Descargar ejemplar - Hemeroteca Digital

Anuncio
A M O l A . - I S ú m . 377
¡Evacuacióit!
Enero l937
3 0
céntimos
Estos niños, que contemplan, llorosos, las ruinas de su hogar; estas mu}eres, consternadas viendo remover escombros c!
casas de su barrio y extraer víctimas del bombardeo: He aquí lo que la población dvíl de Madrid no debe seguir sufriendo
y por ello ha de prestarse a ser evacua:da ¡nmediatemente.
(Pou. DÍM Casariego y B»Wome«
C ó m o v e n la
guerra lo«i ^ue
no toman par«
te directa en
ella.
—¿La guerra? Yo creí—dice este niño—que sólo era cosa
de esas cajas de los soldaditos de plomo. jPero eso era
antes de oír los motores de los ationes enemigosl
—La guerra—dice el periodista y escritor Hoyos y Yinent—es una calamidad inevitable de todos los tiempos.
n niño.
V
AMOS a ver, guapo muchacho, jqué te parece
a ti la guerra?
—¿La guerra? Yo creí que sólo era cosa de
esas cajas de los soldaditos de plomo. ¡Pero eso era
antes de oír los motores de los aviones enemigos!...
—¿Qué haces en esos momentos?
—¡Usted verá! Correr por las escaleras hasta llegar
al sótano. Siemjire llego el primero. No crea usted,
soy un valiente.
—é^^^erdad que tú quisieras que no hubiese guerra?
—Desde luego. Ya ve usted, además de los sustos
que paso cuando está papá fuera de casa y se empieza
a oír «ruidos sospechosos», no puedo ir al cine, ni al
teatro, ni al Retiro, ni a ningima parte.
—Verdaderamente, es triste todo esto...
—Sí, señor. Y otras cosas, como no poder comer
todo lo que uno quiere, y el miedo que lleva uno, las
pocas veces que se sale a ía calle. De veras le digo
que estoy deseando que se acabe la guerra cuanto
antes.
XJtk e s c r i t o r .
—Como no es cosa de desmentir el conocido axioma de que <No hay peor cuña que la de la misma madera»—dice el escritor Hoyos y Vinent—, empezaré
• por los intelectuales.
Procedentes de todas las clases sociales, pero dominando sobre la popular y la aristocrática la mesocracia, o clase media (la pequeña burguesía, si se prefiere así), la labor de la intelectualidad española, al
igual de la rusa, fué negativa, sutil y agudamente crítica, demoledora, más por negación que por afirmación.
Hubo en la intelectualidad grandes talentos, casi
geniales, genio alguna vez; poseyeron una visión de
la vida actual hi.si)ánica clara, tajante, cruel, a,veces
feroz; pero visión demoledora, nunca reconstructora;
se vieron con microscopio los defectos, no con telescopio las cualidades. •
Claro que, junto a los intelectuales auténticos, pulularon enamorados de la literatura, arrivistas, vividores. ,.
Frente a la guerra, mientras algunos, transidos de
-moción, asistíamos a la tragedia soñando con ver
s irgir un mundo mejor, más justo y generoso, la ac^ii id fué la que correspondía a cada uno; los unos perla mecieron en una actitud pasiva, si no de inhibición,
ención inmóvil; los otros vivieron como su egoísta dio a entender: lo mejor posible. En la guerra,
u n niño, u n
escritor, u n aíicitkistsk y
u n i n d u s t r i a l ex»
poueit suB j u i c i o s
e n este r e p o r t a j e
respecto a la tra^e*
dia 4ue en estos
momentos está vi»
viendo El^spana.
como en la paz, hay que vivir. Pero hay que vivir con
el alma a flor de piel, con alto sentido humano, fraternidad en el dolor y en el triunfo. Por eso, la actitud fíe la intelectualidad fué casi nula; a lo menos, desproporcionada a las circunstancias.
La aristocracia. Al igual también de lo que pasara
en Rusia, hacia mucho tiempo, desde la desvinculación de bienes, abolición de mayorazgos, señoríos.
Patronatos, había dejado de existir, convirtiéndose en
un terreno de aluvión donde atluian elementos plutocráticos, políticos y militares. Como aristocracia, al
no sentirse con derechos, no se sentía con deberes.
Sin embargo, precisamente por su carácter amorfo, su
actuación antes de la guerra fué lamentable Ni supo
ayudar, ni transformar, ni esfumarse discretamente.
Como la rusa, guardando la distancia que va de cientos de millones de rublos a dos o tres de pesetas, si
no arraigó, en cambio deslumbió, dando una falsa
idea de bienestar y poder, que las muchedumbres famélicas interpretaban como real, haciendo una exégeBÍS pintoresca del vivir. Vivió, en realidad, de apariencias que la fueron fatales; vivió como en una comedia, en que para los parsonajes que viven entre
bambalinas dando a los otros impresión de magnificencia, sólo.fuera real la catástrofe final.
Ahora, frente a la guerra, el resultante de su situación, como la situación misma, fué complejo. Unos
no necesitaron huir; ausentes por veraneo o negocios,
no volvieron; otros lucharon y dieron la vida. No supieron, como preconizó Maura en su famosa frase «la
revolución, desde arriba», transformar ellos la sociedad,
y eran las primeras víctimas, no por su valor real, sino
por el representativo; algunos, involuntaiiamente, se
quedaron creo que inactivos. No creo, en cambio, que
fuesen ni escondidos luchadores, ni solapados enemigos; les veo más bien como inofensivos.
En plena Revolución topé con una señora que ostentara títulos famosos en la Historia; me habló de
su pensar y su sentir; recuerdo una frase:
—Reunía yo prendas pwa los milicianos que luchaban en la Sierra, a quienes pronto el frío otoñal
maltrataría.
Y ella, con emoción sincera, ofreció:
—Mira, no tengo un cuarto ahoia; pero.,. Cuando
mi pobre hijo, herido en África, deshecho para siempre, volvió a morir en mis brazos, siempre, en sus pocos días de vida, me habló de los soldaditos de España, en quienes encontró hermanos buenos que le cuidaron como pudieron. Mañana te enviaré unas prendas de ropa, lo que encuentre y pueda. Al día siguiente llegaron doce jerseys, que entregué a la señora de
crétitcst
-Madrid—dice el oficinista—es un Hel reflejo de sus
frentes. Su serenidad en los momentos actuales asombra
al mundo y pasará a la Historia.
—La guerra es cruel—dice cl industrial—y paraliza todas las actividades particulares y colectivas que no estén
supeditadas a la lucha.
iFoU. Videa)
Domingo. En el dolor, por encima de todo, está la fraternidad humana.
o
o
Otro sector que conozco, como conocemos todos, la
galantería, también sintió la guerra en lo que en ella
hubo de humano.
¡Pobres chicas! No tienen una idea muy clara de
las reivindicaciones sociales. Son esclavas, cubiertas
de pieles y joyas; pero, ahondando, esclavas. C. N. T.,
con altísimo sentido humano, quiso aboliilas: pero,,, no
saben del vivir nada, nada, nada. Son buenas, con rudimentaria visión de las cosas: sólo eso.
Aun en los comienzos de la lucha, comprendían el
heroísmo, el triunfo fácil, los uniformes y las músicas,,, luego. El sentido grave, austero, sobrio, casi ascético, 86 les escapa.
Y para ganar la guerra, que hemos de ganar, hace
falta ser serenos, con serenidad humana,
—jY a pesar de todo .esto?,,,
—A pesar de todo esto, la guerra es una calamidad
inevitable de todos los tiempos.
U n oficinista.
—^Madrid es un fiel reflejo de sus frentes. Toda su
población combatiente, aun en los días de más peligro, ve la guerra con un optimismo que asombra al
mundo, y que pasará a la Historia,
Los bombardeos de los rebeldes no han logrado estremecer su población civil, ni paralizar .sus tral:ajc,=
Si en el resto de las poblaciones que están dominadas
por el Gobierno existe el mismo estado de ánimo, la
guerra está ganada y las esperanzas de la retaguardia
de Madrid serán un hecho.
U n indltiistxiaL
—La guerra-—dice este industrial—es cruel y trunca todas las actividades individuales y colectivas que
no estén supeditadas a la lucha.
—Ustedes notarán sus efectos tanto como el que
más.
—Tanto o más que nadie. Ahora que, por encima
de todos los intereses materiales, de fácil y oosi segura reconstrucción, están los intereses espiíitxuUes de
la Humanidad y de la raza. Si es cruel la guerra, también parece ser inevitable, y, necesariamente, hemos
de atenemos todos a sus consecuencias, por lamentables y desagradables que éstas sean,
JUAN DEL SARTO
Barcelona
en
p i e d e ¿n err a
1. Entierro del comandante médico de Sanidad, Antonio Sabrás, muerto heroicamente en la lucha contra cl fascismo.—2. Entierro de José Jolí Gales, secretario {urídico del primer Comité del S. R. I., muerto gloriosamente en la defensa de Madrid.—3. Llegada de voluntarios a Barcelona para trasladarse al frente que se les destine.—4. El Ayuntamiento de Barcelona en el acto de inauguración de la lápida que da el nombre de Ferrer y Guardia a la antigua plaza del Obispo Urquinaona.—5. A la cabeza del desfile de
voluntarios llegados a Barcelona figuraban dos de cllcs portadores de una bandera.
(Fot». Tonent.)
crdntca
Los bastidores del «guígnol»... Dos manos hábiles mueven los muñecos, en tanjto que las muchachas hacen las Yoces qtíe van diciendo la farsa infantíL.
lEl "¿uiénoV de la Aliana^a de Intelectuales para
la Defensa de la Cultura divierte, todos los días, a
los uiuos reluj^iados eu Valencia y a los escolares
valencianos*
Arriba: El «guignol» de la Alianza de Intelectuales en pleno funcionamiento. Abajo: El público del «guignol», compuesto de niños refugiados y de pequeños escolares valencianos, presta una regocijada atención a las escenas que se suceden sobre el tinglado de las marionetas(FOU. VI<UI Coreiu)
er^nsca
L
LAMABA mucho la atención un numeroso grupo de
niños que se agolpaba a las puertas del teatro.
Y tras éste, otro grupo que llegaba, más numeroso todavía y entraba presuroso.
La gran sala estaba llena completamente de chicos.
Cantaban y reían. Había en ellos una alegría enorme.
Esa alegría del niño ante la espera de un espectáculo
que ya le han anunciado y se ha ilusionado por ver.
No una función de teatro ni de cine: una fimción de
guignol.
Ellos recuerdan las barracas de feria, entre las cuales descubrieron los burdos muñecos que tanto les hicieron reír. Aquellos muñecos rígidos que hablaban
con Voz de falsete y se daban unas tremendas palizas
con ima descomunal tranca. Aquellos muñecos que
movían nerviosamente sus brazos y repiqueteaban con
la cabeza sobre el marco de la escena.
Y he aquí que las luces se van apagando y se ha
hecho un gran silencio entre los chicos. Sobre el escenario se recorta el guignol azul sobre fondo rojo. Centenares de miradas asaetan el pequeño telón, que se
descorre lento. Aparecen los muñecos, entre risas y
gritos de la chiquillería. En el retablo de las marionetas «urge la farsa infantil, que se desenvuelve graciosa
'ante el pequeño auditorio. La farsa es antifascista.
Los chicos siguen con un interés formidable las escenas pintorescas y las luchas del miliciano con el enemigo. Cada vez que éste aparece en escena con su
boina roja y su trabuco, los chicos, llevados de su entusiasmo y su indignación, la emprenden a gritos y a
insultos, convencidos de que el pobre muñeco que representa la farsa Va a decirles algo a ellos. Y es suerte que ello no ocurra, porque si así fuera, es muy seguro que el muñeco lo pasaría muy mal. Claro que
los chicos descansan cuando el miliciano le da de palos al fascista. Y a cada golpe, los muchachos jalean
al miliciano, entusiasmados, y le dispensan una ovación formidable.
Y así, burla burlando, los chicos, a través del guignol, recogen ejemplos, aprenden normas y consejos y
cantan canciones de paz en el eco de la guerra.
El guignol de la Alianza de Intelectuales para la
Defensa de la Cultura lleva a los niños la alegría en estas horas tristes y les marca, a la vez, la ruta de la nueva cultura.
La Alianza, en cuyo seno surgió la idea de crear el
guignol, que fué realizado por Alvaro Ponsá y Manuel Verdaguer, lo puso a disposición del Ministerio
de Instrucción Pública y Bellas Artes, y éste es el que
organiza los actos que se celebran en teatros y Guarderías Infantiles, extendiéndose después a los frentes
y hospitales de sangre.
La labor que realiza este grupo de muchachos al
frente del guignol es admirable. Porque no sólo es teatro de marionetas lo que se hace en estos actos para
los niños. Junto con la comedia enlazan la música y
la poesía. Música y poesía que llegan de lleno a los
niños. Porque, por ejemplo, antes de tocar la Orquesta Valenciana de Cámara el Viaje infantil en trineo,
que Mozart escribiera hace siglos para los niños, se
les explica el motivo de esa pequeña sinfonía, y así
los chicos ya no se extrañan de ver en la orquesta unos
señores muy serios que tocan la zambomba y la carraca, junto con otros instrumentos infantiles. Y cuando una muchachita muy guapa, como lo es Amparín
Cervera, recita un poema revolucionario dedicado a un
héroe, se les explica antes quién era ese héroe y cuál
fué esa acción patriótica que mereció tal honor.
Y así llega esa labor más directamente al niño. Y
así, burla burlando, se encuentran en estos actos del
guignol con una clase escolar amena, que entre risas
y juegos les ofrece las páginas gloriosas que España
está escribiendo en la Historia del mundo.
VICENTE
VIDAL CORELLA
1. Sobre el telón blanco del «guignol», un
dibujante ha trazado las ilustraciones de la
canción proletaria que Amparlto Cervera está
ensenando a los niños.—2. Las bellas muchachas encargadas de «hacer hablar» a los
muñecos.—3. La función ha terminado, y los
muñecos descansan.
(Fot». VMit CorcUa)
J PALABRAS,415Pts. CADA PALABRA MAS.0'50
BUNDANCIA de amor, salud y
riqueza por medio de la radiación cósmica. Pida informes: Utilidad. Apartado 159, Vigo (EspañaJ.-
A
DARÁ anuncitr ea «si* («ceión
» diríjase a <PuliUciUS>, Avenida fi y Margall, f, entresuelo.
crónica
Imá^eitesi de la actualidad eit Val encía.
El Gobierno escuchando el importantísimo discurso pronunciado por el Preiidente de la República, don Manuel
Azaña, en el Avuntamiento de Valencia.
El Presidente de la República, don Manuel Azaña, durante el discurso que pronunció en el Ayuntamiento de
Valencia.
(Fot. LuH Vldal)
Dos; notas gráficas; de
Barcelona.
El presidente del Consejo de Ministros, don Francisco Largo Caballero, y el presidente de las Cortes, señor Martínez
Barrio, felicitando a don Manuel Azaña por su gran discurso.
Presidencia del acto de inauguración en el local del
C. A. D, C. I.,de Barcelona, de los cursos de enseñanza
del idioma ruso.
1
\^"'
^(
Jk^
^i f'^.p
^^a
p^^^
^v^
^V^f^^B
^^^H
H^H^^^P^i¡^--^^
Los parlamentarios belgas, que han venido a España para informar a su Gobierno acerca de la guerra civil, recibidos,
a su llegada a Valencia, por el presidente del Consejó, señor Largo Caballero.
¡Fots. Luis Vidal)
El capitán del vapor ruso «Rion», acompañado del cónsul general en Cataluña de la U. R. S. S., después de haber hecho entrega de la documentación del cargamento
de víveres al presidente de la Generalidad de Cataluña,
señor Companys
(FOU. Torríni»)
ANTENA
El^cos y reflejos
de
todo el m u n d o
U n sabio insigne, visto por u n insigne escritor.
Stefait X^reig n o s k a b l a de S i ^ m u n d
Freud» el boml>re q[ue d e s c u b r i ó l a iii«
f l u e n c i a d e l sexo sol>ire el s u b c o n s c i e n t e .
D
E los cerebros humanos surgen en el mundo, y
en cada minuto que pasa, millones y millones
de pensamientos. Casi todos se desvanecen al
minuto siguiente, sin dejar el menor rastro de influencia.
Pero, a Veces, entre esos miles de millones de pensamientos inútiles y estériles, aparece exoepciohalmente uno que no se borra, que permanece, se desarrolla, da origen a otros pensamientos, y al cabo se convierte en im descubrimiento, en un invento o en una
idea capaces de transformar la mentalidad o las condiciones de vida de los hombres.
Sigmund Freud, durante su larga y gloriosa vida,
ha emitido algunos de esos pensamientos creadores y
renovadores, y ha. sabido, además, desenvolverlos a
fondo y constituir con ellos una ciencia nueVa, que
ha renovado todas las ideas actuales, no sólo en Medicina y en Psicología, sino también en Pedagogía, en
Criminología y en todos los aspectos de la Vida social.
La fuerza del método de la psicoanálisis es tan grande, que poco a poco han experimentado su influencia
todas las formas exteriores de las relaciones humanas.
A Sigmund Freud se debe el que la generación actual
estime y estudie con libertad de criterio y, por lo
tanto, con honrada franqueza, muchos problemas de
Moral y de Fisiología que antes quedaban soslayados
por yjari'c^r inexistentes o inabordables.
jEn qué consisten las ideas y los descubrimientos
de Freud? Es imposible resumir en unas cuantas líneas el fruto de medio siglo de trabajo. Pero puede
apuntarse que Freud ha dado una explicación completamente nueva del mecanismo interno del alma humana y ha descubierto una nueva terapéutica de las
enfermedades del espíritu.
Desde los comienzos del siglo xx, la antigua Psicología, la de antes de Freud, aparece separada de la
nueva como por un tajo. Aquella Psicología anterior
a Freud creía en la preponderancia del cerebro sobre
el organismo hrmiano. Los hombres—médicos, jueces, confesores, filósofos—llamados por sus respectivas profesiones a estudiar las tendencias peligrosas de
un gran número de individuos, sabían cuántos secretos, con frecuencia terribles, oculta el rostro, en apariencia normal, del civilizado. Y a estos individuos
que sólo tenían de normales el aspecto se les aplicaba, como método preventivo, el consejo de olvidar
todo lo posible sus malas inclinaciones, de no hablar
de ellas y de ocultar, en suma, el mal que llevaban
dentro.
Freud, en cambio, se planteó, ante tales casos, la
siguiente pregunta:
—Esas malas inclinaciones ocultas y refrenadas,
¿adonde van a parar?
Y el sabio se dio a sí mismo la respuesta:
Sig:nund FreuA
crdniíca
•^w^
1^
JK^.
flp''
^^K<
-WL
^^WKlrs*'
^ ^ ^ I B -P.iéFS!*^^
|HFi^V^^
4\
9Hgs,^
BL
k>
^üv
fái'„
Stefan Zweíg.
—Esas malas inclinaciones pasan del consciente al
inconsciente, donde su psligro es aun mucho mayor.
Por ello, sobre esos males ocultos, Freud trató de
arrojar luz, en lugar de envolverlos en tinieblas.
Los libros que hasta el año 1900 se publicaron
dedicados al estudio de las enfermedades nerviosas
nos parecen hoy tan absurdos como los tratados de
magia que se escribían hace siglos. En tales tratados
se recomendaba, como procedimientos curativos de
desequilibrios nerviosos o enfermedades mentales,
las duchas de agua fría, las corrientes eléctricas, el
aislamiento, el silencio... Freud dio de lado a todos
estos procedimientos, y estudió la manera de curar
las enfermedades del alma por tratamiento directo
sobre el alma misma, en lugar de proceder indirectamente sobre los órganos. Para ello sustituyó las duchas, el silencio y los demás sistemas por una investigación a fondo en la vida, los pensamientos y las inclinaciones de los enfermos, no limitando esta investigación a lo que ellos saben y confiesan de sí mismos,
sino llevándola más allá, hasta los secretos que el
paciente no ha descubierto aún en sí o no ha osado
confesarse a sí mismo.
Tal método inquietó no sólo a los enfermos, sino
también a las gentes de la Universidad y de la Facultad de Medicina, para las que no era admisible que
un psicólogo se preocupara de estudiar los sueños de
los enfermos y que considerara como decisiva la influencia del instinto sexual sobre muchas anomalías
mentales. Se llegó a decir que un hombre de semejantes ideas no debía ser profesor de una Facultad.
Pero Freud se impuso, tanto por confianza en sí
mismo como por firmeza de carácter, y prosiguiendo
sus estudios, fué, de año en año, demostrando con
mayor claridad el influjo de la sexualidad sobre el
subconsciente.
A pesar de su triunfo y de su gloria mundial, Freud
siguió siendo un hombre sencillo, modesto, y consagrado exclusivamente al trabajo. Durknte treinta
años ha vivido siempre en la misma casita del arrabal
de Viena, y en su pequeño cuarto de trabajo ha escuchado millares y millares de confesiones, que han ido
revelándole los obscuros orígenes de la inquietud y
del dolor humanos.
Diariamente Freud ha consagrado de ocho a diez
horas a tales consultas y a la curación, de los males
del espíritu. Con ochenta años cumplidos, el sabio
bienhechor no interrumpió este trabajo, capaz de fatigar al joven más resistente, y tras del cual aun le
quedan fuerzas para leer cuanto de interés se publica
y para mantener activa correspondencia con otros
investigadores.
En la Europa de hoy, agitada por terribles pasiones
que ensombrecen el mañana, Freud puede ser considerado como el «Bienhechor público número 1».
¡Así quedan en Madrid las casas de vecindad alcanzadas por los bombardeos aéreos y por los obuses faccíososl... Contra estas bárbaras agresiones de que es víctima la población civil no hay defensa ni refugio seguros... Entre estas ruinas perecieron muchos
infelices... Hay que evitar nuevas víctimas, y esto sólo se consigue evacuando a la población civil.
H a y nue sonteterse a las disipoisicioites t o m a diais para la rápida evacuación de Madrid*
Extracto de las normas reíereni^ a la evacuación oBli^atoría:
Las personas a quienes afecta la orden de evacuación forzosa se
inscribirán en algunos de estos sitios:
Organizaciones sindicales o políticas. Casas regionales, Comité
Nacional de Refugiados (Castellana, 19) y Delegación de Evacuación (Nóñez de Balboa, 31).
—Los menores de diez y seis año» que no vayan acompañados
por sus padres o una persona mayor, deben inscribirse en las Guarderías o escuelas a que pertenezcan; Junta de Protección de Menores (Genova, Í9), Federación Nacional de Pioneros (Ayala, 70) o
Conaítí del Niño, afecto a esta Delegación.
—Los evacuados que elijan el sitio adonde dirigirse sufragarán
los gastos de alojamiento, manutención y transporte. Se ezceptiia
el costo del viaje desde Madrid a Tembleque o Alcázar, que en
todos los casos es de cuenta de la Delegación, y el costo total del
viaje para aquellas personas cuyos ingresos no excedan de 500 pesetas mensuales o tengan más de nueve hijos.
—El transporte, alojamiento o manutención de los evacuados
con destino forzoso son completamente gratuitos,
—Los pisos de los evacuados se precintarán' por el Cpmití de
Vecinos, con el sello de la Comisaría correspondiente y el de la
Delegación de Evacuación, siendo responsable el Comité de Vecinos de cualquier alteración de los mismos.
Agentes de la Brigada de ETacuadón recorren los míseros lugares de Madrid que los evadidos de los pueblos de los
alrededores han convertido en refugio. Un hombre joven, pero excesivamente aviejado por las penalidades sufridas,
Y un niño, son recogidos de los sótanos donde se liallan para trasladarlos al magnífico Refugio de Evacuación de la
tunta de Defensa, en el que serán aseados y alimentados del}idamente. Después se procederá a su evacuación a lugagares alejados de este frente que es Madrid.
El paare y sus hijos calientan sus cuerpos ateríaos en una togata encendida en uno de los solares donde permanecen
día y noche, a la intemperie, algunos de los refutados procedentes de los vecinos pueblos alcanzados por lo guerra.
Estos refugiados viven a ^ en tanto que pueden hallar albergue y manutención con sólo acatar las disposiciones de
la Junta Delegada de Defensa relativas a la evacuación.
Otro campamento de refugiados, en una plaza de Madrid, expuestos no sólo a las inclemencias del tiempo, sino
también, y sobre todo, aljiarpazo mortal de las bombas de aviones y de los obuses». Viendo estas escenas se comprende la urgente necesidad de la evacuación de Madrid.
Ante la presencia de los agentes de Evacuación, algunas madres se apenan por tener que salir de Madrid, sin comprender
que haciéndolo ponen a salvo la vida de sus hijos, constantemente amenazada por el bombardeo, y cumplen asi un ineludible deber.
Noche de bombardeo aéreo... Esta niña ha visto su sueño interrumpido bruscamente, y desde el refugio adonde la llevaron
escucha con terror el estruendo de las explosiones... Este dolor
y este riesgo de las criaturas se evita con la evacuación.
(FoU. Yobíro T B«nK«)
Aguardando la hora de la comida en uno de los refugios, limpios y hospitalarios, donde las personas recogidas por
la Delegación de Evacuación permanecen hasta el momento en que-salen de Madrid, conducidas hacia regiones apartadas de la zona de guerra, y en las que no escasean los alojamientos ni los víveres.
Trescientos; locos suel»
tos e n l u t puel>lo.
L a c i u d a d bel-'
¿a de Greel^ p a raíso de los
demeities.
Q
UIEREN ustedes visitar conmigo la colonia de
los tres mil locos que pasean y viven libremente en Geel, un pueblecito belga escondido en
un rincón de la campiña flamenca? Pues lean la curiosa información siguiente, relato fiel de lo que allí
vi en no lejana ocasión.
Al aproximarnos a la aldea de Geel, la primera persona que vimos fué una señora que nos salió al medio del camino, con un traje de colegiala del rojo más
subido, medias y zapatos blancos y el pecho lleno de
mjdillas y laeitos raros. Saltaba como una chiquilla
y gritaba a pleno pulmón:
—¡Hip, hip, hurra!
Ál llegar ante un edificio rojo me detuve. Aquel
edificio era la Administración de la colonia.
El médico director nos '•ecibió, y amablemente comenzó a explicar:
—En efecto, hay aquí ahora tres mil trescientos enfermos. Salvo una cincuentena, los demás están repartidos por las casas de todo el pueblo. Cuando hay alguno de familia acomodada, la pensión corre a cargo
de esa familia. Al resto, y éste es el caso de la mayoría, lo3 sostienen los Municipios y el Estado belga.
¿Quiere usted echar una ojeada a los libros?
Acepté, complacida. Un empleado me acercó un
enorme cuaderno. Allí estaban clasificadas las variantes de enfermedad mental de todos los alienados.
Gran parte de ellos eran retrasados mentales; les seguían después en número los obsesionados por una
idea fija, los que sufrían mam'a persecutoria y los enloquecidos por la morfina o el alcohol.
—La condición que ponemos a todo,futuro huésped
—me explica el director—es que traiga un certificado médico oficial, donde conste que se trata de un
ser pacífico. Para mayor seguridad, se les aisla durante las cuatro primeras semanas en los pabellones
de observación.
—¿Quiere usted enseñarme entonces algún pabellón?—le pregunto.
—Es preferible hacer venir aquí a los enfermos más
interesantes. La entrada de un extraño en cualquiera de los pabellones podría resultar contraproducente.
Comienza el desfile.
—Tráigame al Cristo—ordena el doctor a un empleado.
El Cristo es un joven de unos veinticinco años, de
rostro ascético y ojos perdidos en una eterna lejanía.
Trae la camisa manchada de sangre. Se abre heridas
en el p3oho y en las manos apenas encuentra una oportunidad para burlar la vigilancia de que está rodeado.
—He pecado, señora—me dice—. He sido un terrible pecador. Mi madre ha muerto ya, la pobre. Ha
muerto, sí, señora. Hay que sufrir, señora. Hay que
sufrir mucho. ¡Cómo se alegrará mi madre de verme
haciendo penitencia!
Se aproxima más a mí y me cuchichea al oído:
—¿No podría usted hacer algo para sacarme de
aquí? Figúrese: llevo doce años en Geel, En todo ese
tiempo podía haber hecho tanto por la Humanidad!...
Murmura después unas frases sin sentido, rematadas por una exclamación imperativa, que no entiendo.
—Es su idioma maternal; al parecer, el lituano
—aclara el médico—. En su primera época pretendía
ser un oficial bolchevique. Se confeccionó un uniforme en tela roja, zapatos y cinturón. .
Los ojos dsl muchacho brillan de alegría. El^director le pregunta:
—¿Conservas todavía tu bonito uniforme?
El muchacho sonríe de nuevo.
—¡Oh, el uniforme! Era yo un gran oficial, un gran
guerrero; pero mi madre no me dejó seguir en el Ejército, y me tuve que ir, sí, señora.
Llega después otro joven,
—Este se pasa desde las ocho de la mañana hasta
las seis de la tarde clavado en el mismo sitio, esperando la llegada de su novia—me dice el médico en
voz baja.
.
.
.
—Perdone, señora—^me dice el muchacho—. ¿No
crétiica
wma
que hacer la revolución contra los tigres y contra las
serpientes. Tengo conmigo un perro, al que le he puesto el nombre de Eleuterio / / . L e puedo dar un puntapié cuando me da la gana, y con esto humillo a todos
los reyes y a todos los dictadores, que son los tigres
del mundo. Mi mujer me dio im golpe en la cabeza
con un martillo. ¡Qué serpiente! No se ofenda usted,
señora. Usted es excepción.
Penetramos después en el mercado. En un café
campean estas letras: «Club de los alienados holandeses». En la terraza hay un grupo de hombres y mujeres que leen y comentan los últimos acontecimientos con la misma naturalidad que si se tratara de personas normales.
Otros deambulan por allí o^rca o trabajan. Así empieza el tratamiento, haciendo trabajar a los enfermos. Los niños del pueblo juegan con los alienados,
les acompañan y parecen sus mejores camaradas.
Los locos son la tradición de Geel.
—^Aquí hay enfermos mentales ya desde el siglo
veinte—me dice el médico.
Embebidos en estas -cosas, llegamos ante una iglesia. A través de la reja se ve una escultura extraña.:
un hombre en actitud de decapitar a una muchacha.
Este es el emblema del .pueblo. Aconteció que un rey
irlandés del siglo vii se había enamorado de su propia
hija, convertida poco antes al catolicismo. A las proposiciones monstruosas de su padre, la muchacha, sostenida por su confesor, contestó con una negativa rotunda.
El rey la acosaba cada vez más, y ella tuvo
Encontramos al «Anticrísto» sentado a la puerta de un bar, tomando el sol.»
que huir. Desembarcó en la costa belga, y fué a refugiarse a Geel. El rey mandó emisarios a todos los paíconoce usted a mi novia, la princesa María José? Me dado hasta lo inverosímil. Está tomando"el sol. ses para indagar el paradero de su hija, y éste se desescribió hace una semana, y me decía que iba a pasar
—¡Qué mujer tan admirable! ¡Viene a visitarme cubrió por una moneda irlandesa que la fugitiva hapor aquí; que la espeíase. Pero la gente de estos con- aquí!—dice.
bía regalado a unos pescadores en el momento de totornos no la deja acercarse por ser novia mía. El año
Y se empeña en besarme la mano a toda costa; car tierra belga. Vino el rey, con su ejército, a Geel,
pasado vino a Geel en su coche. ¡Ay, qué coche! Lle- pero declara: .
y se apoderó de la muchacha. Como ella se negara de
vaba unos caballos blancos como la nieve. Me saludó
—^No la quiero ofender; pero las mujeres son algo nuevo a ceder a los requerimientos del padre, éste ordesde la ventanilla, con lágrimas en los ojos. ¡Qué terrible. Son serpientes. El mundo se compone de toda denó a sus soldados que la decapitasen; pero ninguno
bella es María José! ¿No tiene usted noticias de ella? clase de animales: hay tigres, serpientes y ovejas. Los se atrevió. Montó en cólera el rey, y empuñando la
Le interrumpe en su discurso un nuevo contertulio tigres y las serpientes quieien comerse las ovejas. Hay espada, decapitó con sus propias manos a su hija.
de cierta edad, con gafas y bien vestido, que por su
Entre los que siguieron el cadáver de la hija del rey
aspecto parece un médico.
irlandés al cementerio figuraba una loca, que recobró
—Permítame que rae presente a usted. Soy fabrila razón de súbito al tocar el sarcófago. Cundió la nocante de tejidos de Praga. ¿Viene usted por primera
ticia por toda la comarca, y allá se encaminaron los
vez a Geel? ¡Oh, le va a gustar esto; ya verá. Nos dalocos de muchas leguas a la redonda. Poco más tarnios la gran vida. Mi casa cae algo lejos de aquí; pero
de, unos monjes se instalaron en Geel y construyeron
tendría sumo placer en saludarla allí. Vivo con otras
un edificio, en donde encerraban y encadenaban dupersonas. Muy buena gente. Vine hace ocho años. Mi
rante quince días, en celdas obscuras, a los enfermos,
hermano es el profesor Z., de la Universidad de Praga.
a los que obligaban a arrastrarse por el suelo, a pasar
jLo conoce usted? Me manda cincuenta francos al
tres Veces al día bajo un sarcófago a rezar. Cuando pames, además de pagarme la pensión. No es mucho;
recían más tranquilos, se les permitía pasear por el
pero tengo para divertirme. El domingo pasado/ estupueblo, cuyos vecinos—campesinos pobres—los acepvimos en las fiestas que se celebran en el pueblo intaban como huéspedes en sus casas por una pequeña
mediato, y bailamos. jLe gusta a usted el baile?
remuneración. Hasta el siglo x v m la legislación les
Cuando conseguimos vernos libres de este enfermo,
imponía llevar cadenas en pies y manos. Al fin se aboel médico me explica:
lió esta odiosa costumbre. Y así, de generación en generación, han venido compartiendo los habitantes
—Ya ha sido curado varias veces; pero recae; es
del pueblo de Geel su hogar con los alienados, de tal
un caso patológico. Procede de una familia muy acosuerte que hoy resulta extraordinariamente difícil
modada. Hace poco estuvo aquí su hijo con intención
distinguir en la calle quiénes son los enfermos mende llevárselo; pero no pudimos darlo de alta.
tales y quiénes los sanos, pues a simple vista el visiDel patio pasamos a la calle, y el doctor llama a la
tante no sabría diferenciar a los cuerdos de los locos, y
puerta de una casita situada frente a la Administración. ,
viceversa.
—¿Está el señor Salomón? pregunta a la mujer
gj demente que cree tener por novia a una princesa.
ILSA W . DT= R T A I E P A
que sale a abrir.
—Sí; pasen ustedes. ¡Salomón, una visita!
Y asoma la cabeza redonda de un señor viejo y
fuerte.
—¿Qué hay?—^pregunta malhumorado.
—^Aquí le traigo una señora aficionada a la pintura. Viene a ver sus cuadros.
El viejo sonríe.
—Pase usted, señora, pase.
Subo la escalera, y entro en una habitación, de cuyas paredes penden muchos cuadros multicolores. El
señor Salomón explica:
—Yo tenía dinero, mucho dinero, en el Banco; pero
los malditos bancjueíos lo despilfarraron. Desde entonces me dedico a pintar cuadros internacionales. Me
mandan postales mis amigos del mundo entero. Eso
que ve usted allí es Egipto. ¿Ve usted ese muchachito
negro? Es el Negus pequeño, el hijo del Negus. Aquella dama es una española, y aquella otra, una irlandesa. Son muy guapas las irlandesas. Eso que hay al
fondo es un harén turco. Así me han dicho que visten
allí las mujeres. ¿Le gusta algún cuadro? Se lo cedo
muy barato. Sólo por quinientos francos.
Es curioso. Todas las mujeres pintadas por Salomón son del mismo tipo: altas, delgadas, estilizadas.
¿Serán vestigios de alguna tragedia amorosa? En su
trato no se advierte nada anormal. Su única manía,
según me dijo el médico, consiste en que cada Vez que
pasa por delante de una carnicería comienza a tirarse al suelo, pidiendo a gritos que no le saquen las entrañas. Así lleva el hombre once años en Geel.
Al AntierÍHIO fuimos a buscarlo a un bar. Es
Salomón, el pintor Icíco, muestra su estudio a la visitante y le ofrece venderle algunos de sus cuadros.
un señor viejeciío, de tipo aristocrático; pero descui(Foti. Scmpn
crfintca
Aventuras extraordinarias
de Saturnino Farandul;
(Nueva versión de la obra de Robida, adaptada a la vida
moderna por J o s é S. Santonja—'Dibujos de Satra.)
(Final del capítulo XXXTV.)
En la última semana de su viaje se había esparcido
por todas las localidades indianas el rumor de que Kafir la Santa acababa de ser favorecida por la llegada
al templo de un Elefante Sagrado, emanación directa
del gran' Budha.
¡Kifir! jLa ciudad santa!
•
¡Kifir!
Antes de seguir adelante hemos de hacer presente
que sería de todo punto inútil buscar a Kifir en el
más completo mapa de la India: no existe en el mundo ciudad que tal nombre lleve.
Poderosísimas razones, de la mayor gravedad, nos
obligan a ocultar el verdadero nombre de la ciudad
donde han de dBsarroUarse tan terribles sucesos.
Esta ciudad es muy conocida, demasiado conocida;
si estampásemos aquí su nombre, que quema nuestra
pluma, a raudales correría la saiigre en ella; las cuchillas y las complicadas máquüías de tortura de los
ejecutores harían su obra, y cuarenta mujeres, todas
ellas encantedoras, serían arrojadas a la hoguera.
¡Horror!
No queremos caer en semejante responsabilidad.
Compréndase nuestra reserva.
Sin embargo, como la Historia tiene sus derechos,
el nombre de esta ciudad ha sido colocado bajo im
sobre y depositado en manos de vm notario, del que
tampoco diremos el nombre. Est« sobre no será abierto hasta dentro de cincuenta años, después de muerto el notario, cuando haya desaparecido todo peligro.
Dicho esto, en descargo de nuestra conciencia de
veraces historiadores, pasemos a relat«,r los terribles
sucesos acaecidos en Kifir durante las solemnes fiestas religiosas de aquel año.
Estaban con las piernas en alto, arrimados a la pared.
Nadie osaba aproximarse a los peligrosos reptfles, que
manejaba con tan increíble audacia...
El bravo teniente Mandibul, transformado en
sapwlah, o encantador de serpientes, llevaba sobre su
hercúlea espalda una cesta llena de (r^rpiehtes venenosas».
En el bungalow en que estaban alojados les fué preciso dedicar alguQas horas a la religiosa multitud de
indios que habían sido atraídos por la repvitación de
santidad que el intérprete les había formado. Los maAS fiestas de Kifir habían atraído una masa enor- rinos, reunidos en el patio, tomaban posiciones de
me de fanáticos, que acampaban en confusa mez- faquires abismados en la contemplación de la nada:
cla en los arrabales y a lo largo del río, sobre los unos, con los brazos al aire; otros, agachados,
una explanada dominada por los espléndidos pala- sin parecerlo, por los tacones preparados en su calcios del anciano rajah Nana-Sirkar. Los fieles de zado; otros, sosteniéndose en equilibrio sobre un pie.
las castas superiores habitaban en la ciudad con nuTrinquete, nuestro buen amigo y paisano Trinquemerosas bayaderas e innumerables faquires, atraídos te, de quien no os habréis olvidado, estaba con la capor la reputación de santidad de la gran Pagoda de beza baja y las piernas en alto, arrimado a la pared,
Chattiram.
mirando a la gente con el aire más grave de que podía
Entre esta multitud se hacía notar, sobre todo, un disponer; Turnesol y Trabadek le imitaban, sin que
extraño grupo de faquires, que habían sido conducidos, moviesen un solo músculo de sus curtidos rostros.
según se decía, desde el otro extremo de la India, «El señor siamés», a quien preguntó la multitud,
sobre seis elefantes, por un rico señor siamés. Estos fa- hizo correr el rumor de que estos "tres fakires vivían
quires, que procedían de las elevadas castas indianas, en esta posición incómoda y dormían también con la
habían hecho voto de no pronunciar ni una sola pa- cabeza hacia abajo hacía más de treinta años.
labra en la lengua materna, y se habían formado
L^nicamente la noticia de las fiestas de Kifir había
una especie de lenguaje entre ellos, que no empleaban podido decidiilos a usar de sus piernas para viajar,
sino en muy raras circunstancias. Nunca salía de sus y aun habían hecho cerca de la mitad del camino
labios una palabra india. Se habían de tal modo abismado en la nada para obedecer las prescripciones de
Brahama, que habían olvidado hasta su idioma.
Únicamente el venerado jefe de estos faquires, anciano de larga barba blanca, pronunciaba en varias
ocasiones algunas palabras indias; pero esto lo hacía,
según explicaba el rico señor siamés, en honor de
Brahama, Indra, Stirma o Wignú.
jNec3sitaremos decir que estos faquires, de quienes
todo Kifir alababa su santidad, eran Parandul y sus
bravos marinos?
Ellos eran, en efecto, que habían imaginado este
ardid para penetrar en Kafir sin ser reconocidos, encomendando al intérprete siamés el papel de rico señor.
El rajah Nana-Sirkar había prohibido a los europeos psnetrar en Kifir durante las fiestas, bajo pena
de muerte.
Se sabía, además, que un europeo que hubiese sido
sorprendido en medio de esta fanática población
hubiese sido hecho pedazos instantáneamente, sin
necesidad de los soldados del rajah.
Pero Farandul y sus marinos estaban admirablemente disfrazados.
Parandul, el «venerable jefe de los faquires», vestido
con una túnica hecha jirones y tocado con un monumental turlxtnte, llevaia alrededor del cuello un aro
de hierro cargado de toda.claáe de objetos: pelotas,
plumas de ave, {rirulíes y trozos de mármoles, reco- Después de hablar del caballo y del elefante, Farandul
gidos en todos los templos de la India.
se alló~.
t
Capítulo X X X V .
cabeza abajo, poniéndose en porsición natural todas las
noches, para tener un poco de reposo.
El marinero Escoubico, que era muy flaco, se convirtió, por la facundia del siamés, en im anacoreta
que no comía como los demás hombres más que una
vez cada diez anos, y con motivo del viaje se había
concedido dos meses de alimento.
El inglés Jack, gran tragador de beefsteaks, hizo un
magnífico papel transformado en faquir herbívoro, que
vivía desde su infancia enterrado hasta la mitad de la
espalda en un campo cerca- de Calcuta, y solamente se
alimentaba de hierbas.
Mandibul, el sapawlah, hizo salir, a la luz de las
antorchas, las serpientes, que en su cesta dormían, y
sin vacilación alguna tomó tres magníficos ejemplares y los agitó sobre su cabeza.
El círculo de fanáticos se ensanchó; nadie osaba
aproximarse a los pelií{rosos reptiles, que el sapawlah
manejaba con tan increíble audacia y ninguna de las
precauciones de que acostumbran a usar sus colegas.
Un grupo de bayaderas, que también se alojaba en
el bungatow, se había mezclado a la multitud; sus músicos, que tocaban flautas y tamboriles, acompañaban
los ejercicios de Mandibul con su monótona miisica.
Mandibul, en un acceso final de entusiasmo, tiró al
aire sus serpientes; las recogió, las arrolló alrededor de
su cuello y las introdujo por debajo de sus vestidos,
sacándolas por las mangas. Los movimientos bruscos
de los reptiles hacían traición a su furor: la asamblea,
jadeante, retrocedía cada vez más; pero con un movimiento rápido, Mandibul las volvió a meter en la cesta, recobrando su actitud y su aire indiferente de las
cosas de este mundo.
(Inútil nos parece decir que los terribles reptiles no
eran sino maravillosas imitaciones que Farandul había adquirido de un hábil artista, fabricante de juguetes mecánicos, a su paso por una de las poblaciones de la India inglesa.)
Farandul, «el anciano faquir de barba blanca», no
se había movido; comoquiera que todas las miradas
estaban fijas en él, creyó llegado el momento de presentarse en escena.
Y así lo hizo.
De pronto empezó a hablar:
—Estando el Mundo muerto—dijo—, quisieron
Brahama y Wignú volverlo a crear; los Dcwas y los
Danwas transportaron el monte Mandara en medio del
Océano sobre el dorso de la reina de las Tortugas; entonces, con la ayii!Ín de In. s<>!j)!i'nte de Wignú, KI- |HIsieron a batir el mar. Pronto las aguas del Océano se
convirtieron en leche, y después, en manteca. De esta
manteca nació la Luna, que se elevó en el firmamento como una burbuja de aire. Después, la vaca
Surabhi, la Fuente de lycht-, el Caballo y i'! Klffante
de Indra, Dhanvokari y Suia, la diosa lUú \'ino, surcaron los aires sobre las olas.
Al llegar aquí, Parandul se calló. Esto era todo lo
que sabia de !a lengua india: un fragmento de un discurso teológico que c] intérprete le liabía hecho aprender de carrerilla, y que los fieles indios acogieron con
respeto y compunción.
Mientras tanto, las bayaderas, reunidas en un án• guio del patio, comenzaron a danzar; los tamboriles
y las flautas acompañaban sus rítmicos moviniicnfos,
y la multitud apartó nH aúnu-ión <lc ¡OH f'aqniícs, fij/mdola en las bellas danzarinas.
(Continuará.)
La entrada de Ramírez produjo gran expectación. Todas
las miradas quedaron fijas en éL.
XVIII
t
A entrada de Ramírez produjo gran expectación.
Todas las miradas quedaron fijas en él, como si
quisieran adivinar ios propósitos del recién llegado, a quien la mayor parte de la concurrencia conocía.
Era Ramírez, el odioso Raimundo Ramírez; y cuando el agente aparecía por allí, efa sabido que iba a.
atrincar» a alguien. ?,A quién le tocaría esta vez?
Un hombre gordo, con los dedos cargados de sortijas y un enorme cigarro puro en la boca., que en
una mesa del fondo se dedicaba a manipulaciones extrañas, mientras un goifillo de catorce a quince años
permanecía a su lado de pie, cesó de pronto en sus
manipulaciones, se guardó apresuradamente los objetos que había sobre la mesa y le dijo por lo bajo al
jovenzuelo:
—«Ahueca», nene, que está aquí la «bofia».
El nene se escurrió hacia otra mesa, donde otros
mocitos de su misma edad empmaban el codo de lo
lindo. Miróle irónico el agente, que se había dado
cuenta de la maniobra. Al verse descubierto, el hombre gordo llamó a Ramírez, que continuaba con las
espaldas pegadas a la puerta:
—¡Salud, don Raimundo! jHace una copita?
El agente hizo un ademán con la mano, rehuyendo
la invitación. Conocía sobradamente al Waterman, un
carterista que, al perder agilidad en los dedos, se había retirado de los negocios al aire libre, y era ahora
el propietario de «La Bolsa de las Plumas». El Waterman se instalaba mañana y tarde en la misma mesa
de la taberna de el Mellao. Era su oficina. Todos los
golfos que trabajaban para él llegaban hasta alh para
efectuar sus operaciones mercantiles. Tenía dos clases
de «empleados»: abastecedores y vendedores. Los primeros, aprendices de ladrones, se dedicaban a sacar
limpiamente de los bolsillos de los transeúntes plumas
estilográficas. Tan pronto como cogían una se la llevaban al Waterman, y éste, según la marca o calidad
de la pluma, les entregaba una cantidad mayor o menor, psro siempre irrisoria. Adquirido el producto de
este modo, pasaba a manos d<i los vendedores, muchachos jóvenes, de origen gitano casi todos ellos, a quienes el WaUrman entregaba la mercancía al fiado, señalándoles el precio de venta:
—De ésta me has de traer seis duros. Lo que saques de más, ya sabes: «pa» ti.
Se trataba de un negocio muy productivo, sin más
contra que cuando se presentaba Ramírez o cualquier
otro agente a reclamar la pluma robada a un conocido. En estos casos, el Waterman- entregaba la pluma
u otra de más precio, si es que no tenía la sustraída,
V exclamaba, fingiendo un asombro cómico:
_¡Quién iba a decir que era «roba»!
Ramírez, transcurridos unos segundos, se fué derecho hacia el mostrador. Al verlo venir, el Avispa Volvió la cabeza con desprecio. Eran enemigos antiguos,
y muchas de las temporadas que el Avispa había pasado en la <?á'rcel se las debía a) agente.
Ramírez se puso a su lado y le dio un golpecito en
un hombro:
—Vamos, tú.
El Avispa volvió la cabeza, miró al policía, cerró
los ojos como si quisiera ahuyentar im mal pensamiento, y los volvió a abrir:
—^¡Don Raimundo, que «usté» me busca a mí la
ruina!
—¡Andando!
—^¡Don Raimundo, que «usté» va a hacer que se
pierda un hombre cabal! ¡Que yo no he hecho «na»!
¡Que yo no me meto en «na»!
—¿Cómo estás de «tela»?
-^Lampando, señor Ramírez, lampando por ser una
persona decente. Déjeme «usté» en paz, don Raimundo, que esta vez le juro que viene «equivocao».
—Bueno, ¡hala, que tenemos que hablar! En una
hora acabamos.
—Como «usté» quiera. Pero conmigo no se hace una
injusticia.
Dio una última chupada a la colilla que sostenía
entre los labios, la cogió entre el dedo cora^n y el
pulgar y la lanzó como un proyectil a varios metros
de distancia.
—Mellao, apunta lo que he «tomao». Vamos allá,
don Armando. jLo ha visto «usté»? ¡Si tengo que vivir al «fiao»!
Los que estaban en la taberna los vieron salir, satisfechos y tranquilos al darse cuenta de que la cosa
no iba con ellos. En la calle se les unió Estévez, y jun-.
tos los tres subieron al taxi.
Unos minutos más tarde los tres hombres se encontraban reunidos en un despacho. Ramírez dio comienzo al interro^^atorio.
—¿Cuánto tiemjpo has estado en Barcelona, Avispa?
—¡Qué sé yo! Unos meses.
—¿Por qué te fuiste de Madrid?
—^No se puede vivir aquí, don Raimundo. ¡Con esa
fama que me han puesto «ustés»!...
—¿Qué has hecho en todo este tiempo?
—Trabajar. Trabajar en trabajos decentes. Uno habrá tenido sus debilidades; pero en el fondo e^ bueno
y «honrao». Le digo a «usté» que ni golpe. Lo «pasao»,
«pasao».
—¿No te fuiste huyendo de la quema?
—¿De qué quema?
—No te hagas de nuevas, que va a ser peor.
—¡Si no he hecho «na»!
—¿No te acu'írdas ya de lo que hiciste un día antes de que te marcharas?
—No me acuerdo, no, señor. ¿Cómo quiere «usté»
que me acuerde de lo que hago todos los días?
—Es que aquel día hubo unos tiritos. ¿Te acuerdas
ahora?
El Avispa mostró enorme extrañeza.
, —¡Yo qué me voy a acordar!
—¿Quién mandó matar a Pedro Rosado?
—¡Yo qué sé! ¿Quién es ese señor?
—Rosado, el millonario.
—Algo he oído hablar de ese «gachó».; pero que me
ahorquen si me he «cruzao» en la vida con él.
—Haz un poco de memoria.
—¿Pero es que «usté» se cree que le tiré yo?
—^¿Y cómo sabes tú que le tiraron? .
—¡Si lo acaba «usté» de decir!
—¿Yo? ¿Yo he dicho que le tiraron? Yo te he preguntado que quién mandó matar a Rosado.
—Bueno. Me lo habré «figurao» yo.
Entre las mallas del interrogatorio, el Avispa empezaba a enredarse. Los dos agentes cambiaron una
mirada de inteligencia.
—^No te hagas el «panoli», y «canta» lo que sepas.
—Le juro a «usté» que yo no he «sío».
—Entonces, ¿por qué te fuiste a Barcelona?
—Me fui por lo que me fui. Cosas de hombres, don
Armando. No fué por nada malo. Una riña de «ná».
Uno que se me puso «jabato» y le tuve que «endiñar».
Pero ni «palmó», ni se ha «chivao». Se portó como un
caballero. De lo otro, ni idea.
—Es que da la casualidad que a ti te han despedido de una fábrica de Rosado. ¿Te acuerdas?
—¿Y eso qué tiene que ver? ¡Pues si tuviera que
«aviar» a todos los amos de los sitios donde me han
«echao», estaba fresco!
crónica
«El Waterman» tenía en la taberna su negocio de plumas.»
—¿Y cómo has dicho que no conocías a Rosado?
—¡Hombre, conocerlo...! ¿Quién no conoce a un tío
tan «nombrao»? Ahora que verlo, no lo he visto en
la vida.
—Aquí tengo quinientas pesetas para ti.
—¡«Amos», ande!
—En cuanto las quieras, ya sabes lo que tienes que
hace»-. Tú no habrás sido; pero sabes quién fué.
—Si lo supiera, ya estaban las «calandrias» en mi
poder.
Respiró con fuerza, satisfecho al comprobar que las
sospechas no iban directamente contra él.
—¿Qué? Hace?
—^No lo sé, Ramírez; palabra de caballero, aimque
uno no lo sea más que a ratos.
—Pues, ¡hale!, ya te puedes ir.
—Muy buenas tardes.
—¡Y mucho ojo con lo que se hace por ahí!
Apenas hubo salido el Avispa, Estévez se dirigió,
alarmado, a Ramírez.
—¿Lo deja usted marchar?
—¡Claro! No le podemos probar nada.
—Pero él está complicado. Ha metido dos veces la
pata.
—Sí, y ahora hay que dejarle que se confíe. Por
eso le he ofrecido el dinero a cambio de que nos dijera el autor. De este modo creerá que no sospechamos
de él.
—Quizá hubiera acabado «cantando».
—^No lo conoces. Ese no «canta» así como así. Y con
el tiempo que ha pasado, menos.
—¡Qué lástima! Porque yo creo que ha sido él.
—Seguro. Lo que va a ser difícil es demostrarlo.
—¡Si hubiera usted seguido! Ya empezaba a marearse.
—Peor. Habría incurrido en contradicciones y lo
hubiéramos tenido que «enchiquerar».
—¡Pues eso!
—Y luego lo hubiéramos tenido que soltar, porque
una cosa son indicios y otra son pruebas. Y pruebas,
lo que se dice pruebas, no las tenemos. Hay que ir
con cautela y paciencia. Si ha de caer, ya caerá; pero
sin prisa, no sea que levantamos la caza. Tú* déjalo
de mi cuenta.
—¡Ah, eso sí que no! Yo le tengo que ayudar a usted. Además, me inteíesa el asunto. Yo creo que entre los dos podremos cogerlo, sin que tenga escape.
—Probablemente, probablemente...—dijo Ramírez, no muy convencido—. Ya veremos lo que se hace.
Por lo pronto, hay que seguirle todos los pasos. Tú te
encargas de eso.
(Continuará.)
Ramírez comenzó a Interrogar al «Avispa»,
(Dlbnjol de Viiquti CalUft)
c a r t r o r s t <fata
peladilla
^
CAPITULO CVII
(CONTINDACIÓN)
Canito, Don Taquitos y Peladilla entraron en la taberna,
seguros de no ser reconocidos por Don Chiflo y su cuawlrilla.
—Sentémonos cerca de ellos, para poder oír lo que hablan—dijo Canito, encaminándose hacia una mesa vacía,
Don Chiflo miró al viejecito, a la negra y al perrillo;
pero no reconociendo en ellos a nuestros amigos, siguió
tranquilamente hablando con sus tres compinches.
—Mañana hemos de partir hacia la mins—dijo.
Canito no perdió una palabra de la conversación, mientras bebía un jarro de cerveza.
Marchaban los bandidos tranquilamente por las calles,
sin pensar que tras ellos, pisándoles los talones, iban sus
tres odijLdos enemigos, a los que ellos creían ya carbonizados y bajo los escombros de la casa.
Después de atravesar varias calles, Don Chiflo y sus
tres compinches se pararon ante una pequeña casita,
situada en las afueras de la ciudad.
Canito se escondió tras una esquina, y asomando, con
toda clase de precauciones, la cabeza, observó si entraban
en ella.
—^Ver a t u capitán para un asunto que le interesa—contestó Canito con una voz cascada, que imitaba perfectamente la de un viejo.
Don Chiflo, ante aquel anciano, no tuvo ningún temor,
y le mandó pasar.
—Habla—le dijo—; pero rápido, que no puedo perder
el tiempo.
—Señor—empezó Canito—, soy dueño de un carro y
de tres hermosos caballosT-^odo lo cual vengo a ofrecérselo,
por si tiene usted necesidad de hacer un viaje largo; yo
mismo lo guío, y llevo conmigo una cocinera negra que sabe
hacer unos guisos que se chupa uno los dedos; todo ello
por muy poco dinero.
—^Acepto—dijo don Chiflo.
Cuando los cuatro bandidos se levantaron para marcharse, nuestros tres amigos pagaron precipitadamente e
hicieron lo mismo.
—Esperemos que salgan eUos primero—aconsejó Canito—. Hay que tener mucho cuidado para que no sos»
pechen.
Efectivamente, los bandidos se metieron en la casita y
cerraron la puerta.
—Ahora me toca a mí entrar—dijo Canito.
Y resueltamente se encaminó a la casa y llamó.
AI poco rato, la puerta se abrió, y uno de los bandidos
preguntó qué deseaba.
Canito salió todo lo de prisa que le es permitido a un
viejo reumático, dispuesto a comprar el mejor carro que
hubiese en el pueblo.
Y al otro día nuestro amigo estaba ante la casa de Don
Chiflo, montado en un magnífico carro, tirado por sus tres
caballitos.
(Continuará.)
Calimaco, que permanecía invisible, subió al carro real, empuñó las riendas de los dos fieros leonés que lo airasban, Y los lanzó a toda velocidad.»
Un día que iba con su rebaño por la montaña descubrió
en las rocas una estrecha abertura...
D
URANTE el reinado de Creso, rey de Lydia, antiguo país del Asia Menor, existió un joven llamado Calimaco, descendiente de reyes; pero tan
pobre, que había tenido que hacerse pastor de ovejas.
Un día que iba con su rebaño por la montaña descubrió en las rocas una estrecha abertura, e impulsado por la curiosidad, penetró por ella, encontrándose
de pronto en medio de una amplia y obscura caverna.
Cuando sus ojos hubiéronse acostumbrado a la obscuridad, divisaron en un rincón una caja de oro, en
cuya tapa había escritas las siguientes palabras:
«AQUÍ ESTÁ EL ANILLO D E GIGES.
¡FELIZ QUIEN LO E N C Ü E N T K B !
PEKO GUÁRDESE D E ENVIDIAR
LA DICHA D E OTRO HOMBRE»
Calimaco abrió la caja y sacó el anillo, del cual había oído decir que tenia la propiedad mágica de hacer invisible a quien lo usará con el sello vuelto hacia
la palma de la mano.
Y salió de la caverna con gran alegría, dispuesto a
experimentar esta propiedad en la primera ocasión
que se le presentase.
Y se le presentó en seguida, porque vio a lo lejos
al rey Creso, que avanzaba con toda su comitiva.
Se aproximó a los esclavos, que marchaban delante derramando perfumes y alfombrando de flores el
camino que había de recorrer el rey, y al aproximarse se colocó el anillo en mi dedo, con el sello vuelto
hacia la palma de la mano.
Nadie notó su presencia. Habló, dio algunas voces,
y los esclavos se miraban los unos a los otros, asombrados de oír una voz extraña, sin sabor de dónde procedía.
Calimaco, satisfecho del éxito de su experimenio,
¿ejó a los esclavos y se aproximó al rey. Se metió en
gu carro de plata y se sentó a su lado. El rey hablaba
con la reina de asuntos de Estado, secretos de gran
transcendencia, que sólo a su esposa confiaba, de los
cuales Calimaco se fué enterando durante el camino,
sin haber sido descubierta su presencia.
Así llegaron a palacio, que era de marmol con aplicaciones de oro puro.
Aquel (lía se celebraba en la grandiosa Plaza de
Armas una carrera de cairos de gueira, a cuyo vencedor había ofre(;ido el rey una maravillosa ánfora do
oj-o con incrustaciones de diamantes. Muchos jóvenes
de los más distinguidos de la Corte corrieron delante
del rey, y cuando éste se disponía a dar el premio al
vencedor. Calimaco, que permanecía invisible, subió
al carro real, empuñó las riendas de los dos fieros leones que lo arrastraban, y los lanzó a toda Velocidad.
Al principio creyó todo el mimdo que los leones
corrían solos, sin freno, desbocados; pero pronto se
pudo observar que los guiaba una mano experta, y
que aquella carrera ganaba a las demás.
En efecto, cuando el carro paró, majestuoso, delante de Creso, éste le concedió el premio. Pero ¿quién
era el vencedor? El carro estaba Vacio. Aquel prodigio parecía obra de dioses o de hechiceros.
El rey se inclinó a creer esto último, y sospechó de
Orodes, un persa que tenía el arte de encantamiento.
Se le mandó llamar, y al ser interrogado, negó ser
el invisible conductor del carro real.
El rey le amenazó con un fuerte castigo si seguía
negando, p o r ^ cfüfe Orodes acabó confesando que él,
con sus artes mágicas, había conducido el carro a la
victoria.
Entonces, Calimaco, que le odiaba porque había
profetizado que él, Calimaco, sería la causa de la ruina del reino, montó de nuevo en el carro y emprendió
la carrera, después de decir con voz potente:
—Orodes se burla de ti, ¡oh, rey!, puesto que se
vanagloria de lo que no ha hecho.
El rey, entonces, mandó cargar de cadenas a Orodes por impostor. Calimaco quedó vengado.
Pero la venganza es el plac€r de las almas ruines y
un arma de dos filos que con frecuencia se vuelve contra aquel que la esgrime.
Veréis lo que le pasó a Calimaco.
Desde que se vio en posesión del anillo de Giges,
dueño del secreto de hacerse invisible, creyó que el
mundo le pertenecía, y desaparecieron de su pecho
los nobles y humanitarios sentimientce que tenía cuando era un sencillo pastor de ovejas.
Satisfacía todos sus caprichos y obtenía cuantas riquezas anhelaba, acumulando tesoros sobre tesoros,
que le hicieron poderoso.
Y en su afán de grandezas, quiso igualarse al mismo Creso.
Y concibió la criminal idea de asesinarle en su lecho y proclamarse rey de Lydia.
Pero no se pasa tan rápidamente de la virtud al
crimen, y desistió de aquel proyecto infame, horrorizándose ante idea tan cruel.
No mató al rciy Creso; pero le entregó a sus enemigos.
Se fué a Persia, y contó al rey Cyro todos los secretos del rey de Lydia, su rival. Le descubrió el propósito de los lydienses de unirse a las colonias del Asia
Menor para hacer la guerra a los persas, y los preparativos que tenían hechos, y el medio de destruir todos
estos planes.
Cyro, que estaba acampado con un numeroso ejército a orillas del Tigris, se dirigió al río Halis, próximo a Timbrea, en donde Creso se presentó a hacerle
frente con sus también numerosas tropas, más lujosas que valientes, pues sus soldados, acostumbrados
al fausto y a la molicie, hacían presagiar una derrota
ante los soldados de Cyro, que^sólo llevaban pobreza
y valor.
Y así fué.
El combate duró pocas horas; pero bastaron para
que los persas, al primer choque, hicieran una verdadera carnicería entre sus enemigos.
crónica
Creso huyó a Sardes, hasta donde le persiguió Í^VTO.
conquistando aquella capital y haciéndole y^'.^'^vero.
En cuanto a Calimaco, le colmó de prebtiite? y le
elevó ai rango de los Sátrapas, título de digiñdad que
se daba a los gobernadores de las provincias.
Pero Calimaco no se contentó con esto, pues en su
alma habían hecho presa la ambición y la codicia. Creyó que con la magia de su anillo podía subir mucho
más alto: tanto, que no hubiese otro sobre él.
Y huyó de Persia por no matar a Cyro.
Saltó a Grecia; luego, a Poma; de allí, a CartagO:
más tarde, a las Gallas.
Iba en busca de un país desconocido donde satisfacer su insana codicia, y en todas partes experimentó
con éxito el misterioso poder del anillo de Giges. Amontonó fabulosas riquezas; cambió reinos a su antojo;
hizo ganar y perder batallas; pero jamás quedaba satisfecBO.
Su talismán se lo proporcionaba todo. ¡Todo, menos
la felicidad y la paz de su espíritu!
Y un día se ahorcó, llevando puesto el anillo de
Giges, con el sello vuelto hacia la palma de la mano,
por lo que su cadáver no fué encontrado jamás.
Calimaco uso y abusó del anillo de Giges, sin hacer
caso del consejo que se hallaba escrito en la caja de
oro que lo encerraba:
«GUÁRDATE D E ENVIDIAR LA DICHA D E OTRO HOMBRE»
Acordaos, amiguitos míos, del ejemplo de Calimaco
cuando poseáis el talismán de vuestra inteligencia y
el amuleto de vuestro trabajo, para no hacer mal uso
de ellos codiciando dichas ajenas y buscando la Felicidad y la Paz fuera de vuestro propio espíritu.
JOSÉ S . S A N T O N J A
Obtenía cuantas riquezas anhelaba, acumulando tesoros
sobre tesoros, que le hicieron poderoso».
(Dlbujoi dt Víiquei CaU«J«)
"E* '\7 Tk ^ ~ ^ T T 2 k ^ ^ T ^ ^ ^ W ^
Madrid, la dudad heroica y mártir, sobre la que se ensañan los aviones de bombardeo y las baterías de los facciosos,
i v T JTILV-' ^^.xm-W^X V-# J . ^
ha quedado lejos... La madre respira tranquila y los niños juegan libremente, sin temor a la metralla, bajo el suave cielo
levantino y en la maravilla del paisaje de la huerta... Esto es lo que la Delegación de Evacuación ofrece a las mujeres y a los niños que aun se hallan en Madrid, y que deben
cuanto antes salir de la capital, acatando las disposiciones tomadas para su bien.
TALLERES D E P R E N S A GRÁFICA, S. A , Hermo.ill., 78. M A D R I D . (Priatcd ia Spala)
Descargar