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Evaluación económica

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#Evaluación económica
Autor: Sergio Bravo Orellana
El Valor Agregado Económico (EVA) es un indicador
fundamental de desempeño que mide el verdadero beneficio
económico generado por una empresa o negocio en un
periodo determinado de operación; en otras palabras, este
indicador cuantifica la creación de valor. Sin embargo, esta
no es la única función del EVA, lo que hace necesario
revisar la similitud entre este concepto y el Valor Actual
Neto Económico (VANE).
Por otro lado, el Valor Agregado Financiero (FVA), mide el
valor agregado sobre el valor del patrimonio de las
accionistas, considerando los efectos de valor agregado del
negocio y los efectos de la deuda. Para este nuevo concepto,
es necesario revisar la relación entre el FVA con el Valor
Actual Neto Financiero (VANF).
1. Los conceptos de evaluación económica y financiera
El EVA es un indicador íntimamente relacionado con los
conceptos de la evaluación económica, tal es así que se
puede asegurar que el VANE representa el valor presente de
los EVA de cada período, si se considera que los supuestos
del proyecto se cumplirán en el largo plazo. Este aspecto es
importante porque a partir de ello se podría uniformizar
conceptos y denominaciones en términos de flujos o
utilidades netas y costos de oportunidad económica y
financiera.
En la teoría de evaluación de inversiones[1], se define a
la evaluación económica de una decisión de inversión
considerando la inversión total necesaria para llevar a cabo
un proyecto, grupo de proyectos o empresa;
independientemente de la estructuración de su
financiamiento, otorgando como información el valor
agregado económico a generarse por la actividad comercial,
sin considerar el efecto de un mayor o menor nivel de
endeudamiento o el costo de la fuente de financiamiento. Los
indicadores de valor utilizados frecuentemente en una
evaluación económica son el Valor Actual Neto Económico
(VANE) y la Tasa Interna de Retorno Económica (TIRE).
Por otro lado, se define a la evaluación financiera de una
decisión de inversión como la evaluación desde el punto de
vista de los accionistas, los cuales han puesto la parte del
capital para el financiamiento de la inversión total de un
proyecto, grupo de proyectos o empresa; mientras que la otra
parte proviene de acreedores mediante deuda. La evaluación
financiera nos brinda como información el valor agregado
total o financiero que se genera en un proyecto o negocio,
tanto por la parte comercial o valor agregado económico,
como por el efecto de un menor nivel de costo del
endeudamiento o valor agregado de la deuda. Los
indicadores de valor más frecuentes utilizados en una
evaluación financiera son el Valor Actual Neto Financiero
(VANF) y la Tasa Interna de Retorno Financiera (TIRF).
Los conceptos de evaluación económica y financiera se
utilizan para evaluar decisiones de inversión de largo plazo,
por ejemplo, proyectos; sin embargo, como se han
desarrollado en las revistas publicadas por Sergio Bravo Orellana,
“El concepto del EVA: si una empresa obtiene una utilidad de US$ 30 millones,
¿realmente está ganando?”
y en la revista “EVA: el caso de empresas que cotizan
y no cotizan en Bolsa” se puede evaluar el desempeño de la
empresa en forma permanente utilizando el concepto del
EVA. Por lo anterior, se puede afirmar que el concepto del
EVA es similar al del VANE; con la única diferencia que:
mientras el primero es una medición de corto plazo, el
segundo es de largo plazo. Por tanto, el VANE es igual al
valor presente de los Flujos del EVA en el tiempo.
Asimismo, el concepto del FVA es similar al del VANF, ya
que el VANF es un valor equivalente al valor presente de los
Flujos de FVA en el tiempo.
Es decir, EVA y VANE miden el valor agregado comercial o
del negocio, independientemente del esquema de
financiamiento de la empresa; mientras que el FVA y VANF
miden el valor agregado financiero para los accionistas
considerando el esquema de financiamiento.
2. El Valor Agregado Económico (EVA) y el Valor Agregado Financiero (FVA)
Siendo conceptualmente estrictos, el EVA debería generarse
independientemente de los efectos del apalancamiento
financiero como un concepto similar al VANE, por lo cual se
comprueba que el valor presente del EVA de cada periodo
anual en un horizonte determinado es igual al VANE.
Para mantener el valor del activo, desde el punto de vista
económico, la utilidad operativa neta debe ser al menos el
valor del activo por el rendimiento esperado o costo de
capital del negocio; siendo esta utilidad independiente de la
estructura financiera de la empresa. Asumiendo que el valor
del activo en el balance comercial es de US$ 1,565 millones
y que el costo de capital económico (Koa) es 10%, entonces,
la utilidad económica mínima debe ser US$ 156.5 millones.
Utilidad Económica Mínima = Valor Activo * Koa
Utilidad Económica Mínima = US$ 1,565 millones * 10%
Utilidad Económica Mínima = US$ 156.5 millones
Si se espera que el negocio genere una utilidad operativa
neta mayor, por ejemplo, de US$ 162.8 millones, se generará
un valor agregado económico de US$ 6.3 millones.
EVA = Utilidad Económica Neta – Utilidad
Económica Mínima
EVA = US$ 162.8 millones –US$ 156.5 millones
EVA = US$ 6.3 millones
Cuando se realiza un análisis financiero es decir, desde el
punto de vista del accionista, el patrimonio de accionista
relevante es la capitalización de mercado. Asumiendo que la
capitalización de mercado es de US$ 886.5 millones y que
el rendimiento esperado del accionista o costo de capital
financiero (Ke) es 13%, entonces, la utilidad financiera
mínima debe ser US$ 115.2 millones para mantener su
valor[1].
Utilidad Financiera Mínima = Capitalización de
Mercado * Ke
Utilidad Financiera Mínima = 886.5 MM$ * 13%
Utilidad Financiera Mínima = 115.2 MM$
La diferencia entre la Utilidad Económica y la Utilidad
Financiera es el efecto de la Deuda. En el Estado de
Resultados Económico no se consideran intereses de la
deuda o gastos financieros, los que si son considerados en el
Estado de Resultados Financiero. Este efecto hace que la
Utilidad Financiera sea menor que la Utilidad Económica;
sin embargo, los rendimientos financieros son mayores
porque se miden sobre el Patrimonio de accionistas o
Capitalización de Mercado; mientras que los rendimientos
económicos se miden sobre el Activo a Valor comercial.
Es importante señalar que se está incorporando el concepto
del valor agregado financiero (Financial Value Added o
FVA) debido a que el concepto del valor agregado
económico explica el análisis económico, pero no el
financiero.
2.1 Conceptualmente el EVA es similar al VANE
Para clarificar lo que representa el EVA es necesario analizar
la relación de un indicador de corto plazo, como el EVA, con
un indicador que mida la bondad de las inversiones en el
largo plazo, el VANE. Como se ha mencionado, el VANE es
el valor actualizado de los EVA que se generan periodo a
periodo como resultado de una determinada inversión.}
Primero, se debe determinar el flujo de caja económico
correspondiente al estado de resultados económico estimado
para la determinación del EVA. Para el flujo de caja, se
consideran los mismos ingresos y egresos (costos) del estado
de resultados; además, de los impuestos.
El proceso de valorización utilizado supone una utilidad
sostenible en el tiempo; es decir, la utilidad económica neta
(US$ 162.8 millones) se debe mantener en el tiempo, al igual
que el flujo de caja (FDC) operativo o económico. De esta
forma, el FDC operativo (US$ 3,082 millones) se mantiene
igual desde el periodo 1 hasta el periodo 5 y los FDC del
periodo 6 en adelante son considerados como una
perpetuidad.
2.2 Conceptualmente el FVA es similar al VANF
Para analizar la consistencia de los conceptos del FVA, se
comparará con el VANF. El FVA representa el valor
agregado financiero que se genera periodo a periodo para los
accionistas, e incluye el EVA propio de la actividad
económica o del negocio en sí y el valor agregado por la
deuda (DVA) que es producto de la proporción de
endeudamiento y el costo de la deuda. Es el mismo concepto
del VANF compuesto por el VANE, que es generado por los
flujos de un determinado proyecto o empresa, y el valor
actual neto de la deuda (VAND), que es generado por los
flujos de la estructura de endeudamiento que utiliza la
empresa para sus inversiones.
La intención es demostrar que el VANF es el valor
actualizado de los FVA originados periodo a periodo en una
determinada inversión, por lo que conceptualmente son
similares, radicando la diferencia en que el FVA es un
indicador de corto plazo y el VANF es un indicador de flujos
de largo plazo.
Para revisar la aplicación práctica: evaluación económica
mediante el EVA y VANE y evaluación financiera mediante
el FVA y el VANF, Sergio Bravo Orellana, Director del FRI ESAN,
los invita a leer la Revista especializada en finanzas “Evaluación Económica y
financiera: EVA y FVA, uniformizando conceptos”
Se puede notar que el costo de capital de los accionistas
(Ke) de 13% es mayor al costo de capital económico o sobre
activos (Koa) de 10%, este mayor porcentaje está explicado
por los efectos del riesgo financiero en el costo de capital de
los accionistas.
[1]
[1]
Revisar “Evaluación de Inversiones” (Bravo; 2013)
. La evaluación económica: tipos de evaluación
1.1. FUNDAMENTOS DE LA EVALUACIÓN ECONÓMICA
Suele convenirse que la evaluación económica de los programas sanitarios se fundamenta
en los principios de la Economía del Bienestar, parcela de la ciencia económica encargada
de ofrecer criterios para tomar decisiones sociales o colectivas. No obstante, existe un
enfoque específico en el marco del establecimiento de prioridades sanitarias, conocido
como extra-bienestarismo (extra-welfarism), que desafía los supuestos tradicionales de la
Economía del Bienestar, postulando unos fundamentos diferentes. En las páginas
siguientes, aunque explicaremos someramente en qué consiste este último enfoque, nuestra
exposición se centrará en la descripción del enfoque mayoritariamente aceptado de la
Economía del Bienestar.
1.1.1. Las preferencias individuales y su medición en el sector sanitario
El primer principio que establece la Economía del Bienestar es que las personas toman
decisiones de forma tal que su bienestar sea el mayor posible (en Economía se dice que
«maximizan su utilidad») sujetos a una determinada restricción (por ejemplo, tiempo,
dinero…).
El anterior supuesto no hace más que recoger la explicación económica estándar sobre el
comportamiento de los consumidores en los mercados. En primer lugar, se conviene que los
consumidores demandan bienes y servicios porque su consumo les proporciona bienestar o
utilidad. En segundo lugar, como los recursos disponibles (su renta o ingresos) no son
ilimitados, y los bienes no suelen ser gratuitos (no son bienes «libres» como el aire), los
consumidores eligen consumir aquellos bienes que les proporcionan la mayor utilidad
posible, revelando de esta forma sus preferencias. Por último, la intensidad con que el
consumidor prefiere un bien sobre otro (intensidad de preferencias) se reflejará en la
máxima cantidad de dinero que está dispuesto a pagar por cada uno de ellos. Si del
consumo del bien en cuestión sólo se beneficia el consumidor, no afectando a terceros (no
hay «externalidades»), y los precios no están intervenidos por el sector público, en
principio puede suponerse que dichos precios estarán reflejando la disposición a pagar por
cada unidad del bien.
Un ejemplo que puede ilustrar esta visión sobre la demanda de los consumidores en los
mercados es el caso de los pantalones vaqueros. Si una persona compra unos vaqueros
lavados a la piedra en lugar de unos tejanos normales, cuando los precios de ambos son
compatibles con su restricción presupuestaria, diremos que esa persona prefiere los
pantalones lavados a la piedra a los vaqueros normales, siendo el precio que paga expresión
de la intensidad con que los prefiere (esto es, de la magnitud del bienestar que le generan).
Ciertamente, el esquema descrito parece razonable para bienes como el de nuestro ejemplo.
La cuestión es si también es razonable para tecnologías sanitarias como las intervenciones
quirúrgicas, los medicamentos, las pruebas diagnósticas, las vacunas, etc., ya que son esos
bienes los que incumben al tipo de decisiones que nos interesan.
En apariencia, hay tres objeciones que podrían hacer inviable el concepto de preferencia
individual y su medición en el seno del sector sanitario:



Lo inapropiado de suponer que pueda haber una «preferencia» por la asistencia sanitaria.
La ausencia de un «mercado» sanitario con todo lo que esto conlleva (no hay elecciones ni hay
precios).
La existencia de incertidumbre en la toma de decisiones sanitarias.
Como veremos, sin embargo, estas objeciones no son irreversibles, no pudiendo ninguna de
ellas contradecir el primer supuesto de la Economía del Bienestar.
Comenzando por la primera de las objeciones, en efecto podría afirmarse, por ejemplo, que
no cabe hablar de «preferencia» por recibir un tratamiento que implica someterse a una
intervención quirúrgica con un cierto riesgo de muerte perioperativa, que exige una
convalecencia de varias semanas en el hospital y que conlleva efectos adversos en el corto
plazo. Por suerte, la teoría del consumidor se ha perfeccionado lo suficiente como para
distinguir entre los bienes y sus «características» 2. Las personas no van al médico ni toman
medicinas porque tales acciones encierren un valor en sí mismas, sino porque son medios
para poder gozar de mejor salud. La razón fundamental por la que se demanda asistencia
sanitaria es por los beneficios que reporta su consumo sobre la salud, no porque ser operado
y permanecer ingresado en un hospital durante la convalecencia sea algo deseable por sí
mismo. Puede afirmarse, por tanto, que la demanda de asistencia sanitaria es una demanda
«derivada» de otra más fundamental, que es la demanda de salud 3, y que una persona al
decidir si consume o no asistencia sanitaria, valorará el efecto que dicha asistencia tiene
sobre su salud, y si el bienestar que ello le depara es suficiente como para compensar lo que
le cuesta adquirirla.
Llegamos así a la segunda de las objeciones planteadas: la ausencia de un mercado
sanitario. A este respecto, no puede negarse que en la mayoría de los países desarrollados la
financiación e incluso la producción de asistencia sanitaria es mayoritariamente pública. No
cabe hablar por tanto de un mercado sanitario propiamente dicho, en el que cada usuario
determina de forma directa qué programa sanitario debe ser financiado a partir de sus
preferencias y su renta disponible. La decisión acerca de qué programas deben integrar el
catálogo de prestaciones sanitarias financiadas con dinero público corresponde a un
planificador (decision-maker) que supuestamente obra en nombre de los usuarios. Nos
encontramos así con un tipo de decisiones (las decisiones sociales o macro) en las que no
hay un mercado formal, no siendo observables directamente las preferencias de la
población cubierta (no hay revelación de preferencias vía elecciones de mercado) ni
mensurables a través de los precios.
Frente a esta objeción cabe formular dos precisiones: en primer lugar, que no exista
mercado no significa que las decisiones del planificador no estén informadas por las
preferencias individuales. La evaluación económica asume un juicio de valor ampliamente
aceptado en los sistemas democráticos, a saber: «cada persona es el mejor juez de su propio
bienestar». Este principio denominado soberanía del consumidor cuando rige el mercado,
soberanía del ciudadano cuando estamos fuera del mercado, sugiere en definitiva que hay
que dar «voz» a las preferencias individuales, de manera que, bien directamente en los
mercados cuando sea posible, bien indirectamente informando las decisiones que toman las
autoridades en nombre de la colectividad, la decisión final acabe sustentándose en las
preferencias individuales. Otra cuestión diferente es cómo deben agregarse las preferencias
individuales, pero esto lo veremos más adelante.
En segundo lugar, que no haya mercado no significa que no pueda medirse la intensidad de
las preferencias por la salud. La imposibilidad de observar elecciones en un mercado, no
impide la medición de las preferencias individuales. Para ello la evaluación económica
utiliza encuestas, en las que se pide a los encuestados que declaren su preferencia por el
efecto que tienen sobre la salud los programas sanitarios que se desea evaluar. La
intensidad con que se prefiere cada efecto o resultado puede expresarse en varias unidades,
cada una de las cuales define un tipo específico de evaluación económica. Así, por ejemplo,
el análisis coste-beneficio suele preguntar por la máxima cantidad de dinero que estaría
dispuesto a pagar el encuestado por ver mejorada su salud. Obtenemos así una medida
monetaria de la ganancia en salud a pesar de no existir un precio de mercado.
Una cuestión relacionada con lo anterior es la relativa a qué preferencias medir, esto es, de
quiénes deben provenir las preferencias. El origen de las mismas dependerá de la
perspectiva adoptada para el análisis. Si pretendemos tomar una decisión a nivel micro,
donde se trata de determinar el tratamiento óptimo para un paciente individual, parece
lógico adoptar la perspectiva del paciente, teniendo en cuenta únicamente sus preferencias.
Sin embargo, si pretendemos establecer prioridades entre programas sanitarios que afectan
a la distribución de recursos públicos, entonces la perspectiva adecuada es la denominada
perspectiva social (societal perspective). Como esta perspectiva intenta ser representativa
del interés colectivo antes que de intereses de grupos particulares (pacientes, familiares,
médicos, proveedores…), son las preferencias de la población general (también llamadas
preferencias de la comunidad) las que deben ser tenidas en cuenta. En este sentido se
pronuncia el Panel de Expertos sobre Coste-Efectividad en Salud y Medicina cuyas
conclusiones pueden consultarse en Weinstein et al., (1996). Como resulta obvio,
entrevistar al público en general y no a los pacientes, quienes poseen una experiencia en los
estados de salud objeto de valoración, requiere informar debidamente las preferencias de
los entrevistados si quiere evitarse problemas de imprecisión en la declaración de
preferencias 4.
La última de las objeciones que formulábamos anteriormente tiene que ver con el carácter
incierto de las decisiones sanitarias, lo cual complica el análisis efectuado hasta ahora, pero
no lo hace imposible. De nuevo, la teoría económica nos brinda una «salida» airosa al
problema. La teoría de la utilidad esperada (von Neumann y Morgenstern, 1944) nos dice
que las personas eligen entre alternativas que entrañan correr algún tipo de riesgo (como
exponerse a los efectos secundarios de un medicamento) de forma que intentan maximizar
su utilidad esperada. La maximización de la utilidad esperada simplemente representa una
determinada forma de combinar las utilidades asociadas a los resultados de los programas
sanitarios con sus respectivas probabilidades de ocurrencia. Este procedimiento se ilustra
con la figura del siguiente recuadro.
RECUADRO 1. Aplicación de la teoría de la utilidad esperada a la
toma de decisiones en el sector sanitario (Stiggelbout y De
Haes, 2001).
Los autores aplican la teoría de la utilidad esperada a la toma de
decisiones micro. El punto de partida es la estructuración de la elección
entre tratamientos en forma de árbol de decisión (figura 1).
Figura 1. Árbol de decisión para la elección ( ) entre
radioterapia y cirugía en un paciente de 65 años con cáncer de
laringe en estadio T3N0M0. las probabilidades de los resultados
se muestran a continuación de cada nodo de probabilidad ( )
En esta estructura tanto las probabilidades como los resultados son
calibrados por el médico. Las preferencias, en cambio, provienen del
paciente. Existen varios métodos de medición de las preferencias
(epígrafe 3.3) que permiten medir la intensidad con que prefiere el
entrevistado cada uno de los resultados del árbol. Como hemos visto,
dichas medidas se denominan utilidades y generalmente se miden en
una escala 0-1, donde el 0 se asigna a la muerte y el 1 a la salud
normal. En este ejemplo, la utilidad del resultado «Voz natural» (UN)
sería igual a 1 y la utilidad del resultado «Voz artificial» (UA) se estimó
en 0,7.
Una vez medidas las preferencias, la teoría de la utilidad esperada nos
dice que la utilidad esperada de cada una de las alternativas –
radioterapia y cirugía– es igual a la suma de cada una de las utilidades
estimadas previamente multiplicadas por su respectiva probabilidad.
En ausencia de consideraciones sobre el coste de los tratamientos, el
tratamiento con la mayor utilidad esperada será el tratamiento
preferido. Obsérvese que este supuesto es plausible en la medida en
que estamos tomando una decisión micro; no lo sería en el caso de
querer evaluar económicamente los dos tratamientos en liza, en cuyo
caso habría que tener en cuenta los costes.
Finalmente, si aplicamos la regla de la utilidad esperada a cada una de
las dos alternativas, obtenemos que la opción «cirugía» proporciona
una utilidad esperada de:
0,72 × 0,7 + 0,28 × (0,38 × 0,7 + 0,62 × 0,7) = 0,7
mientras que la «radioterapia» genera una utilidad esperada de:
0,53 × 1 + 0,47 × (0,57 × 0,7 + 0,43 × 0,7) = 0,859
Puesto que la utilidad esperada es mayor para la radioterapia que para
el tratamiento quirúrgico, aquélla será la opción preferida.
En resumen, hemos comprobado que es factible fundamentar las elecciones entre
programas sanitarios alternativos sobre el concepto de preferencia individual y su medición,
ya sea en términos monetarios, como disposición a pagar por la salud, ya sea en forma de
índices de bienestar, como utilidad de la salud. El problema ahora es asignar recursos
sociales a partir de esta información.
1.1.2. Las preferencias sociales y la asignación de los recursos sanitarios
La Economía del Bienestar formula un segundo principio, según el cual la preferencia de la
sociedad debe basarse en la agregación de las preferencias individuales. Por tanto, la
asignación de los recursos sanitarios –en la medida en que queramos que respondan al
interés colectivo– deberá basarse en la agregación de las preferencias individuales. Esto
significa que el planificador sanitario en cuestión tendrá como objetivo maximizar el
bienestar social que deparan los programas sanitarios, sujeto a la consabida e inevitable
restricción presupuestaria, y que dicho bienestar social será una combinación de las
preferencias individuales de la población general. Este problema «asignativo» podría
representarse en términos esquemáticos como:
Maximizar:
Sujeto a:
donde Bi representa la ganancia en bienestar social que se deriva del programa sanitario i,
Ci representa los costes asociados, λi indica la proporción del programa i que es adoptada,
y P es el presupuesto total disponible.
La cuestión que queda por dilucidar es cómo llegar a construir ese bienestar social Bi a
partir de las preferencias individuales. Las dos formas habituales son como se describe a
continuación:


El criterio de compensación. Puesto que al efectuar la distribución de los recursos sanitarios habrá
«ganadores» (gente que percibe que los beneficios de los programas son mayores que los costes)
y «perdedores» (gente para la que los costes exceden los beneficios), si la disposición a pagar de
los primeros excede de la suma que los segundos estarían dispuestos a aceptar como
compensación por su pérdida de bienestar, entonces debería procederse a financiar el programa
objeto de evaluación. Este concepto de compensación 5 es el fundamento que subyace al análisis
coste-beneficio, ya que en él se maximizan los recursos atendiendo al beneficio monetario neto
(= beneficios monetarios – costes monetarios).
La función de bienestar social. Sumando las utilidades individuales de la población obtenemos la
utilidad agregada de cada programa sanitario. Esta utilidad social será comparada con los costes a
fin de priorizar los distintos programas. Este concepto de función de bienestar social 6 es el
utilizado en el análisis coste-utilidad, donde se maximiza el número de AVAC.
1.1.3. Críticas a los fundamentos de la economía del Bienestar
Una vez examinados los fundamentos teóricos sobre los que se asienta el enfoque de la
evaluación económica, repasaremos tres críticas a los mismos que consideramos relevantes.
En primer lugar, podría argumentarse que la disposición a pagar de los individuos no sólo
está determinada por las preferencias, sino también por el nivel de renta. Así, disponer de
una restricción presupuestaria holgada confiere poder de compra, de forma que la
disposición a pagar variará con la renta y la riqueza. Este problema de los efectos de la
renta puede soslayarse renunciando a medir el bienestar que ocasionan las ganancias de
salud en términos monetarios y recurriendo, en consecuencia, a otro tipo de medidas como
los índices numéricos de utilidad (por ejemplo, AVAC). Sin embargo, hay autores (por
ejemplo, Klose, 2003) que plantean que incluso en caso de utilizar medidas como los
AVAC, no podemos estar seguros de que las preferencias por la salud no se vean afectadas
por el nivel de renta. Si las preferencias por la salud no pueden separarse de las preferencias
por el consumo de otro tipo de bienes, entonces la renta disponible condicionará las
valoraciones subjetivas de los entrevistados.
Una segunda crítica es la formulada desde las tesis extra-bienestaristas. Este enfoque
sostiene que los recursos no deben asignarse en función del bienestar o utilidad que generan
los programas sanitarios, sino atendiendo a las ganancias de salud que proporcionan. Culyer
(1989) resume la visión extra-bienestarista con el ejemplo del pobre optimista y el rico
melancólico. Un rico que padezca de gota, pero hipocondríaco, vería su propio estado de
salud como muy grave, mientras que el pobre con cáncer, al ser un optimista incorregible
podría valorar su salud incluso mejor que el rico. Si se persigue maximizar el bienestar
social, entonces podría ocurrir que el tratamiento para la gota se priorizase por delante del
tratamiento para el cáncer, a tenor de la estructura de preferencias de estas dos personas.
Para el enfoque extra-bienestarista, por tanto, sería preferible definir como objetivo
asignativo la maximización de la salud antes que la maximización del bienestar social. Esto
implica la utilización de medidas de efectividad (por ejemplo, años de vida ganados) para
medir los beneficios sanitarios antes que medidas basadas en las preferencias como la
disposición a pagar o los AVAC. El tipo de evaluación económica conocido como análisis
coste-efectividad –cuyas principales características describimos en el epígrafe 1.2.2–
encontraría justificación en esta visión extra-bienestarista 7.
Sin embargo, surgen varios problemas al abrazar esta opción. En primer lugar, todas las
herramientas de medición de las preferencias por la salud desarrolladas desde 1970 hasta
ahora lo han sido precisamente con la intención de medir eso, preferencias. En este sentido,
querer reducir los AVAC a medidas que simplemente puntúan el cambio en la salud del
entrevistado (medidas de calidad de vida relacionada con la salud) y no su preferencia por
dicho cambio parece algo contradictorio. En segundo lugar, si recurrimos a medidas
«objetivas» del cambio en salud del tipo de número de vidas salvadas, volumen de masa
ósea ganada o porcentaje de reducción de la tasa de glucemia, quedan muy reducidas
nuestras posibilidades de evaluación, pues no podríamos comparar entre sí programas que
produzcan resultados distintos. Finalmente, y lo que es más importante, la toma de
decisiones ya no estaría informada por las preferencias de los ciudadanos, sino que sería
una decisión ajena a sus opiniones.
Por último, hay autores (por ejemplo, Wagstaff, 1991) que llaman la atención sobre la
denominada disyuntiva equidad-eficiencia (equity-efficiency tradeoff). En la medida en que
el objetivo del planificador sea sólo maximizar la suma de utilidades individuales (o de
disposiciones a pagar individuales) sólo estamos atendiendo a la eficiencia, pero no a la
equidad. Esto implica omitir del análisis consideraciones sobre las diferencias iniciales en
los estados de salud (la gravedad) así como otras características como el nivel de renta o la
edad.
Los aspectos de equidad pueden incorporarse al análisis mediante la ponderación de las
ganancias de bienestar, de forma que sean privilegiados aquellos grupos a los que se quiere
favorecer. Por ejemplo, el denominado argumento de los fair-innings acuñado por Williams
(1997), sostiene que una misma ganancia de salud tiene mayor valor social si recae en una
persona joven que una persona mayor, ya que es trágico que una persona vea truncada su
vida antes de alcanzar la edad media vigente en su sociedad, mientras que cada año que se
prolonga la supervivencia más allá de esa misma edad media son años de vida «prestados».
Para recoger este argumento, habría que estimar pesos de equidad (equity-weights) por
edades, de manera que las utilidades de los más jóvenes recibiesen un mayor peso que las
utilidades de los más viejos.
1.2. TIPOS DE EVALUACIÓN
Los cuatro tipos de evaluación económica que vamos a estudiar identifican por coste de un
programa sanitario el valor que tienen los recursos utilizados en el siguiente mejor uso
alternativo. Esto es lo que se conoce como coste de oportunidad. Como los recursos son
limitados, utilizar más personal clínico, más dependencias, más pruebas de laboratorio, etc.,
para tratar una determinada patología representa renunciar al beneficio que podría
obtenerse empleando todos esos recursos en otro tratamiento diferente. El coste de
oportunidad se expresa en unidades monetarias, obteniéndose en principio como el
producto de cada uno de los recursos consumidos en la intervención por su precio
unitario 8. Este concepto será desarrollado en mayor profundidad en el epígrafe 2.1.
Puesto que el coste es común a los distintos tipos de evaluación económica, la clave para
diferenciarlos radica en la unidad en que se mida el efecto o resultado que tiene el programa
sanitario sobre la salud. Como se verá, de forma adicional, puede establecerse alguna otra
distinción entre ellos en la medida en que sean capaces o no de recoger otro tipo de
beneficios aparte de las ganancias de salud.
1.2.1. Análisis de minimización de costes (AMC)
Este tipo de análisis compara los programas sanitarios atendiendo únicamente a sus
diferencias en el coste de los recursos empleados (costes netos). Por tanto, la minimización
de costes sólo se aplica cuando las alternativas evaluadas producen los mismos efectos (en
rigor, es necesario demostrar que los resultados son idénticos). Como resulta obvio, puesto
que los resultados de salud –difíciles de medir en muchas ocasiones– no entran en el
análisis, este tipo de evaluación económica es más sencillo de llevar a cabo que las
restantes modalidades. Lógicamente, también su aplicabilidad es más limitada, pues son
escasas las situaciones en las que las tecnologías objeto de evaluación, incluso en el
supuesto de dos tratamientos para un mismo problema de salud, muestran una coincidencia
absoluta en sus resultados 9.
1.2.2. Análisis coste-efectividad (ACE)
Esta técnica es de aplicación cuando comparamos programas cuyos resultados pueden
reducirse a una única dimensión (por ejemplo, años de vida ganados, fracturas evitadas).
Las alternativas se priorizan atendiendo a sus ratios coste por unidad de efecto (por
ejemplo, euros por año de vida ganado, dólares por cada caso de cáncer detectado, etc.).
Las unidades de efecto o efectividad pueden ser de dos tipos: unidades naturales (o físicas)
y medidas de calidad de vida relacionada con la salud (CVRS).
Las primeras reciben ese nombre para resaltar que son medidas objetivas, que no son objeto
de valoración subjetiva por los pacientes o el público en general. No obstante, en principio
cabe suponer que las preferencias serán crecientes en efectividad, de manera que a mayor
efectividad mayor bienestar. En este sentido, hay medidas en unidades naturales
estrechamente relacionadas con el bienestar del paciente (por ejemplo, número de úlceras
evitadas, número de muertes evitadas, años de vida ganados) mientras que otras tienen un
carácter «intermedio» o instrumental (por ejemplo, número de cánceres detectados, tasa de
reducción de la presión arterial).
Las medidas de CVRS consisten en puntuaciones otorgadas por los entrevistados a distintas
preguntas o ítems que pretenden cubrir las diferentes dimensiones de la CVRS (movilidad,
dolor, capacidad para ejercer el cuidado personal, etc.). Estas medidas, aunque valoran la
percepción subjetiva del entrevistado sobre la ganancia en CVRS que proporciona un
tratamiento, no son medidas basadas en las preferencias. La razón fundamental por la cual
no miden preferencias es porque atribuyen arbitrariamente la misma importancia a cada uno
de los niveles en que puede descomponerse cada dimensión de la CVRS. Además, las
puntuaciones de estas medidas sólo tienen propiedades ordinales, lo cual significa que al
comparar dos alternativas entre sí con distinta puntuación sólo podemos decir que una
refleja una mayor CVRS que la otra, pero no cuánto más. Desde este punto de vista, su
utilidad para la evaluación económica es muy escasa, ya que como veremos en el epígrafe
5, las ratios coste-efectividad son ratios incrementales, para lo cual se necesitan medidas de
resultados cardinales.
La principal ventaja del ACE radica precisamente en su objetividad. Siempre que no
cuestionemos el objetivo implícito en el análisis (por ejemplo, reducir la atrofia muscular
en un 10%) y no exista conflicto entre los resultados de los programas (por ejemplo, un
tratamiento aumenta la esperanza de vida a costa de perjudicar la calidad de vida) esta
técnica puede ser útil para ayudar a tomar decisiones. Sin embargo, si nos encontramos con
programas cuyos resultados difieren en más de una dimensión o que de hecho producen
diferentes resultados (por ejemplo, reducir el colesterol frente a ganar agudeza visual),
entonces el ACE no servirá para informar el proceso de asignación de recursos.
1.2.3. Análisis coste-utilidad (ACU)
Esta técnica puede verse como un caso particular del ACE, en el sentido de que también
compara las intervenciones sujetas a evaluación en términos de sus ratios coste por unidad
de efecto. La diferencia estriba en que la unidad de efecto en este caso son los AVAC,
medida que ajusta o pondera los años de vida por la utilidad asociada a la CVRS en que se
disfrutan dichos años. Dichos pesos o utilidades son medidas de preferencias que suelen
medirse en una escala 0-1 como la que se describía en el Recuadro 1.
Existen diversos métodos para estimar las utilidades, los cuales podrían agruparse según su
origen económico o psicométrico. Entre los primeros tenemos técnicas como la lotería
estándar (standard gamble) o el intercambio de tiempos (time tradeoff). En el segundo
grupo se incluyen las escalas de puntuación (rating scales) siendo la más conocida la escala
visual analógica (visual analogue scale).
La gran ventaja del ACU es que puede comparar entre sí todo tipo de programas sanitarios,
incluso programas que sólo afectan a la supervivencia con programas que sólo influyen en
la CVRS. En este sentido, es claramente superior al ACE. Sin embargo, comparte con aquél
el problema de que las ratios coste-utilidad sólo nos informan del coste extra necesario para
ganar 1 AVAC adicional, pero no nos dicen por sí mismas cuándo esa ganancia adicional
compensa el coste extra en el que se ha de incurrir. Por ejemplo, si un programa sanitario
ofrece una ganancia de 2 AVAC mientras que otro sólo proporciona una ganancia de 1
AVAC, pero el primero cuesta el triple que el segundo, ¿cómo podemos saber si merece la
pena el coste adicional en que incurriríamos al financiar el primer programa?
1.2.4. Análisis coste-beneficio (ACB)
Esta técnica expresa todos los beneficios y costes de los programas sanitarios en unidades
monetarias, de forma que al ser plenamente comparables:



Puede juzgarse sin ambigüedad cuándo un programa sanitario merece la pena («vale lo que
cuesta») o no: un programa merece la pena siempre que los beneficios superen a los costes.
Pueden incorporarse al análisis un amplio abanico de beneficios no estrictamente relacionados
con la salud. Nos referimos en concreto a beneficios que tienen que ver con el proceso o la forma
en que se proporcionan los tratamientos (por ejemplo, que las pruebas sean indoloras), así como a
las ganancias de productividad (por ejemplo, las derivadas de una reducción en el periodo de
convalecencia).
Pueden compararse entre sí programas sanitarios con programas de otra índole como educativos,
de infraestructuras, de servicios sociales, etc.
Por tanto, el ACB se revela como el tipo de evaluación económica más potente de entre los
disponibles, si bien en el ámbito específico de la salud su utilización está menos extendida
que el ACE o el ACU. Esto se debe a la existencia de un cierto rechazo frente a la
monetización explícita de resultados de salud como la CVRS o las vidas salvadas.
En cuanto a las técnicas que utiliza el ACB para obtener valoraciones monetarias de los
beneficios de los programas sanitarios, podemos distinguir dos grandes familias: los
métodos de preferencias reveladas y los métodos de preferencias declaradas. El primer
grupo de técnicas infiere las valoraciones monetarias de la salud y la vida de las elecciones
que realizan los sujetos en los mercados (por ejemplo, el desempeñar trabajos arriesgados).
Sin embargo, precisamente por el hecho de que en muchos países no podemos reconocer un
mercado sanitario propiamente dicho, la aplicabilidad de estas técnicas es limitada. En el
segundo grupo de métodos se pregunta directamente por las preferencias, destacando el
método de la valoración contingente.
Véase a este respecto Lancaster (1966).
Éste sería el esquema del modelo de demanda de Grossman (1972) según el cual los pacientes consumen
asistencia sanitaria para poder disponer de mejor salud en el futuro. De esta forma, la asistencia sanitaria no es
sólo un bien de consumo, sino también de inversión (agranda el stock de salud del individuo).
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Si bien los pacientes pueden poseer preferencias mejor formadas que las del público en general, también es
posible que carezcan de objetividad, en la medida en que pueden estar sesgadas por la habituación a padecer
una determinada enfermedad. Desde este punto de vista, una perspectiva ex ante como la perspectiva social
puede estar menos sesgada. Véase Gold et al., (1996) para una discusión al respecto
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Técnicamente, este principio de compensación es conocido como mejora potencial de Pareto y se debe a
Kaldor (1939) y Hicks (1939). Recibe el apelativo de potencial, porque no requiere que se haga efectiva la
compensación, sólo que sea posible en potencia.
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Esta suma simple de utilidades es sólo una de las posibles funciones de bienestar social que pueden
construirse, y que deben su origen a los trabajos de Bergson (1938) y Samuelson (1947).
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Véase Krupnick (2004) para una discusión al respecto.
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Idealmente los precios de mercado deberían reflejar el coste de oportunidad de cada unidad consumida. Sin
embargo, al igual que ocurría en el caso de la disposición a pagar, han de darse una serie de supuestos
restrictivos para garantizar que la mencionada equivalencia sea cierta.
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En este sentido, Briggs y O’Brien (2001) en un artículo cuyo título es más que revelador («¿La muerte del
análisis de minimización de costes?») subrayan lo inhabitual de las circunstancias bajo las que el AMC
resulta un método de análisis apropiado.
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