LAS COMIDAS NOS HACEN HUMANOS Felipe Fernández-Armesto La gordura puede ser fatal. La obesidad es el nuevo gran miedo de la salud mundial. Las enfermedades del corazón y la diabetes tardía nacen y crecen de la gordura. El peligro es desconcertante porque es paradójico. Nuestra era es la más consciente de lo que comemos y nuestra cultura es la más obsesionada con las dietas en la historia del mundo. Pensamos en clave de delgado y engordamos. Esto es más que una peculiaridad cultural: deforma toda la tendencia de la evolución humana. Nuestra especie ha sido durante mucho tiempo la que más éxito ha tenido en la absorción de la grasa. Engordamos más que cualquier otro animal terrestre ¿Qué es lo que está fallando? Las explicaciones favoritas de los expertos tienen un sesgo ideológico. Algunos culpan al capitalismo por forzarnos una alimentación de azúcar y almidón, o a la industrialización y a la urbanización por alejar a millones de personas de la comida sana. Hacer dieta, otros dicen, te engorda pues altera el metabolismo y fomenta las modas en la alimentación. Algunos culpan a la pobreza, otros a la abundancia. Algunas de estas explicaciones están equivocadas y otras son insuficientes. En realidad, la gordura es una función de las alteraciones profundas en nuestros hábitos alimenticios. Es el signo externo y visible de un profundo desastre social: la desaparición de la comida en común. Tenemos que hacer frente a esta amenaza si queremos derrotarla. Las horas de comida son nuestros rituales más antiguos. Los efectos de comer juntos refuerzan aquello que nos hace humanos. Los pequeños vínculos que unen a las familias se forjan en la mesa. La estabilidad de nuestros hogares probablemente depende más de las comidas regulares que de la fidelidad sexual o la devoción filial. Pero hoy en día esto está en peligro. Los alimentos se están desocializando. La desaparición de las comidas se traduce en días sin estructura y apetitos sin disciplina. La soledad del que come comida rápida es de-civilizadora. En los hogares con horno de microondas, la vida familiar se fragmenta. El fin de la cocina en casa ha sido durante mucho tiempo lamentado y predicho y ardientemente deseado. El movimiento contra la cocina comenzó, débilmente, hace más de 100 años entre los socialistas que querían liberar a las mujeres de la cocina y reemplazar a la familia con una comunidad más amplia. En 1887, Edward Bellamy imaginó un paraíso de casas sin cocina. Los trabajadores escogerían su cena de menús impresos en los periódicos y se las comerían en palacios del pueblo. Veinte años más tarde, Charlotte Perkins quería hacer que la cocina fuese "científica" eliminándola de la vida de las personas y dejando que cocineros profesionales en las fábricas de alimentos mantuvieran los niveles de energía para el mundo del trabajo. Hubiera sido insoportablemente aburrida pues la alimentación institucional nunca podrá superar a la comida casera. Pero al menos aquella fue una utopía concebida noblemente. Ahora el capitalismo ha tenido éxito donde fracasó el socialismo. Estamos ante la versión pesadilla de la visión de Perkins: una distopía en la que la cocina se ha rendido a la "conveniencia" y las desaveniencias familiares empiezan en el refrigerador. Los restaurantes que Bellamy imaginó se han materializado pero son creados por las corporaciones en la forma de establecimientos de comida rápida, donde se sirve una papilla uniforme. Los cocineros científicos que Perkins predijo están hoy en día en las fábricas de alimentos procesados donde rellenan papel aluminio con mengambreas espesas y pegajosas. Las personas siguen comiendo en casa pero las comidas están atomizadas: cada quien como cosas diferentes en momentos diferentes. La gente ya no aprende a cocinar en casa. Necesitan que Chepina les diga como hervir un huevo y requieren las instrucciones de Gordon sobre cómo comer. La hora de la comida se ha adaptado a las nuevas pautas de trabajo. En Gran Bretaña y Estados Unidos, las comidas están desapareciendo de la vida durante los días hábiles. El almuerzo ha desaparecido en favor de un forrajeo diario. La gente come mientras hace otras cosas, sin mirar a otras personas. Comemos botanas en la calle, entre la basura, la contaminación pestilente y dejando caer comida para las ratas. Los trabajadores de oficina forrajean sándwiches impersonales, agarran alimentos preparados de los estantes refrigerados y huyen a comerlos aislados. Antes de salir de casa por la mañana ya no comparten el desayuno con sus seres queridos. El desayuno en familia ha desaparecido de la rutina diaria. Por la noche, puede que no haya comida para compartir - o, si la hay, puede haber una escasez de comensales. Los niños cuyas madres trabajan llegan a casa solos y devoran fideos de microondas o frijoles comidos directamente de la lata. Los hornos de microondas erosionan a la sociedad. En estas máquinas, las personas calientan cualquier cosa procesada que tengan a la mano. No hace falta ninguna referencia a una comunidad de sabores. No hay mamá ni papá que arbitre las comidas de la familia. Nadie tiene que ceder ante nadie más. Esta nueva forma de cocinar invierte la revolución de la cocina que hizo de las comidas ocasiones alegres y sociales y amenaza con regresarnos a una fase pre-social de nuestra evolución. Parte del resultado de la sociedad de las botanitas es una salud afectada a medida que los trastornos alimenticios se multiplican. Las personas alienadas de la camaradería y la disciplina de la mesa en común se privan y atiborran hasta extremos de delgadez y la obesidad. La pandemia de la obesidad ha coincidido con el declive de la comida en común. Un nuevo tipo de malnutrición ha surgido – el atiborramiento de dietas mortales y lípidos letales. Los nuevos hábitos alimenticios multiplican los patógenos mientras que esparcen la gordura. Cuando los alimentos son producidos en masa, un error puede envenenar a muchos. Cada vez que se descongela un alimento procesado o cada vez que se calienta un alimento refrigerado se abre un nuevo nicho ecológico para la infestación microbiana. El movimiento a favor de los alimentos crudos no es una alternativa saludable. Los fanáticos de los alimentos crudos parecen preferir los rumiantes a los seres humanos. Esto es psicológicamente poco saludable aún cuando la soya germinada lo sea. Este movimiento es poco más que un primitivismo romántico salpicado de ansiedad ecológica. Los urbanitas modernos se dirigen a la barra de ensaladas crudas buscando su readmisión al Edén. Cuando la élite afroamericana desecha los platillos grasosos de la tradición sureña de verduras que chorrean manteca de puerco y patas de cerdo con frijoles por los vegetales crudos de la "nueva comida soul", la reducción de la cintura se ve acompañada de un sacrificio de la cultura propia. El movimiento crudo no es una solución, sino parte de la amenaza, pues separa a las familias por el sabor y por la dieta. Así, la hora de la comida en familia parece irremediablemente muerta. Sin embargo el futuro por lo general resulta ser sorprendentemente parecido al pasado. Estamos metidos en un bache, no inmersos en una tendencia. La cocina revivirá pues es inseparable de la humanidad: un futuro sin ella es imposible. La alimentación comunitaria es esencial para la vida social. La valoraremos más a medida que tomemos mayor conciencia de la amenaza que nos asecha. Tendrá que haber una reacción a favor de los hábitos alimenticios tradicionales a medida que la nostalgia vuelva a estar de moda y a medida que se acumulen las evidencias sobre los efectos nocivos de los alimentos procesados. Los anunciantes ya están empezando a volver a idealizar la alimentación de la familia. Algunos alimentos de preparación rápida se pueden adaptar a los valores familiares: el tiempo de preparación rápida puede hacer que las comidas fijas sean posibles de nueva cuenta. Un regreso a la mesa es inevitable porque, como Carlyle dijo una vez, "el alma es un tipo de estómago, y comer juntos es una comunión espiritual". Parece que somos incapaces de socializar sin alimentos de por medio. Entre las personas que les gusta disfrutar de la compañía de otros, cada comida es un festín de amor. Comemos para estar en comunión con nuestros dioses. La mesa a media luz es parte de nuestro escenario romántico favorito. Las alianzas diplomáticas se forjan en banquetes. En los almuerzos de negocios se cierran los contratos. Las familias aún se reúnen en las comidas. El hogar es un lugar que huele a comida. Si queremos relaciones que funcionen, debemos volver a comer juntos. De pasada, conquistaremos a la obesidad: si dejamos de forrajear, dejaremos de atiborrarnos. Felipe Fernández-Armesto es profesor de historia en la Universidad de Notre Dame, y autor de numerosos textos de historia. Este texto es una traducción de Francisco Valdés Perezgasga del texto aparecido en: http://www.theguardian.com/society/2002/sep/14/publichealth.comment