Subido por Juan Carlos Serrano

GELMAN, JORGE, La lucha por el control del Estado. Administración y élites coloniales en Hispanoamérica

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LA LUCHA POR EL C O N T R O L DEL ESTADO: ADMINISTRACIÓN
Y ÉLITES COLONIALES EN HISPANOAMÉRICA
Jorge
Gelman
Desde mediados del siglo XVIII, y sobre todo durante el reinado de Carlos III
(1759-1788) y la presencia en el Consejo de Indias de José de Gálvez (17761787), la Corona española lleva adelante grandes reformas político-administrativas en sus colonias americanas, con impulso, masividad y coherencia, no vistos
desde la época de las reformas toledanas a finales del siglo xvi.
Estas reformas, que ya habían comenzado dentro de la propia Península Ibérica con la llegada de los Borbones al trono de España a inicios del siglo, sólo se
empiezan a aplicar tímidamente en América durante el reinado de Fernando VI
(1746-1759), una vez que el final del asiento inglés de esclavos en 1748 y el tratado de limites con Portugal en 1750, despejan el horizonte de conflictos europeos inmediatos.
Pero sólo a la muerte de este último monarca y con la ascensión al trono de
Carlos III, las reformas adquieren el ritmo y la coherencia que permiten hablar
de un verdadero plan de conjunto para transformar las estructuras de poder imperantes en América durante casi dos siglos.
Este intento de transformación política era, en realidad, parte y condición
previa de reformas más amplias, que buscaban consolidar los límites y la seguridad del Imperio, promover el crecimiento económico español y asegurar a la Corona un volumen creciente de ingresos fiscales, para permitirle recuperar su rango en el mundo.
No nos ocuparemos aquí de estas reformas económicas, militares, religiosas
y fiscales, pero resultaba claro para la Corona y para todos los impulsores intelectuales de aquéllas que a fin de reorganizar la economía, cobrar mejor y más
impuestos, defender el territorio, terminar con el contrabando y disciplinar a la
población de las colonias, era menester primero realizar, una profunda reforma
político-administrativa en América, fortalecer el aparato estatal, instalar en el
mismo a funcionarios honrados y fieles, terminar con la corrupción generalizada
y con la influencia de las élites locales en la administración.
Nuestro objetivo será entonces analizar las transformaciones de las estructuras del poder en Hispanoamérica a lo largo del siglo XVIII y, en particular, la incidencia de las reformas políticas realizadas por los Borbones en la segunda tai-
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tad del siglo. Nos centraremos para ello en el ámbito de la administración del
Estado, en la constitución de las élites americanas y en su relación cambiante
con las estructuras del poder a lo largo del siglo. Esta doble aproximación al
problema, Estado-élites locales, parte de la concepción dé que la estructura del
poder y las definiciones políticas en América no eran sólo el resultado de la voluntad de la Corona y sus ministros metropolitanos, sino de la combinación de
la misma con los factores de poder de las colonias, los propios funcionarios y sobre todo, las poderosas élites locales.
LAS ESTRUCTURAS DEL PODER ANTES DE LA OFENSIVA BORBÓNICA
Conocemos hoy bastante bien cómo funcionaban las estructuras del poder en
América antes de las reformas borbónicas. Aunque la mayoría de los estudios realizados al respecto versan sobre el siglo XVII, para dar luego un salto a la segunda
mitad del XVIII, los pocos trabajos que han incluido la primera mitad de este último siglo nos lo muestran como un período donde se mantienen y aun se acentúan
ciertos rasgos del anterior1.
El historiador británico D. Brading resume lo que sabemos sobre el poder
antes de las reformas con una frase contundente: «... en cada provincia del Imperio, la administración había llegado a estar en manos de un pequeño aparato
de poder colonial, compuesto por la élite criolla —letrados, grandes propietarios y eclesiásticos—, unos pocos funcionarios de la Península con muchos
años de servicio y1os grandes mercaderes dedicados a la importación. Prevalecía la venta de cargos en todos los niveles de la administración» (Brading,
1990).
Los estudios sobre distintos ámbitos de la administración le dan plenamente
la razón. Si tomamos el caso de las Audiencias, la mayor instancia judicial en
América, sabremos que entre 1687, en que se empiezan a vender los cargos, y
1750, se nombran 138 criollos y 157 peninsulares. La mayoría de los primeros
había comprado el cargo y se destacaban los miembros de la élite limeña, que habían instalado oidores no sólo en la Audiencia de Lima, sino en muchas otras. A
su vez, una gran parte de los peninsulares que figuraban en esta institución estaba
fuertemente ligada a las élites locales (por matrimonio, compadrazgo, transacciones económicas, etc.), con lo cual la influencia de estos sectores era ampliamente
mayoritaria (Burkholder y Chandler, 1977; Phelan, 1972; Campbell, 1972)
Algo parecido sucede en el resto del aparato estatal. Dejando a un lado los
cabildos, la instancia más baja del poder en las ciudades, que de partida —y así
fueron pensados—_eran una virtual representación de las élites urbanas, encontramos una situación similar en el caso de los corregidores de indios o alcaldes
1. En este sentido, el trabajo más sistemático es el de los historiadores norteamericanos M.
Burkholder y D. Chandler, sobre la composición de las audiencias americanas entre 1687 y 1808,
donde los autores no dudan en incluir la primera mitad de! siglo XVIII en lo que llaman la «Edad de la
Impotencia» (de la Corona frente a sus colonias), siendo la segunda mitad del siglo la época de la restauración de la «Autoridad». (Burkholder y Chandler, 1977).
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mayores. Estos funcionarios, impuestos por la Corona a finales del siglo xvi
para limitar el poder de los encomenderos, organizar la explotación de la población indígena en beneficio del conjunto de los colonos españoles y de la Corona
—aunque también se suponía que para defenderlos frente a las excesivas pretenciones de los primeros— se convierten, por su papel de bisagra en una pieza clave del sistema colonial. Muy pronto las élites procurarán influir sobre estos fun-.
cionarios para acceder más fácilmente a la mano de obra indígena y sobre todo,
desde la segunda mitad del XVII, para convertir a esa población en un mercado
cautivo, donde colocar mercancías, en cantidades y condiciones que el corregidor podía imponer por su posición de fuerza. Esta aspiración de las élites se va a
ver favorecida porque desde 1678 se empiezan a vender oficialmente estos cargos, con lo cual los sectores más adinerados de las colonias tendrán la posibilidad de adquirirlos directamente (Tord, 1974; Moreno Cebrián, 1977; Larson y
Wasserstrom, 1982; Hamnett, 1977).
También conocemos bastante bien el caso de los oficiales de real hacienda,
en el período preborbónico y así podríamos seguir enumerando (Andrien, 1985).
Esta amplia influencia directa e indirecta de las élites sobre el poder se va a
manifestar de manera evidente en el desarrollo a gran escala de actividades, no
siempre legales, amparadas por el Estado y que favorecían a estos sectores.
Ya hemos mencionado el caso de los «repartos de mercancías» que imponían los corregidores a los indígenas, repartos que adquieren tal magnitud en la
primera mitad del siglo XVIII, que la Corona se verá forzada a legalizarlos en
1754, para tratar de limitarlos y a la vez obtener algún provecho de ellos.
Otro fenómeno que se desarrolla a gran escala es el contrabando, que parece
ser de lejos la principal forma de comercio exterior americano en el siglo XVII y
la primera mitad del siguiente (Morineau, 1985).
De estas y otras razones se derivaba que la Corona perdiera progresivamente
el control directo de la situación colonial y que se redujera también la recaudación fiscal, recaudación que por otra parte se delegaba cada vez más en particulares, a quienes se arrendaba el derecho a percibir los impuestos a cambio del
pago de sumas fijas.
Toda esta situación ha llevado a algunos autores a plantear que el grado de
control de las élites locales sobre el aparato del Estado, la generalización de la
corrupción y el no respeto a la legislación real, permiten hablar de la existencia
en los hechos de una primera independencia americana en el siglo XVII y la primera mitad del XVIII (Lynch, 1964-1969; Muro Romero, 1987)2.
Esta idea parte de una vieja concepción de la historiografía americanista que
consideraba al Estado implantado por la Corona en América como una entidad
fuertemente centralizada, que excluía la participación de los factores de poder
local (Haring, 1949). De esta manera, la presencia de estos últimos y el desarrollo de la corrupción serían una aberración del sistema, cuya magnitud en este período lo pondría francamente en crisis.
2. Lynch ha modificado posteriormente (1991) su percepción de este período, hablando de la
existencia de un gobierno de «consenso», que no cuestionaba el vínculo colonial.
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Sin embargo, es posible considerar la evolución en las estructuras del poder
en América de otra manera.
Algunos trabajos plantearon ya, hace más de dos décadas, una interpretación diferente de la tradicional sobre el sistema de gobierno en Hispanoamérica
y el fenómeno de la corrupción, aunque luego los trabajos de investigación empírica hicieran poco caso de estos planteamientos 3 .
En estos estudios se concibe el Estado colonial, por lo menos durante el largo reinado de los Austrias y en el primer período borbónico, no como una institución fuertemente centralizada y excluyente de los factores de poder local,
sino, por el contrario, como un sistema de una gran flexibilidad, que buscaba
constantemente un delicado punto de equilibrio entre los intereses —a veces
confluyentes, a veces contradictorios— de las autoridades metropolitanas y los
factores de poder local, sobre todo las élites, pero también los demás sectores,
inclusive los burócratas coloniales, con sus propios intereses. Esto último era
algo que se reconocía de partida y no era contradictorio con la lealtad al Rey,
dada la característica patrimonial del Estado, que se hacía extensiva a los propios funcionarios.
Estos burócratas, a su vez, no formaban una estructura vertical de poder, en
la que cada miembro era parte de un engranaje con peldaños sucesivos, sino que
aparecían todos vinculados directamente al monarca (quien, en última instancia,
era el responsable de los nombramientos y a quien todo funcionario podía recurrir en caso de conflicto con otros funcionarios) y con poderes imprecisos, que
permitían gran flexibilidad, ambivalencia y negociación a todos los niveles.
Este sistema de gobierno se apoyaba, según lo define un estudio reciente, en
una «matriz filosófica» que lo justificaba (MacLachlan, 1988). El origen del poder del monarca era divino, pero por lo mismo tenía límites, ya que debía gobernar con amor y protección hacia sus súbditos y debía conseguir cierto consenso,
lo cual admitía la negociación con los subordinados. En la relación monarcasúbditos primaba la lealtad sobre el cumplimiento estricto de las órdenes reales.
En este sentido, la famosa fórmula «se acata pero no se cumple», empleada una
y mil veces por los funcionarios para salvar la lealtad al Rey y no aplicar una
real orden, era algo consagrado por las ideas imperantes y aun por la misma legislación de Indias.
En esta línea de interpretación, la corrupción se puede entender, no como
una aberración del sistema o un conjunto de excesos, sino como uno de los medios privilegiados del sistema para permitir esta búsqueda de equilibrio entre intereses a veces contradictorios, salvando a la vez la autoridad del monarca. La
corrupción era una verdadera válvula de escape a las contradicciones del sistema, e incluso algunos autores consideran que éste sólo funcionaba gracias a ella
(Moutoukias, 1988).
3. Los trabajos más importantes en este sentido fueron: Eisenstadt, 1963; Sarfatti, 1966; y
Phelan, 1967, donde no sólo se avanza en una nueva concepción teórica del Estado colonial, sino
que se aplica en el estudio de un caso concreto. Sólo muy recientemente se han dado algunos pasos
significativos en esta nueva interpretación del Estado colonial, ver por ejemplo Pietschmann, 1982
y 1987.
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De la misma manera, aparece como algo natural la participación de las élites
locales en las estructuras del poder colonial. Aunque esto también tiene que ver
con las características de estas élites.
No es nuestro propósito, ni sería posible en estas páginas, resumir y discutir
todas las investigaciones que se han hecho últimamente sobre las élites coloniales americanas. Sólo queremos retener algunos elementos generales que tienen
que ver con el tema de las estructuras del poder y su evolución en el siglo XVIII
(Bronner, 1986; Mórner, 1983).
Estas élites, definidas como los sectores que concentran en mayor grado el
poder, la riqueza y los honores en las ciudades hispanoamericanas, no tienen por
lo mismo un solo rasgo que las caracterice, sino que reúnen un vasto conglomerado de actividades y atributos. La riqueza (y por ende el comercio, una de las
pocas actividades que daba acceso a la misma en la colonia) era una condición
sine qua non, para acceder a la élite, pero ésta se consolidaba con el poder y el
honor, a la vez que con una diversificación económica, que permitía conservar,
algo más tranquilamente, la riqueza obtenida generalmente a través de la riesgosa actividad comercial.
La estrecha relación entre las élites y el aparato del Estado colonial parece
haber sido desde muy temprano una regla en la realidad americana. Algunos autores señalan incluso la dificultad de separar Estado y élites, cuando investigamos algún caso en particular.
Las modalidades de acceso a la administración y al poder por parte de estas
élites eran múltiples y, si bien la venta de los cargos favoreció enormemente este
proceso, sería un error considerarla como su causa y forma excluyente. De hecho, además de ocupar directamente cargos en la administración, por compra o
por designación, estas élites accedían al poder, quizás sobre todo mediante la incorporación de los funcionarios a su mundo. Casando a sus hijas con los burócratas más altos o ubicados en lugares estratégicos para sus negocios; estableciendo relaciones de compradazgo, lazos económicos diversos; promoviendo la
corrupción en todos los niveles, las élites conseguían en general integrar a los
funcionarios en su ámbito.
¿Significaba esto la creación de un aparato de poder autónomo de la metrópoli?
La respuesta a esta pregunta resulta difícil, pero una serie de estudios tienden
a mostrarnos cómo esta integración élites-Estado no cuestionaba la dominación
colonial, en tanto que los intereses de la metrópoli eran, en buena medida, coincidentes con los de las élites, y, sobre todo, que se necesitaban mutuamente. La Corona carecía de un aparato de facto capaz de mantener la disciplina de las colonias en contra de la voluntad de éstas y las élites necesitaban la legitimidad que
les brindaba el poder real y todo su aparato filosófico-religioso. Por otra parte,
los intereses divergentes de los sectores americanos, aun dentro de las mismas elites, facilitaban la labor de la Corona como mediadora indispensable, una de cuyas armas más eficaces fue el uso de la justicia (Taylor, 1987; Spalding, 1982).
En este sentido la idea de una primera independencia americana durante el
siglo XVII y parte del XVIII aparece cuestionada, así como también la idea de las
reformas borbónicas como una reconquista. Más bien, lo que las reformas van a
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intentar es un cambio —radical— en el sistema de dominación colonial y en la
participación que en éste va a dejar para las élites locales y los burócratas.
DIAGNÓSTICO Y CURA
Los diagnósticos que se formulaban en España sobre lo que sucedía en América
desde hacía largas décadas eran casi todos coincidentes hacia mediados del siglo
XVIII: imperaban allí la corrupción generalizada y el control de las élites locales
sobre el aparato administrativo. En esta situación estaban implicados desde los
funcionarios más inferiores y locales, hasta las instancias más altas y generales
del poder. Las élites constituían facciones que se disputaban constantemente el
control del Estado en provecho propio, desconociendo las normas emanadas de
la Corona, desarrollando el contrabando, evadiendo impuestos, etc. Se señalaba
también que en la raíz de estos problemas se encontraba la práctica de la venta
de los puestos de la administración, que habiéndose iniciado a finales del siglo
XVI para los cargos más bajos, se había extendido progresivamente hasta incluir
a los más altos, y había permitido a los sectores más poderosos de América instalarse a lo largo y ancho de toda la estructura del poder, más allá de cualquier
consideración de capacidad para la función de lealtad hacia la Corona. De la
misma manera se habían inutilizado los mecanismos de control de la burocracia,
ya que hasta los juicios de residencia que debían realizarse al final del mandato
de cada funcionario se vendían y compraban con asiduidad.
Uno de los relatos más gráficos y completos al respecto son las llamadas Noticias Secretas de América, escritas por los marinos españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa en 1747, que si bien se publicó por primera vez en Londres en
1826, circuló intensamente en los medios ministeriales españoles en la época en
que fue escrito como informe para la Corona, luego del viaje que ambos realizaran al Perú (Juan y De Ulloa, 1826). En este largo «discurso y reflexiones», los
autores describen con lujo de detalles todos los abusos que perpetraban los funcionarios, la corrupción del clero, el contrabando, etc. En la relación incluyen a
los virreyes, que no pueden resistir el insistente cortejo a que los someten los poderosos locales. Hasta los más honrados terminan sucumbiendo y lo único que
los diferencia es «... que su entereza a no admitir obsequios de valor ha durado
más tiempo en unos que en otros, pero al fin se han dejado llevar todos de la tenaz porfía de estos tan poderosos ruegos...» (p. 374).
Partiendo de este diagnóstico, las soluciones que van a proponer, tanto estos
marinos, como muchos otros personajes influyentes en la Corte, son también
coincidentes. Era necesario terminar con este estado de cosas, suprimir la venta
de los cargos que era «el origen de todos los excesos», crear un aparato estatal
fuerte, con funcionarios que tuvieran salarios adecuados para impedir su participación en actividades ilegales, que fueran honrados, de carrera y con un sistema
de ascensos por buen desempeño. Había que alejar a las élites locales de la administración y aislar de su influencia a los funcionarios. Sólo de esta manera se podrían aplicar las medidas orientadas a incrementar la recaudación fiscal, a fin de
promover el crecimiento económico y garantizar la defensa del Imperio. Era ne-
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cesario disponer de un verdadero Estado burocrático, con funcionarios fieles que
cumplieran sin titubeos las medidas ordenadas.
Los nombres de José del Campillo y Cossío, Pedro Rodríguez de Campomanes o Baltasar M. G. María de Jovellanos, son sólo algunos de los altos funcionarios metropolitanos, que van a defender estas ideas. El primero, en su
Nuevo sistema de gobierno económico para la América, escrito en 1743, va a
proponer que se realicen «visitas generales» a toda América, que se eliminen el
poder de las élites locales y la riqueza de la Iglesia, que se implanten las intendencias y se construya un aparato administrativo fiel y eficaz (Campillo y Cossío, 1762).
En realidad, muchas de estas propuestas no eran nuevas, pero sólo hacia mediados del siglo XVIII existe un consenso generalizado en los ámbitos de poder
metropolitanos sobre la necesidad y oportunidad de llevarlas a cabo 4 .
Había por supuesto algunas voces disonantes, sobre todo del otro lado del
Atlántico, que vale la pena mencionar porque tienen que ver con la resistencia
que las reformas van a suscitar en distintos puntos de América. Las élites locales,
criollos o no, se creían con derecho a ocupar cargos en la administración de sus
lugares de residencia. Es interesante citar las palabras del fiscal de Cartagena de
Indias (en la actual Colombia), don Pedro de Bolívar y de la Redonda, que en
1667 defendía la presencia de los criollos en el Estado, alegando que la corrupción se podía combatir mejor colocando en los cargos a criollos ricos (y por lo
tanto —decía él— desinteresados en usufructuar los mismos en provecho personal), que a peninsulares pobres (susceptibles de todo tipo de tentaciones) (Burkholder y Chandler, 1977).
Pero más allá de este tipo de consideraciones, la Corona española, y sobre
todo Carlos III y sus ministros, van a emprender reformas políticas de amplio alcance, que marcarán toda la última etapa de dominación española en América.
LAS REFORMAS BORBÓNICAS:
OFENSIVA, RESISTENCIAS Y RESULTADOS CONTRADICTORIOS
Tomando como problemas principales la debilidad y el descontrol del aparato estatal, la presencia de las élites y la corrupción, las reformas borbónicas se enfrentarán al conjunto de estos fenómenos con un impulso inicial de gran magnitud.
El globo de ensayo de las reformas fue la isla de Cuba, considerada pieza
clave del sistema defensivo del Imperio, donde se organizó una fuerte guarnición
militar regular y se instaló, en 1763, el primer intendente de América. Pero el
gran impulso reformador se dio con el envío de visitadores generales a América,
el primero de los cuales, José de Gálvez, asignado al virreinato de Nueva España
4. Por ejemplo, se pueden citar en la temprana década de 1620 las ideas del conde duque de
Olivares, que parecen preludiar, con 150 años de anticipación, las medidas que se tomarían sobre
todo bajo Carlos III. Claro que la situación en los ámbitos de poder español era muy diferente, y el
Consejo de Indias desoyó las propuestas de Olivares. Ver toda esta discusión en Phelan, 1967: 157159, 221 y ss.
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entre 1765 y 1771, considera unánimemente la pieza clave de la ofensiva borbónica en América. Gálvez comienza personalmente a tomar medidas reformistas
en el virreinato norteño y entre 1776 y su muerte en 1787 se incorpora al Consejo de Indias, desde donde organiza el envío de las visitas generales al virreinato
del Perú (el visitador José Antonio de Areche, en 1776) y al virreinato de Nueva
Granada (en 1778, el visitador Juan Francisco Gutiérrez).
Aparte de medidas trascendentes, como la organización de una fuerza militar en las colonias o la expulsión de los jesuítas en 1767, que son tratadas en
otros capítulos de esta obra, las medidas más importantes de estas reformas administrativas son: la creación de nuevos virreinatos (en 1739 ya se había creado
el de Nueva Granada, que abarcaba la región norte del antiguo virreinato del
Perú y en 1776 se desgaja también de este último, el virreinato del Río de La Plata, que incluía todo el territorio desde la actual Bolivia hacia el Sur, con capital
en Buenos Aires); el establecimiento de nuevas capitanías generales (Chile y Venezuela), nuevas Audiencias (Buenos Aires, Cuzco y Caracas) y, finalmente, la
instalación de intendencias en casi todo el territorio, suprimiendo los corregidores y alcaldes mayores, que habían sido señalados reiteradamente como uno de
los sectores más corruptos del sistema. Estos intendentes tendrían poderes muy
amplios en sus territorios, serían funcionarios peninsulares muy bien seleccionados y gozarían de salarios elevados, para evitar cualquier posible corrupción. Se
establece un servicio regular de correo (1764) que permita una fluida comunicación entre las diversas instancias del poder y con la metrópoli, se crean las superintendencias de real hacienda para desplazar a los virreyes del control financiero de las colonias, se incrementa notablemente la burocracia fiscal asalariada,
que recupera además el cobro de impuestos que antes se arrendaba a particulares, se establecen nuevos monopolios reales, etc.
A primera vista, el resultado de las reformas es impresionante. Con todo,
vale la pena señalar que estas reformas no se realizan todas simultáneamente, ni
con la misma intensidad, como es el caso de las intendencias, que se instalan primero masivamente en el Río de La Plata (1782), dos años más tarde en el Perú y
dos después en Nueva España y que no se aplicarán a Nueva Granada y Quito.
Esto, como veremos luego, tiene que ver con las resistencias potenciales o reales
a las reformas en América, que desde temprano empezarán a minar el ímpetu renovador metropolitano. Algo similar, aunque no es nuestro tema, se puede señalar con la aplicación del llamado «comercio libre», que, habiendo sido decretado
en 1778, no se pondrá en vigor hasta varios años más tarde en el virreinato de
Nueva España, sede de la más poderosa élite comercial del Imperio.
Pero lo que las reformas administrativas buscan y a primera vista parecen
conseguir es crear una aparato estatal más fuerte y, sobre todo, en manos de burócratas peninsulares, de carrera, alejando a las élites locales del poder y combatiendo la corrupción. En las nuevas instituciones y allí donde el aparato estatal
previo a las reformas era casi inexistente fue posible instalar de un plumazo toda
una cohorte de «hombres nuevos», acordes al ideal reformador; donde había ya
fuertes aparatos administrativos previos se trató, más o menos rápidamente, de
ir reemplazando a los viejos funcionarios por otros nuevos, suprimiendo la venta
de los cargos, nombrando burócratas peninsulares de confianza de la Corona, y
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quitándoles atribuciones a los cargos que eran más difíciles de controlar, como
los virreyes (a través de los superintendentes, por ejemplo).
Los estudios recientes sobre la composición del aparato estatal en este período
coinciden en señalar un hecho irrefutable: si antes de las reformas todas las instancias de la administración estaban controladas por funcionarios criollos, miembros
de las élites locales, o por funcionarios peninsulares con muy estrechos vínculos
con aquéllos, en la segunda mitad del siglo XVIII, empiezan a predominar claramente los «hombres nuevos», peninsulares, funcionarios asalariados y de carrera.
Esto sucede tanto en las audiencias como en las intendencias que reemplazan
a los corregidores y alcaldes mayores, así como en las nuevas instituciones fiscales y los monopolios del Estado (Lynch, 1964-1969; Fisher, 1970; Barbier,
1980; Arnolds, 1988; Bradíng, 1973a; Wortman, 1982; Socolow, 1987).
Aunque no todos los autores coinciden en la interpretación de lo que significa la instalación de estos nuevos funcionarios peninsulares, todos señalan esta
transformación radical en quienes serán los nuevos encargados de llevar las riendas del Estado. Esta vasta ofensiva, que algunos autores no dudaron en calificar
de «reconquista» española de América, hoy puede sin embargo interpretarse de
otra manera y aun es posible matizar ampliamente la extensión de sus resultados
(Brading, 1971b)5.
Si el diagnóstico que formulaban los reformistas metropolitanos de lo que
sucedía en América hasta mediados del siglo XVIII parece correcto (corrupción
generalizada, excesivo poder de las élites, etc.), el análisis de sus causas era limitado y, por ende, las soluciones propuestas buscarán atacar los problemas evidentes, sin tener en cuenta fenómenos estructurales de la sociedad colonial, ni
las resistencias que generarían los intentos reformadores.
Las reformas borbónicas, por un lado, significan cambios importantes en la
concepción de la monarquía y el Estado en España y América. El poder real deja
de aparecer como esencialmente de origen divino y paternalista, para asociarse
más directamente a los resultados materiales y económicos que consiguiera para
sus reinos. Desde este punto de vista, la Corona se hacía más terrenal y susceptible de ser juzgada por los resultados obtenidos (MacLachlan, 1988). Para conseguir los objetivos materiales que se proponía, era necesario transformar la
estructura del Estado, convirtiéndolo en una institución centralizada, con estructura jerárquica, cuyos funcionarios, ateniéndose a normas estrictas, aplicasen las
medidas ordenadas para promover el crecimiento económico, recaudar más impuestos, etc.
Este nuevo sistema desconocía la necesidad de lograr el consenso político
con los subditos y destruía la flexibilidad del sistema anterior, que se había mostrado capaz durante dos siglos de absorber tensiones y resolver conflictos.
Como señala un autor, las reformas borbónicas desconocían de esta manera
la «constitución no escrita», que había regido por mucho tiempo la vida de las
5. Uno de los más decididos defensores de la idea de la reconquista española en el período
borbónico es David Brading, quien concibe las reformas como una verdadera «revolución en el gobierno».
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colonias y, por lo tanto, no preveían las resistencias que iban a generar. (Phelan,
1978)6. Estas resistencias tenían que ver, por una parte, con la larga tradición de
negociación y participación de las élites locales en el poder, y por otra con elementos estructurales de la economía y la sociedad coloniales, que la legislación
difícilmente podía cambiar. Un ejemplo evidente de esto último es el problema
de los corregidores y los «repartos de mercancías», que las reformas pretendieron suprimir. La Corona anuló el cargo de corregidor, prohibió los repartos,
nombró a los intendentes, y, sin embargo, los repartos continuaron, con mayor
o menor intensidad, según los casos7.
Al mismo tiempo, como decíamos, las soluciones propuestas para ciertos
problemas van a incidir sólo sobre las causas aparentes, dejando intactos los
problemas de fondo y a veces sin proporcionar los medios necesarios ni siquiera
para esas soluciones limitadas. Así, por ejemplo, van a suprimir la venta de los
cargos y van a nombrar funcionarios peninsulares en todas las instancias posibles de la administración; sin embargo no van a lograr erradicar totalmente la
corrupción, ni la influencia de las élites.
Esto se debió, en parte, a que no suministraron los medios para promover la
fidelidad y honradez de los nuevos funcionarios, garantizándoles medios de vida
adecuados a su categoría y función. Los salarios que cobraban distaban en general de satisfacer sus necesidades, debían seguir pagando altas fianzas para poder
ejercer el cargo, etc. Incluso algunos funcionarios importantes —como es el caso
de los subdelegados—, que bajo la supervisión de los intendentes debían reemplazar de hecho a los corregidores y alcaldes mayores, no cobraban salario directo, sino un porcentaje de lo recaudado entre la población indígena, con lo
cual se mantuvieron propensos a continuar las prácticas de los funcionarios que
venían a reemplazar (Salvucci, 1983)8.
Por otra parte, la ecuación criollos=corrupción/ peninsulares=honradez iba a
resultar errónea, y los medios de las élites para influir sobre el aparato del Estado no pasaban únicamente por colocar a sus miembros directamente en el mismo. De hecho, el medio más importante parece haber sido (y se refuerza después
de que las reformas dificulten el acceso directo a la administración) la incorporación de los funcionarios a la élite. A través de formas que ya mencionamos,
como el matrimonio, los lazos económicos, etc., las élites van a conseguir en muchos casos mantener una fuerte influencia en el Estado y, en algunos casos, aún
superior al período pre-borbónico (Kicza, 1986; Arnold, 1988; Socolow, 1987;
Barbier, 1980).
6. Phelan analiza la rebelión comunera de Nueva Granada como esencialmente conservadora
y que pretendía defender esa «constitución no escrita» frente al nuevo sistema borbónico.
7. Ver al respecto la polémica entre S. Stein por un lado y J. Barbier y M. Burkholder por el
otro, en donde el primero sostiene que el fracaso en suprimir los repartos se debió a la resistencia de
los funcionarios y comerciantes ligados al lucrativo comercio forzoso, mientras los segundos defienden la tesis de que los repartos se mantuvieron sobre todo por ser una actividad irreemplazable,
dada la estructura de la economía colonial (Stein, 1981; Barbier y Burkholder, 1982).
8. Salvucci sostiene estas razones para explicar la continuidad en la corrupción de los burócratas fiscales en la Nueva España borbónica, quienes, a pesar de ser «hombres nuevos», adoptaron
«costumbres viejas».
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De hecho, los problemas estructurales que estamos mencionando y la fuerte
resistencia que en algunos casos se produjo van a provocar que en algunas décadas, el impulso de las reformas vaya decayendo y que se cometan una serie de incoherencias, que a su vez van a ir minando los logros inciales de las reformas9.
Ya mencionamos la tardanza en aplicar ciertas medidas en lugares claves
como Nueva España; en Nueva Granada nunca se llegó a instalar las intendencias; los superintendentes de la Real Hacienda, que debían limitar las atribuciones fiscales de los virreyes, se suprimieron finalmente; incluso poco a poco los
criollos van a reaparecer en los cargos al Estado 10 . Algunos virreyes que iniciaron su mandato siendo férreos defensores del ideal reformista terminaron quejándose de la rigidez impuesta por las reformas y adaptándose muy bien a la realidad colonial (MacLachlan, 1988).
Por lo demás, los resultados de las reformas y las resistencias que generaron,
fueron muy dispares en distintos lugares de América11. Al recorrer muy rápidamente la geografía hispanoamericana, de Norte a Sur, encontramos grosso
modo los siguientes resultados:
En México, las reformas parecen provocar una «revolución en el gobierno»,
desplazando a las élites locales del poder (aunque algunos autores discrepan sobre los alcances de esta revolución). La medidas generan inicialmente resistencias violentas, como sucede con los levantamientos provocados por la expulsión
de los jesuítas, y más sutiles luego, como las presiones del Consulado de México
para retrasar y limitar la aplicación del «comercio libre» (Pérez Herrero, 1988),
que van a ir minando poco a poco el impulso de las reformas, hasta provocar su
fracaso final. Una de las medidas emblemáticas de las reformas, la supresión de
los repartos de mercancías, llegó incluso a ser revocada por el virrey Branciforte
(1794-1798).
De América Central carecemos de estudios detallados sobre el tema, pero si
nos referimos a la ciudad de Guatemala, el centro comercial por excelencia de
ese ámbito, las reformas no parecen haber producido grandes cambios en las estructuras del poder, ni haber encontrado mucha resistencia.
En Cuba, las reformas iniciales parecen haber tenido éxito desde el punto de
vista metropolitano y, al mismo tiempo, haber sido recibidas con cierto beneplácito por las élites locales (Kuethe, 1981).
En Caracas, sucede algo similar a Cuba, mientras que en Nueva Granada y
Quito las reformas provocan inicialmente cambios importantes y encuentran
fuertes resistencias que, por lo menos en el caso neogranadino, van a frenar los
impulsos reformadores12.
9. A esto contribuye también la muerte, en 1787, del influyente y militante secretario de Indias, José de Gálvez.
10. Esta evolución en los nombramientos se puede ver en las audiencias, donde los criollos recuperan un nivel del 30% entre 1778 y 1808. Ver Burkholder y Chandler, 1977.
11. En este apartado no citaremos la bibliografía para cada caso, ya que, salvo algunas excepciones que referiremos, es la citada anteriormente.
12. Ya nos referimos al levantamiento neogranadino de 1781, que va a culminar con importantes concesiones de la Corona, como bajas de impuestos, no implantación de las intendencias, etc.
Sobre el caso de Quito ver A. McFarlane, 1989, donde se analiza una importante rebelión de 1765,
262
JORGE GELMAN
En Perú la situación es más compleja. Las élites se resisten, pero parecen
asumir una actitud más ambigua que sus homólogos mexicanos y finalmente
logran ir debilitando los aspectos más irritatantes de las reformas. Al principio
reciben al visitador Areche con cierta complacencia, aunque luego organizan
una fuerte oposición al mismo, alrededor del virrey Manuel de Guirior, aliado
de la aristocracia local. Aunque Guirior es reemplazado como virrey en 1780,
por sus supuestas simpatías con los opositores, también el visitador es desplazado al año siguiente, a favor de un negociador más hábil, Jorge de Escobedo.
Este último, si bien aplica el Corpus principal de las reformas (creación de las
intendencias en 1784 y de la superintendencia, que él mismo encabeza, supresión de los repartos, etc.), irá buscando acomodos con las élites locales. De hecho, las élites van a influir directa o indirectamente en las intendencias y, sobre
todo, en sus cargos subalternos (los subdelegados), y a través de ellos a continuar los repartos de mercancías. El cargo de superintendente se va a suprimir a
la muerte de Gálvez.
En Chile, si bien formalmente se constituye un Estado burocrático con funcionarios peninsulares, el éxito político de las reformas parece haber sido nulo,
habiendo logrado la élite incorporar a los mismos. No existe aquí resistencia
aparente.
Por fin, en Buenos Aires, las reformas alcanzan éxito al principio, se crea un
aparato estatal fuerte a manos de «hombres nuevos», si bien las «costumbres
viejas» tienden a imponerse a la larga y las élites parecen acoger con beneplácito
los cambios.
Por supuesto, además de estas diferencias entre los grandes territorios coloniales, hubo variaciones en el interior de los mismos, como se puede observar en
el caso del Perú, con una mayor resistencia a las reformas en algunas provincias
que en Lima (Brown, 1986; Ramírez, 1986).
Todas estas situaciones que presentamos tienen que ver, en parte, con la diferente aproximación metodológica de los autores que estudiaron los diversos
casos. Sin embargo, creemos que también tienen que ver con diferencias reales
en cada una de las regiones y que es posible deducir ciertos modelos sobre las razones del mayor o menor éxito y resistencia generados por las reformas, comparando las regiones en cuestión.
En primer lugar, lo que distingue claramente a las regiones americanas en
cuanto a los resultados de las reformas, es su carácter central o no, en el esquema de poder previo a las mismas. Así, México y Lima, las dos grandes capitales
de los únicos virreinatos pre-borbónicos, con élites muy poderosas y acostumbradas a gobernar amplios territorios, verán las reformas como una amenaza
potencial y real, ya que cercenan sus jurisdicciones políticas y ponen en tela de
juicio sus monopolios, entre otras consecuencias. Por el contrario, las regiones
antes marginales y ahora realzadas en la nueva división político-económica (Caracas, Buenos Aires, Chile, etc.) tenían poco que perder y mucho que ganar con
«policlasista», pero en la cual parece jugar un papel importante la resistencia del «patriciado local»
a las reformas.
LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: HISPANOAMÉRICA
263
la creación de nuevos cargos administrativos, oportunidades económicas vinculadas al desarrollo del aparato estatal-militar, etc.
Un segundo factor que en varios casos moduló el impacto de las reformas fue
la coyuntura económica de cada región y el grado en que las reformas económicas
afectaron a sus élites. En esto parece haber una clara diferencia entre las dos grandes capitales, Lima y México, ya que el territorio controlado por la primera venía
arrastrando una larga crisis y, con las reformas, pareció recuperarse, mientras que
el territorio de la segunda conoció una fuerte expansión bastante antes de las reformas y éstas, al parecer, contribuyeron a iniciar un ciclo de signo inverso13. Por
el otro lado, regiones como Cuba, Caracas o Buenos Aires, con economías de exportación en crecimiento, acogieron bien las nuevas posibilidades comerciales.
Un tercer elemento importante, y vinculado a los anteriores, es el carácter de
las élites y de las sociedades en que se asientan. Las élites de las grandes capitales
y centros comerciales se dedican primordialmente al comercio, pero tienen a su
vez intereses diversificados. En estos núcleos urbanos hay una fuerte integración
entre criollos y peninsulares, con una movilidad social importante; allí, más tarde o más temprano, las élites parecen haber ido incorporándose a los nuevos
funcionarios. En ciudades como México, Lima o Buenos Aires resulta casi irrelevante medir el mayor o el menor acceso de las élites al Estado, por la mayor o la
menor presencia de criollos o peninsulares, ya que aquí existían desde hacía
tiempo mecanismos que permitían una aceitada integración de los comerciantes
y burócratas peninsulares en las filas de las élites criollas (Brading, 1971b; Socolow, 1978; Flores Galindo, 1984)14.
Sin embargo, no todas las élites eran iguales a las de Ciudad de México o de
Lima. En muchos lugares de provincia, en pequeños pueblos, éstas tendían a ser
grupos más cerrados, mucho más fuertemente apegados a la tierra y a la explotación directa de la mano de obra. Estas minorías provinciales eran menos permeables al acceso de forasteros y, a la vez, mucho más duraderas en el tiempo.
Aquí sí es más posible que la liberalización del sistema comercial en el período
borbónico y la llegada de innumerables pequeños y medianos comerciantes —y
también funcionarios— peninsulares en la segunda mitad del siglo XVIII haya generado una serie de conflictos, que se hayan expresado de manera evidente
como enfrentamientos entre criollos y peninsulares. De hecho, muchos de los autores que insisten en la existencia de estos conflictos en el período colonial tardío parten de estudios de regiones secundarias, de provincias.
Aquí probablemente tenga algún sentido el cambio de criollos a peninsulares, en el Estado y en otras instancias, a lo largo del siglo XVIII, y quizás sea sólo
13. Sobre la situación de Lima ver Haitin, 1983, quien no está de acuerdo con Flores Galindo,
1984 en su imagen pesimista de la situación del comercio y las élites limeñas a finales del período colonial. En esto Haitin coincide mas bien con Fisher, quien había mostrado que este sector se beneficia del boom minero tardío y logra también continuar con los repartos de mercancías.
14. Otros casos no referidos a capitales virreinales, aunque sí a centros comerciales y/o mineros, en donde se detectaron los mismos comportamientos y se puso en cuestión la validez de la dicotomía criollos-peninsulares, por ejemplo: Colmenares, 1983; Lindley, 1983; Webre, 1989; McKinley, 1985; etc.
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aquí donde la formación de una incipiente «conciencia criolla» adquiera alguna
relevancia (Lavallé, 1987).
Por supuesto, habría que agregar muchos elementos más a esta primera
aproximación, entre los cuales, la actitud de los primeros reformadores, que a
veces sabían granjearse la enemistad inmediata de los sectores del poder local;
pero creemos que los arriba señalados pueden dar cuenta de algunas de las coincidencias y diferencias observadas en las distintas regiones americanas, frente a
las reformas borbónicas.
ALGUNAS CONCLUSIONES
A lo largo de este trabajo hemos visto cómo las reformas borbónicas intentan algunos cambios importantes en las estructuras de poder en América. Sin embargo, abordando algunas causas aparentes de la corrupción y el poder de las élites
locales, no llegaron a cuestionar las razones más profundas que las explicaban.
Unas y otras generan resistencias, a veces violentas, a veces —quizás más exitosas— de fondo, que a la larga hacen naufragar muchos éxitos iniciales de los reformadores. En diversos lugares, las reformas generaron frustación —algunos
autores hablan de alienación— en las élites, cuyas consecuencias se harán patentes unas décadas más tarde.
Con todo, es llamativo que precisamente en los lugares donde menos resistencia aparente hubo contra las reformas, y donde más provecho sacaron las élites de los cambios, fue justamente donde éstas encabezaron más decididamente
el movimiento revolucionario, ante la caída del poder real en la metrópoli. Probablemente esto se explique porque en estos lugares, las reformas generaron poder y expectativas para las élites, que luego no se vieron colmadas.
Al mismo tiempo, la realidad parece haber confirmado la tesis de que sólo la
flexibilidad y no la autoridad podía salvar al Imperio. Una prueba de esto puede
ser que los altos funcionarios borbónicos que mejor se adaptaron a la situación
colonial, se aliaron a las élites locales, y defendieron la continuidad del sistema
ante la crisis metropolitana, mientras que los funcionarios bajos, honrados y fieles al ideal borbónico, pero frustrados por los bajos sueldos, la falta de perspectivas de promoción y las propias incongruencias de la Corona, parecen haber
apoyado más decididamente el cambio (Socolow, 1987).
Los Borbones no comprendieron que si el Imperio había sobrevivido tanto
tiempo, había sido gracias a ese viejo sistema de gobierno donde todo se podía
negociar, donde la corrupción era un arma para garantizar el equilibrio de intereses y el apoyo de las élites. Claro que los Borbones se preguntarían de qué les
servía la longevidad de un Imperio, si de él apenas podían sacar un mísero provecho material. Y sin lugar a dudas, las reformas les permitieron incrementar
sustancialmente los beneficios materiales que obtenían de las colonias. Pero también es cierto que con esta nueva política, contribuyeron a que estos beneficios
perduraran sólo por corto tiempo.
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