LA CIENCIA DE LA CRUZ EN EDITH STEIN GIOVANNI MARCHESI, S.J. En HUMANITAS Nro.25 El día de la iniciación de la segunda Asamblea Especial para Europa del Sínodo de obispos (1.X.99), Juan Pablo II hizo inesperadamente la siguiente declaración: “Tengo hoy la alegría de proclamar a tres nuevas patronas del continente europeo: santa Edith Stein, santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena”. Ese mismo día se daba conocer públicamente la carta apostólica, con forma de motu propio, titulada Spes aedificandi. A los tres santos patronos de Europa, Benito de Nurcia y los hermanos Cirilo y Metodio , se agregaban entonces los nombres de tres grandes figuras femeninas, “todas ellas vinculadas de manera especial con nuestra historia”, como dijo el Papa en la homilía de la concelebración eucarística de iniciación del Sínodo. Con semejante decisión se desea “subrayar el gran rol que las mujeres han tenido y tienen en la vida eclesiástica y civil del continente hasta nuestros días. Refiriéndose a Edith Stein, canonizada el 11 de octubre de 1998, el Papa dijo que “es símbolo de los dramas de la Europa de este siglo”. En lo tocante a Edith Stein, como se lee en el motu propio Spes aedificandi (n. 9), “el encuentro con el cristianismo no la llevó a repudiar sus raíces hebraicas, sino más bien se las hizo redescubrir en plenitud. (...). Específicamente, hizo propio el sufrimiento del pueblo hebreo, avivado en esa feroz persecución nazista que, junto a otras expresiones graves del totalitarismo, es una de las manchas más oscuras y vergonzosas de la Europa de nuestro siglo. Sentí entonces que en el exterminio sistemático de los hebreos, la cruz de Cristo se ponía sobre su pueblo, y visualicé como participación personal en la misma su deportación y ejecución en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau”. A la luz de los escritos filosóficos y espirituales de Edith Stein, en este artículo queremos presentar más que nada su especial configuración en el misterio de la cruz, expresado y vivido, hasta el alba de su conversión, como una nota característica de su espiritualidad. Edith Stein, una vida centrada en la “ciencia de la cruz” “Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo; que ni la circuncisión es nada ni el prepucio, sino la nueva criatura. La paz y la misericordia caerán sobre cuantos se ajusten a esta regla y sobre Israel de Dios” (Gal 6, 14-16). Con estas palabras del epílogo de la Epístola a los Gálatas, redactadas en continuidad de pensamiento con la teología de la cruz, expresada al comienzo de la primera Epístola a los Corintios, San Pablo, “crucificado con Cristo” (Gal 2, 19), puntualiza la doctrina de la redención mediante la muerte y la resurrección de Cristo, contenido esencial del Evangelio que no se cansaba de anunciar por los caminos del Imperio Romano. En dos mil años de historia de la Iglesia, después del apóstol Pablo, hebreo convertido a la fe cristiana, que centró toda su catequesis en la muerte redentora de Cristo, tal vez ningún otro cristiano de origen hebreo, como Edith Stein, también parte del pueblo elegido y convertida del hebraísmo a la fe católica, ha focalizado con igual fuerza el itinerario completo de su maduración espiritual, hasta la entrega suprema de sí mismo, en el misterio de Cristo crucificado, “necedad” para los hombres, pero “poder de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 18-25). En la ciencia de la Cruz, en San Pablo, se repone directamente la misma Edith Stein, en la última obra que escribió, Scientia Crucis, a partir de agosto de 1941, por encargo de sus superiores y para conmemorar el cuarto centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz (1542-1942). Dicha obra fue interrumpida el 2 de agosto del año siguiente, cuando fue arrestada por la Gestapo. La misma obra fue completada místicamente por Edith Stein, en la oscuridad de Auschwitz, en la “noche” del 9 de agosto de 1942. Ahora bien, en el comienzo de la Scientia Crucis, explorando la fuente bíblica de la mística de San Juan de la Cruz, ella escribe: “El alma se convierte en una sola cosa con Cristo, llegando a vivir de su vida, pero únicamente en la rendición voluntaria al Crucificado, sólo después de haber recorrido todo el Via Crucis junto a El”. La autora veía ese concepto expresado con la máxima claridad y precisión al leer a San Pablo: “Éste en realidad posee una ciencia de la cruz ya bien desarrollada, una teología de la cruz que emana de su íntima experiencia. (..) El evangelio de Pablo es precisamente esto: la doctrina de la Cruz, el mensaje que él anuncia a los judíos y a los gentiles. Se trata de un testimonio lineal, sin artificio oratorio alguno, sin esfuerzo alguno por convencer recurriendo a argumentos racionales. Ese testimonio recibe toda su fuerza de aquello que anuncia. Y es la Cruz de Cristo, o sea, la muerte de Cristo en la cruz, el Cristo mismo crucificado. Cristo es el poder de Dios, la sabiduría de Dios no sólo por ser enviado de Dios, Hijo de Dios y Dios él mismo, sino precisamente por ser Crucificado”. Este “verbo de la cruz”, objeto de la predicación de Pablo, él lo ha formulado perfectamente como “ciencia de la cruz”, o sea, como escuela de vida que implica la perfecta conformidad con Cristo crucificado”. Con todo, ya en el alba de su conversión (1921) y mientras, a comienzos de los años 30, crecía en Alemania la oleada del odio nazista que arrasaría al pueblo hebreo mediante el exterminio (Shoà) e incendiaría toda Europa con la Segunda Guerra Mundial, Edith Stein, “filósofa crucificada”4, observaba con impresionante lucidez la evolución del drama sociopolítico y al mismo tiempo percibía claramente que únicamente en el misterio de la cruz y en la participación directa en su sacrificio, en la scientia crucis, se podía tener esperanza en un mundo nuevo, apoyado en la reconciliación, el amor y la paz. “No hay inteligencia humana que nos pueda ayudar, sino únicamente la pasión de Cristo. Por eso deseo participar en ella”. Así escribía Edith Stein en la víspera de la Navidad de 1938, al dar cuenta de su ingreso al Carmelo de Colonia. Desde el comienzo de su conversión a la fe católica, la aspiración interior más fuerte de Edith Stein fue imitar a Cristo y a Cristo crucificado, hasta querer ofrecerse como “víctima” u holocaustum. El largo y apasionado camino de perfección que distinguió a esta gran mujer de nuestro siglo, con su paso de la búsqueda de la verdad filosófica al encuentro con la plenitud de la Verdad que es Dios, se sintetiza en el nombre mismo de religiosa que deseó tomar: Teresia Benedicta a Cruce, que traducido literalmente significa “Teresa bendecida por la Cruz”. La Cruz fue para ella el puerto de arribo de su búsqueda intelectual, el emblema de su consagración religiosa, el sello de toda una vida. Y precisamente en Colonia, el primero de mayo de 1987, presidiendo en el estadio de la ciudad la solemne ceremonia de beatificación de Sor Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein en el mundo (1891-1942), Juan Pablo II expresó palabras de gran elogio para esta mujer, hebrea, filósofa, convertida al catolicismo después de una adolescencia y una juventud inmersas en una “radical incredulidad”. El Papa recordaba también las palabras que Edith Stein dijo a la hermana Rosa, tomándola de la mano, cuando a ambas las sacó la Gestapo del Carmelo de Echt (Holanda), haciéndolas subir a un tren que las llevaría hacia el este, hasta Auschwitz, donde las eliminarían en cámaras de gas: “Ven, vámonos por nuestro pueblo”. “Desde el momento en que comenzó a comprender el destino del pueblo de Israel (...), se ofreció a Dios en sacrificio expiatorio por la paz verdadera, y sobre todo por su pueblo hebreo amenazado y humillado. Estaba convencida de que “el destino de mi pueblo es también el mío”. El Santo Padre tuvo expresiones análogas de elogio y admiración en la ceremonia de canonización de Edith Stein, que tuvo lugar en la plaza san Pedro el domingo 11 de octubre de 1998, al hablar de esta joven mujer en busca de la verdad”, “hija eminente de Israel y fiel hija de la Iglesia”: “Junto a Teresa de Avila y Teresa de Lisieux, esta otra Teresa va a ubicarse en el grupo de santos y santas que honran la orden carmelita. (...) El misterio de la Cruz gradualmente llegó a impregnar toda su vida, hasta impulsarla hacia el ofrecimiento supremo. Como esposa de la Cruz, sor Teresa Benedicta no sólo escribió páginas profundas sobre la “ciencia de la Cruz”, sino también recorrió hasta el fondo el camino hacia la escuela de la Cruz. Muchos contemporáneos nuestros quisiera hacer callar a la Cruz. ¡Pero nada es más elocuente que la Cruz que se hace callar! El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace ser fecundo el dolor y el dolor da profundidad al amor. Mediante la experiencia de la Cruz, Edith Stein pudo abrirse paso hacia un nuevo encuentro con el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La fe y la cruz le revelaron su carácter inseparable”. En la plenitud de la imitación de la “ciencia de la Cruz” El espacio no nos permite recorrer las etapas principales de la vida y la maduración intelectual y espiritual de Edith Stein, nacida el 12 de octubre de 1891 en Breslau/Breslavia (Silesia), actualmente Polonia (con la denominación Wroclaw). Era la undécima hija de una familia hebrea sumamente religiosa, filósofa eminente formada en la escuela de Edmund Husserl. Del propio Husserl fue en primer lugar alumna en Gottinga y luego ayudante en Friburgo hasta 1921. Desde los años de los estudios universitarios, la joven Stein destacó por su larga y apasionada búsqueda de la verdad, pasando de la fenomenología de Husserl (1859-1939) a la filosofía cristiana y por consiguiente a la scientia crucis, es decir, a la consagración a Cristo, en la Iglesia Católica, hasta el martirio. El mismo Husserl, en Friburgo, después de leer la tesis doctoral de Edith Stein sobre El problema de la empatía (Einfühlung) y reconociendo que lo había precedido en el desarrollo de la segunda parte de sus Ideas, la definió como “una pequeña muchacha con grandes dotes”, otorgándole además la más alta calificación académica. En el verano de 1921, Edith Stein llega definitivamente a la fe católica, que recibió el último sello con el “martirio” en Auschwitz. Precisamente el ambiente de estudio de Gottinga, con las frecuentaciones intelectuales y las amistades que Edith Stein pudo cultivar allí, le ofreció el primer contacto directo con las temáticas de la fe cristiana, y específicamente de la Iglesia Católica. Max Scheler y Anne Reinach, esposa del gran fenomenólogo Adolf Reinach, fueron ocasión directa para dicho contacto. En esos años, Max Scheler, que competía intelectualmente con Husserl en cuanto a la paternidad de la fenomenología, ofrecía conferencias públicas en Gottinga, a las cuales asistía Edith Stein con especial interés, además porque el filósofo abordaba el tema de la Einfühlung, en la cual ella comenzaba a interesarse dada su tesis para el doctorado. Scheler se presentaba como un puro “fenómeno de la genialidad”: “De sus grandes ojos azules emanaba el esplendor de un mundo superior. (...) Para mí, como para muchos otros, su influencia en esos años adquirió importancia incluso más allá del ámbito filosófico”; él hablaba “con insistente eficacia, con auténtica vivacidad dramática”. En ese período, Scheler practicaba el catolicismo (también los esposos Husserl habían pasado del hebraísmo al cristianismo ). Escuchando las conferencias de Scheler, que expresaba muchas ideas católicas y “sabía divulgarlas haciendo uso de su brillante inteligencia y habilidad lingüística”, se abre un mundo desconocido por primera vez en la vida para la joven Edith, cada vez más interesada en la verdad. Si bien en ese momento no llegó a la fe, al procurar, como buena fenomenóloga, reflexionar sobre cada cosa con una mirada libre de prejuicios y sin “anteojeras”, comienza a interesarse en los asuntos religiosos: “Los límites de los prejuicios racionalistas, en medio de los cuales había crecido sin saberlo, cayeron, y el mundo de la fe apareció repentinamente ante mí”. La joven estudiante de filosofía se siente “paulatinamente transformada”. El primer verdadero encuentro con la verdad cristiana, y específicamente con el misterio de la Cruz, Edith Stein lo vive con ocasión de la muerte del profesor Adolf Reinach, “el ángel bueno” que la había puesto a salvo de las dificultades interiores cuando se devanaba los sesos con el problema de la Einfühlung y que con sus consejos y reflexiones logró liberarla del tedio de la vida. En noviembre de 1917, Reinach, brazo derecho de Husserl en Gottinga, muere en Flandes, en el frente de batalla. Los amigos fenomenólogos están consternados. Para Edith Stein es un trauma, ya que con Reinach, más que un maestro, siente que ha perdido un amigo y confidente. Le produce casi temor el encuentro con la joven viuda tan duramente sometida a prueba, que le solicita poner orden en los escritos filosóficos de su marido. Al leer los Apuntes sobre una filosofía de la religión de Reinach, con hermosas páginas proyectadas hacia el catolicismo, y al constatar, con asombro, la fuerza que la joven viuda recibía de la fe cristiana, Edith Stein se siente perturbada y no está tan segura de su ateísmo. Más tarde confía: “Ése fue mi primer encuentro con la Cruz, mi primera experiencia de la fuerza divina que emana de la Cruz y se comunica a quienes la adoptan. Por primera vez me fue dado contemplar en toda su luminosa realidad la Iglesia nacida de la pasión salvadora de Cristo, en su triunfo sobre el aguijón de la muerte. Fue el instante en que se derrumbó mi incredulidad, palideció el hebraísmo y Cristo se irguió radiante ante mi mirada: ¡Cristo en el misterio de su Cruz!”. Anteriormente, otro episodio ocasional la había impresionado especialmente. Al entrar con una amiga a la catedral de Frankfurt, observó a una mujer del pueblo arrodillada en un banco para pronunciar una breve oración, con la bolsa de las compras en las manos. “Para mí era algo totalmente nuevo. En las sinagogas y las iglesias protestantes que había visitado, la gente asistía a las funciones religiosas; ahí, en cambio, alguien había entrado en la iglesia vacía en medio de sus tareas cotidianas, como si fuera a un coloquio confidencial. Jamás pude olvidarlo”. El encuentro con la fe se vuelve difícil y problemático. En el artículo Causalidad psíquica, publicado en 1922, en el quinto volumen de la revista dirigida por Husserl, Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, hay señales de la lucha interior que sostiene en esos años. Edith Stein parece centrada en su propia experiencia, al enfrentar de pronto la temática religiosa, que altera sus planos, cuando escribe: “Me niego por tanto aceptar la fe pura y simple y no le permito obrar con eficacia”. Más adelante, en el mismo ensayo, extenso como un libro, anota: “Existe un estado de reposo en Dios, de total aflojamiento de toda actividad espiritual, en el cual no se hacen más planes, no se toman decisiones y además de no actuar, uno entrega todo cuanto es propio del futuro a la voluntad divina y se “abandona” totalmente al “destino”. Este estado lo he vivido en parte yo misma, después de ocurrir un hecho que superó mis fuerzas absorbiendo completamente las energías espirituales de mi vida y despojándome de toda actividad. El reposo en Dios, en cuanto debilitamiento de la actividad por falta de fuerza vital, es algo totalmente nuevo y especial. El debilitamiento se caracterizaba por un silencio mortal, en cuyo lugar se presenta ahora una sensación de seguridad” y “cuando uno se abandona a este sentimiento, comienza a llenarse paulatinamente de nueva vida y siente un impulso hacia una nueva actividad, pero sin esfuerzo alguno de la voluntad”. Por último, en la segunda parte del mismo ensayo, titulada “Individuo y comunidad”, Stein parece fotografiar el camino de profunda purificación que está viviendo su alma: si en el plano interior “se produce una transformación, ésta no se considera resultado de un desarrollo, sino más bien una conversión debida a una fuerza sobrenatural o una fuerza situada fuera de la persona y fuera de todos los nexos con los cuales la misma está ligada”. La circunstancia aparentemente casual de este repentino milagro de la gracia, que redunda en una transformación de la persona de Edith Stein, es la lectura ocasional de la Autobiografía de Santa Teresa de Avila en casa de sus grandes amigos, los esposos Conrad-Martius (verano de 1921, en Bergzabern): “Sin elegir, tomé el primer libro que cayó en mis manos. Era un gran volumen titulado Vida de Santa Teresa de Ávila escrita por ella misma. Comencé a leerlo y me absorbió de tal manera que no lo interrumpí hasta llegar al final. Al cerrarlo, tuve que confesarme a mí misma: “Ésta es la verdad”. Como dirá más tarde, desde los años intensos de estudio filosófico en Gottinga, “mi anhelo de verdad era una plegaria única”; “quien busca la verdad busca a Dios, sépalo o no”. Esa misma mañana, en Bergzabern, compra un catecismo y un pequeño misal, casi intuyendo la necesidad de conjugar en armonía la fe y la espiritualidad cristiana: la inseparabilidad entre fe y vida, entre lex credendi y lex orandi. El 21 de enero de 1922, Edith Stein recibe el bautismo, siendo Hedwig Conrad-Martius su madrina. Era difícil comunicar en ese momento a la madre que se había convertido al catolicismo. Algunos días después, yendo a visitar a su familia, la atea convertida a la fe cristiana le dice con dulzura: “Mamá, soy católica”. En vez del esperado reproche, se produce un silencio sepulcral, que sólo se rompe con el llanto de ambas. Las dos pasan la noche en vela. Inmediatamente después de la conversión, Edith Stein aspira a entrar en el Carmelo, abandonando de inmediato la investigación científica, la carrera académica y los sueños de gloria. El vicario general de Spira, donde el 2 de febrero recibe el sacramento de la confirmación, y el sacerdote jesuita Erich Przywara, el gran filósofo de la Analogia entis, la convencen de que en ese momento no tome semejante decisión. Edith Stein entrará después al Carmelo de Lindenthal (Colonia), el 14 de octubre de 1933. En ese mismo monasterio, es bautizada en la Navidad de 1936 la hermana Rosa, católica desde hace ya algún tiempo en su disposición de ánimo. También en esa circunstancia se presentó el problema de dar a conocer el hecho a la madre, por la cual siempre conservó un tierno afecto. “El último día que estuve en casa fue el 12 de octubre (1933), día de mi cumpleaños -escribirá Edith Stein el 18 de diciembre de 1938-, y también era una fiesta hebrea, la clausura de la fiesta de los Tabernáculos. Mi madre participó en el servicio, en la sinagoga de la escuela de los rabinos, y la acompañé porque ambas deseábamos estar juntas todo ese día”. Al regresar a pie, la madre anciana (84 años) preguntó a la hija: “¿No era hermosa la prédica?”. “Sí”. “¿Se puede entonces ser religiosos también como hebreos?”. “Por supuesto, si no se ha conocido otra cosa”. Entonces respondió desesperada: “¿Y tú porque la conociste? Nada digo en tu contra. Ciertamente habrá sido un hombre muy bueno, ¿pero por qué se hizo Dios?”. En cartas escritas en los días o meses siguientes a su entrada al Carmelo, Edith Stein señala con gran dolor la reacción negativa de la madre ante su opción de vida: “Las últimas semanas en casa y el momento de la separación fueron muy dolorosos. Fue imposible hacer que la mamá fuera un poco comprensiva. Se mantuvo en su rigidez e incomprensión y yo partí únicamente con la fe en la gracia de Dios y en la fuerza de nuestra oración”“; “Mi madre se opone aun con todas sus fuerzas a la decisión que estoy a punto de tomar. Es dura tarea presenciar el dolor y el conflicto de conciencia de una madre sin poderla ayudar con medios humanos”. Contrariamente a lo que pensaba su madre, al convertirse a la fe católica, Edith Stein redescubrió en lo más profundo de sí misma sus raíces hebraicas, teniendo ahora conciencia de pertenecer enteramente a la estirpe de Cristo en el espíritu y la sangre. Se regocijaba interiormente al pensar que en sus venas corría la misma sangre de Jesús y María: “Usted no puede entender lo que significa para mí el hecho de que María, la Madre de Dios, haya sido hebrea”, dijo un día a otra religiosa de Echt. Sor Teresa Benedicta confiaba reflexiones análogas al sacerdote jesuita Peter Hirschmann:”No puede usted imaginar lo que significa para mí ir a la capilla en la mañana y al ver el tabernáculo y la imagen de María, decir en mi interior “Eran de nuestra sangre” “; “Usted no puede creer lo que significa para mí ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo no sólo espiritualmente, sino también por el parentesco de sangre”. San Ignacio de Loyola, en su arrojo místico, hubiera deseado nacer “judío” para poder estar más cerca del Señor o “parecerse” más a El. Ese deseo no satisfecho de Ignacio fue para Edith un don de la naturaleza y la gracia. “Esposa del Señor en la señal de la Cruz” El sufrimiento por la incomprensión de la madre es una parte de ese inmenso dolor por la humanidad sufriente del cual Edith Stein parece hacerse cargo desde su entrada a la vida consagrada para poner su camino de purificación y santificación en sintonía con el sufrimiento del Crucificado. Esto explica por qué pidió desde que era aspirante tener el nombre de religiosa “Teresa Benedicta de la Cruz”: “Bajo la cruz comprendí el destino del pueblo de Dios, que desde entonces (años 1933-34) comenzaba a anunciarse. Pensé que quienes comprenden que todo esto es la cruz de Cristo, deberían tomarla sobre sí mismos en nombre de todos los demás. Hoy sé un poco más que en ese momento lo que significa ser esposa del Señor en la señal de la cruz, aun cuando jamás podrá comprenderse esto completamente, porque es un misterio”. Algunos meses antes, sor Teresa escribía a la misma madre Petra, mientras la persecución contra el pueblo hebreo era cada vez más devastadora: “Estoy segura de que (...) el Señor ha aceptado mi vida por todos. Pienso siempre en la reina Ester, que fue elegida en su pueblo precisamente para interceder ante el rey por su pueblo. Soy una pequeña Ester, pobre e impotente, pero el Rey que me ha elegido es infinitamente grande y misericordioso. Y ésta es una gran esperanza”. El 26 de marzo de 1939, domingo de pasión, en el Carmelo de Echt (Holanda), donde sor Teresa Benedicta de la Cruz había sido trasladada con la hermana Rosa, se ofreció voluntariamente como víctima expiatoria por la salvación de su pueblo y por la paz: “Querida madre, permítame ofrecerme yo misma al Corazón de Jesús cual víctima expiatoria por la verdadera paz, con el fin de que cese el dominio del anticristo, en lo posible sin una segunda guerra mundial, y pueda instaurarse un nuevo orden. Quisiera hacerlo hoy, puesto que es la hora X. Sé que no soy nada, pero Jesús lo quiere, y El llamará ciertamente a muchos otros en estos días”. Así realiza ese “deseo urgente de ser holocaustum”, claramente advertido y expresado ya a comienzos de 1930, cuando enseñaba en Spira, y por sugerencia de su director espiritual, el padre Erich Przywara, desempeñaba en el mundo una intensa actividad de conferencista y se sentía ya impulsada “in desiderium vitae monasticae”. Al ofrecerse a sí misma como víctima, Edith Stein toma cada vez más conciencia de que su existencia está marcada por un via crucis que debe y quiere recorrer hasta Getsemaní y el Gólgota, con Cristo, en Cristo y por Cristo. Para Edith Stein, intelectual y mujer con más aptitudes para los estudios que para las cosas prácticas, en las cuales era más bien torpe, la vida monástica fue la “gran escuela de humildad”, en la cual, como ella misma confiesa, debió “hacer permanentemente cosas que producen gran cansancio y resultan sumamente imperfectas”. Sin embargo, precisamente en esta “escuela”, asumida con absoluta libertad y por amor, entra paulatinamente en sintonía no sólo intelectual, sino también espiritual, que podríamos llamar experimental, o sea, mística, con la scientia Crucis. Aspectos internos, bien documentados en sus escritos autobiográficos y confirmados por el ejemplo de su vida, la llevan a una elevada conformidad con el misterio de la Cruz. Esta disponibilidad activa e incondicional ante la voluntad de Dios desemboca en el abandono sin reservas del alma en Dios: es “el acto más sublime de su libertad”, el estado llamado por Teresa de Avila la “séptima morada”, es decir, el matrimonio místico. En este abandono total en la voluntad de Dios, o sea, en su infinito amor, sor Teresa Benedicta de la Cruz “presenta notables analogías con el “pequeño camino” de Santa Teresita del Niño Jesús”, de quien conocía muy bien la Historia de un alma. Ahora bien, para Edith Stein ya no se trata de buscar la verdad, sino de vivirla, dejándose conducir por Dios sin oponer resistencia. En este espíritu, el 9 de junio de 1939, al final de los ejercicios espirituales, renueva el ofrecimiento de sí misma, redactando lo que se llama su “testamento”: “Desde ahora acepto con alegría la muerte que el Señor ha dispuesto para mí, con total aceptación de su santa voluntad. Ruego al Señor quiera aceptar mi vida y mi muerte en su honor y gloria, por todas las intenciones de los Sagrados Corazones de Jesús y María y de la Santa Iglesia; (...) en expiación de la incredulidad del pueblo hebreo y con el fin de que el Señor sea acogido por los suyos y venga su reino en toda su gloria; por la salvación de Alemania y la paz del mundo”. En el comentario de las obras de San Juan de la Cruz, redactado, como vimos, en el carmelo de Echt, la inteligencia filosófica de Edith Stein y la experiencia mística que está viviendo como sor Teresa Benedicta de la Cruz ofrecen también una profundización teórica, además de lingüística y espiritual, de la expresión propia del Doctor Místico: su imagen de la noche oscura se lee e interpreta como scientia crucis. Por “ciencia”, de acuerdo con lo que precisa Edith, no se entiende una teoría abstracta ni “una construcción ideal proveniente de una progresión lógica del pensamiento; se alude en cambio a una “teología de la cruz”, o sea, una verdad viva, real y activa, así como en su realismo han procedido los Santos, dóciles a la acción del Espíritu Santo y dejándose configurar por el misterio de la Cruz. La Cruz, como símbolo inconfundible de la pasión y muerte de Cristo, y por tanto de la redención universal por El realizada desde el evento de su encarnación, llegó a ser el “emblema” de Edith Stein en su camino hacia el Gólgota. Una síntesis de toda su espiritualidad es la carta escrita a la superiora, probablemente a fines de 1941, cuando ya la sombra de la cruz ha caído sobre su pueblo y está a punto de caer también sobre ella y la hermana Rosa: “Se llega a poseer una scientia Crucis únicamente cuando se experimenta hasta el fondo la cruz. Estaba convencida de esto desde el primer instante, porque he dicho de todo corazón: ave, Crux, spes unica”. También para Edith Stein, que pasó de la fenomenología a la más elevada teología de la Cruz, tuvo lugar todo cuanto ella escribe al final de la segunda parte de la Scientia Crucis: “La unión nupcial del alma con Dios, fin para el cual aquélla fue creada, se logró mediante la cruz, se consumó bajo la cruz y se selló con la cruz por toda la eternidad”.