelso se vio igualmente influido por el gnosticismo. El padre de la Iglesia latina, Tertuliano, había dicho que esta filosofía era un «platonismo cristianizado». Sin adherirse a los conceptos puramente dualistas en los que el bien y el mal se enfrentan sin cesar, Paracelso admite que el hombre, aunque está encadenado a la materia y es de naturaleza imperfecta, posee un espíritu comparable al rocío de la luz, que es el lucero divino y que hace de él un microcosmos completo, un verdadero pequeño cosmos que va unido al grande. Por esta razón, el hombre tiene que sentirse atraído por Dios como si fuera un imán. Paralelamente, el Alma del mundo (Anima Mundi), que según los gnósticos prolongaba el principio divino, ilumina y fusiona los tres reinos de la Naturaleza y al hombre mismo. Los alimentos que absorbemos le sirven de vehículo, lo que corrobora la idea sostenida por Paracelso de que «somos lo que comemos». Indudablemente, la Cábala fue una importante fuente de inspiración para Paracelso, cuyo universo predilecto está constituido por criaturas elementales, por semillas (semina) anémicas invisibles que parasitan en el hombre y engendran las enfermedades, como sucede sobre todo con la peste y la lepra, según Paracelso. Tal como hemos visto, Paracelso estuvo muy influido en su juventud por el abad Tritheim y sus concepciones cabalísticas fundamentales pero es posible que se inspirase igualmente en la obra magistral de Pico della Mirandola, adepto de la magia natural y de la Cábala. PICO DELLA MIRANDOLA Pico della Mirandola (1463-1494), como Marsilio Ficino, con Paracelso compara la vida a una virtud y a un bálsamo: Pues, ¿qué es la vida sino una cosa espiritual? Cuando el cuerpo muere, el espíritu siempre vivo sube de nuevo al firmamento. Además, todo cuerpo es asociado a un espíritu: celeste, sublunar, humano, metálico, salino, vegetal... Los espíritus provienen de las estrellas y la vida actúa a la manera de un «fermento que hace el pan y digiere el cuerpo». La vida y el alma tienen como sede el corazón del hombre. Este posee en realidad dos cuerpos: el cuerpo físico y un cuerpo astral por el que se encuentra unido a las estrellas del mundo celeste. A través de este cuerpo astral, el hombre llega a conocer las virtudes de las cosas o de los objetos que lo rodean. Este conocimiento se expresa esencialmente a través de los sentimientos y de la intuición, y se puede aplicar indiferentemente al pasado, al presente o al futuro. Aunque invisible, este cuerpo astral es de esencia mortal; se aniquila poco tiempo después de la muerte física, mientras que sólo el espíritu del hombre es inmortal, puesto que es de naturaleza esencialmente divina. La imaginación, en Paracelso, desempeña un papel absolutamente primordial. Por supuesto que su concepción de imaginación no se refiere a la idea comúnmente aceptada de fantasía, sino más bien a una magia de gran poder operativo: «Se trata de un sol interior que actúa en su propia esfera». Así pues, según Paracelso, actuar mágicamente es actuar por medio de la naturaleza invisible de las cosas y de los seres, por la fuerza sideral que los astros les han inseminado. A través de este poder imaginativo, que está lejos de ser fantasioso y vagabundo, se puede realizar el acto mágico mediante efectos visibles a nivel físico; sólo por medio del corazón o de la fuerza del sentimiento apoyado por una fe inquebrantable, de acuerdo con los poderes siderales, esto se hace posible, realizable. El simple pensamiento no es suficiente para que el espíritu domine al cuerpo, es necesario que intervenga el deseo profundo de su realización. Paracelso cita el ejemplo de la procreación de un niño: se tratará de un niño o de una niña según si la imaginación de uno de los padres tiene más poder de realización que el otro. La mujer, según Paracelso, se muestra respecto a esto superior al hombre, puesto que sus emociones son más vivas y sobre ellas se apoya una imaginación exacerbada. Durante la gestación, también sus antojos, sus pasiones y sus miedos pueden llegar a influir sobre el niño que lleva dentro a partir del nacimiento. Así se explica el origen de las marcas físicas de nacimiento: La mujer en su imaginación es, por lo tanto, el maestro de obras y el niño el muro sobre el que se realiza la obra. Según Paracelso, la imaginación de la mujer tiene su origen en la matriz, puesto que es por sí misma «poder de matriz». Ahí se encuentra la causa intrínseca de la histeria. Está localizada en el útero, «pero el inicio de los síntomas se encuentra en el cerebro y sale del cerebro». Es importante reconocer que esta definición sirve bastante bien para explicar la neurosis de origen sexual que se cuestiona aquí, y que en la época de Paracelso se calificaba todavía como diabólica. El gran mérito de nuestro genial médico fue la de atribuirle causas puramente naturales relacionadas con el poder de la imaginación femenina. De hecho, escribió al respecto: La imaginación de las mujeres es mayor que la de los hombres y puede transportarlas, durante el sueño, a lugares donde otros, que se encuentran en el mismo estado, las perciben. Luego pueden recordar lo que han visto, aunque su cuerpo no se haya movido de la cama. Paracelso, aunque se refiere de forma preferente a causas naturales, no duda en destacar acerca de la mujer que, por otra parte, su imaginación volitiva puede convertirla en una bruja mucho más eficaz que la mayoría de los brujos. Ampliando esta teoría, Paracelso piensa en enfermedades invisibles o mentales e improvisa el concepto psicosomático, adelantándose a su tiempo. La causa de estas enfermedades puede ser la fe, que se convierte en este caso en supersticiosa, o bien las pasiones relacionadas con la naturaleza «animal» del hombre y sus emociones exacerbadas. La influencia del astro dominante se vuelve aquí determinante. Las enfermedades que tienen como causa la fe convertida en superstición son las que engendran la religión y las sectas, nos cuenta Paracelso en su Tratado de las enfermedades invisibles. Las otras tienen su origen en el hombre, en su alma animal, y es casi inevitable sentirse tentado de relacionar esta concepción con la noción moderna de inconsciente. Esta naturaleza instintiva del ser, que comprende toda su afectividad, está situada bajo la dependencia directa de los astros y en particular de la Luna, de donde proviene el tratado de Paracelso dedicado a los «lunáticos». Paracelso expone en él algunos estados neuróticos, precisando que todos estamos sometidos a ellos. En consecuencia, para recuperar la salud mental en estos casos, es conveniente superar el alma animal con una razón mayor del alma propiamente humana. Paracelso exalta entonces las virtudes de la compasión, que el médico debe demostrar hacia su paciente: El médico tiene que sentir tanta compasión y amor por el hombre como la que Dios mismo siente. Donde no hay amor no hay arte. El ejercicio de este arte reside en el corazón: si tu corazón es falso, el médico que hay en ti será falso. Con este objetivo, Paracelso recomienda conversar largamente con el paciente, revelarle la causa de su mal y animarle a encontrar la curación mediante la modificación de su comportamiento. Nos encontramos muy lejos de los maleficios invocados en esta época y de los exorcismos sistemáticos que resultaban de ellos, aunque Paracelso reconocía en algunas ocasiones lo bien fundada que estaba la práctica del exorcismo combinada con la fe. Por otro lado, Paracelso distingue la locura que se puede deducir de una simple neurosis de la alienación mental que proviene directamente de la psicosis: Los locos manifiestan una inteligencia más profunda que las personas sanas. En efecto, la sabiduría proviene del espíritu razonable e inmortal, pero se manifiesta en la esencia animal y a través de ella. El hombre sano que dispone de un cuerpo animal bien adaptado tiende a dejar actuar este último lo más posible y atrofia sus facultades propiamente humanas. Vemos cómo se eclipsa su sabiduría mientras vive como un animal (como un zorro o un lobo). El loco no es dueño de su cuerpo animal, pero desde el momento en que este último dormita, la inteligencia inmortal se esfuerza en expresarse y hace hablar al loco. Por eso es conveniente dar más importancia a las palabras del loco que a las del hombre sano. Paracelso llegó a escribir incluso: Los profetas han podido ser considerados locos: tenían un cuerpo animal loco para que la verdad pudiera expresarse sin obstáculos. En efecto, el espíritu (o intuición superior) del hombre sólo puede expresarse directamente cuando la naturaleza animal en él renuncia a intervenir. Esta alma animal, al querer dar forma a la producción del espíritu superior, se arriesga a deformarla. Por lo tanto, es necesario escuchar la palabra de los locos que han superado la barrera... Sólo cuando el hombre se convierte en prisionero de sus fantasmas sensuales puede manifestar la demencia que caracteriza a la victoria de la naturaleza animal en el hombre: «Debéis saber que los fantasmas son una enfermedad sin cuerpo y sin sustancia». Sabiendo que las pasiones desenfrenadas sobre los fantasmas conducen, generalmente por culpa de un mal menor, a la insatisfacción, podemos preguntarnos si Paracelso no presintió, cuatro siglos antes del psicoanálisis, la existencia del rechazo de los deseos insatisfechos en el inconsciente a través del sueño, el cual es, en su opinión, liberador del cuerpo sideral (astral): En estado de vigilia, es normal que retengamos cosas que la sabiduría y la razón nos aconsejan guardar para nosotros, pero, durante el sueño, el alma nos obliga a hablar o a mantener el silencio según lo que nos interesa. Todos estos sueños que engañan a nuestro espíritu durante el sueño se cambian habitualmente en su contrario en la realidad. Incluso las imágenes sobrenaturales sólo nos llegan del plan divino como consecuencia de nuestro violento deseo de recibirlas. Por lo tanto, según Paracelso, el sueño es el fruto de nuestros deseos conscientemente expresados o inhibidos por la razón en el inconsciente, de la misma forma que sucede con los miedos, las angustias y los pánicos, que se expresan en este caso a través de pesadillas cuyo sentido escapa al soñador y donde los sentimientos se expresan libremente. La calidad de los sueños depende de la armonía que existe entre el alma del soñador y el Anima Mundi (el alma del mundo). Paracelso encuentra ahí el origen de los sueños proféticos o premonitorios que, aunque son pocos y valiosos, no por ello están menos presentes. Es conveniente cultivarlos a través de la armonía universal y el dominio de las pasiones. Paracelso exhorta al hombre a seguir en todo el camino marcado por Dios: Debes tener en Dios una fe sincera, íntegra, fuerte y verdadera, de todo tu espíritu, de todo tu corazón, de todos tus pensamientos, con todo tu amor y toda tu confianza. Gracias a esta fe y a este amor, Dios no retirará su verdad y te revelará sus obras, que tú encontrarás dignas de tu fe, visibles y consoladoras. Pero si tú no tienes en Dios una fe de este tipo, tus obras se verán cargadas de insuficiencia y lagunas... El ocultismo Paracelso escribió en De Natura Rerum: He reflexionado mucho sobre los poderes mágicos del alma humana y he descubierto muchos secretos naturales. Con estas palabras se centra no sólo en la cuestión de la percepción de las marcas, sino también en todo un florilegio de conceptos que se aplican a los misterios de la Naturaleza, así como a algunas prácticas ocultas que sacan partido de la ley de la analogía universal. Los espíritus invisibles Paracelso atribuía la causa de las epidemias, sobre todo de la peste, a los pensamientos especialmente pervertidos, procedentes de la imaginación de los hombres, traídos por los astros correspondientes y luego extendidos sobre la Tierra. Esto demuestra hasta qué punto la imaginación humana puede causar perjuicios al extenderse al plano astral. Como experto cabalista, creía en la existencia de entidades psíquicas presentes en los cementerios y su entorno, que pueden engendrar formas fantasmales. Por otra parte, su creencia no se limitaba a los espectros, sino que alcanzaba también a los espíritus angélicos, los planetas y los elementos. Se le atribuye la paternidad de una obra que trata sobre los espíritus «elementales», es decir: las ninfas, los silfos, los gnomos y las salamandras, en la que hacía alusiones a sus posibles relaciones con los humanos. LOS «ELEMENTALES» Estos espíritus invisibles pueden materializarse igual que un metal El homúnculo Partiendo del hecho de que los sueños son el reflejo de nuestra imaginación y de que los «pueblos pequeños» se revelan durante estos, generalmente cuando aparece la fiebre, cuando se toman drogas diversas o debido a un condicionamiento particular, para Paracelso, la existencia de los «elementales» no plantea ninguna duda. Desde una perspectiva semejante, Paracelso consideró la existencia de fluidos, invisibles por naturaleza, tales como los espíritus, que manifiestan a veces todo su poder durante una destilación con una violenta explosión de la retorta que los contenía. Paracelso llegó incluso a considerar la posible creación de un ser fluido comparable a los «elementales», con apariencia de hombre, evidentemente minúsculo pero humano de todos modos. Por esta razón, le dio el nombre de homúnculo y le dedicó un insólito comentario: Existe en ello un fondo de verdad, aunque durante mucho tiempo haya permanecido en secreto y se haya puesto en duda muchas veces, y aunque se haya discutido mucho entre algunos filósofos antiguos la cuestión de si la Naturaleza y el arte nos proporcionan el medio para producir hombres fuera del cuerpo de la mujer. Personalmente, afirmo que este arte no se sitúa por encima del arte espagírico, que no repugna a la Naturaleza y que incluso es perfectamente posible. Así es como debemos actuar para conseguirlo: es necesario colocar durante cuarenta y ocho horas en un alambique licor espermático de hombre; que se pudra hasta que empiece a vivir y a moverse, lo que es fácil de reconocer. Después de este tiempo, aparecerá una forma parecida a la de un hombre, pero transparente y casi sin sustancia. Si después de esto alimentamos todos los días a este joven producto, con prudencia y cuidado, con sangre humana, y lo conservamos durante cuarenta semanas con una temperatura constante igual a la del vientre de un caballo, se convierte en un niño de verdad, con todos sus miembros, como el que nace de la mujer, pero mucho más pequeño. Es necesario criarlo con muchos cuidados hasta que crezca y empiece a manifestar inteligencia. Este es uno de los mayores secretos que Dios ha revelado al hombre mortal y pecador. Se trata de un milagro, uno de los mayores resultados del poder de Dios, un secreto por encima de todos los secretos y que merece conservarse hasta la época suprema en que nada esconderemos... Aunque este secreto ha sido ignorado siempre por los hombres, ha sido conocido desde siempre por faunos, ninfas y gigantes, y su procedencia es la misma que la de estos seres. Si algunos de estos homúnculos llegan a la edad viril, se convierten en estos gigantes, estos pigmeos y estos hombres prodigiosos que son los instrumentos de las grandes acciones, que consiguen sobre sus enemigos victorias destacadas y que penetran en los secretos de las cosas más escondidas. Se comprende perfectamente, leyendo este texto, que algunas personas ridiculizaran a Paracelso, llegando a calificarlo de brujo y de borracho al ceder a un ocultismo de lo más extraviado. Sin embargo, reaccionar de esta forma es, por una parte, desconocer las creencias que reinaban en su época con respecto a los elementales y los homúnculos, como el atribuido según una leyenda a San Alberto Magno antes de ser destruido por Santo Tomás de Aquino; incluso Goethe incluyó uno en su Fausto; por otra parte, no debemos olvidar que Paracelso pudo dar un sentido alegórico[2] a este texto, lo que escapa de esta forma a cualquier lectura efectuada de manera literal en un primer momento. De hecho, el texto empieza con esta significativa indicación: «Existe en ello un fondo de verdad...». Sin duda, Paracelso hace referencia en ese fragmento a la semilla sugerida por el esperma. La semilla designa más exactamente al violento deseo que se apodera del hombre y que precede al acto. Se encuentra en el fluido vital del ser y se anima con la acción directa de la imaginación, acompañada de la voluntad, que, si se ejerce en el sentido del deseo emitido, desembocará inevitablemente en una creación, aunque sea en apariencia de tipo inmaterial e invisible. Nos encontramos en el ámbito de los «pensamientos con forma». Paracelso llega incluso a escribir que «la fantasía es la madre de la semilla». El hombre tiene un taller visible, que es su cuerpo, y uno invisible, que es su imaginación. El sol emite una luz que, aunque es impalpable e inalcanzable, puede calentar hasta el punto de encender fuego por concentración; de la misma forma, la imaginación ejerce sus efectos sobre la esfera que le es propia y hace que germinen y después se desarrollen formas obtenidas de los elementos invisibles. Del mismo modo que el mundo no es más que un producto del alma universal (Anima Mundi), la imaginación del hombre (que es un pequeño universo) puede crear sus formas invisibles y estas pueden materializarse. (De Virtute imaginativa) Las predicciones Hemos evocado anteriormente las numerosas predicciones o pronósticos que Paracelso realizó durante su vida y que revelan la indiscutible capacidad de profecía que demostró en su magistral obra. Para empezar, es conveniente distinguir dos tipos de predicciones: las practica, que hacen una predicción del tiempo y de las guerras, y se basan en un esquema preestablecido y son el origen de los almanaques; y los pronósticos, que se establecen, por su parte, a partir de la posición de los astros, puesto que el curso del año se ve influenciado por las características del astro dominante que lo rige. Paracelso, como ya hemos visto, cree fundamentalmente en la virtud de los signos. Es verdad que no concede ningún determinismo a los astros, pero a veces la conjunción de algunos augurios le permiten profetizar, a la manera de los ancianos, las situaciones que vendrán, sean de tipo meteorológico o relativas a los acontecimientos históricos, tales como las lluvias, las tormentas, las batallas, las guerras, la peste... Parece ser que, durante su retiro en Esslingen, Paracelso redactó sus Pronósticos para Europa durante los años 1530 a 1534, que se publicaron en el año 1529 en Nuremberg. En la cubierta está representado un arcángel con una espada resplandeciente de la que salen siete estrellas. En el año 1531, un cometa apareció en el cielo y Paracelso percibió una ola de calamidades diversas y el derramamiento de sangre de hombres ilustres. Entonces envió a Zúrich un estudio titulado Interpretación del cometa a Leo Judae, con la siguiente dedicatoria: «Teofrasto al Maestro Leo. Entregado el sábado después de San Bartolomé». Este texto, realizado por lo tanto el 26 de agosto, precedía a la gran batalla del 9 de octubre en que se enfrentaron Zug y Cappel y durante la cual fue asesinado Zuinglio. Muchos reconocieron la predicción de Paracelso, sobre todo porque él se sentía implicado en la lucha religiosa que reinaba en aquella época. Luego, en sus practica para el año 1535, predijo también guerras y enfermedades, el momento favorable para realizar transacciones comerciales, y además realizó una predicción meteorológica. Paracelso justifica de esta forma su empleo de la astrosofía con objetivos de adivinación. Sin duda alguna, la astrología le servía como simple trampolín para ejercer su verdadera capacidad profética: El hombre ha olvidado al Señor su Dios; ya no vive según sus principios: este es el motivo que nos obliga a escrutar el misterio unido a los signos del Sol, de la Luna, de las estrellas, a considerar también la miseria de los pueblos que viven sobre la Tierra, en la que ya nadie tolera que otro ocupe su lugar en el Sol. ÍNCUBOS Y SÚCUBOS Paracelso evocó la cuestión de los íncubos y los súcubos en estos t En el año 1536 se publicó en Augsburgo El libro de los Pronósticos, que contenía predicciones para los veinte años siguientes. Este libro fue dedicado al rey Fernando I de Austria, y Paracelso realizó en esa ocasión revelaciones apenas ocultas de orden político y religioso. Los ejemplos eran numerosos e iban acompañados de ilustraciones alegóricas elocuentes, como el «cordero con la mitra episcopal por sombrero», alimentándose en un prado extranjero, símbolo de un potentado con ganas de conquista y que constituye una advertencia política «puesto que pacer en tierra extranjera es un acto lamentable que provoca la querella y la miseria en el mundo». La llegada de la Reforma se encuentra directamente ejemplificada por la figura que representa un obispo católico tragado por el agua de un lago de montaña, amenazado por lanzas que salen de todas partes, acompañadas de la siguiente leyenda: Siempre has obedecido a tu propia voluntad, y eso es lo que te ha predestinado a estar rodeado de numerosos males. Porque no te has reconocido a ti mismo en la piedra donde la magia te ha prefigurado con esta delgadez y esta gordura. Tú no te has reconocido y por eso sufrirás el castigo que ha destruido a todos los soberbios. Si tuvieras, como crees, tanto espíritu e inteligencia, habrías evitado la catástrofe, te habrías mirado en el espejo de los más soberbios que tú. Pero no es así, por eso tu sabiduría no es más que tontería. Paracelso, en lo referente a su cuestionamiento del papa, se mostró más prudente, pues no había olvidado el martirio sufrido por Savonarola, que fue condenado a la horca y a la hoguera en el año 1498 por haber denunciado las escandalosas orgías que se practicaban en el Vaticano. Con grandes precauciones explicó la siguiente leyenda, y la acompañó de la imagen de una silla con los pies desiguales, en equilibrio inestable encima de las tres letras mayúsculas S P R: Uno se instala sólidamente, aunque todas las sillas antes o después se rompen; otro se sienta encima de él y tú mismo por encima, pero ese no es tu lugar, deberías estar abajo, no encima. Te echarán porque eres una molestia, un fardo intolerable, y por eso también S P caerá. El trono que ocupas es tu paga, la recompensa por tus intrigas; y con él, estos honores temporales, estas pomposas alabanzas y todas las riquezas acumuladas de las que tú gozas, como todas esas cosas perecederas, tú también desaparecerás. Es imposible no ver en estas palabras la alusión a la Santa Sede, al trono de San Pedro de Roma y al pontificado ejercido por su representante, que es cuestionado. Los Pronósticos de Paracelso no tuvieron sin embargo el éxito estrepitoso de las Centurias de Nostradamus, pero se beneficiaron de todos modos de cierta audiencia. Su estilo alegórico las diferenciaba considerablemente de los almanaques campesinos que, con la llegada de la imprenta, empezaron a aparecer en Europa. Parece además pertinente destacar que los Pronósticos están compuestos por treinta y dos artículos, un número sagrado que sugería no sólo los treinta y dos eones (30 + Estauro y Jesús) o emanaciones de la divinidad, según el sistema gnóstico de Valentín, sino igualmente las treinta y dos vías de la Sabiduría de la Cábala tradicional (los 10 sefirot + las 22 letras sagradas del alfabeto hebraico). Parece ser que estas referencias a la tradición oculta, utilizadas por el abad Tritheim entre otros, no eran producto del azar en opinión de Paracelso, que vio en ellas un medio suplementario para expresar la ley de las correspondencias. Por otro lado, se trata de la misma preocupación de analogía que le hizo emprender la realización de estrellas de cinco puntas y de talismanes mágicos para cada uno de los siete metales en correspondencia con el astro que tradicionalmente le era destinado. Paracelso estableció así talismanes para muchas enfermedades; cada medalla estaba fundida en el metal puro asociado y llevaba grabado un cuadrado mágico con el número que le correspondía y con el sello del astro asociado. Todo esto figura en una obra atribuida a Paracelso, aunque algunos especialistas dudan de su autoría, y que se titula Siete Libros de la Archidoxia Mágica. Por último, en Paracelso todo se resume en crear «por simpatía natural el lazo de unión magnético» que permita unir para el mayor bien del hombre las fuerzas que actúan en el macrocosmos con las del microcosmos que él encarna en la Naturaleza. Del Tratado de las ninfas... a las virtudes del imán Se atribuye generalmente la paternidad del Tratado de las ninfas, silfos, pigmeos, salamandras y demás espíritus a Paracelso. Trata de los elementales y de los seres espirituales en general que pueblan secretamente la Naturaleza y participan de sus misterios (hay que decir que el término pigmeo sustituye aquí al de gnomo). Sin preámbulo, Paracelso nos exhorta a seguirlo en esta exploración fuera de lo común: Me propongo hablarles de las cuatro especies de seres de naturaleza espiritual, es decir, de las ninfas, de los pigmeos, de los silfos y de las salamandras; a estas cuatro especies, la verdad, se deberían añadir los gigantes y muchos otros. Estos seres, aunque tienen una apariencia humana, no descienden en ningún caso de Adán; tienen un origen absolutamente diferente del de los hombres y del de los animales. Se acoplan por lo tanto al hombre, y de esta unión nacen individuos de raza humana: explicaré el porqué más adelante. He dividido el libro de la siguiente forma: en el primer tratado estudiaré la generación y la naturaleza de estos seres; en el segundo, su medio y su régimen; en el tercero, aquellos que se nos aparecen y se mezclan con nosotros; en el cuarto, los milagros que son capaces de llevar a cabo; en el quinto, la generación, el origen y el fin de los gigantes. Aunque nada impide inspirarse en los libros de los demás, no lo haré por la excelente razón de que los filósofos no han hablado nunca de estos seres, no han proporcionado sobre ellos ninguna información porque sólo creen lo que ven. Únicamente se ha hablado, aunque poco, de los gigantes. Por lo tanto, está permitido tratar este tema puesto que el Antiguo y el Nuevo Testamento describen algunas maravillas que Dios opone a la razón. Y si no ha prohibido admitir la existencia de los diablos y de los espíritus, no está prohibido tampoco estudiar su naturaleza. Así pues, examinemos todas las creaciones de Dios y reconozcamos que aquí en la Tierra nos encontramos frente a cosas inexplicables. Para creer en algo, basta conocer el objetivo de esta cosa. El lector podrá encontrar mi libro inútil y vano mientras no haya llegado al Tratado VI, en el que expongo claramente el fin de estos seres; cuando haya leído este tratado, me felicitará por haber sido el primero en estudiar este tema y releerá con mucha atención mi libro. Aquel que mira ve. CAPÍTULO II: LO QUE SON EL ESPÍRITU Y EL ALMA Existen dos especies de naturalezas: la naturaleza de Adán y la que no le pertenece. La primera es palpable, se puede coger; es gruesa porque está formada de tierra. La segunda no es palpable, no se puede coger y es sutil porque no está formada de tierra. La naturaleza de Adán es compacta; el hombre —que es de esta naturaleza— no puede pasar a través de un muro si no lo ha agujereado antes. Para el ser de la otra naturaleza los muros no existen, atraviesa los obstáculos más densos sin necesidad de deteriorarlos. Finalmente, existe una tercera naturaleza que participa de las dos. A la primera naturaleza pertenece el hombre que está formado de sangre, de carne, de hueso, que cría niños, que bebe, evacua, habla; a la segunda naturaleza pertenecen los espíritus, que no pueden hacer nada de esto. A la tercera pertenecen los seres que son ligeros como los espíritus y que engendran como el hombre, tienen su aspecto y su régimen. Esta última naturaleza participa de la del hombre y de la del espíritu, sin convertirse en naturaleza de este o de aquel; los seres que le pertenecen no podrían clasificarse entre los hombres porque vuelan como los espíritus; tampoco podrían clasificarse entre los espíritus porque evacuan, beben, tienen carne y huesos como los hombres. El hombre tiene un alma, el espíritu no la necesita. Las criaturas en cuestión no tienen alma y, sin embargo, no son parecidas a los espíritus: los espíritus no mueren nunca y estas criaturas sí mueren. ¿Estos seres que mueren y que no tienen alma son, por lo tanto, animales? No, son más que los animales, puesto que hablan y ríen, algo que no hacen los animales. En definitiva, se acercan a los hombres sin convertirse en hombres, como el mono se acerca al hombre debido a sus gestos y a su industria, y el cerdo, por su anatomía, sin por ello dejar de ser monos o cerdos. Se puede decir también que son superiores a los hombres, pues no se pueden coger como los espíritus; pero es conveniente añadir que Cristo, al haber nacido y haber muerto para redimir a los seres que tienen alma y que descienden de Adán, no ha redimido a estas criaturas, que ni tienen alma ni descienden de Adán. Nadie puede sorprenderse o dudar de su existencia. Sólo debemos admirar la variedad que Dios aporta en sus obras. La verdad es que a estos seres no los vemos cada día, los vemos sólo raramente. Yo mismo sólo los he visto en una especie de sueño. Pero no es posible sondear la profunda sabiduría de Dios, ni apreciar sus tesoros ni conocer todas sus maravillas. Aquellos que guardan sus tesoros y nos los descubren poco a poco no pertenecen a la naturaleza de Adán: lo repetiré en mi último tratado. Nuestras criaturas dan a luz seres que se les parecen y que no se parecen a nosotros. Son prudentes, ricos, sabios, pobres, locos, como todos nosotros. Son la imagen tosca del hombre, de la misma forma que el hombre es la imagen tosca de Dios. Siguen siendo tal como los concibió Dios, que no quiere precisamente que sus criaturas puedan elevarse a un rango superior, que persigan otro objetivo que el suyo, que les prohíbe obtener un alma y no permite que el hombre intente igualarle. Estos seres no temen el fuego ni el agua. Están sujetos a las enfermedades y a las indisposiciones humanas. Mueren como animales, su carne se pudre como la carne animal. Son, como los hombres, virtuosos o viciosos, puros o impuros, mejores o peores; tienen de ellos las costumbres, los gestos y el lenguaje; como ellos, son distintos en línea y aspecto, viven bajo una ley común, trabajan con sus manos, tejen sus vestidos, se gobiernan con sabiduría y justicia, dan muestras, en todas las cosas, de tener juicio. Para ser hombres sólo les falta el alma. Y, puesto que el alma les falta, no piensan ni en servir a Dios ni en seguir sus órdenes; sólo el instinto los empuja a comportarse honestamente. De esta forma, lo mismo que entre las criaturas terrestres el hombre es el que se parece más a Dios, de entre los animales son estos seres los que se parecen más al hombre. TRATADO II: SOBRE SU VIVIENDA Nuestras criaturas tienen cuatro tipos de casas: acuática, aérea, terrestre e ígnea. Las que viven en el agua se llaman ninfas; las que viven en el aire, silfos; las que viven en la tierra, pigmeos; las que viven en el fuego, salamandras. No creo que estos nombres sean los que utilizan entre ellas, pienso que se los han atribuido personas que no se han molestado en hablar con ellas; pero, puesto que son los que se usan entre nosotros, los conservaré, aunque también podemos llamar a las criaturas acuáticas ondinas, a las aéreas silvestres, a las terrestres gnomos, y a las ígneas vulcanos... Por otra parte, los nombres son poco importantes; lo que debemos saber es que estos cuatro tipos de seres viven en medios muy distintos; las ninfas, por ejemplo, no comercian con los pigmeos. De esta forma, los hombres comprenden la sabiduría de Dios, que no ha dejado un único elemento vacío o estéril. Se sabe que existen cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Se sabe también que nosotros, los hombres, descendientes de Adán, vivimos en el aire, que estamos rodeados de él, como los peces están rodeados de agua. Para los peces, la ola sustituye al aire; para los hombres, el aire sustituye al agua. Cada criatura es apropiada para el elemento en el que se sumerge; los ondinos, concebidos para vivir en el agua, se sorprenden al vernos vivir en el aire de la misma forma que nosotros nos sorprendemos al verlos vivir en el agua. Del mismo modo, los gnomos atraviesan sin la más mínima dificultad las piedras más densas, como nosotros atravesamos el aire, puesto que la tierra es su caos, porque ese caos está formado de piedras y rocas, así como el nuestro está formado de aire. Cuanto más espeso es el caos, más sutiles son sus habitantes y viceversa. Los gnomos, al vivir en un caos espeso, son sutiles: el hombre, al vivir en un caos sutil, es espeso. Los silvestres son los que se parecen más a nosotros: viven en el aire, se ahogan en el agua, les falta el aire bajo la tierra y se queman en el fuego. Todo esto no debe sorprenderos. Dios prueba que es Dios creando cosas que nosotros no podemos comprender, porque si comprendiéramos todo lo que ha creado nos parecería un ser muy débil y querríamos compararnos con él. Para entender lo que vamos a explicar acerca del alimento de nuestros seres, es necesario saber que cada caos tiene, por encima de él, un cielo, y por debajo, una tierra; nuestro caos tiene encima de él el cielo, y por debajo la tierra; de esta forma, el cielo y la tierra nos alimentan. Los habitantes del agua, es decir, los que tienen el agua por caos, tienen por debajo la tierra y por encima el cielo. Los gnomos, con la tierra por caos, tienen por debajo de ellos el agua y por encima la superficie de la tierra, porque la tierra descansa sobre el agua. También ondinos y gnomos se alimentan en consecuencia. Los silfos, con el mismo caos que los hombres, tienen el mismo régimen. Nosotros disponemos del agua para saciar nuestra sed; para saciar la suya estos seres cuentan con un agua que nos es desconocida y que no podemos beber. Ellos sienten la necesidad de comer y de beber, pero comen y beben lo que es comida y bebida para ellos. Se visten y esconden las partes vergonzosas a su modo, no al nuestro. Disponen de guardianes, magistrados y jefes, como las abejas tienen una reina o las bestias salvajes escogen un guía del grupo. Si Dios ha escondido las partes secretas de todos los animales, no lo ha hecho por estos seres que, como el hombre, tienen que dirigirse a su propia industria. Como a nosotros, Dios les ha dado lana de cordero: Dios, en efecto, puede crear corderos distintos de los que nosotros vemos y que pacen en el fuego, en el agua o en la tierra. Nuestros seres duermen, descansan y velan como lo hacen los hombres, tienen un sol y un firmamento como ellos. Los gnomos ven, a través de la tierra, el Sol, la Luna y las estrellas; de la misma forma, los ondinos descubren el Sol a través del agua, las salamandras lo ven fecundar y calentar su caos, traer el verano, el invierno, el día y la noche. Como nosotros, están sujetos a la peste, las fiebres, la pleuresía y otras enfermedades enviadas por el cielo, puesto que son hombres o, mejor dicho, porque lo serán, pues hasta el Juicio Final seguirán siendo animales. Respecto a su físico, es evidente que cambia: los ondinos de los dos sexos tienen aspecto humano; los silvestres son más gruesos, más grandes, más robustos; los gnomos, más pequeños, aproximadamente dos palmos de altos; las salamandras son delgadas, gráciles y finas. Las ninfas viven en los ríos en los que los hombres se lavan y bañan sus caballos. Los gnomos viven en las montañas: por eso tan a menudo encontramos agujeros y excavaciones del tamaño de un codo. En el monte Etna se pueden escuchar los gritos de las salamandras, el ruido de sus trabajos cuando remueven su elemento. Son más conocidas las viviendas de los silvestres, es más fácil verlas. Podría añadir otras muchas cosas admirables que afectan a la moneda y a las costumbres de estos seres. Lo haré cuando llegue el momento. TRATADO III: POR QUÉ RAZÓN ESTOS SERES SE NOS APARECEN Todo lo que Dios crea acaba por manifestarse a los hombres. A veces, Dios les hace ver al diablo y a los espíritus para persuadirlos de su existencia. Desde lo más alto del cielo, les envía también a los ángeles, sus servidores. Estos seres se nos aparecen, por lo tanto, no para permanecer con nosotros o aliarse con nosotros, sino para demostrar su existencia. La verdad es que estas apariciones son raras. ¿Pero por qué no deberían serlo? ¿No es suficiente que uno de nosotros vea un ángel para que todos nosotros creamos en otros ángeles? Por otra parte, para que la prueba de su existencia sea más clamorosa, Dios permite que se vean algunas ninfas, pero no sólo por algunos hombres, sino que permite que algunos hombres tengan relaciones carnales con ellas y que tengan hijos juntos. Permite igualmente que algunos hombres no vean sólo a los pigmeos sino que también reciban dinero de ellos y que otros viajen con los silfos. De la misma forma que un hombre no es visto igual por dos personas, a las ninfas las vemos distintas a como nos ven ellas a nosotros: las ninfas y nosotros no juzgamos las cosas de la misma forma, porque difiere nuestro medio y cada uno juzga según las ideas de su medio. Las ninfas y los pigmeos no se dan cuenta de que pueden venir a vivir entre nosotros y de que puede gustarles vivir entre nosotros porque, al ser tan sutiles, soportan bien nuestro caos; mientras que nosotros, al ser espesos, no podríamos soportar el suyo. Ya hemos dicho que estos seres podían mantener relaciones carnales con los hombres y tener hijos con ellos. Estos niños son de especie humana porque el padre es un hombre, y ser descendiente de Adán le confiere un alma que los hace ser parecidos a él y ser eternos. Y creo que la hembra que recibe esta alma con la semilla es, como la mujer, redimida de nuevo por Cristo. Sólo alcanzamos el reino divino si comulgamos con Dios. De la misma forma, esta mujer sólo adquiere un alma con la condición de que conozca a un hombre. El superior, en efecto, comunica su virtud al inferior. Esta es, pues, otra de las razones de la aparición de estos seres: buscan nuestro amor para elevarse, como los paganos buscan el bautismo para adquirir un alma y renacer en Cristo. Es justo añadir que se acercan a nosotros porque se nos parecen como el lobo se parece a un perro salvaje. De hecho, no todos estos seres tienen relaciones carnales con los hombres. Las ninfas son las que más relaciones tienen; después de las ninfas vienen los silfos; respecto a los pigmeos, no tienen relaciones de este tipo con los hombres, sólo les sirven y eso les basta. Se considera generalmente a los pigmeos y a los etnianos como espíritus, porque aparecen como seres brillantes y resplandecientes: ni siquiera nos damos cuenta de que su carne y su sangre son de naturaleza luminosa. Los pigmeos y los etnianos son ágiles y ligeros como los espíritus; conocen el presente, el futuro y el pasado, revelan a los hombres lo que está escondido; disponen de la razón del hombre, pero no tienen alma; poseen la ciencia y la inteligencia de los espíritus sin poseer sus conocimientos de Dios. Hemos dicho que las ninfas abandonaban las aguas para venir a vernos, charlar con nosotros y aliarse con nosotros. Los silfos son más toscos, no conocen nuestra lengua. Los gnomos hablan la misma lengua que las ninfas. Los etnianos hablan poco. Los silfos son más tímidos que los hombres. Los gnomos son más pequeños, a menudo los tomamos por llamas errantes, espíritus, almas en fuego o fantasmas. Las llamas que vuelan por encima de los prados, alejándose y acercándose, no son más que gnomos. Los vulcanos son parecidos, pero a causa de su naturaleza, frecuentan poco al hombre, prefieren a las mujeres viejas y a las brujas. Además, su vecindad es peligrosa: el diablo hierve en ellos. Por otra parte, el diablo se inmiscuye a veces en los cuerpos de los gnomos, de los silfos, sobre todo en los de las hembras, y se divierte engendrando fetos afectados de lepra, sarna o tiña incurable. El hombre que mantiene relaciones con una ninfa no debe atormentarla cerca del agua; aquel que mantiene relaciones con un pigmeo no debe molestarle cerca de sus cavernas; tanto la ninfa como el pigmeo desaparecerían. Esta desaparición sólo puede realizarse cuando la pareja se encuentra cerca del elemento de la ninfa o del pigmeo: lejos de este elemento, el hombre puede siempre forzarlos a permanecer a su lado. Los gnomos, cuando responden a nuestra llamada, nos sirven fielmente a condición de que respondamos positivamente a sus deseos. Si mantenemos nuestras promesas, ellos mantendrán las suyas y nos darán dinero, ya que tienen mucho dinero a su disposición, dinero que extraen y trabajan ellos mismos. Pero sólo nos lo dan si nos encargamos de repartirlo, no si lo guardamos. TRATADO IV Hemos dicho que estos seres se alían con los hombres y tienen hijos con ellos; también hemos dicho que si el hombre los irrita cerca de su elemento, desaparecen. Añadiremos que lo que le sucede a la ninfa le sucede a su esposo: si se ahoga, él también se ahoga. Él cree que simplemente ha desaparecido en el agua, no se da cuenta de que su vida está en peligro, de que su unión con la ninfa no está más disuelta de lo que lo está la unión entre un hombre y una mujer con la huida de ella. Para que esta unión se disuelva, es necesario el consentimiento de los dos esposos. Recordemos que la ninfa que se ha unido a un hombre estará presente en el Juicio Final porque ha ganado un alma en su comercio: así pues, ella es mujer y su unión con el hombre sólo se disuelve cuando ella consiente. Cuando el marido toma a otra mujer sin su permiso, ella reaparece y lo mata. Las sirenas nadan más en la superficie del agua que en el interior, viven como si fueran peces y, aunque no tienen el aspecto de la mujer, se le parecen en gran parte. Se trata de monstruos, como los monstruos que engendran los hombres y las mujeres. Supongamos, en efecto, que las ninfas, que se engendran entre ellas como lo hacen los hombres, engendran monstruos que nadan en la superficie del agua: son las sirenas. Estas sirenas saben cantar y tocar la flauta. Las ninfas y los gnomos engendran a otros monstruos, los manes, que se parecen a los hombres y que viven en su medio. De la misma forma, las estrellas engendran monstruos, los cometas, que no siguen sus cursos. Dios, como podéis ver, crea cosas admirables. TRATADO V: LOS GIGANTES Nos queda hablar de dos razas que están muy relacionadas con las ninfas y los pigmeos: los gigantes y los enanos. Los gigantes y los enanos no descienden de Adán. San Cristóbal, en verdad, fue un gigante, pero era de naturaleza humana y no se le debe clasificar entre estos seres, puesto que una de sus características es la de no ser de esta naturaleza; como testimonios tenemos los de los gigantes Bernensis, Sigenottus, Hildebrandus, Dietricus. Diremos lo mismo para los enanos; como testimonios tenemos los de Laurinus y otros. No ignoramos que muchas personas no creen ni en los gigantes ni en los enanos. Se conforman con decir: los gigantes son extraordinarios y demasiado fuertes. Los rechazaremos y los tomaremos como ilusiones. Los gigantes son engendrados por los silfos, y los enanos, por los pigmeos. Gigantes y enanos son monstruos de los silfos y de los pigmeos, de la misma forma que las sirenas son los monstruos de las ninfas. Por eso son raros; sin embargo, los hemos visto ya muchas veces como para dudar de su existencia. Destacan por su sólida constitución. Lo que debemos pensar sobre su alma es que son hombres que proceden de animales y que son monstruos, es decir, no tienen alma. Sin embargo, podemos llegar a pensar que sí la tienen al ver sus buenas acciones y su amor a la verdad, puesto que de la misma forma que los monos imitan los gestos de los hombres, ellos pueden actuar como nosotros. Dios habría podido dar a estos seres un alma si hubiera querido, igual que le dio un alma al hombre al comunicarse con él, igual que le da un alma a las ninfas si se casan con hombres. No lo ha querido para no crear una especie parecida a la especie humana. A pesar de sus buenas acciones, no creo que los gigantes y los enanos participen en la redención. Pero aunque no tienen fe, son buenos de la misma forma que los animales. Los enanos nacen de los pigmeos. Por eso no tienen el tamaño de los gigantes, ya que los silfos de los que nacen los gigantes son más grandes que los pigmeos. Los gigantes y los enanos pueden mantener relaciones carnales con las hembras que descienden de Adán y satisfacerlas. Pero sólo podrían tener hijos de su misma especie si se casan entre ellos o si se alían al hombre; en efecto, se trata de monstruos, y no pueden engendrar entre ellos como no lo pueden tampoco los consanguíneos; por otra parte, si se unen al hombre, el feto será de doble naturaleza, es decir, de la suya y de la del hombre, y en consecuencia, el niño será de especie humana, porque cuando tiene como padres a un ser sin alma y a otro con alma, pertenece a la raza del último. Los gigantes y los enanos mueren, por lo tanto, sin herederos. De la misma forma, los cometas no engendran otros cometas, ni los terremotos provocan otros terremotos. TRATADO VI: POR QUÉ DIOS CREA ESTOS SERES Dios ha creado estos seres para proporcionar guardianes a sus creaciones. De esta forma, los gnomos guardan los tesoros de la tierra, metales y otros; les impiden ver la luz del día antes del momento oportuno, ya que estos tesoros, el oro, la plata, el hierro, [...] no deben ser encontrados todos el mismo día, tienen que ser distribuidos poco a poco, y no sólo a algunas personas, sino a todas. Las salamandras guardan los tesoros de las regiones ígneas; los silfos guardan los tesoros que traen los vientos; los ondinos, los que se encuentran en el agua. Todos los tesoros se fabrican en las regiones ígneas, con los cuidados de las salamandras, para después ser extendidos y guardados en los demás medios. Las sirenas, los gigantes, los manes y los centellos (que son los monstruos engendrados por las salamandras) han sido creados con otro objetivo: tienen que prevenir de los acontecimientos graves a los hombres, indicarles que está a punto de declararse un incendio, advertirlos de la ruina de un reino. Los gigantes anuncian más especialmente la devastación de un país; los manes, la hambruna; las sirenas, la muerte de los reyes y de los príncipes. La causa inicial del Universo sobrepasa nuestro entendimiento. Pero, a medida que el mundo se acerca a su fin, las cosas se nos manifiestan cada vez con más claridad; vemos su naturaleza y su utilidad. El último día todo aparecerá claro, todo será conocido, nada será ignorado, cada uno recibirá la recompensa de sus esfuerzos y de su amor por la verdad. Entonces no será médico o profesor el que quiera serlo. La cizaña se separará del grano; la paja, del trigo. Entonces se callará el que hoy grita. Aquel que cuenta ya el número de páginas que le quedan por escribir sucumbirá bajo el peso de su obra. Entonces serán felices aquellos que en ese momento intenten ver. Y ese día se verá si he mentido. «Sobre las fuerzas del imán» Con este título, Paracelso evoca el potente magnés al servicio de la Medicina. El poder de simpatía se encuentra reforzado en este caso por la utilización de la piedra del imán, que precisamente posee la propiedad física de atraer el acero. En este sentido, Paracelso vuelve a ser un innovador al fundar las bases de la magnetoterapia dos siglos y medio antes de que Anton Mesmer realizara curas magnéticas con su famosa cubeta. El «magnetismo animal» (en realidad, humano) estuvo muy de moda desde la época de Mesmer, sobre todo gracias a la práctica de la hipnosis, hasta los trabajos de Charcot. Pero el magnetismo desarrollado por el hombre no debe hacernos olvidar el uso que actualmente hacen algunos naturópatas de los imanes metálicos. Por lo tanto, Paracelso fue el primero en estudiar los poderes del imán en su Herbarius, y lo hizo en estos términos: Ya he explicado que, gracias a una admirable virtud, el imán atrae el hierro y el acero. Esto es evidente y los médicos lo admiten. Pero, ¿no es posible estudiar si el imán posee otras virtudes? Yo creo que el imán es un piedra que atrae no sólo el hierro y el acero, sino también las causas de todas las enfermedades del cuerpo. Los viejos doctores que han escrito tantas tonterías sobre los cuatro humores curiosamente han servido muy mal a la Medicina, ya que conocer los cuatro humores es muy difícil. La experiencia demuestra que el imán atrae hacia él todas las enfermedades materiales, que las desplaza. Entre las enfermedades materiales podemos citar el flujo de las mujeres y todas las enfermedades que, partiendo de un punto para extenderse alrededor de él, pueden replegarse sobre ese punto, como la savia, que, partiendo de las raíces, sube hasta las ramas y puede descender de nuevo hasta la raíz. Voy a explicar cómo colocar el imán: es preciso situarlo sobre el punto de donde sale la enfermedad. He aquí un ejemplo: para curar una pérdida roja y blanca, es necesario situar el imán en el centro, es decir, sobre el punto desde donde parte el mal; lo mismo sucede con la diarrea. Gracias a la atracción el mal se obstaculiza, los fluidos se detienen en el punto de partida, desde donde es fácil, a continuación, eliminarlos por la vía excretora conveniente. Pero el enfermo no se cura al detenerse el flujo; sólo estará curado cuando el mal haya sido dirigido a su centro. Sin embargo, es necesario vigilar para que el cólico no vaya seguido de un estreñimiento, pues cuando la materia mala está detenida en su lugar de nacimiento, es necesario dirigirla y eliminarla de forma conveniente. Yo creo que el tesoro de la Medicina consiste en forzar el mal para que se quede en su lugar, para que se disuelva en ese lugar, para impedirle que se desplace a otra parte. De esta forma, el mal, sea cual sea, se cura de forma natural y no de forma sobrenatural. Es una vergüenza para el médico el hecho de no saber detener las enfermedades en sus lugares, madurarlas y eliminarlas cuando están preparadas para ello. Quiero destacar que mediante este método es posible detener la hidropesía en su lugar y eliminarla de forma natural. Gracias al imán, la hernia y las viejas úlceras se detienen en su lugar y, a continuación, se eliminan por la vía excretora conveniente. Para utilizar el imán, es necesario saber que tiene un dorso y un revés, que uno rechaza y el otro atrae. Para detener las pérdidas de las mujeres en sus lugares es necesario actuar de la siguiente forma: situar el dorso del imán al final de la línea y su revés al principio. Este procedimiento sirve no sólo para las pérdidas rojas y blancas de las menstruaciones, sino también para todas las demás pérdidas análogas. Gracias a este procedimiento, las pérdidas se detienen en su centro; a continuación sólo se tendrán que utilizar los remedios que hacen madurar y digerir. Así, el estómago que no mantiene los alimentos, que los rechaza crudos, tiene que ser obligado a guardarlos hasta que estén digeridos. De la misma forma, en la sofocación del útero, este tiene que ser llevado a su centro: para hacerlo es necesario aplicar en su base el revés del imán y hacer que mire hacia el aire, y en su extremo superior, el dorso del imán; gracias a este procedimiento, el útero permanece en su centro y no sube más. Sólo nos queda curarlo con los remedios convenientes para la matriz, como la mica negra o la corallorum perlae. Igualmente, es preciso saber que el mal sagrado, es decir, la epilepsia, tiende siempre a subir hacia la zona más alta de la cabeza. Es necesario colocar la cabeza sobre el imán con el revés hacia abajo, el dorso hacia arriba y, a continuación, moverlo hacia abajo. Gracias a este procedimiento, el mal desciende de nuevo de lo alto de la cabeza hacia su centro. Se utiliza el mismo método para hacer desaparecer el espasmo: cuando se lleva a su centro, se realiza una unción de aceite de sal (oleum salis). Para el tétanos, es necesario actuar con el dorso del imán. Este sistema es sobre todo eficaz para el espasmo de las mujeres embarazadas. Los antiguos médicos eran imbéciles [sic], por los remedios que indicaban para los derrames, con sus emuntorios, sus lavativas y sus purgaciones. El mejor remedio contra los derrames es el imán: si sobre el centro de un derrame se coloca, primero, el dorso del imán y, a continuación, su revés, el derrame vuelve a su centro, donde sólo queda madurarlo y digerirlo. No es posible hacerlo desaparecer con las purgas: eliminado con la purga, el derrame no está maduro y el mal aumenta. Es necesario que madure en su lugar de nacimiento antes de ser eliminado. Esta madurez se produce gracias al Esse Essentisicatum. Con este medio se curan la úlcera, el cáncer, las fístulas y otros males parecidos. Lo mismo sucede para detener la sangre: es necesario detener el derrame de la sangre en su centro. El revés del imán sirve para hacer desaparecer el derrame, y el dorso tiene que impedir que vuelva. A continuación, sólo hay que utilizar los remedios que hacen perder a la sangre su furor y su ebullición; la sangre se enfría y el mal se detiene. Es necesario emplear el mismo proceso en el caso de las hemorroides... El imán cierra también las rupturas, sea cual sea la edad del enfermo; también cura la ictericia. El medio consiste siempre en atraer, rechazar y hacer digerir en su centro. El arte de la alquimia El libro fundamental de Paracelso, El arte de la alquimia, empieza de la siguiente manera: Después de que Paracelso estableciera cuatro columnas para cierto fundamento de la Medicina que él profesa, a saber, la astronomía, la filosofía, la alquimia y la virtud, y que con razones poderosas e inexpugnables demostrara que el médico tiene que ser filósofo y astrónomo, probó con la química, para hacer comprender qué animal es y cómo hay que entenderla y tratarla; así es como habla: TEOFRASTO PARACELSO Vamos a estudiar el tercer fundamento de la Medicina: la alquimia; si el médico no la practica con gran estudio y afición, y no es perfecto en su práctica, todo lo que sabe de otras cosas le es inútil y vano; porque la Naturaleza es tan sutil y hábil en estas cosas que no puede ser tomada ni comprendida sin gran industria; porque no produce nada que no sea perfecto para su fin, pero es necesario que el hombre perfeccione todo y esta perfección se llama alquimia; porque el alquimista es como el panadero que cuece el pan, o como el viticultor que exprime y prensa la uva para preparar el vino, o como el tejedor que hace la ropa y las sábanas; y así, cuando la Naturaleza ha producido algo para la utilidad del hombre, es el alquimista el que lo prepara y lo deja preparado para ser usado. Ahora bien, tenéis que entender esta filosofía de la siguiente forma: si alguien tomase el vellón, o la piel de un cordero o de una oveja, y cruda y sin ninguna preparación, quisiera utilizarla para vestirse como si fuera un traje perfectamente apropiado para la ciudad, ese hombre sería considerado, y con razón, como rústico; esto se entiende si se compara este vestido con el que se hace con lana o cuero bien preparado por un tejedor o un peletero; igual de inepto y tosco es aquel que, encontrando algo de naturaleza en la tierra, lo quiere utilizar sin ninguna preparación, principalmente cuando hay que utilizarlo para la salud de nuestro cuerpo, para lo cual es necesario poner más atención y más cuidado. Y con toda seguridad los artistas y los obreros de cada oficio han sondeado la Naturaleza y han buscado con tanta curiosidad en todas sus propiedades que han aprendido a pulirla y a situarla en el más alto grado de la astucia y a obtener de ella todo lo que puede ser útil para las cosas externas; pero sólo en la Medicina, donde este artificio era más necesario, todavía no se ha encontrado, de tal manera que el arte resulta muy rudo y muy tosco. Así pues, si este es considerado un bárbaro, un ser rudo e incivil, porque come carne cruda y se viste con la piel de los animales sin tratar, porque construye su casa en la primera roca que encuentra o permanece bajo la lluvia, realmente no puede verse un médico más ignorante y tosco, y no se puede proceder de forma más rústica y grosera en la confección de los remedios, que de la forma en que tienen la costumbre de prepararlos los apotecarios; porque la verdad es que no se puede realizar una preparación más grosera que cuando en una mezcla se cuecen y corrompen todas las cosas y se rascan y estropean. Tal como es aquel que acabamos de describir, con su vestimenta de piel ruda y cruda, así es nuestro apotecario, ignorante e inexperto. Puesto que tenemos la intención de tratar aquí el verdadero fundamento de las preparaciones de la Medicina, debéis saber que este fundamento tiene que proceder de la Naturaleza, como si un cocinero hiciera cocer pimienta dentro de la sopa. Esta preparación de los remedios es el más alto secreto y el principal objetivo: debes saber que, después de que hayas abordado el conocimiento de la filosofía y de la astronomía, es decir, la naturaleza de las enfermedades y de los medicamentos, y su entera concordancia, la más importante y principal conclusión, el punto más necesario, es saber cómo debes aplicar lo que preparas. Porque la Naturaleza por sí misma te enseña lo que debes hacer para cocer tus remedios a la perfección; y de la misma forma que el verano hace madurar la pera y la uva, así tienes que preparar los remedios. Si tomas esta precaución, verás que tu remedio obra como debe; partiendo de la idea de que tu medicina tiene que producir su fruto como hace el verano, debes saber que el verano lo hace mediante la alquimia y no sin ella. Como es el alquimista quien realiza esta operación, debes saber que esta preparación tiene que dirigirse de tal manera que esté sujeta a los astros, ya que los astros perfeccionan las obras del médico. Así pues, es necesario entender la Medicina según los astros, y que por ellos sea ordenada y dispuesta, y que no se diga nunca más «esto es frío; esto es caliente; esto es húmedo; esto es seco». Es necesario decir: «este es Saturno; este es Marte; este es Venus; y este el Polo». Así, el médico irá por el buen camino. Después es necesario que el buen médico sepa por qué medio podrá someter el Marte natural al Marte astral, cómo los tiene que combinar y unir, porque ahí se encuentra el punto importante de la cuestión que ningún médico, desde los primeros hasta yo mismo, todavía no ha conseguido aclarar. Por lo tanto, es necesario entender lo que se ha dicho anteriormente: que el remedio debe prepararse según los astros y que debe convertirse en astral, puesto que los cuerpos celestes y superiores mortifican y crean enfermos, y los mismos cuerpos los alivian y los curan. Por ello, todo lo que se hace en el mundo no puede hacerse sin los astros. Al ser una constante el hecho de que se realice con los astros, es absolutamente necesario que durante la preparación el médico esté dirigido por el cielo, al igual que los profetas y los hechos terrenos dependen del cielo: los astros comunican las profecías, las grandes tormentas, los homicidios, las enfermedades sanguinolentas, las guerras, las batallas, las pestes, el hambre... El cielo significa todas estas cosas, porque el cielo es quien las hace. Así pues, todo lo que hace puede transmitirlo y darle significado. Estas cosas están hechas por él, y de él también dependen las ciencias por las que se pueden saber todas estas cosas. Al ser del cielo, también están gobernadas por el cielo, de manera que obran según su voluntad; así que lo que se había predicho sucede en efecto porque todas las cosas antedichas están preparadas por el cielo según su voluntad y, por lo tanto, las dirige y las endereza. En consecuencia, debéis entender lo mismo de la Medicina: si la Medicina se debe al cielo, sin ninguna resistencia y rechazo, es necesario que obedezca al cielo y que se adquiera y obedezca su voluntad; y si esto es así, el médico debe abandonar su rutina o su doctrina de adulteración de los grados de las complexiones, los humores y las cualidades, debe apoyar y conocer la Medicina simplemente por los astros; es decir, es necesario que realice una descripción de la virtud y la naturaleza de la Medicina según los astros de manera que los astros superiores y los astros inferiores estén allí. Y puesto que la Medicina no tiene valor sin el cielo, es necesario que sea obtenida del cielo; ahora bien, se puede extraer de él si el buen artista levanta la tierra, esa tierra de la que si no se separa, no puede estar regida por el cielo; pero cuando el remedio se separa de su tierra, entonces el médium o medio se convierte en un poder y una voluntad de los astros dirigida por ellos; de tal manera, lo que pertenece al corazón es conducido y llevado en el corazón por el Sol; lo que depende del cerebro, por la Luna; lo que depende del bazo, por Saturno; de los riñones, por Venus; de la hiel, por Marte; del hígado, por Júpiter; y así para los demás miembros. Y no sólo de estas cosas, sino que sucede lo mismo con una infinidad de cosas. Yo os pregunto: ¿Qué es la Medicina que ordenáis para la matriz de las mujeres si Venus no la conduce y la dirige? ¿Podría ser provechosa para el cerebro si la Luna no la guiara? Y así sucede para las demás cosas; estos remedios se quedarían sólo en el estómago, y de nuevo saldrían en su imperfección por los intestinos. Realmente, el error aquí es grave, y muy a menudo el cielo no te favorece y no puede dirigir y llevar tu medicina a su lugar; puesto que se trata de un abuso tienes tú la palabra: la melisa es una hierba para la matriz; la mejorana es buena para la cabeza; los hombres inexpertos e ignorantes hablan de esa forma; es en Venus y en la Luna donde todo reside, de forma que si decides encontrar estas cualidades y propiedades en dichas hierbas, es necesario que encuentres el cielo propicio, pues de otra forma no se producirá ningún efecto. Es en este punto donde se encuentra el defecto o el error que ha conducido la Medicina, cuando dicen: «Dele un medicamento; si le aprovecha, mejor...». Esta valoración y este tipo de Medicina son archiconocidas por todos los mozos de arreos por muy ignorantes que sean, no se necesita ni a Galeno ni a Avicena; pero vosotros, los médicos, la utilizáis; es necesario (decís vosotros) añadir los directorios para el cerebro, para la cabeza, para el bazo... ¿Cómo os atrevéis a hablar de estos directorios si no los entendéis? ¿Y cuáles son los verdaderos directorios? Esto es lo que os vuelve locos, el ver el poco efecto que hacen vuestros remedios; vosotros sabéis bien lo que es directorio para el corazón, la cabeza, la matriz, la orina, el vientre; pero (¡insensatos!) ignoráis el directorio de la enfermedad. Y desde el momento en que desconocéis eso, por esa misma razón no podréis saber en qué consiste ni dónde radica la enfermedad, y por ello os sucede que los artríticos a los que vosotros llamáis continuamente enfermos, y así otros tantos, invocan algunas veces como santos a aquellos cuyas almas se encuentran en la molestia y en los infiernos. Para vosotros, todo el mal se encuentra en el hígado, aunque se encuentre en el agujero del culo. Ahora bien, puesto que es el cielo el que debido a su eje y movimiento dirige el médico y el remedio, es necesario que el remedio sea reducido a una sustancia tan aireada que pueda estar regida y dirigida por Marte, Saturno, Júpiter o los demás, según lo que se requiera. ¿Porque quién ha visto jamás levantar o atraer hacia arriba una piedra mediante los astros? Nadie, únicamente lo que es ligero y volátil. Esta es la causa por la que muchos han buscado en la alquimia la quintaesencia, que en realidad sólo es el resultado de separar esos cuatro cuerpos de sus arcanos; y por este procedimiento, después de esta cruda separación, quedará el arcano, que ciertamente es un caos, y está regido y llevado por los astros como la pluma por el viento. Por lo tanto, es necesario que los remedios de la Medicina sean preparados de esta manera: que los cuatro cuerpos sean separados de sus arcanos; después hay que saber qué astro se encuentra en ese arcano, qué astro está y preside esta enfermedad y, finalmente, si ese astro de Medicina es apropiado contra este mal. Esta es la dirección que hay que seguir. Cuando das al enfermo una medicina para que se la beba tiene que estar preparada y separada en el estómago por el alquimista o dispensador. Si este es lo bastante poderoso como para reducirla hasta el punto de que los astros la reciban, entonces es digerida; si no es así, permanece en el estómago y se elimina con las deposiciones. ¿Hay algo más bonito y más sublime para el médico que concordar las dos astronomías (el macrocosmos y el microcosmos) en las que se sitúa el fundamento certero de todas las enfermedades? Pues la alquimia es el primer estómago que prepara el remedio de los astros, y no (como dicen los ignorantes) esa alquimia que no pretende otra cosa que hacer oro y plata: su verdadero objetivo es el de hacer arcanos y prepararlos camino es por donde debemos avanzar, ese es el verdadero fundamento de la preparación de los buenos remedios, porque estas cosas proceden de la experiencia y de la conducta de la Naturaleza. Así, el hombre y la Naturaleza quieren estar de acuerdo en la salud o en la enfermedad. Se trata de la salud y de la verdadera curación que es perfecta sólo mediante la química, sin la que no se puede hacer nada al respecto. Ahora bien, os ruego que lo consideréis, puesto que sólo los arcanos son la Medicina y los remedios son también recíprocamente arcanos, y estos deben ser volátiles y espirituales. ¿Cómo es posible que el chismoso operario de julios, ignorante e inexperto cocinero apotecario, sea tan presuntuoso como para creerse con la capacidad de dispensar estas cosas, y que, como hijo de su falsa dispensa, se glorifique de su arte tosco y de la ciencia de la luz de los apotecarios? ¿Cuál es la locura de estos doctores, que por este medio y en esta desagradable y vergonzosa charlatanería, o cocina de julios, engañan y embaucan a los pobres ciudadanos, recetándoles y dándoles electuarios, jarabes, pastillas y ungüentos? Estas cosas mal preparadas van contra los fundamentos de la Medicina y no contienen ninguna verdad; ninguno de vosotros será lo bastante malo como para jurar por su honor y su conciencia que hace el bien. Sucede lo mismo y hacéis lo mismo en la inspección y el juicio de la orina, cuando mirando su color al cielo tergiversáis y decís mentiras infinitas, tanto que vosotros mismos estáis obligados a confesar, después de todo, que en la mayor parte de los casos no hacéis más que dudar y opinar, y que no lo hacéis siguiendo ningún arte ni certeza, sino que por casualidad sucede algo de lo que vosotros decís. Sucede exactamente lo mismo en las tiendas de los apotecarios, a los que visitáis a menudo, y donde os hacéis preparar vuestros líquidos de mal gusto; al veros, todos creen que en vuestras casas se encuentra el reino de los cielos o las delicias del paraíso, cuando la verdad es que lo que se encuentra en ella es el abismo del infierno y la amargura de la muerte. Si abandonáis estas conductas y os ponéis a buscar los arcanos, sean cuales sean, sus directorios, sus astros y finalmente las enfermedades y la salud, entonces aprenderéis con el uso y con la experiencia que vuestro fundamento no es otra cosa que pura fantasía. Ahora bien, todo este discurso sirve para haceros ver y justificar que el último y verdadero fundamento de la Medicina consiste en los arcanos, y que los arcanos contienen este fundamento. Y si todo el objetivo de la Medicina está situado en los arcanos, es necesario, en consecuencia, que el fundamento de la Medicina sea la alquimia, es decir, aquella por la que todos los arcanos están hechos y preparados. Debéis saber, por lo tanto, que los arcanos sólo son las virtudes y las potencias de las cosas y, por eso, son volátiles y no tienen cuerpos terrestres. Son un caos, y algo claro y diáfano, y una cierta potencia astral. Si conoces el astro y su enfermedad, entonces sabrás perfectamente quién es tu director y que este no es más que potencia, algo que los arcanos demuestran a menudo. Por lo tanto, no hay nada de humores, cualidades y complexiones, y no se debe decir «esto es melancolía, esto es flema, ira...» sino más bien «esto es Marte, esto es Saturno»; o bien «esto es el arcano de Marte, esto es el arcano de Saturno, de la Luna...» Esa es la verdadera Medicina... ¿Quién entre vosotros, los cirujanos, podría odiar este fundamento, a no ser que disponga del juicio completamente atontado? Puesto que el médico debe saber estas cosas, es necesario que sepa también lo que significa calcinar, lo que significa sublimar, no sólo con la mano sino también transmutando las cosas, y en esto hay más virtud que en lo otro, puesto que la preparación da a las cosas lo que la Naturaleza no les ha podido dar, es decir, la maduración; y la ciencia del médico es madurar, puesto que él mismo es el otoño, el verano y el astro, con lo que perfecciona las cosas; el fuego proviene de la tierra, el hombre es la disposición y las cosas que se elaboran son la semilla. De la misma forma que en el mundo las cosas se comprenden casi con un único intelecto, y no son ni siquiera muy diversas en su objetivo, así sucede aquí, donde las cosas cambian y se cambian según su objetivo, de forma que, mediante un único procedimiento, los arcanos sean producidos por el fuego, y que el fuego sea su tierra y su sol; que la tierra y el firmamento sean una sola y misma cosa en esta generación; porque los arcanos se cuecen y se fermentan en el fuego. Y tal como el grano se pudre en la tierra antes de crecer, y después aporta su primer fruto, así en el fuego se realiza la destrucción, se fermentan los arcanos, dejan su cuerpo atrás y ascienden a un grado superior al que estaban anteriormente; ahora bien, su tiempo es su calcinación, sublimación, reverberación, solución y reiteración, es decir, trasplante; y toda esta operación se realiza con el paso del tiempo, puesto que existe un tiempo en el primer mundo y otro en el hombre. Ahora bien, el operador del curso celeste es admirable, puesto que aunque el trabajo del artista es estimado por él como maravilloso, ni siquiera este es digno de gran admiración, pues el cielo cuece, digiere, absorbe, disuelve y reverbera mucho mejor que el alquimista, de tal manera que el curso del cielo enseña y rige el curso del fuego en el arcano que quiere preparar. Es el cielo quien da y engendra las virtudes y propiedades que se encuentran en el zafiro: lo hace por la solución, la coagulación y la fijación. Y visto que el cielo trabaja de esta forma hasta que ha llevado su obra a ese punto, por eso mismo es necesario que se realice la destrucción del zafiro si se quiere preparar como remedio; dicha destrucción se realiza de esta forma: el cuerpo es segregado y el arcano se queda solo o como esencia. Cuando aún no era zafiro, en la tierra o en la mina, no tenía todavía el arcano en sí mismo (es decir, la calidad y la propiedad) cuya virtud (así como la vida está inspirada en el hombre) ha sido engendrada y dada por el curso del cielo o insuflada en esta materia. Es necesario que el cuerpo se separe y se retire (porque aprisiona y molesta al arcano) así como de la semilla nada se hace si no está corrompida; dicha corrupción no es otra que la putrefacción del cuerpo, y no del arcano que contiene. De esta misma forma sucede con el zafiro, del cual se reduce el cuerpo mediante la corrupción para obtener la virtud y el arcano que se encuentra en este cuerpo y que había obtenido del cielo; ahora bien, su destrucción debe realizarse en los mismos grados en los que se había compuesto. El grano que sembramos en el campo se mantiene largo tiempo en la tierra y no se transforma en espiga con poco trabajo y astucias de la Naturaleza; en ella se realiza un elixir y una gran fermentación que es necesaria y requerida en todas las cosas naturales; después se lleva a cabo la digestión y, después de ella, la vegetación. Por lo tanto, cualquiera que desee preparar Naturaleza debe avanzar por este mismo camino, en caso contrario actuará como un cocinero torpe y tosco, con un sucio desbordamiento de Julios o potajes mal preparados. La Naturaleza quiere que la preparación que el hombre hace en todas las cosas sea parecida a la suya, es decir, que tenemos que imitarla y no seguir nuestra locura y nuestra fantasía. Pero vayamos al aspecto más importante. ¿Qué digieren, fermentan, putrifican, calcinan y subliman nuestros apotecarios y nuestros grandes doctores médicos? Nada en realidad, realizan cantidades descomunales de julios y hacen que los pacientes las beban; y con estas y otras pociones engañan hábilmente a las personas. ¿Cómo puede vivir el médico y reinar con este nombre, si no conoce ni la medida ni la fuerza de la Naturaleza? O más bien, ¿quién puede confiar en él? El médico no debe ser otra cosa que un hombre conocedor de las cosas naturales y de las propiedades, las esencias y las fuerzas de Naturaleza. Si ignora la composición de las cosas de la Naturaleza, ¿qué podrá saber sobre su disolución? Sed conscientes de que es preciso resolver y retroceder en estas operaciones. Y todo lo que la Naturaleza ha hecho en su progreso, hay que resolverlo y retroceder grado por grado, repitiendo si es necesario; y si vosotros y yo ignoramos estas resoluciones, no seremos más hábiles ni dignos de más estima que los asnos y los ignorantes. Hablamos de lo que es posible obtener o extraer de bueno del alumbre según vuestros procedimientos; en este alumbre se esconden seguramente grandes virtudes y propiedades, tanto para las enfermedades internas como para las quirúrgicas. Ahora bien, ¿quién es el que podrá utilizarlas de forma útil para la común preparación del apotecario? Lo mismo se tiene que entender de la mumia. ¿Pero dónde la buscáis? ¿En el mar, en casa de los bárbaros? ¡Qué simples e ignorantes sois! Porque se encuentra delante de vuestras casas y entre vuestras murallas; pero puesto que ignoráis la química no podéis tampoco conocer los misterios de la Naturaleza. Creedme cuando os digo que para tener a Avicena, Galeno, Savonarola y Ugon debéis estar libres de cualquier pena y trabajo. Todos sus discursos y razones son cosas pueriles y vanas; y fuera de los arcanos susodichos, nadie puede saber lo que la Naturaleza contiene y lo que esconde bajo llave. Consultad a todos vuestros escritores y doctores, y venid a decirme la virtud y el valor de los corales; pero aunque tengáis algún conocimiento y aunque descubráis muchas de sus propiedades, cuando es necesario probar estas cosas con buenas razones de filosofía, os es imposible justificar la mínima de sus virtudes, porque el proceso del arcano no está escrito por estos autores; y teniendo al arcano mediante la química, entonces se encuentra la verdad de sus virtudes; no seáis tan poco sabios y tan simples que tengáis la opinión de que no se necesita una mayor separación que la sola pulverización, que después sea tamizada (decís vosotros) y se convierta en grageas con azúcar. Todo lo que Plinio, Dioscórides y los demás han escrito sobre los corales, jamás lo han experimentado; pero lo han aprendido de algunas personas nobles y curiosas que han tenido el conocimiento de varias de tales virtudes y propiedades de las cosas naturales; y después estas gentes han compuesto libros repletos de halagos y de dulces palabras para seducir a los lectores. Pero vosotros, médicos, haced ver con buenas y válidas razones que lo que vuestros autores han escrito es verdadero; es verdadero, pero vosotros no sabéis ni cómo ni por qué; y no podéis probar los escritos de aquellos de los cuales estáis orgullosos de ser sus discípulos y doctores de sus doctrinas. Hermes y Arquelao han dejado en sus escritos grandes virtudes y propiedades de cosas naturales, y son verdaderas según sus escritos; pero no conocéis la causa de estas virtudes ni por qué son tan simples, y os calificáis como maestros de las cosas de la Naturaleza aunque las ignoréis completamente. Peor aún, habéis leído otros libros y habéis estudiado en la universidad, pero desgraciadamente no os ha servido de nada. Discursos ampulosos, llenos de bonitas y elegantes palabras y nada más. Sin embargo, el pobre enfermo con fiebre sufre ante vuestra ignorancia. ¿Qué dicen los demás filósofos y alquimistas, o qué no dicen sobre las virtudes del mercurio? Está claro que han dicho grandes cosas y estoy seguro de que son verdad; pero vosotros no sabéis cómo actuar para hacer que sean verdad; esto corresponde a Dios, porque vosotros ignoráis las preparaciones. ¿Por qué no dejáis de vociferar y de gritar? Vosotros y vuestras academias y vuestros doctores no sois más que colegiales, pues no hacéis más que leer vuestros libros. «Esto es así, esto es asá, eso es negro, eso es verde... Si queréis más, por Dios que yo no sé nada, así lo encuentro escrito». Si no tuvierais estos libros, no sabríais nada de nada. Vosotros pensáis que establezco sin razón el fundamento de la Medicina en la alquimia, porque me hace conocer lo que vosotros no podéis probar, aunque sea verdad. ¿No es necesario, por lo tanto, apreciar esta ciencia y sacarla a la luz para utilidad pública? ¿No será realmente el fundamento cierto del verdadero médico, ya que prueba y confirma la ciencia del médico? Quisiera saber qué os parece aquel que dice: Serapión, Mesué, Rasis, Plinio, Dioscórides y Macer escriben sobre la verbena, que es buena para esto o para aquello, aunque no pueda probar lo que dice. Yo lo sé muy bien. Yo sé bien lo que es, diría. Por lo tanto, considerad si no es mejor que alguien pueda probar lo que es cierto sobre las cosas de la Naturaleza. Pero no puedes ejercer la Medicina sin alquimia, y aunque hayas leído y estudiado mucho, tu ciencia será inútil en este tema. ¿Por qué querrías tú, al leer mis obras, interpretar la parte mala si me tomo tantas molestias en explicarte e inculcarte estas cosas? Tú no posees la ciencia y los secretos de los que hablas y te glorificas. Pero dime, ¿cuando el imán ya no atrae al hierro, cuál es la causa? ¿Y cuando el eléboro ya no hace vomitar, qué sucede? Conoces bien lo que hace vomitar y lo que suelta el vientre; pero cuando es necesario llegar a los arcanos de los que hemos hablado anteriormente (los que curan sin hacer vomitar ni tener que evacuar), en este tema eres más simple e ignorante que un vendedor de cucharas de madera. Dime, ¿a quiénes hay que creer, a los que han anotado y descubierto los secretos de las cosas naturales y no los han podido probar con razones, o a aquellos que los han hecho probables a través de la experiencia y no lo han anotado en los libros? ¿No es verdad que Plinio no ha encontrado nunca nada? ¿Qué ha escrito entonces? Lo que ha podido aprender de los alquimistas, unos alquimistas que si tú no conoces, no eres más que un médico ignorante e inexperto. Por lo tanto, es muy importante que en la Medicina se conozca y se utilice la química, debido a la grandeza y la multitud de las virtudes y de las propiedades secretas que posee, que se encuentran escondidas en el seno de las cosas de la Naturaleza y que nadie puede conocer perfectamente si la química no las descubre y no las extrae mediante su arte: en caso contrario, sería todo de tal manera que si alguien viera en invierno un árbol desprovisto de hojas y de verdor, no sabría de qué árbol se trata, ni qué propiedad posee, hasta que llegaran la primavera y el verano y que una señal tras otra se descubriera; para empezar, las yemas; luego, las hojas, las flores y finalmente los frutos, y si hay todavía algo más en este árbol. Más o menos de la misma forma, la virtud que se encuentra en las cosas naturales está escondida para el hombre y sólo puede conocerla y aprenderla a través de la química. Ahora bien, teniendo en cuenta que la alquimia sabe descubrir las cosas que esconde la Naturaleza, es necesario saber que encontramos virtudes en la médula, otras en los brotes, otras en las hojas, otras en las flores, otras en los frutos no maduros, y otras en los frutos ya maduros; y tan distintas y admirables que el último fruto del árbol es totalmente distinto del primero, no sólo en la forma sino también en sus propiedades; por esta razón, hay que saber distinguir los primeros frutos de los últimos. Teniendo en cuenta que la Naturaleza es tan sorprendente, es necesario saber que el alquimista obra de la misma forma en estas cosas, después de que la Naturaleza haya abandonado su actuación; esto hace que el gusto conserve todavía el procedimiento de su naturaleza en la mano del alquimista, y es así en el caso del tomillo, de la mejorana y de todos los demás productos puros. Podéis ver que cada cosa no contiene una única virtud sino varias; así sucede con flores que no tienen un único color sino varios, pero que proceden todas de la misma planta, y cada una es en sí misma un grado soberano; de esta forma, se tienen que entender las virtudes diversas de las cosas. La alquimia separa los distintos colores de las cosas, y no sólo los colores, sino también las virtudes, porque tantas veces como cambia el color, cambia también la virtud. En el rayo encontramos el color blanco, el amarillo y el rojo, y también el púrpura y el negro. Y en cada color encontramos una virtud y una propiedad particular. Ahora bien, en otras cosas que tienen los mismos colores son diversas las propiedades y las virtudes. Por eso es necesario conocer bien los colores y las virtudes, tal como corresponde. La manifestación de las propiedades se sitúa sólo en la forma y en el color. Así pues, primero de todo nacen las yemas, después la pulpa, después las ramas, las flores, las hojas y después el inicio de los frutos, el medio y el final. Debido a este orden, la virtud de las cosas tiene que reducirse hasta la madurez y después llevar a la regeneración; y así, de grado en grado, y de día en día, de momento en momento, las virtudes innatas y escondidas de las cosas se verán aumentadas. Porque si el tiempo otorga a las yemas apicales del husillo la cualidad laxante, lo que no hace la materia; de la misma forma el tiempo aporta también otras fuerzas sobre las virtudes de las cosas; y así como el tiempo, y no el Sol, ofrece e infunde su poder astringente a las acacias y a otras plantas silvestres; el tiempo da también las virtudes intermediarias, las anteriores al último tiempo. Ahora bien, estos signos son de gran importancia para la alquimia, para poder saber la operación necesaria al final, durante el otoño, para que la virtud más o menos sea tomada cuando esté madura y se emplee en la Medicina tal como se requiere. Estas maduraciones se realizan en orden, de modo que una sea parecida a las yemas, la otra a las ramas, la tercera a las flores, la cuarta a la pulpa, la quinta a los licores, la sexta a las hojas y la séptima a las frutas; y en todas estas cosas se encuentra el principio, el medio y el final: es decir, el laxante, el astringente y el arcano, puesto que las cosas que son laxantes o constrictivas no son los arcanos, sino que son sólo los medios o primeras virtudes. Por ejemplo, ¿cuánto se debe apreciar el vitriolo, que actualmente está tan reconocido y destaca por sus propiedades, y el cual yo propongo aquí, no por negar, sino por aumentar y promover sus virtudes y alabanzas? El vitriolo es, en primer lugar, por sí mismo laxante, y supera en esta virtud a todos los laxantes, y es también muy depurativo, de manera que no deja ningún miembro en el hombre, tanto dentro como fuera, que no busque y no penetre; ahí se encuentra su primer tiempo. El segundo tiempo le da la constricción: cuanto más laxante haya sido al principio y en su primer tiempo, más constrictivo será, y sin embargo todavía no ha llegado hasta su arcano. Cuando ha llegado hasta sus ramas, ¿hay algo más sublime para el mal sagrado? Cuando está en flor, ¿hay algo más penetrante? ¿Qué olor tiene cuando lleva sus frutos? Posee tan intenso y fragante olor que no se puede ocultar, y no hay nada que recree tanto el calor natural. También presenta este material muchas otras virtudes que se expresan en su lugar... Ahora bien, yo he planteado sólo este ejemplo para que veáis cómo en una única y misma cosa encontramos diversos arcanos, que difieren de varias maneras, y cada parte tiene su tiempo y el final es siempre el arcano. Tenéis que entender lo mismo del tártaro, donde al principio se esconde y se encuentra el arcano contra la sarna, el prurito, la comezón y otras enfermedades parecidas de la piel. Después es el arcano el que abre cualquier cosa restringida y cerrada (no por laxación del vientre); y en tercer lugar contiene la curación de las llagas abiertas. ¿Quién nos ha enseñado y nos ha hecho ver estas cosas? La alquimia. ¿Por qué entonces no debe ser, y con justicia, el fundamento de la Medicina? Siempre mejor que las cocciones ineptas y los amasijos de basura de los apotecarios que no entienden nada de nada sobre el verdadero procedimiento y la verdadera preparación de los medicamentos, y además son tan burros e ignorantes con sus doctores, que niegan descarada y absurdamente que estas preparaciones puedan realizarse a través de la alquimia. Son tan poco sabios y tan poco expertos que, sin conocer siquiera los principios de la piel, quieren que busquemos en sus casas los remedios para curar todas las enfermedades; sin embargo, entre una gran parte de estos canallas sólo encontramos una suficiencia y una capacidad de crear, a través de su charlatanería y sus palabras embusteras, mentiras que sirvan para la fortuna y para la bolsa de los hombres, tanto si sus drogas divulgadas y mal preparadas aprovechan como si perjudican, si dejan en mejor o en peor estado que antes. ¿Y después de conocer esto no os parece razonable poner al descubierto esta tontería y esta ignorancia? Esto no les hará aceptar y obedecer mis preceptos de salud (puesto que no querrán aceptar tal vergüenza para ellos), pero sí les hará mostrarse poseídos de tanta rabia y furor contra mí que morirán sin abandonar sus opiniones. Y a pesar de todo, me atrevo a afirmar que a cualquiera que desee abrazar y seguir la verdad en la Medicina, le será necesario seguir mis preceptos y mi monarquía (es decir, mi ciencia) y que no deberá aceptar ninguna otra. Os ruego a vosotros, los que me escucháis y los que me leéis, que consideréis lo desgraciados y vanos que son los procedimientos que han utilizado con el mal sagrado todos los autores que escriben o han escrito al respecto, lo mismo que todos los médicos hasta mi época, que todavía no han conseguido curar ni siquiera un caso. Así pues, ¿cómo pueden reprocharme que deteste y que critique a tales escritores y falsos médicos, que no quieren (y no pueden) utilizar su medicina en una enfermedad tan deplorable; y por el contrario, llenos de malicia, envidia e imposturas, llaman charlatán, empírico y vagabundo a alguien que, a través de su arte, intenta curar y socorrer al enfermo por otras vías y remedios distintos a los suyos? Es la pura verdad: todas sus composiciones de remedios para el mal sagrado y las demás enfermedades (en la causa y en la esencia) son falsas y no tienen razón de ser, lo que atestiguan bastante bien sus efectos y sus operaciones, y los enfermos que tratan, y la naturaleza misma de las cosas, y el fundamento de cualquier buena Medicina. Pero yo afirmo que no sólo sucede esto con estas enfermedades, sino que no saben curar ni una sola enfermedad con seguridad, antes de haber consultado su débil e incierta Medicina. Dios ha instituido y establecido el verdadero médico, no dudoso ni incierto, sino certero y experto en su arte, del mismo modo que un trabajador o un tallador de piedras, etc. Todavía con más razón, el médico tiene que ser certero en sus operaciones, ya que las consecuencias y la importancia son mayores en él que en las demás artes. Y, sin embargo, estas personas hacen de la Medicina un fundamento inestable y dudoso, y van diciendo por toda respuesta que su fundamento está en la mano de Dios; y por esta razón es necesario que la mano de Dios sea la tutora y la defensora de su ignorancia y de sus fraudes; ellos han cumplido muy bien su deber; pero Dios ha fallado, y su arte, en lo que a ellos concierne, puede ser muy bueno y certero, pero Dios lo ha impedido y lo ha interrumpido. Si estas personas no son embusteros y charlatanes, con toda seguridad nadie lo será jamás. Esta es la razón por la que yo persisto en establecer la alquimia como fundamento de la Medicina; porque esas grandes y graves enfermedades de la cabeza, como la apoplejía, la parálisis, el letargo, el mal sagrado, la manía, el frenesí, la melancolía, la tristeza y otras parecidas, no pueden curarse mediante las decocciones impuras de los apotecarios, puesto que al igual que la carne no se puede cocer cerca de la nieve, así, por el mismo arte tosco de los apotecarios, los remedios de estas enfermedades no se pueden reducir al efecto; porque de la misma forma que cada cosa tiene su artificio a través del cual se prepara para el final que le es propio, igualmente es necesario entender estas enfermedades; es decir, asignarles sus arcanos y, en consecuencia, sus preparaciones necesarias y particulares. Yo hablo aquí de preparaciones, es decir, de esta forma, pues cada uno de estos arcanos debe tener sus administraciones; y también las administraciones deben tener sus preparaciones. Pero no existe en casa de los apotecarios ninguna preparación, sólo una cocción mezclada y un montón de Julios sucios, en cuya cocción los arcanos o esencias de las cosas se sofocan y se aniquila su efecto; porque es necesario conservar la Naturaleza en su medida y en su estado original; de la misma forma que el vino tiene su propia forma de prepararse y de reducirse al final según para lo que se destina, y lo mismo sucede con el pan, la sal, las hierbas y con todas las demás cosas que son creadas por la tierra y son debidamente preparadas para que sean útiles. Del mismo modo en que la Naturaleza no quiere confundir en una misma forma la comida y la bebida, la carne y el pan (lo que no se hace sin unas buenas y grandes causas, que no es necesario explicar aquí) y nos da el ejemplo de observar cierto orden en todas las cosas, por la misma razón estamos obligados a preparar los remedios para las enfermedades, de una forma o de otra, y según el mal que los necesita. El hígado tiene sed y, por lo tanto, cuece el vino y el agua; por eso, fíjate bien en cómo viene el vino y cómo se prepara antes de que apague la sed y provoque una alteración del hígado. De la misma forma el vientre tiene hambre; considera cómo, por diversión y de varias formas, se le prepara el pan y las carnes; ahora bien, es necesario esperar; pues bien, entiende las mismas razones para la curación de las enfermedades si deseas curarlas perfectamente, porque es necesario que observes las diferencias, como en la apoplejía: según la sed que tengas, será necesario aplicar un remedio u otro en particular. Para el mal sagrado, tienes que compararlo con el estómago, que necesita también una preparación especial. La manía es parecida a los vasos espermáticos, que precisan particularmente lo que se les debe; y por las mismas razones es necesario entender la manía, que da su remedio y su preparación. Por lo tanto, es por una buena causa por lo que os proporciono el conocimiento de estas cosas, puesto que tenéis en vuestras manos buenos remedios y arcanos, y a través de vuestras impuras cocciones y sales mezcladas los destruís y los sumergís en esta basura de Julios o potajes. Considero que debo decir y descubrir estas cosas para que, en un futuro, se puedan obviar estos tontos errores y para que los pobres enfermos puedan disfrutar de los arcanos de los simples que Dios ha creado para ellos y sus necesidades. Debéis saber que es necesario que los tengáis tal como yo los propongo y no como os guste a vosotros. Es preciso que me sigáis, no que yo os siga a vosotros; y por mucho que suscitéis contra mí grandes clamores y oprobios, a pesar de eso, «mi monarquía y doctrina subsistirá, no la vuestra»; por lo tanto, me es lícito con justa causa hacer ahora discursos sobre alquimia, para que podáis conocerla bien y para que aprendáis qué es y cómo se debe entender. No os ofendáis cuando la alquimia no os proporcione oro ni plata; pensad que, por lo menos, os muestra y os descubre los secretos o arcanos de las cosas, y os enseña los engaños y las imposturas de los ignorantes apotecarios, es decir, la forma en que el pobre pueblo es robado y decepcionado por ellos, que venden al precio de un escudo de oro lo que no querrían comprar ni por cinco céntimos debido a la mala calidad de la mercancía. Pero nadie puede negar que en todas las cosas hay algún veneno escondido. Realmente nadie puede decir lo contrario. Y si eso es así, pregunto si no se debería separar ese veneno de lo que es bueno y coger lo bueno y dejar lo malo. Esto es muy cierto. Y si se debe actuar y proceder de esta forma, ¿por qué dejáis uno y otro juntos en vuestros botiquines, entre vuestros remedios y drogas? Haríais bien en confesar que el veneno existe; pero esto es lo que sucede: queréis excusar vuestra ignorancia y vuestro poco conocimiento mediante vuestras correcciones, y afirmáis con impertinencia que a través de ellas el veneno ha desaparecido; por ejemplo, añadís membrillos y escamonea, y después llamáis a esto diagridio. ¿Pero cuál es esta corrección? El veneno no es como antes. Y sin embargo tú dices que lo has corregido, de modo que el veneno ya no puede perjudicarte; ¿pero dónde está? ¿qué le ha sucedido? Con toda seguridad permanece dentro del diagridio. Experiméntalo, toma una dosis mayor de lo que debe ser y sentirás muy pronto, sin duda, dónde se encuentra el veneno... De esta forma corriges el trabajo y le das el nombre de diaturbith; se trata de excelentes correcciones y muy apropiadas para dárselas a los caballos. Haz pruebas, supera la dosis ordinaria y encontrarás enseguida dónde se encuentra el veneno. Corregir no es eliminar; si alguien es malvado y ha cometido una falta, y si por esa causa es castigado o corregido, el castigo sólo servirá de algo mientras quiera el castigado; de esta misma forma actúan tus correcciones, puesto que la cuestión se sitúa bajo el poder de la corrección y no bajo el tuyo. Así pues, el verdadero médico se da cuenta de que es preciso eliminar para siempre el veneno, y que esto se debe realizar separándolo, de la misma forma que se puede encontrar una serpiente venenosa que, sin embargo, es buena para comer, porque si se elimina el veneno no se corre peligro al comerla. Debes entender el parecido de las demás cosas, de las que es necesario hacer la separación, puesto que si no la llevas a cabo no puedes esperar la certitud de tu operación, sólo puedes esperar que la Naturaleza haga tu trabajo y lo reemplace gracias a un gran favor del cielo, ya que en lo que a ti y a tu defectuoso arte se refiere, no le sucederá nada bueno al enfermo. Ahora bien, no es suficiente con decir que se debe eliminar el veneno; es preciso saber cómo y mediante qué proceso razonable se debe realizar esta operación. El veneno se elimina por medio de la química; pues cuando Marte se encuentra en el Sol, es necesario eliminar y separar a Marte; de forma muy parecida si Saturno se encuentra en Venus, es preciso que Saturno sea separado, «puesto que existen tantos cuerpos en ellos cuantos ascendentes e impresiones hay en las cosas naturales». No obstante, es necesario eliminar y separar los cuerpos que le son contrarios para que toda la contrariedad se retire y que el mal salga con el bien, que es lo que tú buscas, o por lo menos lo que debes buscar. Porque el oro no sirve de nada si no se ha fundido con fuego; por eso el remedio no se puede aprovechar ni es útil si no ha pasado por el examen del fuego. Es necesario que todas las cosas sean regeneradas en el fuego para hacerlas útiles para el hombre. No es posible poner en duda que es aquí donde se encuentra el fundamento estable del verdadero médico, puesto que el verdadero médico utiliza los arcanos y no los venenos de las cosas. Lo que ocurre es que los apotecarios, con todas sus preparaciones, no tratan apenas esta doctrina y no enseñan ni siquiera una sola palabra de ella; y por otro lado, sus correcciones no son más que lo que sucedería si un perro hubiera hecho sus necesidades y dejado sus excrementos en una habitación y se quisiera sacar, limpiar y corregir este desagradable olor sin eliminar la causa, únicamente mediante una composición de tomillo, de salvia y de enebro. Este olor permanecerá allí como antes, aunque debido a las hierbas ya nombradas sólo se percibirá un poco o nada de él. Cualquier persona sensata negaría que se haya conseguido eliminar el olor y que este ya no exista. La verdad es que todavía existe, pero está corregido por el perfume; a consecuencia de esto, el perfume y el olor entran en el hombre. Así son las correcciones de los apotecarios, que cargan el aloe hepático con grandes cantidades de azúcar, creyendo que después de esto su veneno ya no podrá perjudicar más. En el azúcar se encuentra su artificio, pero la genciana y la miel son su corrección para el antídoto. ¿No parece todo esto una tontería? Sin embargo, estas preparaciones reciben el apelativo de excelentes remedios, de medicinas recientes. ¿Quién es el pobre de espíritu tan ciego que no percibe enseguida la picaresca y el poco valor de eso? ¿Acaso dicen algo sobre la Medicina que no consista en un dulce electuario compuesto de cosas puras y aromáticas, con azúcar y miel, aunque existan otras muchas cosas? Por esta razón los enfermos son alimentados con remedios azucarados. Juzgad vosotros mismos. ¿Es verdadera Medicina la que une o mezcla tantas cosas en un montón y hace que un cocinero de potajes las haga cocer? Da lo mismo que ese sea el fundamento de la Medicina porque no es más que una fantasía creada y reunida por algunos cerebros locos. Como hemos dicho anteriormente, existen tres fundamentos en la Medicina: la filosofía, la astronomía y la alquimia. El médico tiene que apoyarse en estas tres cosas, y todo aquel que no edifique su Medicina sobre estos tres fundamentos se verá arrastrado por la primera inundación de aguas, el viento le robará su trabajo, y su edificio se verá trastornado en la siguiente luna nueva y disuelto por la próxima lluvia. Juzgad ahora mediante este fundamento de la Medicina si soy doctor contra la verdadera Orden de la Medicina, si soy un hereje de la Medicina, un destructor de la verdad, un insensato, y si actúan justamente o injustamente mis adversarios, y con qué razones me rechazan y se rebelan contra mí. Confieso ingenuamente que nadie abandona su baza sin pesar, que nadie deja gustoso el hacha que le ha calentado la mano; pero en esto persisten sólo los locos y los poco sagaces, el hombre sabio y prudente no actúa de esta forma, puesto que tiene suficiente decencia para soltar el hacha, olvidar los errores y perseguir cosas mejores. Yo me pregunto: ¿de qué debería preocuparme, tanto si me siguen como si no lo hacen? No podría obligarles. Por eso los señalo con el dedo, para que cada uno pueda conocer cómo se alimentan y viven con mezquindad de sus engaños, y que los fundamentos y los escritos de sus libros no son más que pura fantasía. Los hombres de bien, fieles a los enfermos, no me dejarán jamás y seguirán mis preceptos con toda su afición. Al propio Jesucristo no le seguían todos aquellos que le conocían y que veían sus milagros; muchos lo despreciaban y lanzaban contra su honor blasfemias y calumnias. ¿De dónde viene esta presunción que me otorga el privilegio de no ser despreciado ni vilipendiado? Por mi parte, yo estuve adherido a su ciencia y su opinión más áspera y pertinazmente que ellos mismos. Seguí los mismos principios y preceptos de la Medicina, pero después de reconocer que por este camino no podía hacer otra cosa que matar, debilitar y perder a los enfermos y que no existía ninguna certidumbre en esta Medicina; me vi obligado por la razón y por la conciencia a buscar la verdad allí donde se encontraba; en esa época me objetaban que no entendía sus escritos y que ellos los entendían muy bien. Sin embargo, pude comprobar que ellos mataban, debilitaban y perdían muchos más pacientes que yo. Tanto era así que yo pensaba: el que entiende muy bien a esos autores y el que no los entiende en absoluto se encuentran en la misma condición y categoría, ni el uno ni el otro valen nada. Y cuanto más consideraba su ignorancia y la mía, más obligado me sentía a esperar encontrar algo mejor, puesto que habiendo llegado hasta ese punto, había aprendido que toda su Medicina no era más que una muy exquisita y perfecta charlatanería e ilusión. Pero no dejaré las cosas de esta forma tan imperfecta; quiero demostrar con mis escritos que todas estas cosas están llenas de errores y de falsedades; cada vez soy más consciente de que no sólo su Medicina, sino también su filosofía y su astronomía, no valen nada de nada; y como ya he dicho anteriormente, no se basan ni se obtienen de buenos y verdaderos fundamentos. Supongo que esta opinión provocará entre vosotros un gran tumulto, puesto que condenaré a aquellos que han reinado durante tanto tiempo y que han sido apreciados con tanta gloria y magnificencia. Pero yo sé que llegará un día en que este orgullo y esta magnificencia se verán ampliamente humillados. Porque no hay más que vanidad y fantasía en todas sus obras, lo he escrito anteriormente y lo demostraré cada vez más. Y con más razón por el hecho de que vuestras escuelas y universidades no son de mi opinión y no aprueban mi doctrina, aunque esto es algo que no me preocupa mucho, no tengo la más mínima intención de obedecerlas; algún día las veréis bastante humilladas. Os explicaré y os aclararé tanto este tema «que hasta el último día del mundo mis escritos se conservarán y subsistirán como verdaderos», y los vuestros serán considerados llenos de hiel, de venenos y colores, y serán tan odiosos para los hombres como los sapos. No, no pretendo que abandonéis todo en un día ni que cambiéis completamente de opinión en un año. Pero con el paso del tiempo vosotros mismos os veréis obligados a des cubrir y a sacar a la luz vuestra vergüenza y vuestra infamia, y entonces seréis purgados por la criba: haré más contra vosotros después de mi muerte que durante mi vida; y por mucho que devoréis mi cuerpo con vuestras injurias e invenciones, no podréis roer más que el cadáver; porque el espíritu, desnudo del cuerpo, combatirá contra vosotros. Sin embargo, quiero advertir a aquellos que quieren que se les llame médicos, que sean más modestos conmigo que sus preceptores y que consideren desde las dos partes con juicio y diligencia las cosas de las que se trata, y que no favorezcan con interés y pasión una de las partes para condenar a la otra. Deben considerar de cerca cuál es su objetivo, a saber, la salud de los enfermos. Y si es ese vuestro diseño y vuestro argumento, situadme en el mismo rango que a aquellos que os enseñan fielmente, puesto que no busco más que el cuidado y la curación de los enfermos; y eso es lo que propongo y describo con gran resolución y virtud, con pura virtud. Por eso, por mucho que esté solo, que mis opiniones sean nuevas y que sea alemán, no debéis despreciar mis escritos ni abandonarlos; es necesario que el arte de la Medicina se enseñe siguiendo estas razones y no otras. También os recomiendo sobre todas las cosas leer y entender todo lo que os sea posible mis obras, que (con la ayuda de Dios) sacaré a la luz; entre ellas un tratado De la Filosofía Médica, en el que declararé el origen de todas las enfermedades; otro tratado De la Astronomía, en el que expondré con bastante claridad la curación de esas enfermedades; y el último, De la Alquimia, es decir, de la forma de preparar los remedios. Si leéis estos libros, una vez que dispongáis de la inteligencia suficiente me seguiréis y pasaréis a ser de los míos, vosotros, los mismos que me habéis dado la espalda y habéis sido mis enemigos. Pero no tendréis bastante con estos libros; tengo la intención, si Dios me da esta gracia, de escribirlos y continuar escribiendo sobre este tema, y principalmente quiero escribir algunos libros muy buenos y muy útiles que (si los celos y la malicia de algunos de mis adversarios no hubieran retenido mi mano, y otras consideraciones con las que he tenido ocupado el espíritu) estarían ya escritos y terminados actualmente. Hago conjeturas diciendo que tendré como adversarios también a los astrónomos, pero eso será porque no serán capaces de entender mis escritos, y por esta razón declamarán muy rápidamente contra mí e interpretarán las cosas al revés y de forma siniestra. Ahora bien, esto no debe preocuparos ni divertiros, pero leed mis escritos, porque haré inconsistente el seguir a los demás; en ellos encontraréis cosas que apreciaréis y que os harán sentir satisfechos. Porque me he propuesto escribir sólo sobre el fundamento en el que debe basarse y establecerse la Medicina, para que sepáis qué opinión es necesario tener sobre mí y para que os sintáis constantemente seguros en este fundamento mío. Por lo tanto, os propongo estas cosas para que no me rechacéis por ignorancia, para que me tengáis y me reconozcáis como vuestro padre, vuestro maestro y vuestro profesor... Tampoco debéis dejaros seducir ni deslumbrar por los clamores, las ropas y los honores de los médicos vulgares, que quieren que se les aprecie como grandes y sublimes personajes y, para ello, utilizan grandes discursos ampulosos y hablan en voz alta y de forma insolente, no haciendo más que glorificarse y vivir en el lujo y en la fiesta. Pero en esta pompa no hay más que viento. De fundamentos, de ciencia real en la Medicina, de remedios que respondan a sus falsas y endulzadas propuestas, no hay nada nuevo. Son parecidos a esas religiosas encerradas en los claustros, que cantan salmos, un verso tras otro: y por mucho que no tengan inteligencia, no dejan sin embargo de cantar. Los médicos vulgares hacen lo mismo, gritan furiosamente y con rebeldía; y de la misma forma que la monja entiende alguna vez una palabra entre mil, y en otras diez hojas no entenderá ni una palabra, también estos médicos llegan algunas veces hasta el punto principal, pero luego se agitan y no saben nada más. Analizad bien estas cosas en vosotros mismos; buscad con curiosidad y entonces conoceréis y juzgaréis fácilmente qué razón les hace odiarme, calumniarme y perseguirme; en realidad, todo esto no significa nada para la Medicina porque es un incidente bastante ordinario, y sin embargo la blasfemia no debería ofender al hombre de bien. Puesto que los médicos son peores uno contra el otro que los rufianes y, por cierta envidia que es inseparable de su profesión, se adulan o se increpan el uno al otro, no se ponen nunca de acuerdo en sus consultas y opiniones particulares, algo que permite, por lo menos en mi opinión, descubrir el fraude y la falsedad de su doctrina. Se envidian y se odian unos a otros, y cada uno intenta suplantar a su compañero por detracción o de otra forma, y se glorifican por su artificio si con ello consiguen perjudicar el uno al otro. Están gobernados por el diablo, del que subsisten y se mantienen. De ello no debéis dudar lo más mínimo, puesto que las distintas muertes y homicidios y tormentos y tantas pérdidas que realizan diariamente entre los hombres con sus sangrados, sus purgaciones, sus cauterizaciones, quemaduras, incisiones y otros inoportunos remedios, son un buen testimonio de sus orígenes y de sus frutos. De estos resultados, los cementerios están llenos y los hospitales también. Con toda seguridad, estas crueldades no proceden de la mano de Dios, que sería injusto si no hubiera establecido sobre la tierra una Medicina certera para los hombres. (Fin del Discurso sobre la alquimia) Sobre la Gran Obra alquímica o De la Tintura de los Físicos Presentamos a continuación un auténtico tratado de la Gran Obra alquímica, redactado por Paracelso y sometido a la sagacidad de los lectores, con alegorías particularmente coloristas, en la jerga propia de nuestro autor, donde la referencia astrosófica posee la particularidad de guardar el secreto de la piedra filosofal mediante un simbolismo absolutamente original. Paracelso se muestra en esta obra como un verdadero adepto, un miembro de la asamblea de los Sabios, por la exactitud del camino seguido, conservando el estilo inimitable que caracteriza la integridad de su obra. De la Tintura de los Físicos CAPÍTULO I Yo, Philippe Teofrasto Bombasto, Paracelso, digo que, para llegar a la Tintura de los filósofos, gracias a la voluntad de Dios existen varios caminos que seguir. Hermes Trismegisto el Egipcio realizó la obra según su método. El griego Orus utilizó el mismo proceso. El árabe Hali empleó otro medio y triunfó. El alemán Alberto Magno empleó un procedimiento complicado. Por caminos distintos han llegado al mismo objetivo, asegurar riquezas y larga vida en este valle de lágrimas. Yo, Teofrasto Bombasto, Paracelso, rey de los arcanos, he recibido de Dios algunos dones gracias a los cuales todos los que quieren alcanzar la obra de los físicos tienen que imitarme y seguirme, tanto si son italianos como si son polacos, franceses o alemanes. Vosotros venís después de mí, célebres filósofos, astrónomos y espagiristas. Os enseñaré, alquimistas y doctores que habéis obtenido vuestra gloria en mis sublimes trabajos, a regenerar los cuerpos. Os haré conocer la tintura, el arcano o la quintaesencia explicándoos la clave de todos los misterios. Cada uno puede equivocarse y sólo debe fiarse de la prueba del fuego. En la espagiria, como en la Medicina, es necesario siempre esperar que el fuego haya separado lo verdadero de lo falso. La luz de la Naturaleza nos indica lo que tenemos que admitir. Gracias a las excelentes enseñanzas de la Naturaleza, puedo afirmar que aquellos que, antes de mi llegada, han querido explorar este ámbito según sus inspiraciones, se han mostrado muy poco sagaces. Siguiendo mis consejos, los plebeyos se convertirán en nobles, pero si se empeñan en seguir su método, los nobles se convertirán de nuevo en plebeyos. Dejad de lado la digestión, la sublimación, la destilación, la reverberación, la extracción, la solución, la coagulación, la fermentación, la fijación, los instrumentos, los vasos, las retortas, los tubos curvados, los recipientes de Hermes, los recipientes de barro, los hornos de reverberación, dejad los mármoles y los carbones; solamente entonces podréis dedicaros totalmente a la alquimia y a la Medicina de forma útil. CAPÍTULO II: SOBRE EL TEMA Y SOBRE LA MATERIA DE LA TINTURA DE LOS FÍSICOS Antes de enseñar la fórmula de la tintura, voy a desvelar su tema. Los que aman la verdad han tenido hasta ahora este tema escondido. La materia de la tintura es algo que se obtiene, gracias al arte de Vulcano, de tres cosas y que, como resultado, se convierte en una. Aunque pocos saben el porqué se le llama León rojo. Este león, con la ayuda de la Naturaleza y del Arte, tiene que cambiarse en águila blanca: de una cosa se pueden obtener dos, y con dos cosas sólo podemos hacer una. Pero si no conocéis las doctrinas de los cabalistas y de los viejos astrónomos, Dios no os ha destinado a la espagiria, la Naturaleza no os ha designado para el arte de Vulcano, y no descubriréis los secretos de la alquimia. La materia de la tintura es una perla, es el más precioso y el más noble de los tesoros de la tierra. Se trata del Lili de la alquimia o de la Medicina que los filósofos han buscado tanto sin jamás alcanzarlo. Sus búsquedas y sus experiencias han tenido, por lo tanto, un lado bueno, puesto que nos han hecho conocer una parte de la tintura; pero sólo yo conozco el principio. Y que nadie lo dude. Después de largas experiencias, puedo situar a los espagiristas en el buen camino, separar lo verdadero de lo falso. Pero ya he hablado suficiente sobre el tema de la tintura: ahora tengo que exponer su preparación y, a continuación, mis descubrimientos. CAPÍTULO III: SOBRE EL PROCESO DE LA TINTURA DE LOS ANTIGUOS FÍSICOS Los antiguos espagiristas hacían pudrir el Lili durante un mes filosófico y destilaban hasta que los espíritus, antes húmedos, estuvieran secos y se elevaran. Empapaban de nuevo de espíritus húmedos el caput mortuum y destilaban de nuevo. Mezclaban en una retorta los humores separados y los espíritus secos, hasta que en el fondo el Lili permanecía seco todo entero. Este es el proceso que empleaban todos nuestros predecesores. Hubieran encontrado con más rapidez el tesoro del León rojo si hubieran conocido las reacciones de la astronomía y de la alquimia. De esta forma, los primeros espagiristas obtuvieron dos cosas de una. Sus sucesores, más sabios, se conformaron con dar a las dos cosas el mismo nombre, Lili. Imitando la Naturaleza, hicieron pudrir esta materia (como colocamos la semilla en la tierra para que se pudra) y observaron que el Lili no engendra nada antes de corromperse, y sólo engendra un arcano de su naturaleza. Luego, de la materia, obtuvieron los espíritus húmedos hasta que el fuego los hubo secado y sublimado. CAPÍTULO IV: SOBRE EL PROCESO MÁS CORTO PARA PARACELSO En esa época, Teofrasto Paracelso se convirtió en rey de los arcanos. Yo os digo: tomad sólo del león su sangre rosa, y del águila, su gluten; mezcladlos y coagulad según el proceso de los antiguos. De esta forma obtendréis la tintura de los filósofos que tantos han buscado y que tan pocos han encontrado. Quieras o no, sofista, en la Naturaleza se encuentra este magisterio; en este valle de lágrimas se encuentra este precioso tesoro. Gracias a mi método, lo vil se convierte en noble. El espagirista puede alcanzar este milagro: mediante el arte de la preparación, puede obtener de un cuerpo vil una esencia muy noble y muy preciosa. Siguiendo mis lecciones, las de Aristóteles y las de Serapión, irás hacia la luz. Si no sabes nada, ¿por qué me reprochas que viaje? El arte es otra Naturaleza, un mundo particular, como demuestra la experiencia. A menudo, de muchas cosas se obtiene sólo una: vemos en Gastein a Venus saliendo de Saturno; en Carintia, la Luna saliendo de Venus; en Hungría, el Sol saliendo de la Luna. Podría citar otras transmutaciones, entre otras las que Ovidio cita en sus Metamorfosis. Sígueme bien: busca tu león en el Oriente, y tu águila en la zona septentrional. No encontrarás mejores instrumentos que los de Hungría. Si deseas pasar por otra permutación, de la dualidad a la trinidad, dirígete hacia la zona septentrional, continúa hacia Chipre tu operación, sobre la que, aparte, hablaré más ampliamente. Existen varios arcanos que permiten transmutar; pocas personas los conocen, puesto que cuando Dios quiere enseñarlos a alguien, este alguien no debe extenderlos por todas partes tan rápidamente, tiene que mantenerlos escondidos hasta la llegada de Elias Artista, un día en el que todo lo que está escondido aparecerá. Veréis con vuestros propios ojos la maravillosa tintura de piedras en el fuego del azufre. CAPÍTULO V: PARACELSO ACABA DE DESCRIBIR EL PROCESO DE LOS ANTIGUOS Después de haber colocado el Lili en el alcatraz y después de haberlo secado, los antiguos espagiristas lo fijaban aumentando progresivamente el fuego hasta que habían visto aparecer todos los colores, desde el negro hasta el rojo sangre, y hasta que el Lili adquiría las propiedades de la salamandra. Me será muy difícil revelarte con más claridad el proceso si no has aprendido a observar en la escuela de los alquimistas los grados del fuego y a utilizar los recipientes. Muy pronto verás en la obra de los físicos cómo el Lili se calienta y se vuelve más negro que el cuervo; luego, más blanco que el cisne; luego, amarillo, y finalmente más rojo que la sangre. Busca, busca y encontrarás. Llama y se te abrirán las puertas. Gracias a la preparación espagírica el hombre puede hacer lo que hace la Naturaleza. Ahora que tenemos el tesoro de los egipcios, tenemos que utilizarlo. El magisterio espagírico nos sirve para dos fines: primero, puede servir para restaurar nuestro cuerpo; en segundo lugar, puede servir para transmutar los metales. Yo, Teofrasto Paracelso, lo he utilizado con estos dos fines y voy a describiros las mejores preparaciones. CAPÍTULO VI: SOBRE LA TRANSMUTACIÓN DE LOS METALES MEDIANTE LA PROYECCIÓN DE ESTA MEDICINA Si quieres utilizar la tintura de los físicos para transmutar, proyecta una libra de esta tintura sobre mil libras de oro en fusión. Sólo entonces el médico estará preparado para curar la lepra de los metales. Mediante el magisterio espagírico, un metal se convierte en otro. Algunos campesinos de Hungría lanzan hierro en la fuente de Zipferbrunnen; el hierro se disuelve y se convierte muy rápidamente en un cobre que no es posible transformar de nuevo en hierro. De la misma forma, en Ruttenberg, obtienen de la marcasita una ceniza que cambia inmediatamente el hierro por un cobre excelente y muy moldeable. Estas cosas y otras son bastante conocidas tanto por los hombres simples como por los sofistas. Yo mismo, en Istria, he cambiado cobre por oro y por antimonio. Aunque los antiguos artistas desearan mucho encontrar este arcano, muy pocos lo encontraron. Dios no revela estos tesoros a los hombres porque quiere castigarlos por sus pecados. Y si, por casualidad, algunos artistas consiguen preparar esta tintura, no saben proyectarla o, si lo intentan en gallinas, estas gallinas pierden sus plumas y mueren. CAPÍTULO VII: SOBRE LA RESTAURACIÓN DEL CUERPO HUMANO En Egipto, algunos de los primeros físicos vivieron, gracias a esta tintura, ciento cincuenta años. Encontramos en algunas historias que algunos hombres vivieron varios siglos. El poder de esta tintura es, en efecto, admirable, pues permite al hombre vivir durante mucho tiempo y lo protege de todas las dolencias. Gracias a ella no se sufre ninguna marca de vejez. Por eso, la tintura de los físicos es la medicina universal; aleja todas las enfermedades. Es necesario tomar sólo una pequeña dosis porque su fuerza es muy grande. Cura la lepra, la hidropesía, el cólico, la gota, el lupus y el cáncer, sin olvidar las fístulas y las enfermedades internas, como pueden demostrar numerosos testimonios en Alemania, Francia, Italia, Polonia, Bohemia... ¿Qué hay mejor en la Medicina que la purificación que elimina radicalmente cualquier superficialidad? Cuando la semilla es sana, todo va bien. ¿De qué sirve la purgación de los sofistas que no elimina nada? (De la Tintura de los Físicos) Epílogo: Paracelso, el «irrecuperable» Después de la muerte de Paracelso, su obra pasó por oleadas incesantes de intentos de recuperación. Los paracelsianos fueron legión. Los más famosos de ellos aprendieron de sus trabajos químicos con antelación, es decir, antes de la llegada de Antoine Laurent de Lavoisier, el padre de la química moderna, como Libavius y su licor (bicloruro de estaño); J. Ph. Rhumélius y su Medicina espagírica; Oswald Croll y su conocimiento de las plantas medicinales y sus marcas; J. B. Van Helmont, que se dedicó a comprobar la existencia de gases y que salpicó los trabajos de Paracelso con una formulación precientífica, al desvelarlos en cierta medida. De la misma forma, el primer doctor del rey Enrique IV, de la Rivière (alias Ribit), se inscribió en esta corriente paracelsiana, como indican claramente estas líneas: Preparaos para explorar las montañas, para visitar los valles, los desiertos, los bordes del mar, las entrañas de la tierra; observad las características de los animales y de las plantas, las órdenes de minerales; profundizad en la agricultura, la filosofía natural; no os ruboricéis por el hecho de manejar el carbón, de construir hornos; vigilad y trabajad sin descanso; porque sólo de esta forma conseguiréis conocer las propiedades de las cosas. Todavía en la actualidad, la ola de los paracelsianos perdura, pero desgraciadamente esta «recuperación» sufre a menudo por el eclecticismo y el desconocimiento evidente de los preceptos alquímicos desarrollados por aquel médico genial. Este es el caso de un laboratorio de los Alpes que, mediante grandes anuncios publicitarios, predica las virtudes de una cierta «fitoespagiria» degenerada, empeñada en demostrar que ignora la importancia de las quintaesencias metálicas, enmascarando apenas su ignorancia sobre el tema y esforzándose en suplirla con un sincretismo de la peor especie. Por suerte, en la línea del antiguo laboratorio alemán Soluna, fundado en el año 1921 por el ilustre barón Alexander von Bernus, un eminente paracelsiano, se sitúa el laboratorio Essencior (Spagy-Nature, BP 6, 82100 Saint-Aignan, Francia), que respeta todavía de forma escrupulosa los principios promulgados por Paracelso en la elaboración de sus elixires metálicos y vegetales, para el bien de la humanidad en general y de todos los que sufren en particular. En la misma línea «recuperadora» se encuentran muchas sociedades secretas, llamadas iniciáticas, que reivindicaron a Paracelso como uno de sus miembros más influyentes. Este fue el caso, entre otros, del misterioso movimiento de la Rosacruz que apareció en Alemania más de medio siglo después de la muerte de Paracelso. El manifiesto por el cual nació la Rosacruz, la Fama Fraternitatis Rosae + Crucis, se publicó entre los años 1610 y 1615; es difícil imaginar de qué forma Paracelso hubiera podido pertenecer a esta corriente mística, aunque sus miembros reivindicaban ideas que eran muy apreciadas por el médico: un cristianismo antipapista, la voluntad de llegar mediante la simplicidad y la fraternidad al conocimiento de los secretos de la Naturaleza, en la que la alquimia constituía la base irrefutable. Es verdad que un buen número de miembros de la cofradía no dudaron en manifestarse alumnos de Paracelso, pero se trataba la mayoría de las veces de alquimistas «operativos» como Henri Khunrath, el autor del Anfiteatro y de la Eterna Sabiduría, así como Michel Maïer y Robert Fludd, por citar sólo los más conocidos. Pero también el nazismo montó su «recuperación», aunque mucho más pérfida que las otras, tomando el carácter revolucionario y determinado de Paracelso al mostrar el alma germánica, con objetivos de ejemplaridad para la nueva «raza de los señores» adeptos del naturismo, que se creían los amos del mundo, conocedores de los secretos de la naturaleza humana. Pensamos también que, en un tipo de registro mucho menos trágico, el personaje central de la excelente novela de Marguerite Yourcenar, La Obra negra, el médico alquimista no puede en ningún caso ser comparado con Paracelso, aunque así lo quiera la autora. La razón es muy sencilla: el espíritu racionalista y ateo del que da muestras el héroe se encuentra en las antípodas del misticismo y de la fe que caracterizó a Paracelso, cuya investigación se sitúa inexorablemente en la luz de la Naturaleza, alejándose de toda intención científica, por otra parte materialista y fría. Sin duda alguna, es el destino de la auténtica genialidad el estar amenazado de «recuperación» con objetivos diversos; la genialidad se ha convertido en algo tan raro en este mundo, que algunos se atreven a comparar al empalagoso Alquimista de Paulo Coelho con la inestimable poesía del Principito de SaintExupéry. Seguramente, Paracelso, el desconocido, el vagabundo errante de la Medicina, incluso el maldito y el olvidado de la Historia, encarnará para siempre el espíritu libre que caracteriza a los seres cuya grandeza intemporal se reviste de un inefable misterio... Índice Años de juventud e iniciación Años de viajes y aprendizaje Médico extraordinario y hombre genial Últimos años Paracelso, el médico «filósofo por el fuego» La filosofía La astronomía La alquimia La virtud (Proprietas) Las teorías paracelsianas a la luz de la alquimia Los tres principios y los tres humores La teoría de los semejantes La teoría de las marcas en la Naturaleza Utilización de los simples Paracelso y la filosofía de la Naturaleza La luz de la Naturaleza El Arché (el principio de la vida) El Yliaster El Cagastrum Paracelso, el místico y el ocultista El misticismo El ocultismo Las predicciones Del Tratado de las ninfas... a las virtudes del imán «Sobre las fuerzas del imán» El arte de la alquimia Sobre la Gran Obra alquímica o De la Tintura de los Físicos De la Tintura de los Físicos Epílogo: Paracelso, el «irrecuperable» Notas Notas [1] Prólogo de la tercera parte de la obra mineral o comentario sobre el libro de Paracelso, titulado Cielo de los filósofos. [2] Para un alquimista, se trata indiscutiblemente de la alegoría del germen metálico de la piedra filosofal, calificada como Rebis hermética.