Temor y temblor “La fe según Kierkegaard”

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Temor y temblor “La fe según Kierkegaard” Cristian Gómez Director Maná Museo de Las Sagradas Escrituras Soren Kierkegaard fue un filósofo de mediados del siglo XIX, a quien podemos considerar el padre del existencialismo. La existencia designa sólo la forma de ser del hombre en tanto que asumpción plena de la propia humanidad. Esta corriente se significa entre otras cosas por su sentido de la angustia: angustia de estar arrojados en el mundo, de ser seres para la muerte, de estar solos en el momento de las decisiones. Pero a diferencia de los filosofos que le sucedieron –Sartre, Heidegger o Jaspers–, el autor de Temor y temblor1 usa la palabra danesa Anfaegtelse no sólo como angustia sino como un sinónimo del pecado. Pero la palabra pecado está muy gastada porque la asociamos con un sentido mojigato y moralino; quizá con lo opuesto a tradiciones y dogmas en sentido peyorativo. Kierkegaard quiere mostrarnos con esa palabra la crisis espiritual ante el misterio, el horror de sentirnos en un abismo que nos separa de lo Absoluto, la angustia de la soledad que nos lleva a la autodestrucción, que nos opone no sólo a lo incondicionado (el Ser) sino a lo general (la ley), la desesperación de no poder volver al origen. La ruptura con Dios. La vida –para Kierkegaard– puede darse en tres estadios: el estético (de aisthesis = sensación), el ético y el de la fe. El primero es la vida en la que no nos comprometemos con algo, sino vivimos la pura momentaneidad, la fugacidad que nos hace asemejarnos a un hombre frívolo, un particular desarraigado en contradicción con el mundo y con lo Absoluto. En el estadio ético, superior al primero, el hombre se compromete con la ley, también dentro de una forma de la temporalidad, en este punto el hombre se reconoce como parte de un todo, del plan del Espíritu. Pero también la ética produce desesperación y vacuidad frente a un deber impuesto por lo general, que además nunca se puede cumplir y el hombre reconoce su necesidad de pasar al estadio religioso. Pero no vayamos tan de prisa, en el estadio religioso no está la tranquilidad que ofrece la religión institucionalizada, al contrario, en este nivel se enfrenta la angustia del existir y en él desaparecen las ilusiones –promesas falsas– éticas y estéticas. Es necesario experimentar la pasión del arrepentimiento, en un movimiento infinito. La relación con Dios se vive en el terreno de lo absurdo y el cristianismo es absurdo. Se caracteriza por la incomodidad y el riesgo de saber obedecer a Dios o confundirnos con nuestros propios deseos y pretextar Su voz para ceder paso a éstos. Ese enfrentamiento a la decisión constante, que implica el arrepentimiento, da título a su libro, son palabras tomadas de Pablo el apóstol: “ocupaos de vuestra salvación con temor y temblor”.2 Kierkegaard se opone a Hegel porque el primero no está dispuesto a someterse a un sistema; la forma más alta de vida es aquella en que el particular en tanto que particular se relaciona con la Divinidad, sin mediación con lo general. En estas afirmaciones vemos el trasfondo luterano: no es lo general –la ley– lo que nos permite una vida más allá de la angustia destructiva; es la fe la única posibilidad de tener una relación absoluta con lo Absoluto. La mediación se da por el concepto, por la sociedad organizada (el Estado) en torno al derecho. Hegel, como Schelling y Fichte, piensa que la mediación reconciliadora surge cuando el hombre puede descubrir por sus propios medios el plan divino en el devenir de la historia. La Idea se despliega en la temporalidad y se comprende por el sistema porque todo lo real es racional. Para Kierkegaard el sistema es un atentado contra la libertad, pues lo personal es lo real. El particular y su subjetividad está por encima de toda realidad. También se opone el filósofo danés a la cristiandad o cristianismo oficial. “La desesperación es la enfermedad –no el remedio–; el remedio es el cristianismo, no la cristiandad”. Se opone a todos los predicadores que suavizan, oscurecen o callan lo que el cristianismo representa de más decisivo, incómodo, todo eso que haría difícil nuestra vida, el hecho de tener que morir a uno mismo, la renuncia voluntaria, sufrir por la doctrina, testimoniar la verdad desde un estado de pobreza y de humillación, ser aborrecido, despreciado y escarnecido o aun martirizado. El libro toma como tema central la petición que hace Dios a Abraham para que sacrifique a su hijo Isaac. A partir de ahí nos hablará de lo que es la verdadera fe: no es la resignación de los héroes trágicos, ni siquiera las renuncias que en nombre de la ley se hacen, es la disposición total a la obediencia y a la entrega a lo Absoluto aun en virtud del absurdo, comenzando por lo más amado. La relación con Él sólo puede ser privada, nadie puede tener fe en lugar nuestro para aceptar la paradoja que implica nuestra renuncia y nuestra salvación al mismo tiempo. Sólo el particular en tanto que particular puede lograrlo. De esta historia deduce que el amor no es un sentimiento fugitivo, una emoción voluptuosa, débil trampa para los débiles, actitud que no nos permitiría llevar al cabo la hazaña imperecedera del amor consagrado. El amor es la relación con el Ser Eterno, que nos reconcilia con la conciencia eterna. Pero creer es creer para esta vida, porque si la fe se refiriese sólo a una vida venidera, sería fácil desprenderse de todo y apresurarse a abandonar el mundo; pero en realidad esa no es fe sino una remota posibilidad en el horizonte del abismo. La fe de Abraham se ejercía en cosas de esta vida, en la tierra que se le prometió, con el hijo que se le dio. Si la fe no es más que lo grandioso, entonces aquella nunca ha existido y Abraham no será más que un asesino o un loco; pero si la fe es aceptar una relación personal absoluta con lo Absoluto, una renuncia a los niveles del goce de las sensaciones y un desespero frente al intento de hacernos dignos por medio de la ley, entonces la angustia que se vive al tomar las decisiones cotidianas en aras de esa fe, nos llevará al monte del sacrificio, donde recibiremos de vuelta aquello a lo cual renunciamos, pero valorado en su justa dimensión y podrá ser nuestra fe también una fe para la otra vida. Mantenernos como particulares es hacer un movimiento infinito que nos sumerge en la paradoja (lo que Pablo llamaría la locura de la cruz). Pero podemos estar en la paradoja de lo demoniaco o en la paradoja de lo divino. En el primer caso la fe está ausente y no cumplimos siquiera las exigencias del estadio ético. Para colocarnos en la paradoja de lo divino (amor y abismo del Absoluto; particular en relación absoluta con lo Eterno) es necesario el abandono de nuestra existencia para vivir en total entrega a Dios. “La fe, concluye nuestro filósofo, es la más alta pasión del hombre. Muchos hay posiblemente en cada generación que nunca consiguen alcanzarla, pero no hay nadie que la rebase... no quiero ocultar que aun me queda mucho por hacer, sin que por eso pretenda yo traicionarme... porque me juego en ello el sentido de la existencia”. ¿Fe o superstición? Ajos detrás de la puerta, perfumes para evitar salaciones, aversión a gatos negros y otros animales, amuletos y cristales. Hay supersticiones “científicas” como: “hay que cargarse de energía”, “esta medicina cura la diabetes, sida, cáncer y casi todas las enfermedades”, terapias con piedras, olores y hasta con orines. Hay otras supersticiones “cristianas”: abrir la Biblia al azar, untar aceite, hacer guerras espirituales, ver demonios en todas partes. Otras religiosas: calzones rojos en año nuevo, velas de colores, vino que se convierte en sangre, imágenes que lloran, reliquias que hacen milagros, estampitas que protegen. La palabra superstición deriva del latín superstitio y el diccionario del español la define como aquella que indica una creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón. Tenemos mencionadas en esta definición dos formas de conocimiento: aquel que se basa en la experimentación (repetición del fenómeno bajo condiciones controladas y mensurables) y el que se basa en la revelación (forma en que la divinidad se da a conocer en la mente humana, en la naturaleza y en el Verbo). Pierre Bayle luchó contra la creencia de que los cometas eran causantes o anuncios de catástrofes; podemos leerlo en su carta “en la que se prueba por varias razones sacadas de la filosofía y la teología que los cometas no son presagios de ninguna desgracia, acompañada de muchas observaciones morales y políticas, y de observaciones históricas y de la refutación de algunos errores populares” (El cometa y el filósofo, Benavides Manuel, FCE). El nacimiento del método científico libró al mundo de muchas creencias falsas, como la generación espontánea, pues se creía que los ratones salían de los trapos y la basura, se rechazaba que las flores tuvieran sexo, se creía que los aires enfermaban y que la aplicación de sangrías y sanguijuelas curaba; que la mujer no debería bañarse durante 40 días después del parto o que había que poner telarañas en el ombligo de los pequeños. Conocer las causas de las cosas puede impedir que las atribuyamos a sinrazones e impide también que pensemos en quemar en la hoguera a quienes no piensan como nosotros por considerarlos responsables, como sucedió, en sequías, inundaciones y pestes. Hay muchas religiones y pseudociencias que pretenden el estatus de ciencia. Un conocimiento es científico cuando es fáctico, sistemático, expresado en lenguaje matemático y útil para predecir el comportamiento del fenómeno. De ahí que las supersticiones que se arrogan el carácter de ciencia estén muy lejos de serlo, como la ovnivología, la astrología, la dianética y la parapsicología. Esto no significa sin embargo que el único ámbito de la razón sea el científico. Ya los filósofos posmodernistas como Popper y Habermmas han puesto en tela de juicio la exactitud, objetividad y certidumbre de la ciencia. Hemos de reconocer que la ciencia no tiene la respuesta para todos los ámbitos de nuestra existencia; aunque ella sea la única herramienta válida para interpretar la realidad, su limitación y su especificidad está en el mundo de los hechos (realidad viene del latín res= cosa, y significa el mundo de las cosas). Existen también el ámbito ético, el estético, el intuitivo, el emocional y el religioso o de la fe; campos que no pueden aprehenderse con el método experimental pero que tampoco pretenden establecer o postular verdades ni principios necesarios y universales. Nos dice Kierkegaard: “la filosofía comete un fraude cuando nos ofrece otra cosa a cambio y habla despectivamente de la fe. La filosofía no puede ni debe darnos la fe, sino que debe comprenderse a sí misma, saber lo que está en grado de ofrecer...” Es decir, al rechazar la superstición debemos distinguirla de la fe. Ya el rey David había dicho: “Feliz el hombre en cuyo espíritu no hay superchería”. La superstición se define como la atribución de poder (mágico) que damos a un objeto, palabras, fórmulas, ademanes, liturgias; en fin, creer que el poder está en las cosas, querer solucionar la vida con atajos que transformen los problemas sin más esfuerzo y compromiso de nuestra parte. Creer en seres inexistentes como vampiros, nahuales, brujas que vuelan. Por supuesto que si esos “poderes” funcionaran el mundo ya no tendría problemas, puesto que se venden amuletos para atraer al ser amado, para obtener dinero, se cargan imágenes para evitar accidentes o enfermedades. Entonces en el mundo ya no existirían problemas. E l problema con la superstición es que provoca actos equivocados, injusticias (como mencionamos ya, la quema de herejes por ejemplo), enfermedades y sugestión mental que nos esclaviza a las circunstancias (como la adivinación y las maldiciones) o enajena nuestra conciencia. Como es el caso, apenas en mayo de 2008, de que temerosos de que la mala suerte les persiga por siempre, ser convertidos en caníbales, en sordos, mudos o sonámbulos por alguna maldición, los lugareños de la comunidad keniana de Nyakeo, a 300 kilómetros de Nairobi, quemaron vivas a 15 personas a las que acusan de brujería. Al escuchar rumores de que en el pueblo había brujas que traerían la mala suerte, fueron casa por casa en el pueblo y tras atar a las hechiceras les prendieron fuego en sus viviendas. Por increíble que parezca, con el nombre de fe también hay superstición, pues hay quien cree en la fe, como en una entelequia que transmite poder y no importa en qué se deposite, es la fe en la fe, considerando a ésta como un poder mental, y no como nos ha demostrado Kierkegaard, partiendo de las Escrituras, que es la respuesta humana a la gracia divina. Pero la fe, por el contrario, nos aporta el sentimiento trascendente, nos traza un objetivo en la existencia y nuestra razón de ser. Nos permite coraje y entereza frente a los embates y tolerancia hacia los demás. La fe es el compromiso de obediencia y de entrega total no a los objetos, no a las creaturas, no a mis deseos, sino al Ser, en medio de los problemas y de circunstancias adversas o favorables, orientado sólo por otra forma de conocimiento que es la revelación. 1. Kierkegaard, Soren A., Temor y temblor, Trad. Vicente Simon, 4a ed., Fontamara, México, 1999. 2. Carta a los Filipenses 2:12 
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