Navidad

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Navidad
El mundo allá tan lejos, lejos de la urbe donde todo ocurre, allí donde la vida es una
junto con la de los animales o la de las plantas, ahí donde la naturaleza es madre, no
donde el humano es la muerte de la naturaleza. Miraba desde la ventana de su escritorio,
en el altillo de la casona de la calle Trícupa. “Qué hermosa nos pareció cuando la vimos
por primera vez, cuán lindas se ven las cosas mientras se vive la ilusoria estancia de los
primeros años del amor, es como respirar allá en el mundo real”, pensó.
Él y Nerina, su mujer, por fin se decidieron a viajar a visitar a un tío que vivía en
Emiliam, un barrio en el conurbano, no muy lejos del centro de la ciudad. Eso sí, tenían
más de cuarenta minutos desde la casa. Ya eran casi las doce del mediodía, y debían haber
llegado como a las once. Nerina siempre tenía razones para retrasarse en todo, y Él, como
ya se había acostumbrado al desinterés horario de su mujer, se había vuelto un impuntual
también. Resolvió, entonces, que jamás se preocuparía innecesariamente alguna otra vez.
“No voy a alimentar mi nerviosa úlcera, que atenta, despierta cada vez que puede”, se
dijo. Así que esperó a que termine sus interminables, la subió a un taxi y se fueron.
La familia reunida los hacía sentir muy cómodos, volver a la mesa con tíos, padres,
hermanos, primos, etc. los hacía pensar en la posibilidad de una propia, planteo no muy
frecuente en las parejas de aquella época. En fin, proyecciones que parecen
indestructibles, pero que el tiempo irremediablemente desaparece a su paso, dejando
vacíos, miedos, confusiones. El estado de vejez mismo a cualquier edad. Con el tiempo
uno entiende que la edad nunca es lo más importante, que es mucho más ligero el
tránsito en la búsqueda permanente, en amar, a su tiempo, y también en amar
impacientemente. Pero esa noche no terminó como otras noches. Lo que voy a contar es
lo que pudimos reconstruir los familiares que participamos de esa mesa, los peritos
policiales y los supuestos, no más. Los detalles son manchones sangrientos en la memoria
o intenciones desafortunadas que prefiero obviar. Al fin y al cabo ya es lo mismo, si los
hechos están a la vista, y el hombre es sus hechos.
Lo asombroso en una mesa familiar, es que todos son profesionales en todo, todos
se creen con autoridad moral para hacer juicios de valor sobre cualquier acontecimiento
social, político o histórico inclusive, agregando a los mismos, sucesos inexistentes pero
necesarios a la fundamentación de sus fanfarrias. E increíblemente, en un núcleo donde
no deberían ocultarse los íntimos detrás de ninguna postura irreal, se convierten en lo
peor de la sociedad, hombres enmascarados, basura disimulada. Y ahí, entre todos esos
mentirosos, volvió a ver a la mujer de la que se había enamorado allá en los tiempos de la
redacción, pero si parecía el mismo contexto, ellos dos buscándose entre un montón de
gente de cartón; adivinaba qué cosas decía con sus gestos, sabía de qué reía cuando
bajaba de esa forma la mirada, y comenzaron a reír así, como hace tantos años no lo
hacían, así de cómplices, así de amigos, así de juntos. Allí en la mesa estaban los tíos
Romuel e Isis, los dueños de la casa y un poco los jefes de la familia, eran los más ancianos
y si ellos querían que nos juntáramos no había discusión, se hacía lo que ellos querían.
Estaba su hijo, mi primo Benicio, su mujer, Sabrina, sus hijos, Iván el mayor, y el menor,
del que no recuerdo el nombre; la hermana de mi tía, Leonor, mi hermano Augusto, con
quien hicimos las paces después de cuatro años y su estúpida mujer evangelista, y su
verdadera cruz a cuestas, mi sobrino Abel.
Después de la exquisita cena con que nos agasajó mi tía Isis, y luego de los urgentes
tragos digestivos de mi tío Romuel, llegó la hora de dormir. Como no cabíamos en la casa
de los tíos por la cantidad de invitados, Leonor, la hermana de mi tía, nos invitó a la suya,
que no quedaba a más de cuatro cuadras, como les había caído muy bien, no vieron razón
por la cual no ir. Él estaba un poco borracho, pero recuerdo bien cómo ellas cruzaron sus
miradas al salir a la calle. En menos de dos horas eran grandes amigas. Hasta ahí todo fue
normal, lo que sigue, no tanto.
Ya en el living del departamento destaparon un champagne, bebieron discutiendo a
los gritos acerca de la hipocresía de Bukowski hablando de la marginalidad mientras vivía
de las regalías de sus libros. Pasaron varias horas hasta que decidieron dormir, ahí es
cuando Él percibió que Leonor preparaba en el sillón un lugar para dormir. Como solo
cabía uno allí, pensó que era para ella, cuando terminó lo miró y dijo:
-Aquí vas a estar bien. Yo me arreglo en mi cama con Nerina.- Se quedó ahí parado
como un pelotudo, sin palabras. Se fueron a la habitación. Pensó que por respeto debía
callarse, así que se acostó, se tapó y trató de dormir. Habrían pasado dos horas, y en la
oscuridad rota por algunos claros y sombras, empezó a escuchar unos dolorosos gemidos,
casi imperceptibles. Se incorporó sigilosamente, sabiendo lo que ahí ocurría. Caminó
desde el sillón hasta la puerta y la abrió de golpe. Todo en silencio. Prendió la luz. No se
movieron. Por alguna razón de intuición malvada, siguió. Fue hasta la cama, donde
estaban cada una muy cerca del borde de su lado. De un tirón las destapó. Estaban
desnudas. La fuerza dejó violentamente su cuerpo, como si el alma hubiese desaparecido
instantáneamente. Volvió al living, al sillón. Se sentó, se agarró la cara con fuerza, al
mismo tiempo que la temperatura subía y el cerebro se revolucionaba, vibraba furioso.
Desde ese lugar, vio venir a paso ligero a Leonor, se levantó y sin mediar segundos tomó
del tronco un velador de pie que había a su lado; era un tronco tallado y con un impulso
violento le descolocó la mandíbula estrellándole la cara con la base del mismo. Nerina
gritó, Él, desencajado, volvió a la habitación y en el camino agarra una silla de metal, o un
banco, no sé. Nerina estaba sentada de rodillas en la cama, preguntando a los gritos ¡¿Por qué?!- y en el interior de su cabeza las respuestas se superponían, luchaban entre sí
para sobreponerse unas a otras, el dolor de haberla entendido tan próxima unas horas
atrás, unos años atrás. Tantas veces su aliento en su boca llenándole de alma, abriendo
todas las posibilidades del mundo para Él, tan próxima, dios mío, hace tan poco, la
naturaleza humana, por supuesto. Con el primer golpe quedó inconsciente, eso hizo que
se abriera el silencio. Un silencio profundo y helado, petrificante. La miró hasta que estuvo
seguro de su muerte. Todo estaba manchado de sangre, y como si una nube lo cubriera
todo, fue apagándose el mundo.
Despertó cerca del mediodía. Empapado por el sudor y con la boca reseca, se
escuchaba que afuera, como a lo lejos, niños jugaban con un carro y una pelota, un
vehículo que pasaba por sobre el camino de ripio, más allá la ruta, y el mundo allá tan
lejos.
Mario Gabriel Mamani. Profesorado en Lengua y Literatura
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