TEMA 9 El camino bíblico de la esperanza se enmarca en la perenne tensión entre promesa y cumplimiento. El fundamento de esta esperanza está en la fidelidad de Dios a sus promesas. Lo que define la escatología del Nuevo Testamento es el cumplimiento, en la persona de Jesús de Nazaret, de las promesas que el pueblo de Israel esperaba de Dios. La fe en Cristo resucitado, primicia de la nueva creación, nos otorga una esperanza que, lejos de negar la creación, busca renovarla desde su interior hasta alcanzar su plenitud en la parusía de Cristo. INTRODUCCIÓN: La Revelación nos presenta una escatología progresiva en la que es posible reconstruir las etapas de un camino, donde se perfila la convicción de que el verdadero objeto de la esperanza es el mismo Dios. En el N. Testamento esta convicción reviste carácter cristológico. Las líneas de evolución de esta escatología pueden enlazar con los conceptos de promesa y fidelidad de Dios a sus promesas. Una fidelidad que, termina superando las fronteras del tiempo y de la muerte. Desarrollaremos este tema en tres partes: en primer lugar, recorreremos las diversas etapas por las que el Israel del A. Testamento descubre la promesa hecha por Dios al pueblo. En segundo lugar, es estudio de la tensión presente – futuro de la escatología neotestamentaria, derivada de la tensión entre el “ya” y el “todavía no” del Reino de Dios predicado por Jesús. Y en tercer lugar, la venida de Cristo como acto final de su señorio salvífico sobre la historia y la creación. ESQUEMA: A.- EL CAMINO BÍBLICO DE LA ESPERANZA SE ENMARCA EN LA PERENNE TENSIÓN ENTRE PROMESA Y CUMPLIMIENTO. EL FUNDAMENTO DE ESTA ESPERANZA ESTÁ EN LA FIDELIDAD DE DIOS A SUS PROMESAS: 1.- LA ESCATOLOGÍA EN EL A. TESTAMENTO: - La estructura de la espera: entre promesa y cumplimiento 2.- LAS ETAPAS DE LA ESPERANZA DE ISRAEL: - La experiencia del nomadismo La experiencia de la monarquía La división de los dos Reinos El período preexílico El período exílico La vuelta del destierro El paso a la apocalíptica El judaísmo primitivo Una esperanza más allá de la muerte La crisis de la esperanza terrena 3.- LOS AMBIENTES EN LOS CUALES MADURÓ LA ESPERANZA DE ISRAEL: - Ambiente espiritual, profético, mesiánico, apocalíptico y sapiencial 9.1 B.- LO QUE DEFINE LA ESCATOLOGÍA DEL N. TESTAMENTO ES EL CUMPLIMIENTO, EN LA PERSONA DE JESÚS DE NAZARET, DE LAS PROMESAS QUE EL PUEBLO DE ISSRAEL ESPERABA DE DIOS: 1.- LA ESCATOLOGÍA EN EL N. TESTAMENTO: - La polarización cristológica de la esperanza en el N. Testamento 2.- JESÚS Y LA ESPERANZA DE ISRAEL: - La línea espiritual, profética, mesiánica, apocalíptica, monástica, bautista y helenísta 3.- EL DEBATE SOBRE LA ESCATOLOGÍA PREDICADA POR JESÚS Y SU SIGNIFICADO PARA LA FE CRISTIANA: - Escatología consecuente Escatología realizada Bultmann Cullmann Moltmann y Metz 4.- LA TENSIÓN ENTRE EL “YA” Y EL “TODAVÍA NO”: - Visión paulina Visión joánica 5.- LOS GRANDES TEMAS DE LA ESCATOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA C.- LA FE EN CRISTO RESUCITADO, PRIMICIA DE LA NUEVA CREACIÓN, NOS OTORGA UNA ESPERANZA QUE, LEJOS DE NEGAR LA CREACIÓN, BUSCA RENOVARLA DESDE SU INTERIOR HASTA ALCANZAR SU PLENITUD EN LA PARUSÍA DE CRISTO: 1.- HORIZONTE CRISTOLÓGICO DE LA EXISTENCIA HUMANA Y DEL COSMOS: - Una esperanza para toda la creación: a) Influencia del compromiso histórico en el mundo futuro • La teoría de la influencia indirecta • La teoría de la influencia directa • Continuidad y novedad según la Biblia b) El destino escatológico del mundo infrahumano 2.- EL FIN DE LOS TIEMPOS 3.- LA PARUSÍA DE CRISTO AL FINAL DE LOS TIEMPOS: - La parusía como desvelamiento del señorío universal de Cristo La parusía como acontecimiento que polariza la espera cristiana: • La parusía como manifestación • La parusía como culminación de la venida definitiva Los signos precursores de la parusía 9.2 4.- EL JUICIO FINAL: EL MOMENTO DE LA VERDAD DESVELADA: - ¿Quién nos juzgará? Juicio universal y juicio particular 5.- LA RESURRECCIÓN AL FINAL DE LOS TIEMPOS: - Significado salvífico y universalidad de la resurrección ¿Con qué cuerpo resucitaremos? El problema de la identidad del cuerpo resucitado con nuestro cuerpo actual: • Identidad material • Identidad formal • Identidad personal 6.- ¿RESURRECCIÓN EN LA MUERTE?: - Muerte y dilatación cósmica de la corporeidad ¿Una resurrección progresiva? DESARROLLO DEL TEMA: A.- EL CAMINO BÍBLICO DE LA ESPERANZA SE ENMARCA EN LA PERENNE TENSIÓN ENTRE PROMESA Y CUMPLIMIENTO. EL FUNDAMENTO DE ESTA ESPERANZA ESTÁ EN LA FIDELIDAD DE DIOS A SUS PROMESAS: 1.- LA ESCATOLOGÍA EN EL A. TESTAMENTO: “El A. Testamento no nos enseña casi nada sobre la vida eterna. y sin embargo, es escatológico de principio a fin y está orientado hacia la meta que Dios ha fijado a su pueblo” (E. Brunner). Aunque la primera afirmación de esta cita no sea exacta para el que admite la canonicidad del libro de la Sabiduría y la de ambos libros de los Macabeos (libros que presentan claramente una escatología ultraterrena) debemos, no obstante, suscribir la segunda referida al carácter escatológico global del A. Testamento. El problema, dada la discontinuidad y fragmentariedad de tal escatología, es el de reconstruir con cierta exactitud las etapas de un camino que durante bastante tiempo permanece sujeto a una perspectiva terrena, y sobre todo, identificar en la sucesión de esas etapas una lógica interna que explique su culminación en la perspectiva ultraterrena. El camino bíblico de la esperanza está marcado por estas etapas que, a pesar de cambiar las concreciones contingentes, revelan la persistencia de una espera de fondo. Desde la primera etapa, en la que esa esperanza se concreta en la promesa de una “tierra que maná leche y miel”, a la última, en la que se vislumbra un destino humano más allá de la muerte, domina una fe constante en la fidelidad de Dios a sus promesas. La experiencia de los límites de cada una de las formas de cumplimiento, con las consiguientes decepciones, ayudará a Israel a seguir adelante hasta comprender que el futuro de Israel y de cada creyente no es una “cosa”, sino el mismo Dios. La sucesión no significa de ningún modo un camino de espiritualización creciente de la promesa, sino más bien una creciente radicalización de la esperanza. • La estructura de la espera: entre promesa y cumplimiento.- 9.3 La historia de Israel se encuadra en la perenne tensión entre promesa y cumplimiento. En este contexto es donde nace y se desarrolla la escatología bíblica: nace de las expectativas suscitadas por la promesa y se desarrolla por medio de una lenta pedagogía divina que ofrece, en un primer momento, un futuro terreno y acaba suscitando una esperanza que rebasa el acontecer histórico. En esta pedagogía divina, que orienta hacia metas cada vez más propias de la espera, parece desempeñar un papel determinante el factor psicológico de la desilusión. El cumplimiento siempre parcial de cada promesa obliga al pueblo elegido a desplazar hacia delante los confines de la espera, hasta que tales confines terminan rebasando el terreno de la historia. Así, la meta a la que se tiende se vuelve cada vez más transparente a medida que evoluciona la experiencia religiosa de Israel. Sólo en la última etapa de esta evolución, con los libros de la Sabiduría y de los Macabeos, la conciencia de Israel llega a atisbar el éschaton más allá del acontecer histórico y de la muerte. Mas ello no significa un salto cualitativo ni, mucho menos, una inversión de horizontes. La intencionalidad subyacente a todo el proceso de desarrollo es la misma: la meta real de todas las expectativas se encuentra sustancialmente, por encima de las formulaciones particulares, en Dios mismo. En cambio, varía la conciencia histórica de Israel y el modo de comprender su relación con Dios. El desenlace último que hemos señalado no hace más que llevar hasta el fondo la lógica de una relación que, como quiera que se la interprete, permanece definitiva y totalizante. Este desarrollo no se ha de interpretar tampoco como un proceso de progresiva espiritualización de las expectativas. Se trata, por el contrario, de un proceso determinado por la profundización de la conciencia de pertenecer a Dios; proceso en el cual el Reino de Dios penetra cada vez más a fondo en el hombre y en el mundo. Resurrección e inmortalidad del alma no son en definitiva más que la expresión extrema de la fidelidad de Dios al hombre. 2.- LAS ETAPAS DE LA ESPERANZA DE ISRAEL: El hilo conductor que permite unificar las etapas a través de las cuales se desarrollan las expectativas de Israel sobre el futuro es la promesa de bendición hecha a Abrahán: “En ti serán benditas todas las naciones” (Gén 12, 3). Esta promesa se expresa en formas diversas, ligadas a expectativas que se encuadran en las diferentes situaciones históricas en las que Israel tuvo la experiencia de su relación con Dios. • La experiencia del nomadismo.- Durante la época nómada de su historia, Israel se siente un pueblo peregrino que encuentra su seguridad solamente en Dios. La incertidumbre del presente ante una tierra desértica e inhóspita le lleva a soñar con un futuro de posesión de una tierra propia, fértil, abundante en lluvia, rica en población, ganado copioso y grandes propiedades. La promesa adquiere entonces el aspecto de una tierra en la que mana leche y miel. Tal es el “leitmotiv” del Pentateuco. En esta perspectiva, la época de los jueces podía considerarse la de una escatología realizada. Sin embargo, a la consecución del objetivo sigue enseguida la desilusión y con ella el alejamiento de Dios y la claudicación ante la fascinación de la idolatría. Así, nos lo recuerda la lucha que contra ella sostuvieron Elías, Eliseo y los más antiguos profetas bíblicos, como Oseas y Amós. • La experiencia de la monarquía.- La experiencia de la monarquía y de la organización estatal que es común a Israel y a los otros pueblos, a los que dota de una estructura política estable y segura, marca una etapa importante en la conciencia eclesial y escatológica del pueblo elegido. Se perfila entonces el modelo de iglesia – reino, 9.4 comunidad unificada no sólo por la fe, sino también por factores institucionales y territoriales: Jerusalén, templo, rey, centralización política, militar y administrativa. Pero surge también el peligro de una interpretación secularizada, triunfalista y mundana, vigorosamente denunciadas por los profetas. La nueva situación lleva también a expresar en términos diversos la esperanza en el futuro. Ahora se asocia con más decisión a la persona del futuro rey mesiánico, nueva concreción de la bendición de Abrahán. Sin embargo, la sólida unidad de los reinos de David y Salomón, celebrada en tonos claramente eufóricos, resistirá poco tiempo. • La división de los dos reinos.- La división de los dos reinos desde el año 930 a. C. (Judá e Israel) lleva a una desilusión y al desplazamiento de la esperanza hacia un futuro “día de Yahvé”, que habría de otorgarle a Israel la superioridad sobre los demás pueblos. Era una perspectiva que corría peligro de ser politizada en exceso y en consecuencia, descaminada; razón por la cual fue criticada con dureza sobre todo por Amós, que se sale de los angostos esquemas nacionalistas de sus contemporáneos y dilata la mirada hasta contemplar una visión universal de la acción de Dios. Con el “día de Yahvé” entra en escena un elemento de notable importancia en el proceso de formación de la escatología. Dicha expresión, que proviene de la institución histórica de la guerra santa, coloca en primer plano el juicio de Dios no sólo sobre las gentes, sino también sobre Israel. Se perfila así un nuevo modo de concretar la espera de salvación que tendrá gran desarrollo en la tradición profética, donde esa expectativa será trasladada al plano ético, sirviendo de apoyo a la maduración de una auténtica esperanza en los últimos tiempos. • El período preexílico.- Es mérito de los profetas preexílicos el haber trasladado la esperanza de la salvación de un futuro histórico homogéneo en el presente a un futuro propiamente escatológico: los últimos tiempos, cuya novedad estará garantizada por una intervención especial de Dios. Isaías es el primero que afronta el futuro en esta clave. Después del juicio de Dios pronunciado contra los gentiles y contra Israel, el pueblo de Dios no aparecerá ya como un dato cuantitativo y una unidad étnica, sino como una realidad cualitativa, definida por la fidelidad a Dios, como “resto santo”. La noción de “resto santo” servirá de soporte a las promesas salvíficas cuyo cumplimiento se espera en los últimos tiempos. Con el “resto”, el juicio de elección no se verifica ya sólo entre Israel y las naciones, sino dentro del mismo Israel. En esta concepción Israel une paradójicamente su mínimo cuantitativo (pequeño resto) con el máximo cualitativo. En este plano se desarrollará la predicación profética de Oseas, Miqueas, Sofonías y sobre todo, Jeremías, con el anuncio de una “alianza nueva y eterna” y la descripción de la futura forma de vida de Israel. • El período exílico.- El fracaso político de Israel y de Judá, así como la experiencia del exilio bajo Asiria y Babilonia, dan el golpe de gracia a las ilusiones de un futuro salvífico de tipo político y nacionalista. Pero será sobre todo el Deuteroisaías (Is 40-55) el profeta de la nueva espera escatológica. Es característico de este profeta la relación que establece entre el obrar protológico de Dios y su intervención escatológica. Ambas intervenciones se expresan con el verbo “bara” (crear). El éschaton aparece a la vez como el cumplimiento de la creación y como una nueva creación. De este modo la nueva figura del reino de Dios conserva su sentido histórico terreno, a la vez que se abre a perspectivas nuevas y misteriosas. El nuevo reino no 9.5 está confiado al poder terreno de Israel, sino a la obra silenciosa y continua del “Siervo de Yahvé”, el cual, con su servicio silencioso profético y misionero, llevará a todas las gentes la luz de la Revelación de Dios y con su sacrificio vicario reconciliará a “la multitud” (no sólo a Israel) con Dios. • La vuelta del destierro.La vuelta del destierro es vivida en un primer momento como la realización de las profecías del Deuteroisaías. Se inserta en este contexto la obra del Cronista, cuya principal preocupación es hacer ver que la ardiente espera del futuro tiene lugar mediante la restauración de la comunidad judía postexílica: una comunidad puramente religiosa que ya no persigue fines políticos autónomo. Como en tiempo de los jueces, también en este período estamos ante una presunta “escatología realizada” y una disolución de la escatología en una nueva forma de teocracia. Los profetas postexílicos Ageo y Malaquías esperan la salvación prometida para el momento en que sea reedificado el templo. Pero esa reedificación tardará en llegar. Muy pronto aparece también en esta situación la decepción. La realidad no responde a las expectativas. Con ello se abre una ulterior profundización de las expectativas escatológicas. • El paso a la apocalíptica.- De esta manera, y en contra de la tesis del Cronista que afirma que la teocracia se realizará ahora perfectamente, se va perfilando una nueva dimensión de la espera. Con la literatura apocalíptica, la espera se abre a un horizonte transcendente. El reino de Dios vendrá del cielo, inaugurando un nuevo modo de existencia. La clave de esta última fase evolutiva del A. Testamento nos la ofrece el libro de Daniel, según el cual el curso terreno de la historia y la dirección divina de las cosas caminan en dos planos distintos. Ante el gran poder de los enemigos de Israel, vistos más en clave simbólica que realista, se desarrolla la espera de una intervención decisiva divina, que invertirá el curso de los acontecimientos sin intervenir en su lógica. Aquí la perspectiva terrena es llevada ahora hasta sus columnas de Hércules, al confín más allá del cual se impone el salto a un mundo que transciende la misma historia. No obstante, hay que advertir que una visión apocalíptica demasiado acentuada corre el peligro de eliminar la tensión existente entre presente y futuro, degenerando en una especie de fatalismo que lleva al desinterés. • El judaísmo primitivo.- El judaísmo primitivo, con su abundante producción intertestamentaria, se aferra sobre todo a la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, describiendo con alegre optimismo la figura del reino de Dios de los últimos tiempos y su advenimiento considerado ya inminente. Pero entonces el gusto por la descripción colorista del futuro amenaza con hacer de la escatología una especie de reportaje anticipado del futuro, a modo de consuelo, en medio de la precariedad de las condiciones presentes. Por eso, no parece fuera de lugar una distinción entre escatología y apocalíptica: la primera contemplaría el futuro partiendo del presente histórico; la segunda invertiría la perspectiva, contemplando el presente desde el futuro soñado. En todo caso, la apocalíptica, por su firme vinculación con el profetismo, no cae necesariamente en esta distorsión de perspectivas. Como conclusión de este itinerario de la esperanza, todavía aferrado a la existencia terrena y anterior al despegue hacia la esfera ultraterrena, tenemos que observar que la aspiración a realizarse en esta tierra, dado el contexto religioso del que nace y en el que constantemente se mantiene, no se puede interpretar en sentido materialista. Detrás de las metas históricas prometidas, el judío piadoso vislumbra siempre a Aquel que promete y que constituye su verdadero referente. La misma 9.6 antropología bíblica, que ve al hombre como ser ordenado a la comunión, al establecimiento de relaciones y al diálogo, nos lleva a comprender la esperanza en términos de comunión con Dios, aunque esté contingentemente mediada. • Una esperanza más allá de la muerte.- En el A. Testamento las expectativas respecto a un futuro individual ultraterreno no están claras durante mucho Tiempo. Se piensa por lo general en un lugar subterráneo, el scheol, donde los muertos independientemente de sus méritos terrenos, llevan una existencia sombría e infeliz, lejos del rostro de Dios. El premio y el castigo por las obras hay que buscarlos en la vida terrena. • La crisis de la esperanza terrena.- Crisis de la retribución: en un determinado momento la superficial teología de la historia subyacente a esta convicción entra en crisis porque no resiste la evidencia de los hechos. La experiencia muestra a menudo que los que siembran bien cosechan desgracias y a los que actúan mal la vida les sonríe. ¿Dónde está entonces la justicia de Dios? ¿Qué credibilidad merecen sus promesas?. Los primeros brotes de la crisis se encuentran en algunas voces aisladas de salmistas y profetas. Jeremías plantea el problema en estos términos: “¿por qué prosperan los impíos y viven tranquilos los traidores?” (12, 1). En Jeremías no se trata de una pregunta académica, dada su situación personal de perseguido. Varios salmos vuelven sobre el mismo problema, si bien la respuesta remite en general al carácter efímero de la prosperidad de los pecadores, confiando en una intervención de Dios que restablezca el orden (Sal 6-10-37-13-74-94). Hay dos libros enteramente dedicados a este tema: Job y Qohélet. En el libro de Job, si prescindimos del prólogo y del epílogo que permanecen fieles a la doctrina tradicional (Job es justo y por ello rico; las desgracias no tienen más finalidad que probar su justicia; al final, superada la prueba, Dios le restituye con abundancia todos sus bienes) tenemos la más virulenta requisitoria contra el principio de la retribución, mantenido por los tres amigos, defensores de oficio del comportamiento divino. Lo que está en juego es la imagen misma de Dios; para salvarla los amigos cierran los ojos a la realidad. Al insistir en su inocencia, Job rechaza sus tesis (las desgracias son el castigo de sus culpas), pero no retira su propia confianza en Dios. Roto el mecanismo culpa – castigo, al permanecer dentro del horizonte terreno, el problema del dolor permanece sin respuesta. Mas eso no hace vacilar la fe de Job. La única respuesta que entrevé es Dios mismo, aunque los contornos de su obrar permanecen indefinidos. Más grave aún que la apasionada rebeldía de Job es el sereno escepticismo de Qohélet. Aquí parece resquebrajarse todo el mundo ordenado de la fe tradicional, no quedando en pie más que una certeza: la presencia de Dios. Para estas dos conciencias críticas no se salva ninguna certeza fuera de Dios. Estos dos testigos de la crisis, incapaces de proponer una solución alternativa, fuerzan inevitablemente a la conciencia religiosa de Israel a orientar la esperanza hacia una dimensión transcendente. Se abre así la puerta a una esperanza que rebasa los confines de la existencia terrena. Los primeros pasos en esta dirección se encuentran en Ezequiel 37 (visión de la reanimación de los huesos secos) y en Isaías 26, 19 (fragmento interpolado hacia el siglo IV, en el que se repite el anuncio de una resurrección de los muertos). Pero el salto decisivo se fragua en el ámbito de la literatura martirológica (persecución de Antíoco Epífanes IV) a partir del capítulo 12 del libro de Daniel (resurrección para la vida o para la muerte eterna), del segundo libro de los Macabeos (habla sólo de la resurrección de los mártires) y del libro de la Sabiduría. La convicción que se afirma, desarrollando una perspectiva ya abierta por los poemas de Isaías sobre el “Siervo de Yahvé”, es que Dios no puede abandonar en la muerte a quienes han sacrificado su vida por él. De ahí la afirmación de que Dios resucitará (Daniel y 2ª Macabeos) o garantizará la inmortalidad (Sab 2-3) a 9.7 quienes han muerto en su nombre. De este modo aparece, al fin, la idea de la resurrección, más en consonancia con la antropología semítica que no conoce la separación del alma y cuerpo, y la idea de la inmortalidad (Sap 2-3) tomada, no sin sustanciales retoques, de la cultura helenística. Junto con estas últimas ideas se abre camino también la del juicio divino así como la diversa condición de los justos y los malvados. 3.- LOS AMBIENTES EN LOS CUALES MADURÓ LA ESPERANZA DE ISRAEL: La esperanza del pueblo de Israel se va abriendo paso a través de los diversos contextos históricos por los que tiene que caminar: - El ambiente espiritual de los salmos: y de la oración individual establece como objeto de la esperanza permanecer junto a Dios. Se trata de una esperanza que une presente y futuro en una única perspectiva y que se aferra a la confianza total en Dios. Una confianza en la vida diaria que no se preocupa ni siquiera de mirar muy a lo lejos, al futuro personal y colectivo. Es la confianza del niño que se siente seguro en los brazos de su madre. En este contexto el israelita piadoso está más atento al presente de la vida con Dios que a la espera de un misterioso futuro. - El ambiente profético: está muy interesado en ese futuro, intentando adivinarlo según la lógica de la alianza. Lógica que, por medio del puente tendido desde el pasado (intervenciones históricas de Dios) hasta el futuro (promesa), intenta conseguir la luz que ilumine el presente y su compromiso religioso y social. - El ambiente mesiánico: desarrolla el profético concretando sus perspectivas, escenificando figuras del mañana que dan cuerpo a las esperanzas de Israel: espera del mesías concebido, en general, según el modelo davídico. - El ambiente apocalíptico: prolongación original del profético y mesiánico, parece expresar la insatisfacción por las perspectivas históricas y la necesidad de hacer saltar los marcos de una historia que aparece demasiado refractaria a las esperanzas y excesivamente estrecha para contener sus aspiraciones. Con ello se apunta al final de esta historia y al comienzo de un nuevo orden de cosas modelado por la promesa y la esperanza. Tanto la literatura profética como la apocalíptica hablan de una escatología cósmica (destrucción del cosmos actual y advenimiento de “nuevos cielos” y de una “nueva tierra” Is 24-27; Dan 7; 12). Al final, cielo y tierra perecerán y el juicio de Dios se ejercerá sobre todos los hombres. - El ambiente sapiencial: reacciona también frente a la decepción de la historia, pero de un modo distinto. No parece convencido de las certezas anunciadas por el profetismo ni por las grandes concepciones del mesianismo, pero tampoco comparte el radicalismo apocalíptico. La esperanza parece permanecer como en suspenso, pero no se rinde; conserva la confianza en Dios apelando a su justicia: si no ahora, al menos en el más allá. En un primer tiempo no sabe qué decir, como Qohélet, o termina en un acto de fe a pesar de todo, como en Job; pero en el libro de la Sabiduría expresa una certeza sin vacilaciones en una vida más allá de la muerte. B.- LO QUE DEFINE LA ESCATOLOGÍA DEL N. TESTAMENTO ES EL CUMPLIMIENTO, EN LA PERSONA DE JESÚS DE NAZARET, DE LAS PROMESAS QUE EL PUEBLO DE ISRAEL ESPERABA DE DIOS: 1.- LA ESCATOLOGÍA EN EL N. TESTAMENTO: • La polarización cristológica de la esperanza en el N. Testamento.Es una opinión bastante general que el A. Testamento se limitó a contemplar una esperanza terrenal, mientras 9.8 que el N. Testamento habría desviado la esperanza más allá de la historia hacia un futuro celeste. Semejante opinión no hace justicia al AT ni al NT. No le hace al AT porque no tiene en cuenta la intencionalidad religiosa de aquella esperanza que, antes de asomarse a un horizonte transcendente, mira las realidades futuras no como cosas, sino como dones y acontecimientos en los que se manifiesta la fidelidad de Dios al hombre. Tampoco al Nuevo, porque olvida la estrecha relación que la esperanza traída por Cristo establece entre historia y eternidad. El futuro anunciado a partir de Cristo por el misterio pascual de su muerte y resurrección va más allá de la existencia histórica y de la muerte. Pero se trata de un más allá que da sentido a la vida humana, individual y colectiva, con lo que tiene de positivo y de negativo (sentido del dolor y de la muerte). Lo que define al NT (siempre en la línea de la radicalización de la esperanza característica de la evolución veterotestamentaria) es la polarización cristológica de esta esperanza. El NT ve en Jesús de Nazaret no sólo al anunciador sino también al iniciador del reino de Dios en el mundo y en Jesús resucitado la realización personal del éschaton y la anticipación de la condición definitiva a la que Dios llama a la humanidad. 2.- JESÚS Y LA ESPERANZA DE ISRAEL: EL ANUNCIO ESCATOLÓGICO DE Jesús enlaza obviamente con las expectativas de Israel en sus diversas expresiones: espiritual, profética, mesiánica, apocalíptica y sapiencial. - La línea espiritual: caracterizada por la confianza y el abandono en Dios, sostenida por la certeza de su presencia, que salva y da garantías al fiel a pesar de todas las apariencias y desmentidos de la vida cotidiana, está con toda evidencia presente en la actitud y en la predicación de Jesús. El momento culminante de ese modo de ver el futuro lo constituye la pasión: Jesús afronta la muerte, a pesar del drama del silencio de Dios, con la fe de que no puede ser abandonado por el Padre. - La línea profética: caracterizada por la exigencia de transformar la historia según el proyecto de Dios, con su fuerte referencia al compromiso ético, puede percibirse netamente en la predicación de Jesús (visto por ello como un profeta y tal vez, como el profeta escatológico por el pueblo). - La línea mesiánica: con su espera de la figura de un instaurador escatológico del reino de Dios, está también atestiguada explícitamente en los evangelios, aunque con importantes precisiones sobre el carácter del mesianismo encarnado de Jesús, que es el siervo de Yahvé y no el de las corrientes más o menos terrenas y politizadas de la época. - La línea apocalíptica: con referencia a un nuevo orden de cosas, fruto de la intervención de Dios en la historia y con su actitud de desesperación superada, parece asumirla Jesús con cierta reserva crítica, sometiéndola al realismo profético y a un decidido optimismo de la salvación. El empleo de ciertas descripciones apocalípticas en el discurso sobre el fin del mundo y sobre el juicio no pretenden aterrar, sino despertar la vigilancia y la decisión por el reino. - La línea monástica: (Qumram) con su fuga del mundo, no parece encontrar, en cambio, la aprobación de Jesús, que opta resueltamente por la transformación de este mundo según la línea profética. - La línea bautista: parece, sólo en parte, compartida por Jesús. Como Juan, a cuyo círculo parece que perteneció en un primer momento, Jesús vive la espera del próximo fin, aunque no bajo el signo del hacha que corta el árbol, sino bajo el reino que llega con misericordia. - Línea helenística: y su universalismo coincide con el anuncio universal de la salvación proclamado por Jesús en abierta polémica con la concepción etnocéntrica de su tiempo. 3.- EL DEBATE SOBRE LA ESCATOLOGÍA PREDICADA POR JESÚS Y SU SIGNIFICADO PARA LA FE CRISTIANA: 9.9 Desde los primeros decenios de nuestro siglo se fue desarrollando, sobre todo en el ámbito de la teología protestante, un vivo debate sobre la escatología predicada por Jesús. El debate pretendía no sólo aclarar la relación entre el pensamiento escatológico de Jesús y el de la Iglesia, sino también, en polémica con la teología liberal del siglo pasado (que había reducido el cristianismo a un simple sistema moral fundado en el anuncio universalista de la paternidad de Dios y de la hermandad universal), precisar la importancia de la escatología para la fe cristiana. - La escatología consecuente: ya a comienzos de nuestro siglo Weiss y Schweitzer llamaron la atención sobre el carácter explícitamente escatológico del mensaje de Jesús, urgiendo a la teología a recuperar el significado del éschaton. Schweitzer y otros autores de la escuela teológica enfrentados con la teología liberal del siglo pasado (Harnack, Renan, Sabatier, etc.) sostienen que el núcleo del anuncio evangélico es el advenimiento del reino escatológico. Sin embargo, Cristo sólo habría predicado la llegada inminente de ese reino, sin efectuar él mismo su realización (tesis de la escatología consecuente y afirmación del “todavía no” del reino). - La escatología realizada: a la apertura al futuro del reino anunciado por Jesús se opone la teoría de la escatología realizada de Dodd. En opinión de este exégeta inglés, Jesús con su venida inauguró real y totalmente el reino de Dios en la historia, de modo que con él la historia ha entrado en su recta final. De esta forma la Iglesia es “ya” sacramento del reino y la Eucaristía, que actualiza la pasión y resurrección de Cristo, es el “sacramento de la escatología realizada” (la atención se fija en el “YA” del éschaton). - Bultmann: propone en el marco de su desmitologización del Evangelio, una interpretación existencial del mensaje revelado. Dicha interpretación consiste en la invitación a considerar la palabra de Dios como llamada definitiva a realizarse en la fe. El éschaton no es un dato cronológico, sino un dato existencial. - Cullmann: toma posición frente a estas tres tesis. En su obra “Cristo y el tiempo”, después de explicar la diferencia entre la concepción del tiempo griega (cíclica) y la judía (lineal), marca distancias entre la visión judía, que reconoce en la realización del plan divino tres tiempos (antes de la creación, entre creación y parusía, después de la parusía), fijando el centro de la historia en la parusía y la visión cristiana que establece el centro de la historia de la salvación en la venida de Cristo. De aquí la distinción entre una escatología incipiente (realizada con la venida de Cristo) y una escatología final (que tendrá lugar con la parusía). Para ello Cullmann usa la significativa comparación del “Victory day”: entre la batalla decisiva y el día de la victoria podrá pasar tiempo (es el tiempo de la Iglesia); pero la suerte está echada, aunque el resultado definitivo se haga esperar todavía. - Moltmann y Metz: en esta misma línea de una escatología orientada desde el horizonte escatológico debemos situar la teología de la esperanza de Moltmann y la teología política de Metz. Ambas representan un serio esfuerzo por recuperar la esperanza cristiana para la orientación del presente, proponiendo no limitarse a ir a remolque de la realidad, sino elevar la antorcha que le precede. 4.- LA TENSIÓN ENTRE EL “YA” Y EL “TODAVÍA NO”: Estas discusiones sobre la escatología predicada por Jesús han subrayado en el fondo diversos aspectos de una doctrina que se presta realmente a distintas acentuaciones. Hay textos evangélicos en los cuales la atención recae sobre el “todavía no” del reino (escatología consecuente) y otros en los que parece recaer más en el “ya” (escatología realizada). 9.10 • La visión paulina.- Para Pablo, ya desde ahora, por el Bautismo y la Eucaristía somos insertados en la muerte y resurrección del Señor y estamos bajo el influjo transformador del Espíritu. Sin embargo, vivimos en el régimen de la fe y de la esperanza a la espera de la perfección de la visión (1 Cor 13, 12). Pero en esta situación el creyente está sostenido por la certeza de que nada, ni siquiera la muerte, puede separarle de Cristo, su salvación definitiva (Rom 8, 35-39; Flp 1, 21-23). En la perspectiva de la participación en la pasión de Cristo, incluso lo negativo que el creyente encuentra en la vida, adquiere valor; se convierte no en signo de fracaso, sino en posibilidad de encuentro con Dios. Pero el apóstol es sensible al hecho de que, a pesar de ser ya criatura nueva, el creyente vive en una situación de fragilidad: la plenitud de resurrección, la consumación final, sigue siendo aún futuro. Permanece, pues, viva en Pablo la espera de la parusía del Señor, ya sea que se la considere (1 Tes), ya sea que se aleje en el tiempo, pero sin afectar por ello a la certeza de la continuidad de la vida en Cristo y con Cristo. También el tema de la resurrección de los muertos, relacionado por una parte con la resurrección de Cristo, y por otra parte con su parusía, muestra la tensión entre el “ya” (en el Bautismo morimos y resucitamos con Cristo) y el “todavía no” (resucitaremos al final). En esta perspectiva, Pablo se esfuerza en contemplar tanto la continuidad como la discontinuidad entre la condición presente y la futura de nuestro cuerpo (1 Cor 15, 35-44), aludiendo también a una participación de todo lo creado en el destino escatológico de la humanidad (Rom 8, 18-23), que se llevará a cabo sometiendo todas las cosas al Padre (1 Cor 15, 23-28). • La visión joánica.- La tradición joánica (Evangelio, cartas y apocalipsis) refleja una situación diversa de la paulina. Sin negar la espera futura, el interés de la segunda generación cristiana se desplaza al don presente de salvación, indicado sobre todo en la expresión “vida eterna”: una salvación de tal manera definitiva que los acontecimientos futuros, como la resurrección final y el último juicio, no tienen ya gran relieve. En el Verbo encarnado se nos ha dado ya la plenitud de vida. El juicio tiene lugar ahora en la decisión de fe o de rechazo (Jn 3, 18; 5, 24-25). La resurrección está ya en curso (Jn 11, 24-25). La vida eterna nos es participada ya en Cristo (Jn 6, 54-55), el cual introduce al creyente en su vida de comunión con el Padre y con el Espíritu (Jn 17, 3.8; 14, 8ss). La Iglesia, más que como comunidad estructurada, es vista como comunión (Jn 12-17; 1 Jn 1, 13). Su misión, más que en términos de proclamación, es presentada en términos de revelación. La Iglesia es signo (sacramento) de la comunión en Cristo con la Trinidad y con los hombres. Su misión es fecunda en la medida en que hace visible, mediante el amor recíproco, el amor de Dios a la humanidad. la dialéctica entre el “ya” y el “todavía no” es, en todo caso, un elemento permanente de la escatología cristiana. Los acentos son legítimos, pero no la disolución de una perspectiva en otra, a menos de correr el riesgo de clausurar la esperanza mundanizándola o de relegarla a un futuro transcendente sin signos visibles en la historia; riesgo, nada imaginario. En este sentido, las tesis más que oponerlas, hay que integrarlas en la óptica del misterio pascual. De todas formas queda abierto el problema de la articulación efectiva del “ya” y el “todavía no” del reino, especialmente por las implicaciones que suponen en la vida cristiana. Hay un primer modo de referirse al reino que consiste en acogerlo más que esperarlo, en la convicción de que si no todo se ha manifestado, sí nos es dado en Cristo. Por eso, la esperanza no debe agotarse nunca en la espera, sino traducirse en acción en orden a la transformación de la 9.11 realidad según el Espíritu de Cristo. Con ello el futuro adquiere forma en el presente. El hoy es el tiempo de la esperanza. Un segundo modo lleva a pensar que el futuro, aunque enteramente dado, no está totalmente revelado, ni disponible, por lo que es menester vivirlo en actitud de espera. El futuro de Dios no está nunca totalmente inscrito en la historia, ni es previsible. Transciende todas nuestras realizaciones y expectativas. Se trata de dos aspectos de la misma esperanza cristiana, que nunca será posible integrar perfectamente y que quizá convenga que actúen creando una saludable dialéctica que impida al primero degenerar en activismo terreno y al segundo en evasión alienante del compromiso histórico. El N. Testamento contempla, en efecto, un éschaton que va más allá de la historia, pero que no la deja indiferente porque es el lugar dentro del cual comienza la realización del reino, pues Dios ha tomado en serio la historia humana hasta el punto de hacerse él mismo historia en Jesucristo. La encarnación nos dice que lo definitivo existe ya en la historia; que por tanto, hay que tomarlo en serio y que el futuro definitivo debe ser estímulo para el compromiso terreno. En resumen: la escatología del N. Testamento es Cristo, quien con su muerte y resurrección anticipa la meta de la historia y sostiene el caminar del hombre hacia su cumplimiento. Pablo ve en Cristo el punto de convergencia entre pasado, presente y futuro; Juan da la preferencia al presente, mirando a Cristo como la escatología ya realizada y abierta a todos los creyentes, resucitados con Cristo desde ahora. Cristo es el alfa y la omega de la nueva era iniciada con su primera venida y que concluirá con la segunda: la parusía. En el tiempo de la Iglesia, intermedio entre las dos venidas, estamos llamados a colaborar para transformar la creación y la historia según el proyecto de salvación del Padre. 5.- LOS GRANDES TEMAS DE LA ESCATOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA: - La realeza de Dios.El tema clave de la escatología neotestamentaria es el de la realeza de Dios. Israel hacía siglos que esperaba el establecimiento de esta realeza, sobre todo después de perder su independencia política. Con el dominio extranjero, la realeza estaba en manos de los paganos, de Satanás. Jesús y Juan Bautista comienzan su ministerio anunciando la llegada inminente de este reino. En el N. Testamento el reino que viene está inseparablemente unido, tanto en el presente (milagros, expulsión de los demonios, anuncio) como en el futuro (parusía), a la persona de Jesús. En los últimos escritos del NT el concepto de reino de Dios pierde la importancia que tenía en los sinópticos, lo que obliga a expresarse de otras formas. El concepto de Iglesia sirve para designar el señorío divino ya presente, mientras que el cumplimiento futuro se expresa con otros términos: vida, salvación, gracia, gloria. Posteriormente, según avanza la cristología, el reino de Dios es concebido y presentado como el reino de Cristo. La predicación, que se funda en la resurrección, atestigua que Jesús es el Señor de la Iglesia y del mundo. - El fin de los tiempos.Para el NT la instauración definitiva del reino de Dios irá precedida de una serie de tribulaciones, descritas en el lenguaje apocalíptico entonces corriente (guerras, terremotos, hambres, caída de los astros, persecución de los creyentes, aparición de falsos mesías y profetas...). Este lenguaje apocalíptico no tiene, sin embargo, como fin invitar a desentenderse del mundo, sino a comprometerse en actitud de vigilancia. - La parusía.- 9.12 Estos acontecimientos concluirán con la aparición del Hijo del hombre (Mc 13, 24-27), con su parusía (Mt 24, 3). Este anuncio atestigua que la Iglesia cree en una salvación todavía oculta a los ojos de este mundo. La venida final de Cristo llevará a su culminación la realeza de Dios sobre el mundo, realeza que está ahora inaugurada en germen en la Iglesia y a través de la Iglesia, sacramento del reino en el mundo. El término griego “parusía” que en su uso helenístico indica la visita solemne del emperador o de un soberano, es empleado por el NT para indicar la venida del Señor glorioso al final de los tiempos como juez de todos los hombres y para instaurar definitivamente el reino de Dios. En todo caso, su uso no es frecuente. En los sinópticos aparece sólo en Mt 24 y en los escritos joánicos únicamente en 1 Jn 2, 28. En cambio, en las cartas paulinas reviste una extraordinaria importancia. Pero, al margen del término, la realidad que indica está presente en el discurso escatológico de los sinópticos Mt 24-25 y en Hechos, donde la Iglesia es ubicada en el tiempo intermedio entre la ascensión y la segunda venida de Cristo: el mismo Jesús que fue elevado al cielo volverá Mt 1, 11. La venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos se indica, no sólo con el neologismo griego de parusía, sino también con otros términos: “día del Señor” (es la expresión que con más frecuencia designa la parusía; constituye la transposición cristológica del “día de Yahvé” en el AT), “Venida del Hijo del hombre” (en los sinópticos), “Epifanía” (en las cartas pastorales), “Apocalipsis” y “Manifestación”. Las representaciones espaciales de esta “venida en poder”, con el aparato cósmico que le acompaña, no son más que el ropaje simbólico de su carácter mayestático. La Iglesia apostólica está toda ella proyectada hacia la expectativa gozosa de esta venida, que coincidirá con el juicio final y la resurrección de los muertos (la conexión de estos elementos escatológicos en 1 Cor 15, 23-28). - La resurrección de los muertos.El reino anunciado e inaugurado por Jesús es a la vez terreno y celeste. El Señorío de Dios no es relegado a un mañana confiado a la sola iniciativa de Dios, abandonando el hoy a la insignificancia y al puro juego de las fuerzas mundanas, sino que actúa ya desde ahora, confiriendo un significado preciso al esfuerzo del creyente, tanto en el plano de la conversión personal como en el de la transformación del mundo según la voluntad de Dios. Por eso la llamada a la decisión está íntimamente relacionada con el anuncio de un reino que es todo él don de Dios, pero don que postula la libre respuesta del hombre. Incluso ante el fracaso de su misión temporal, Jesús persiste en esta visión optimista y comprometida, afrontando la muerte como don supremo de sí, como total abandono al Padre, seguro del triunfo y la inauguración del tiempo escatológico. La Iglesia primitiva nace de esta convicción. La muerte no significó el fin de la misión de Jesús; Dios lo resucitó de entre los muertos y está vivo en su Iglesia. la fuerza de su Espíritu actúa en la historia para prepararla a la instauración definitiva del reino, esperada en un inminente retorno de Cristo como juez escatológico (parusía). En un primer momento, durante aquella situación de espera, no se planteó el problema de la suerte de los discípulos y de los hombres en general, que hubieran muerto entremedias. Pablo da testimonio en el primer período, para sí y para la comunidad creyente, de una expectativa inminente y gozosa de la parusía (1 Tes 4, 15-17). Ese estado de ánimo explica un cierto distanciamiento del mundo y de sus problemas. el retraso de ese retorno tiene como consecuencia, por un lado, dar mayor relieve al “ahora” de la salvación y por otro, explicitar la certeza de que nada, ni siquiera la muerte, puede separar al creyente de Cristo. Se abre así paso a la convicción de que la resurrección de Jesús no es un simple acontecimiento individual, sino que marca el comienzo de una nueva humanidad transformada por el Espíritu, el principio del cumplimiento escatológico y el anuncio de nuestra resurrección (1 Tes 4, 13-18). De este modo, se tiende a vivir la presencia de Cristo no sólo en actitud de espera, sino también como ya actual, sobre todo en la celebración litúrgica, en el plano 9.13 cultual y sacramental. En este sentido habla Pablo del Bautismo (Rom 6, 3-5) y de la cena (1 Cor 11, 23-26). C.- LA FE EN CRISTO RESUCITADO, PRIMICIA DE LA NUEVA CREACIÓN, NOS OTORGA UNA ESPERANZA QUE, LEJOS DE NEGAR LA CREACIÓN, BUSCA RENOVARLA DESDE SU INTERIOR HASTA ALCANZAR SU PLENITUD EN LA PARUSÍA DE CRISTO: 1.- HORIZONTE CRISTOLÓGICO DE LA EXISTENCIA HUMANA Y DEL COSMOS: • Una esperanza para toda la creación.- La esperanza cristiana no se refiere sólo al “alma inmortal”, sino a todo el hombre, alma y cuerpo, con su mundo. En una palabra, a toda la creación. Por eso, la reflexión teológica debe tomar en consideración, junto a la dimensión histórica de la escatología, su dimensión cósmica. En la visión cristiana también la materia tiene un destino eterno, al menos en nuestros cuerpos resucitados, que, de algún modo, postula la persistencia de cierto marco cósmico de referencia. A diferencia del platonismo, que ve la salvación en la liberación de la materia, el cristianismo, religión de la encarnación, predica la salvación del hombre entero y el nexo entre el cosmos y este hombre salvado. En esta perspectiva plantea el problema de las relaciones entre el cosmos actual y el futuro. Que tipo de influjo ejerce en la preparación del mundo futuro el trabajo humano y en general, el esfuerzo realizado para mejorar el mundo presente. a) Influencia del compromiso histórico en el mundo futuro.La esperanza cristiana no es ajena a la historia y a su desarrollo y por lo tanto, se trata de ver si el esfuerzo del hombre por edificar un mundo mejor influye también en el advenimiento de los cielos nuevos y la tierra nueva que, de ese modo, serían a la vez fruto de la gratuita iniciativa de Dios y de la cooperación del hombre. Las coordenadas teológicas para un correcto planteamiento del problema sería tratar la relación entre reino – Iglesia – mundo. Toda teología actual reconoce algún vínculo de unión entre el mundo actual y el futuro, pero las posiciones difieren en cuanto al modo de interpretarlo. ♦ La teoría de la influencia indirecta: los defensores de esta teoría, al subrayar la ambivalencia del progreso humano, estiman que el reino de Dios no es preparado por los cambios positivos de las condiciones o estructuras históricas, sino por los valores morales practicados para verificar esos cambios. Lo que de verdad cuenta delante de Dios son las virtudes (fe, esperanza, caridad, justicia, etc.) y la buena intención, no las realizaciones humanas, que pueden faltar o no son accesibles a todos (desde este punto de vista, ¿qué puede hacer, por ejemplo, un impedido o un enfermo grave?. ♦ La teoría de la influencia directa: esta teoría sostiene que la humanización de las estructuras históricas posee un significado preciso para la preparación del cosmos futuro. Lo que hace el hombre para la construcción de un mundo mejor, prescindiendo incluso de sus intenciones, contribuye objetivamente a la realización del proyecto de Dios y constituye una anticipación del mundo futuro. Así se subraya la continuidad entre el presente histórico y futuro transcendente: el mundo nuevo que Dios prepara es construido también con nuestra colaboración. ♦ Continuidad y novedad según la Biblia: las posiciones anteriores subrayan unilateralmente uno de los aspectos que la revelación bíblica, en cambio, asocia intencionadamente. Ap 21, 1-2 habla de un cielo y una tierra futuros, pero acentuando su novedad y origen divino: “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra 9.14 y el mar ya no existía. Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo”. Análogo es el pensamiento de 2 Pe 3, 13: “Nosotros, sin embargo, según la promesa de Dios, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en que habite la justicia”. El texto ha de leerse en conexión con el v. 12 donde se habla de la destrucción del mundo actual o al menos de su forma presente. Sobre la participación del cosmos en la salvación final es necesario fijarse en Rom 8, 19-22 que habla de las repercusiones cósmicas del pecado y de la salvación: “Porque la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. Condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquel que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”. Los defensores de la teoría de la influencia indirecta tienden a interpretar este texto como simple metáfora, mientras que los de la influencia directa, que ven en él uno de los principales soportes de su tesis, rechazan semejante interpretación porque supondría vaciar de significado el texto en cuestión. El Vaticano II, sin querer entrar en estas discusiones, mantiene viva la polaridad entre el aspecto de novedad (Lumen Gentium) y el de continuidad (Gaudium et Spes). b) El destino escatológico del mundo infrahumano.En Rom 8, 20-21, Pablo habla de una condena provisional de la creación al “fracaso”, en la esperanza de ser “liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. Estas palabras indican el hecho cierto de un destino escatológico de la creación y el modo como se efectuará: será una participación en la suerte de los resucitados. Pero ¿en qué podrá consistir esa participación?. La Revelación nos ofrece elementos para responder a curiosidades, incluso legítimas, sobre la suerte eterna de los animales y de la naturaleza inanimada. Al mismo tiempo, para no dar lugar a equívocos, hay que evitar una deficiente interpretación corriente de términos. Por ejemplo, se toman los términos: gloria, libertad y espíritu como si fuesen categorías de la filosofía griega, cuando en la Biblia tienen un sentido completamente distinto. Es evidente, por ejemplo, que si se razona con categorías griegas resulta absurdo hablar de una espiritualización de la materia, mientras que es plenamente comprensible en la óptica bíblica, la cual ignora la oposición metafísica entre espíritu y materia, unificados en la categoría religiosa de creación. En la Biblia el término “espíritu” referido al hombre indica, generalmente, la dimensión de apertura a Dios suscitada en el hombre por Dios mismo y que abarca toda su realidad, incluida la corpórea: relación con los otros y con el mundo. En este sentido puede hablar S. Pablo de un cuerpo espiritual no sólo por referencia a Cristo resucitado y a los que en él resucitan, sino también por referencia a nuestra actual condición terrestre, pues ya ahora es posible una transformación de la materia por obra del Espíritu. Esa transformación afecta también al mundo material. Y así Pablo habla de una vinculación entre la suerte de nuestro cuerpo y la de la creación entera: “Nosotros, en cambio, tenemos nuestra ciudadanía en los cielos, de donde esperamos como salvador a Jesucristo, el Señor. Él transformará nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene para someter las cosas” (Flp 3, 20-21). Tanto la transformación del cuerpo como la del universo se producirán “en virtud del poder que tiene para someter todas las cosas”. Parece, pues, que una ley análoga rige estas dos transformaciones. Inscrito en el esplendor del Resucitado, Pablo entrevé el destino al que Dios llama no sólo al hombre, sino también al universo material, aunque no explica en qué consistirá exactamente ese destino. 2.- EL FIN DE LOS TIEMPOS: 9.15 Según la Biblia, el futuro prometido por Dios, sólo en parte manifestado por el momento, se desplegará totalmente, por iniciativa divina, al final de los tiempos. El que ese final sea expuesto con el lenguaje catastrófico de la apocalíptica (destrucción) o con el profético de la renovación (tierra nueva y cielos nuevos), en el fondo no establece ninguna diferencia sustancial, ya que el primer modo acentúa la transcendencia y la novedad de ese futuro y el segundo su conexión con el presente, dos datos que forman parte del mismo mensaje. En efecto, en la revelación el futuro del reino está ya inscrito en la duración del mundo y de la historia: los últimos tiempos han comenzado “ya”. Por eso, el devenir de la humanidad entraña posibilidades que superan los medios y los fines inmanentes. El dramatismo de las representaciones apocalípticas quiere en sustancia llamar la atención sobre el “novum”, que fermenta ya en la historia, pero que la transciende infinitamente. Por eso, el fin del mundo es visto simultáneamente en términos de conclusión y de recapitulación. El concepto que sirve de bisagra entre estos dos polos, evitando contemplar el fin como desmantelamiento o prolongación del orden actual, es el de transformación, que ha de entenderse en la perspectiva cristológica. La fe en la venida de Cristo expresa, en definitiva, la convicción de que la salvación, si bien actúa “ya” en la historia, irrumpirá de modo definitivo desde lo alto, aunque ello no excluya, sino que postule, la cooperación del hombre. Cristo resucitado es la anticipación de la renovación que al final, gracias a él, afectará a toda la creación. Esto confiere sentido al compromiso del creyente para la transformación del mundo en la dirección del reino. 3.- LA PARUSÍA DE CRISTO AL FINAL DE LOS TIEMPOS: • La parusía como desvelamiento del señorío universal de Cristo.- En el NT esta “venida gloriosa” está en el centro de todos los acontecimientos escatológicos: fin de la historia, juicio, resurrección de los muertos. Resurrección, juicio y renovación cósmica no se han de entender sustancialmente como acontecimientos separados, sino como expresiones del único acontecimiento escatológico, que es la afirmación definitiva del señorío de Cristo. De este modo se patentiza que, en definitiva, nuestro éschaton es Cristo y que la esperanza cristiana, más que esperar algo, espera a alguien. Que estos acontecimientos de la parusía son inseparables se ve manifiestamente en 1 Cor 15, donde la venida de Cristo pone en movimiento todo el proceso de la consumación final: la resurrección de los muertos, el juicio (24-26), el fin del mundo presente (24) y el advenimiento de la nueva creación, en la que Dios lo será “todo en todos” (28). Semejante venida, más que el final indica el fin o la meta a la que tiende la historia. Por eso, es objeto de espera gozosa y de esperanza, no de temor. Tal es el sentido de la invocación litúrgica “Marana-tha” (“Ven, Señor”). Esta espera gozosa, tan viva en la Iglesia apostólica, se va debilitando progresivamente desde la época patrística al medievo y desde él hasta nuestros días. Desde la edad Media al Vaticano II y en la profesión de fe de Miguel Paleólogo y únicamente como alusión marginal. Sólo con el Vat. II recobra la parusía su importancia en relación con la índole escatológica de la Iglesia (Lumen Gentium 48-49) y de la liturgia (Sacrosanctum Concilium 8), lo mismo con la actividad misionera (Ad Gentes 9) y con la orientación providencial de la historia (Gadium et Spes 39). • La parusía como acontecimiento que polariza la espera cristiana.- Durante siglos, la misma teología se limitó a repetir este artículo de fe sin profundizar su significado. La situación actual ha cambiado debido a la atención que la cultura actual presta al futuro. El renovado interés por el tema de la parusía se ha manifestado sobre todo en un vivo debate sobre su carácter de acontecimiento final o de dimensión estructural de la existencia creyente. 9.16 ♦ La parusía como manifestación: la tendencia dominante, alentada también por el fracaso de los intentos de utilizar las indicaciones bíblicas en clave histórica (cálculos sobre la fecha del fin), está a favor de la segunda hipótesis: más que un acontecimiento, la parusía sería la expresión simbólica de la dinámica escatológica de la vida cristiana y de la Iglesia. esta interpretación, defendida sobre todo por la teología protestante (Schweitzer, Dodd, Bultmann, Barth...) es aceptada también por algún teólogo católico, como Greshake. Este autor propone pasar de la interpretación apocalíptica de los acontecimientos escatológicos (parusía, juicio y resurrección) a otra profético-existencial. Con la muerte, el individuo sale del tiempo y entra en la eternidad. Esta entrada marca el cumplimiento del éschaton definitivo coincidiendo con el juicio y la resurrección. En la muerte de cada hombre un fragmento de la historia y del cosmos sale del tiempo y llega hasta Dios, añadiendo una nueva tesela al gran mosaico del reino de Dios. De ese modo la parusía coincide con la muerte, la resurrección y el juicio. Pero así se termina privatizando excesivamente el éschaton y se prescinde del carácter comunitario, claramente afirmado por el NT. Tendríamos entonces una humanidad, una Iglesia y un mundo sin verdadero futuro. ♦ La parusía como culminación: una posición análoga, pero atenta a no prescindir del novum de la escatología comunitaria final, es la de Rahner, Boff y otros defensores de la “resurrección en la muerte”. Afirman estos teólogos, junto al carácter progresivo de la resurrección (que sólo será completa al final de los tiempos), algo parecido también para la parusía: la parusía final marcará la culminación de la parusía perenne, que se verifica en la historia, en la Iglesia y en la existencia cristiana. Por lo demás, el hecho de que el NT indique a menudo la parusía con términos como Apocalipsis, Epifanía y Manifestación y que no hable nunca del retorno de Cristo, sino de su “venida” final, indica que se la ha de entender también como “desvelamiento” y consumación de una realidad ya presente y operante en la historia. ♦ La venida definitiva: aunque los Padres introdujeron el concepto de las dos o tres venidas de Cristo (en la carne, en la Iglesia y al final de los tiempos), parece más correcto hablar de una única venida, aunque articulada diversamente en el tiempo. Ello no significa olvidar la tensión entre el “ya” y el “todavía no”, sino llamar la atención sobre el hecho de que el presente está ya bajo el signo del éschaton o mejor, del éschatos, que es Cristo resucitado, recapitulador de la creación. Esta conciencia es de fundamental importancia tanto para la existencia cristiana como para la vida de la Iglesia. en efecto, la pérdida de la sensibilidad escatológica priva de mordiente a la ética cristiana y lleva a la Iglesia a un repliegue institucional que, a la larga, termina anulando su carga innovadora. Su recuperación no puede menos de dinamizar el compromiso del creyente y el impulso profético de una Iglesia que se siente instrumento de la recapitulación de todas las cosas en Cristo o como se expresaba Teilhard de Chardin con una fórmula feliz, de la “cristificación del mundo”. • Los signos precursores de la parusía.Las observaciones que preceden ayudan a entender en su justa perspectiva el problema del tiempo y de los signos del final. Respecto a la fecha del mismo y de la parusía, encontramos en el NT dos posiciones distintas: por un lado encontramos la negativa a datar estos acontecimientos basándose en indicios históricos precisos, exhortándonos a una incesante vigilancia (Mc 13, 37) y por otro lado, se habla de signos premonitorios del fin del mundo, que se enumeran con cierta exactitud. Son estos: - La predicación de la fe a todas las naciones (Mt 24, 14) - La conversión de Israel (Rom 11, 25ss) - El enfriamiento de la fe (Lc 18, 8) - La aparición de guerras, cataclismos (Mt 24, 37-39; Lc 17, 26-30) y persecuciones de los creyentes Apocalipsis. - La aparición del anticristo 9.17 Entre todos, el signo que luego más atrajo la atención fue el último, la llegada del anticristo. Pero ya el NT ofrece dos interpretaciones distintas de este acontecimiento. En 2 Tes 2, 1ss, Pablo alude a un personaje que habrá de llegar. S. Juan, en cambio, parece identificarlo con una colectividad ya presente, en la que se encarna el espíritu de oposición a Cristo: en las cartas, con la secta gnóstica y en Ap 13, 1-10, con el imperio romano. En la versión de Juan, el anticristo aparece más que nada como el símbolo de todo lo que en el curso de la historia se opone al reino de Dios y al señorío de Cristo. Por eso no es de extrañar que a lo largo de la historia se hayan pretendido ver numerosas apariciones de éste que, más que un personaje particular, parece una alegoría. Pero tampoco los otros signos parecen avalar previsiones históricas precisas. En cuanto al anuncio del Evangelio, ya Pablo estimaba que lo había llevado al mundo entero, mientras que cada época se enfrenta con esta tarea. Guerras, cataclismos y persecuciones de los creyentes se repiten por desgracia en todas las épocas, de modo que siempre cabe pensar en la inminencia del fin. La conversión de Israel, en masa o progresiva, parece expresar más el deseo de S. Pablo en relación con su pueblo (respecto al cual no puede faltar la promesa y la fidelidad a Dios) que una indicación cronológica. A pesar de ello, la tendencia a hacer cálculos y pronósticos basándose en uno u otro de estos signos se ha mantenido a lo largo de la historia cristiana. Lo cual no tiene nada de extraño, pues si el presente es “ya” escatológico, cada época puede buscar en su experiencia la presencia de tales signos. De todas formas, lo que quieren decir las diversas imágenes bíblicas es, en el fondo, una sola cosa: debemos vigilar permaneciendo a la espera de la venida final de Cristo, como las vírgenes prudentes, que conservan sus lámparas encendidas. Hemos de caminar al encuentro de Cristo con la certeza de encontrarnos con él en un mundo renovado por su Espíritu. Aunque con Pablo y los sinópticos las vemos proyectadas en el futuro y con Juan las refiramos al presente, estas imágenes intentan hacernos comprender el dominio de Jesucristo sobre la historia y no ofrecernos informes particulares sobre precisos acontecimientos cósmicos e históricos del futuro. Afirman sencillamente que Jesucristo es el verdadero Señor del mundo y de la historia y que nosotros estamos llamados a colaborar en la afirmación de su señorío en el mundo en espera de que éste se manifieste de manera definitiva. EL JUICIO FINAL: EL MOMENTO DE LA VERDAD DESVELADA: Estrechamente ligado a la parusía está el juicio final, que puede interpretarse no tanto como un acto distinto de la parusía y de la resurrección de los muertos, sino más bien como un modo de subrayar el significado de los acontecimientos finales. Este significado puede resumirse así: al final, Dios dará a conocer su pensamiento (juicio) sobre todo el curso de la creación y descubrirá plenamente su proyecto sobre la historia y el cosmos. En aquella hora de la verdad lo que estaba oculto se manifestará, descubriéndose el verdadero valor de cada gesto humano en la realización del proyecto divino. La Escritura presenta esta revelación definitiva de Dios y de la verdad de las criaturas de varios modos. El AT la contempla como el “día de Yahvé” entendido, bien como el día de la luz (Am 5, 18-20), bien como día de tinieblas y de la ira contra los malvados (Is 13; Sof 1, 14-18; Dan 2, 7. 10-20). El NT habla de un juicio ante un tribunal (Mt 5, 25-26), como el salario de los jornaleros (Mt 18, 22-35; 25, 14-30; Lc 16, 1-9) de liquidación de cuentas, en el que cada uno recibirá lo que ha merecido (Mt 20, 1-16), como separación de las ovejas de los cabritos (Mt 25, 33) o de los peces buenos de los malos. Evidentemente se trata de imágenes que indican la manifestación del juicio divino sobre la verdad del hombre. Una verdad que, en la hora actual, pasa desapercibida a nuestra mirada, más atenta a los falsos espejismos que la seducen desde el mundo. Con el acontecimiento de la parusía Cristo juzgará la historia en el sentido de iluminar su trayectoria total, que en el presente permanece oscura y desconocida. Descubrirá sus intenciones ocultas, sus significados parciales, su sentido más profundo y último. Su acción salvífica, que ha guiado desde dentro, sostenido y sanado la historia de los hombres, destacará sobre la derrota del 9.18 mal y del pecado. es indudable que en el curso de la historia no tenemos una revelación evidente del designio de Dios. Dios no interviene necesariamente a favor de los buenos para frenar a los malvados. El misterio de la cruz muestra hasta que punto Dios respeta la libertad del hombre, exponiéndose incluso a la acusación de permanecer oculto. El silencio de Dios que parece dejar el mundo a merced de las fuerzas del mal, el escándalo del dolor y de la muerte, la persistencia de injusticias en el mundo y en la misma Iglesia, son otras tantas oscuridades que hacen difícil descubrir un designio divino y más aún su realización. Pero, al fin, llegará el “día del Señor”. Entonces Dios saldrá definitivamente de su ocultamiento y todo quedará iluminado. Entonces la historia revelará su verdadero rostro, las verdaderas y falsas grandezas, la acción misteriosa de la gracia que ha sabido escribir recto con los reglones torcidos por el pecado. entonces el pequeño se convertirá en grande y el grande en pequeño. Así pues, el juicio no es una acción externa que se superpone a la historia de la salvación, sino el desvelamiento de la dinámica interna de esta historia que se rige por dos elementos: la salvación que Dios ofrece y la acogida o el rechazo del hombre a dicha oferta. El concepto de juicio, estrechamente unido al de salvación, pone de manifiesto que dicha salvación interpela a la libertad y a la responsabilidad del hombre. En este horizonte hay que entender el premio y el castigo. Estamos quizá demasiado habituados a pensar el día del juicio en la perspectiva medieval del “Dies irae” (expresada eficazmente también en el fresco de M. Angel de la capilla Sixtina) y por ello nos cuesta trabajo entender el gozoso “Marana-tha” (“Ven, Señor”) del NT y de las primeras generaciones cristianas. Semejante equívoco ha favorecido más un estrecho moralismo, inspirado en el miedo, que un atento compromiso en la construcción del reino. • ¿Quién nos juzgará?.- A la pregunta sobre quién es el juez, el NT ofrece una serie de respuestas aparentemente contradictorias. En algunos textos, el juez es Dios mismo; en otros, es Cristo. En Mt 19, 28 se dice que los doce apóstoles juzgarán a las doce tribus de Israel; en 1 Cor 6, 2-3 se afirma que “los santos juzgarán al mundo” y a los ángeles. En S. Juan desaparece incluso toda figura de juez externo: serán los mismos hombres con su conducta, con su aceptación o su rechazo de Cristo, los que se juzgarán a sí mismos. “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3, 17). Cristo no condena a nadie; es pura salvación y el que se adhiere a él está en la zona de la salvación ya desde ahora. La perdición no la decide él, sino que se da allí donde el hombre se sustrae a su influjo y se encierra en sí mismo. Cristo, más que el juez, es el juicio de Dios sobre el hombre: “El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo condene; las palabras que he anunciado le condenarán en el último día” (Jn 12, 48). Aquí, el juicio es simplemente la verdad misma de Dios y del hombre, su revelación en Cristo. Lo que condena al hombre es el rechazo de Cristo y de sus hermanos en su cuerpo, que es la Iglesia y en sus miembros que sufren, que son los necesitados de todos los tiempos. Este concepto cristológico del juicio permite que la línea del horizonte escatológico sea alcanzada no sólo con la muerte, sino también con el acto de fe. El que cree tiene “ya” la vida eterna y ha resucitado “ya” con Cristo. • Juicio universal y juicio particular.- En la tradición cristiana se habla del juicio final o universal ya desde el principio. En cambio, sólo desde el siglo IV se comienza a hablar explícitamente del juicio particular o personal que sigue inmediatamente a la muerte y del cual depende el destino ultraterreno. Las profesiones de fe de la Iglesia antigua hablan de un juicio final en el que Cristo volverá para juzgar a los vivos y a los muertos (símbolo apostólico, nicenoconstantinopolitano y atanasiano). Una fórmula semejante se encuentra en el Concilio de Lyón de 1274 y en la Constitución Benedictus Deus de 1336. En cambio, no existe una declaración explícita del Magisterio sobre el juicio particular, aunque se le ha de considerar 9.19 implícitamente contenida en las declaraciones de los siglos XIII-XV, donde se enseña que las almas reciben la retribución inmediatamente después de la muerte o de una eventual purificación. Un esquema sobre el juicio particular, preparado para el Vaticano I, no pudo ser aprobado y promulgado. Para la teología queda el hecho de que el juicio particular parece relativizar la importancia del universal. Si la suerte de los individuos se decide en el momento de la muerte, ¿qué importancia puede tener una ratificación final?. La respuesta que cabe aducir es que en el juicio final se realizará la manifestación universal de lo ocurrido en el juicio particular. Esa manifestación no se ha de interpretar como el hecho de hacer público lo que era privado, sino como el descubrimiento del vínculo profundo que liga a cada persona con el conjunto humano. Ningún hombre es una isla. Aunque difícilmente se dé cuenta de ello, cada hombre está en comunión, en el bien y en el mal, con toda la creación. En el juicio final esta unidad de toda la creación aparecerá claramente e iluminará también el sentido del juicio particular. En cierto sentido, ambos juicios se reducen a un mismo acontecimiento. “No podemos negar que bíblicamente no hay dos juicios, ni dos días de juicio, sino sólo uno. Por eso tenemos que ver el juicio particular que tiene lugar después de la muerte en relación dinámica con el juicio final” (Von Balthasar). 5.- LA RESURRECCIÓN AL FINAL DE LOS TIEMPOS: • Significado salvífico y universalidad de la resurrección.- La resurrección está asociada en la Biblia a la promesa divina de salvación. Esto explica el hecho de que la mayor parte de los textos hablen sólo del día de la resurrección de los justos, aunque no falten textos que se refieren a la resurrección de todos los difuntos, buenos y malos. En el NT, tanto en las palabras de Jesús como en la enseñanza de Pablo, estos dos modos de hablar del acontecimiento están ligados a contextos diversos: la resurrección de los justos es interpretada como premio y por tanto, como objeto supremo de esperanza, como participación en la resurrección de Cristo. En cambio, la universal, como condición indispensable para el juicio que puede terminar también en condena. Ciertamente, Pablo en sus cartas habla explícitamente sólo de la resurrección de los justos (aunque algunos piensan que en 1 Cor 15, 26 habla implícitamente de la resurrección final, sus argumentos no parecen decisivos). En cambio, el libro de los Hechos de los Apóstoles habla de una enseñanza suya relativa también a la resurrección universal (He 24, 15; 17, 31). La atención del Apóstol se centra sustancialmente en el significado salvífico de la resurrección, que él relaciona con la resurrección de Cristo. Ésta es entendida por Pablo no como un acontecimiento cerrado en sí mismo, sino como el principio de un proceso que seguirá desarrollándose también en nosotros. Por eso, él habla de la resurrección de Cristo como de “primicias” (1 Cor 15, 20). Primicias no sólo de nuestra condición futura (el “todavía no”), sino también de una condición presente (el “ya”) que Pablo no vacilará en llamar de “resucitados”. Esta dialéctica real del “ya” y del “todavía no” de nuestra resurrección se expresa con particular eficacia en Col 3, 1-4: “Así pues, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios...Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. El sentido de la resurrección es la intimidad definitiva con Jesús: de este modo estaremos siempre con el Señor” (1 Tes 4, 17). “Estar con el Señor” es el contenido de la salvación, tanto en la condición terrena como en la celeste. • ¿Con qué cuerpo resucitaremos?.- 9.20 A la pregunta: ¿cómo resucitan los muertos?, Pablo responde explícitamente en 1 Cor 15, 35-53 recurriendo a la experiencia de la corporeidad de Cristo resucitado y refiriéndola a la resurrección de todos los muertos. el Apóstol se opone aquí decididamente a la corriente judía, que entendía el cuerpo resucitado como del todo idéntico al cuerpo terreno y el mundo de la resurrección como la simple continuación del mundo terrestre. Rompe , pues, explícitamente con toda interpretación naturalista o fisicista de la resurrección. Pero esto no significa renunciar al realismo de la resurrección. Para S. Pablo la corporeidad no sólo existe en sentido adamítico, como “cuerpo animado”, sino también en sentido cristológico, según el modelo de Cristo resucitado, como cuerpo transformado por el Espíritu. Por eso, el realismo de Pablo no es ni espiritualismo ni naturalismo, sino un realismo pneumático. Esta fe es recogida en el primitivo credo occidental en la fórmula “Resurrección de la carne” (en Oriente prevalece la expresión menos problemática “Resurrección de los muertos”). La fórmula es objeto, además de las ironías de los platónicos Celso y Porfirio, de la reacción gnóstica de los valentinianos, los cuales, apelando a 1 Cor 15, 50 (“la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios”), proponen una interpretación espiritualista de la resurrección como salida de la historia y entrada en la eternidad. Contra esta espiritualización de la esperanza cristiana (preludio de tendencias análogas de nuestro tiempo) reaccionan Tertuliano, Justino, Atenágoras, Ireneo, Cirilo de Jerusalén, Gregorio Niseno, Juan Crisóstomo y Agustín, los cuales, apelando a la encarnación, defienden la resurrección real del cuerpo. • El problema de la identidad del cuerpo resucitado con nuestro cuerpo actual.- En esta línea se mantienen las numerosas intervenciones magisteriales que se limitan, sin embargo, a afirmar la identidad entre el cuerpo terrestre y el resucitado, sin precisar en qué consiste esa identidad y en qué consiste la diferencia. A este respecto la teología ha adoptado diversas posturas: ♦ Identidad material: afirma esta teoría que el cuerpo resucitado constará de la misma materia que el terreno. Tomada en todo su rigor, semejante concepción no es fácil de defender. Ya en la antigüedad se atraía las ironías del neoplatónico Porfirio (en el momento de la resurrección, ¿dónde podrá encontrar su cuerpo un náufrago, cuyo cadáver ha sido devorado por los peces, comido por los pescadores y devorado a su vez por los perros...?). hoy, una serie objeción podría venir de los transplantes de órganos, que la misma Iglesia reconoce como legítimos. De hecho, este modo ingenuo de interpretar la resurrección es el que ha creado siempre dificultades contra el dogma. Por otra parte, una identidad material rígida no existe ni siquiera en el cuerpo mortal. Dado el constante metabolismo del cuerpo humano sabemos que su materia se renueva completamente al cabo de pocos años. No obstante, admitimos, con razón, que se trata siempre del mismo cuerpo en el transcurso de cada vida humana. ♦ Identidad formal: ya Orígenes distinguía en el cuerpo algo que cambia continuamente (y que no resucita) y algo que permanece (y que resucita). Sin embargo, la extraña manera de considerar lo que permanece (el cuerpo ideal en forma esférica) desacreditó su tentativa. Un cambio importante se produce con la antropología tomista, la cual recupera en clave aristotélica (el alma como forma de cuerpo) la unidad del hombre, permitiendo establecer la distinción entre cuerpo y corporeidad, abortada en Orígenes. En la perspectiva tomista el alma, en cuanto forma del cuerpo, aunque forma “subsistente”, conserva un lazo intrínseco e irrenunciable con el cuerpo. Ahora bien, siendo el cuerpo el lugar y el instrumento de las relaciones con los hombres y con el mundo, la perfecta realización ultraterrena del hombre postula, junto con la salvación del alma inmortal, también la del cuerpo. Según esta doctrina, la identidad del cuerpo está determinada no sólo por su forma, que es el alma, sino por la materia en sentido fisiológico. De ahí que la 9.21 identidad del cuerpo permanezca a pesar de las constantes variaciones de sus elementos. Si el alma es la única forma del cuerpo, las transformaciones por las que pasa el cadáver no interesan al hombre, pues aquella materia ha pasado a otras formas extrañas. ♦ Identidad personal: mas con ello se replantea el problema de la identidad entre el cuerpo mortal y el resucitado. Identidad que este enfoque conceptual, independientemente de las intenciones de Santo Tomás, no parece garantizar suficientemente. Sobre esta problemática ha vuelto en tiempos recientes K. Rahner, quien también observa que el alma, por su naturaleza, está esencialmente coordinada con el cuerpo, sea cual fuere la forma que pueda asumir esta coordinación. En esta perspectiva la identidad del cuerpo no significa identidad material (ya en esta vida el cuerpo se transforma de continuo y se renueva por completo al cabo de unos años). El cuerpo resucitado tendrá la misma identidad personal, no material, del terreno. Este concepto enlaza fácilmente con la tesis de Teilhard de Chardin, el cual ve la evolución como una progresiva unificación de la materia por obra del Espíritu. La fuerza transformadora de Cristo triunfa así sobre la entropía y la disolución (así se unen las dos series de imágenes bíblicas: la de destrucción del mundo y la de la irrupción de cielos nuevos y tierra nueva). ¿Qué decir de estas ideas?. Partiendo de la experiencia actual es imposible imaginar en qué consistirá concretamente la condición del cuerpo resucitado. Sin embargo, es cierto que la dinámica del cosmos llevará a una meta, a una situación en la cual la materia y el espíritu estarán coordinados entre sí de un modo nuevo y definitivo. Esta certeza puede ayudarnos a imaginar en cierto modo en qué consistirá la resurrección de la carne. 6.- ¿RESURRECCIÓN EN LA MUERTE?: La reflexión de los primeros tiempos fundada sobre la antropología semítica unitaria no pudo evitar el desasosiego derivado de la dificultad de unir dos certezas indiscutibles para la fe, pero no fáciles de conciliar en el marco de esta antropología: la certeza de la continuidad de la vida de Cristo más allá de la muerte y la espera de la resurrección al final de los tiempos. Se planteaba entonces el siguiente problema: ¿qué ocurre entre la muerte y la resurrección final?. Es el problema de la escatología intermedia. La antropología platónica resolvía este problema con la doctrina de la inmortalidad, pero pagando el alto precio de reducir al hombre al alma y desvalorizando su dimensión corpórea. Las correcciones introducidas por los Padres en esta doctrina con el fin de borrar sus huellas panteístas y dualistas y así conciliarla con la fe bíblica en la resurrección de los muertos, no remedian del todo esta desvalorización. La resurrección, que es el centro de la esperanza cristiana, terminará perdiendo de hecho su condición central, que pasará a ser ocupada por la doctrina de la inmortalidad. Resulta entonces que, en una perspectiva platonizante, como la que subyace en las declaraciones de Benedicto XII, se suprime todo estado intermedio, mientras que éste sigue reclamando algún derecho de ciudadanía cuando, como en Santo Tomás, se adopta el fondo aristotélico del alma forma corporis. En esta perspectiva, el anhelo del alma separada por reunirse con el cuerpo hace que hasta la resurrección final no se pueda hablar de una condición escatológica plenamente realizada. Para remediar esta dificultad varios teólogos contemporáneos: Barth, Rahner, Karre, Greshake, Boff..., partiendo de la convicción de que la esperanza escatológica está adecuadamente expresada por el definitivo “estar con Cristo” que se alcanza con la muerte, han propuesto la tesis de la resurrección en la muerte. Esta posición supone el abandono de la antropología griega, lo mismo platónica que aristotélica y la adopción de la antropología actual que, desde un horizonte cultural muy distinto, conduce, sin embargo, a la concepción unitaria del hombre que encontramos en la Biblia. El hombre es visto como unidad de cuerpo y espíritu, como nudo de relaciones jerarquizadas con Dios, con el prójimo y con el mundo (dimensiones individual, teologal, social y cósmica). A su vez, el cuerpo es considerado como nudo de relaciones con todo el universo. La muerte no es vista como simple acontecimiento biológico, sino acontecimiento personal que acompaña con su sombra toda nuestra vida, colocándola bajo el signo de la caducidad, pero 9.22 también bajo la apelación a la plenitud de vida. La muerte se presenta entonces semejante al nacimiento. Con la muerte, el hombre, a través de una crisis biológica similar a la del nacimiento (separación del seno que le ha nutrido, paso doloroso pero necesario para entrar en un mundo nuevo y más vasto), entra en un universo nuevo y más amplio, no marcado ya por los rígidos condicionamientos de la experiencia terrena y en el que podrá realizar plenamente todas sus relaciones: con Dios, con los demás y con el cosmos. Así, al morir, en cierto modo terminamos de nacer. Con la muerte todo el hombre (no sólo el alma) entra en su condición definitiva, donde no tiene ya sentido la espera de un fin del mundo. En esta condición, la identidad del cuerpo no significa identidad material. El cuerpo resucitado tendrá la misma identidad personal, no material, del terreno. • Muerte y dilatación cósmica de la corporeidad.- En el campo católico, el primero en manifestar serias reservas sobre la doctrina tradicional de un estado intermedio basado en la doctrina del alma separada, fue Teilhard de Chardin. En el marco de su cosmovisión, que contempla a Cristo resucitado como polo de la evolución y centro de personalización cósmica, ve él la relación transcendental del alma a la materia (corporeidad) como un dato esencial del ser humano, dato que no puede ser suspendido ni siquiera por la muerte. La muerte dilata (más todavía, profundiza) esta relación, que viene a asumir una dimensión cósmica. Esta idea es recogida luego por Rahner que intentará fundarla en una antropología tomista. Karrer, en cambio, enlaza con las consideraciones de Barth. La muerte significa el fin de la temporalidad intramundana y la entrada en la eternidad, donde los cómputos temporales no tienen ya sentido. Argumentaciones similares adoptan Boros, Boff y Greshake. • ¿Una resurrección progresiva?.- Greshake considera que la realidad mundana, material, conoce una “consumación” progresiva e ilimitada, más no un término. Si no hay punto terminal del tiempo, tampoco puede haber un estado intermedio. Sin embargo, Boros y Boff intentan salvaguardar la novedad de la escatología final cósmica, introduciendo de hecho la idea de una resurrección progresiva. De este modo, creen ellos, no se vacía de significado la espera de una resurrección final. En cada muerte un fragmento del cosmos vuelve a Dios en Cristo recapitulador, agregándose a su humanidad resucitada, hasta que al final de los tiempos todo sea sometido al Padre y Dios sea todo en todos. También en esta posición se reconoce que la suerte de los individuos permanece en cierto modo incompleta (una especie de estado intermedio) antes del fin de los tiempos. Mientras que la suerte del hombre en su relación con Dios alcanza su destino definitivo y completo con la muerte, la que se refiere a su relación con el mundo (la corporeidad) sólo logrará su plena expansión al final, cuando todo el universo sea sometido por Cristo al Padre (1 Cor 15, 28). En este sentido, la resurrección en la muerte no es plena. La resurrección no será completa y definitiva hasta que sea universal al final de la historia. En 1979 la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo pública una carta a los presidentes de las Conferencias Episcopales “Sobre algunas cuestiones relativas a la escatología” (AAS 71, 1979, 939-943). El documento dirige sus objeciones, especialmente, contra las tesis de Greshake sobre la “resurrección en la muerte”. Esta interpretación de la resurrección no es aceptada por dicha carta (aprobada por J. Pablo II sólo en forma común, por lo que no es expresión de un magisterio solemne y definitivo), que se atiene a la doctrina tradicional de la resurrección final, distinta y diferida respecto a la condición del hombre inmediatamente después de la muerte, confiando la continuidad del yo humano después de la muerte a un elemento espiritual, dotado de conciencia y voluntad, al que la Iglesia denomina alma. 9.23 9.24