reflexiones sobre la imagen conciliar del hombre y del

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E. SCHILLEBEECKX, O.P.
REFLEXIONES SOBRE LA IMAGEN CONCILIAR
DEL HOMBRE Y DEL MUNDO
La Constitución Pastoral, «Gaudium et Spes» ha causado en algunos laicos una
impresión más bien desfavorable porque habla con cierto «triunfalismo omnisciente»
de los temas del «hombre», de la «sociedad»; de la «cultura verdadera y auténtica». Y
surge, entonces, la cuestión: el Concilio ¿puede hablar con seguridad sobre estos
temas? Desde este punto de vista crítico, el autor analiza lo que de positivo tiene esta
Constitución.
Réflexions
sur
l’image
conciliaire
de
l’homme
et
L’Église dans le monde de ce temps, ed. Mame, París, (1967) 139-158
du
monde.
UN TONO NUEVO
Abstracción hecha de ciertas disonancias, se puede afirmar que la Constitución Pastoral
da un "tono nuevo" y claro al tema de la secularización y humanización, comparándolo,
sobre todo, con lo que hasta ahora los creyentes habían entendido. Si antes la Iglesia y
los cristianos eran los más acérrimos defensores de la fijeza del orden establecido, ahora
la Constitución Pastoral rompe con esta actitud como principio, y deja entrever cierta
voluntad de colaborar con las "revoluciones" que aquí y allá surgen en la geografía
terrestre.
Un teólogo de la corriente "Death of God", Harvey Cox, expone en su obra reciente
"God's Revolution and Man's Responsability" cómo Dios se revela en el Antiguo
Testamento en las revoluciones políticas y sociales: Éxodo, conquista de Israel, Exilio,
hundimiento de la realeza... clima de revoluciones; he aquí las circunstancias donde
Dios se revela. Y los no israelitas desempeñaban un papel importante en estos
acontecimientos. Y a este respecto se pregunta Cox: ¿no haría falta ver la gesta de Dios,
no tanto en lo que la Iglesia hace, sino más bien en el dinamismo que vemos
desencadenarse delante de nuestros ojos: el anticolonialismo, avances científicos, lucha
contra la segregación racial, movimientos en favor de la paz, proceso de secularización?
Y ¿dónde queda la Iglesia en toda esta inmensa evolución? ¿Ha de permanecer limitada
a la neutralidad? ¿Acaso Dios no se hallará más presente que en los otros lugares en la
revolución marxista y freudiana? La Biblia nos habla de la liberación por parte del
hombre de los "Principados y Potestades". Si intentamos -dice Cox- transponer los
términos al lenguaje contemporáneo, vemos que el hombre se libera del "fatum" de las
infraestructuras, y de las fuerzas incontroladas que lo determinaban en el plano histórico
y económico. Nosotros, en cambio, hemos colocado a la Iglesia a "un lado". El mismo
culto olvida que el pueblo de Dios se reúne el domingo y se dispersa después para ir a
construir un mundo mejor. No margina Cox la cuestión del pecado, pero para él el
pecado capital es el orgullo y el egoísmo, que rehúsan comprometerse sin paliativos a
mejorar la suerte de los humanos.
Aunque con un acento exclusivo y una visión estrecha del misterio de la Iglesia, estos
teólogos de la corriente llamada "Dios está muerto" nos colocan de pleno frente a un
problema real. El Concilio aporta al respecto esta triple afirmación: el desacuerdo entre
religión y vida en el seno del mundo no es cristiano; existe una relación real y
misteriosa entre el futuro terrestre y el futuro escatológico; el Espíritu de Dios está
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activamente presente en las evoluciones terrestres. Estas tres valiosas afirmaciones, con
todo, más que resolver las cuestiones, las plantean más a fondo.
LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL MUNDO
En el momento actual la Iglesia Católica cuenta con el 18% de la población mundial.
Dado el crecimiento demográfico y una ligera subida del catolicismo en los 30 años
siguientes (cálculo sujeto a fluctuaciones accidentales) los católicos no serán más que el
8 o 9 % de la humanidad: una' cantidad despreciable. Aun incluyendo en este cálculo
todos los miembros de la cristiandad dividida, el conjunto no será más que un humilde
rebaño dentro del inmenso pasto del mundo. El resultado de esta "obra de conversión"
que ha realizado la Iglesia en estos 2000 años es, bajo el punto de vista de la cantidad,
una despreciable pesca. Si la Iglesia es sólo este "instituto de conversión" el sentimiento
de fracaso y pesimismo es inevitable y ello, entonces, nos impulsa y obliga a definir el
cristianismo por otras vías de reflexión.
La primera gran vía de reflexión es la de Iglesia como "pueblo de Dios", noción
revalorizada por el Concilio y que aporta a la realidad eclesial un matiz repleto de
futuras consecuencias. Sin quitar importancia a esta aportación conciliar, la novedad
ofrecida no pasa de ser, con todo, un "asunto de Iglesia", Es más, presenta un peligro: el
antiguo dualismo "clérigos- laicos". Si hasta ahora el acento recaía del lado clerical
parece renacer ahora en beneficio del laicado llegado a la edad adulta. El dualismo
sobrevive. Sólo se ha cambiado de acento.
Sin embargo, hay quizás una noción más importante que la de "pueblo de Dios" que está
subyacente en toda la Constitución pastoral, sin ser explícita: es el de la Iglesia de
Cristo "sacramento del mundo"; la Iglesia es el pueblo de Dios, pero como signo
lanzado al mundo, para servir al mundo. La noción Iglesia "sacramento del mundo"
invita a la siguiente reflexión.
El primer encuentro con el Dios salvífico: La humanidad lugar del encuentro con
Dios
El primer plano del encuentro del hombre con el Dios que salva no es la confrontación
con la Iglesia histórica visible. La gracia redentora obra ya antes de ser proclamada por
la Palabra y los Sacramentos, y es la gracia redentora por la voluntad salvífica de Dios y
el acontecimiento central de Cristo, muerto y resucitado por todos, que se nos entrega
secretament e en todo lo que nosotros llamamos "lo humano". Por otro lado, la
naturaleza humana del Hijo de Dios hace de la humanidad concreta de Jesús una
revelación de gracia. El significado último de la existencia humana está en Jesús. La
humanidad "concreta" -es decir, en el orden histórico de salvación- es desde entonces
una posibilidad permanente de revelación. Ella es el espacio donde la Revelación y la
gracia pueden actuar. Lo humano es la vía por donde se expresa la revelación de la
gracia de Dios. Allí donde existe la experiencia existencial humana, allí también el
misterio de la salvación está concretamente presente y activo, mucho antes de un real
acercamiento a la Iglesia o de una adhesión a la misma.
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Este es el misterio inefable que la literatura, la filosofía y el arte intentan sugerir, quizás
sin saberlo, y que, completado con la palabra-revelación, podrá desvelar al hombre el
sentido intimo del misterio de la existencia humana. De ahí que las actitudes concretas
que tomemos ante la realidad que nos rodea, y sobre todo ante los demás hombres, sean
ya un sí o un no al misterio de la salvación. De ahí que la pertenencia a la Iglesia no es
una superestructura edificada encima de nuestra vida, o de nuestra actitud. De ahí que
los hombres que viven fuera de la Iglesia toman, ellos también, en su relación con el
prójimo, opciones positivas o negativas con relación a la salvación y a la Iglesia. En este
sentido, el contacto con la Iglesia no es el "primer factor determinante".
La Iglesia y el mundo
Esta primera reflexión no debilita el valor único de la Iglesia, pero relativiza ciertas
ideas absolutas muy en boga hasta ahora. Por ejemplo, el simplismo de dividir la tierra
en dos grupos de gente: los cristianos y los no cristianos. Hay verdaderos cristianos
fuera de la Iglesia y cristianos sólo de nombre en la Iglesia. Hay que superar la tentación
de creer que la Iglesia es el no- mundo, lo aparte del mundo. La Iglesia no es el "mundo"
pero tampoco es el "no- mundo". Lo que ella nos ofrece explícitamente, el misterio de la
salvación, está ya implícitamente en la vida humana. La Iglesia es la profundización y
explicitación de lo que la gracia hace ya en el "mundo". En este sentido la referencia al
mundo es inherente en la Iglesia. La Iglesia es el mundo allí donde el mundo llega a ser
plenamente él mismo, donde la vida es más auténticamente vida. Únicamente entendida
así, la Iglesia se yergue como signo visible para el mundo entero, al ser la explicitación
y profundización del mundo y de la vida concreta de los hombres. Signo que se resume
en la koinonía", "comunión de amor", que consiste en reunir a los hombres en una
comunidad de hermanos sobre el fundamento de su unión con Dios en su enviado Cristo
Jesús.
Consecuencia práctica
Para que la Iglesia sea " shalôm", o paz de esta comunidad de hombres, es preciso abolir
las distancias entre la Iglesia y el mundo en los marcos concretos de la parroquia,
diócesis, país, familia, en todos los grupos humanos y en la Iglesia universal. Esta labor
de abolición de distancias incumbe a laicos, sacerdotes y obispos. El punto medular del
asunto consiste en no instalar oasis y refugios eclesiales. No olvidemos que las tres
dimensiones de la función eclesial -proclamación del Evangelio, administración de
sacramentos y potencialización del espíritu misionero de los cristianos- no son más que
una tarea única: la de hacer de la comunidad eclesial el "sacramento del mundo", el
signo establecido en el mundo y para el mundo, la revelación del mundo por él mismo.
¿UNA ANTROPOLOGIA CRISTIANA?
El sentido del término "mundo" en la Biblia es ciertamente complejo, pero ofrece
siempre un sentido antropológico. Se mueve entre dos extremos que el Nuevo
Testamento nos pone de relieve de modo paradójico: "No os configuréis a semejanza de
este mundo" (Rom 12,2) y "Porque tanto amó Dios al mundo" (Jn 3,16). En la Biblia el
mundo es un conjunto de realidades existenciales, con el mundo físico incluido, cuya
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modalidad más propia es el "mundo humano", el "mundo de hombres". Y la
Constitución pastoral vuelve a tomar esta acepción. El mundo, esto es, la "entera familia
humana con el conjunto de sus realidades" (GS 2).
El dato bíblico no nos da, pues, ni una antropología, ni una cosmología; se contenta con
revelarnos que el "hombre en el mundo" ha sido divinamente amado por Dios, con
absoluta fidelidad. Lo que es el hombre en el mundo se desprenderá de la experiencia
humana, de la historia. El plan salvífico por el amor se confirma en la manera cómo el
hombre Jesús ha aparecido sobre la tierra. En él se nos ha manifestado el amor de Dios
sin límite: "así amó Dios al mundo"; amor que libera y perdona. Y la vida humana de
Jesús revela que la única respuesta adecuada del hombre a este amor es la de un amor
radical a los hombres, a los hermanos; y tan radical que constituye el testimonio
máximo del amor de Dios por el hombre. Aquí está toda la Revelación. Toda la teología
no es más que la expresión temática de esta Revelación fundamental: el amor radical y
absoluto con que Dios ama a los hombres.
Por tanto el cristiano no posee una antropología cristiana separada. El misterio del
hombre es, en su última profundidad, el misterio mismo de Dios visto en sus reflejos
humanos. A medida que la historia avanza el hombre descubre las dimensiones de su
ser. La "antropología" será edificada en sus estructuras formales por las experiencias de
unos hombres, cristianos o no cristianos. Y en cada nuevo descubrimiento de
experiencia humana, la Revelación no hará más que radicalizarla, llevarla a su último
significado e invitarnos a realizar nuestra tarea de amor en el espacio de esta
"antropología".
Un cortocircuito
Esta es la gran tarea a realizar en cada etapa de la historia, por la Iglesia y por los
cristianos. Ello significa que la acción de la Iglesia debe llegar, en cada etapa histórica
de la experiencia humana, a exigencias concretas dentro del grado de evolución de la
antropología en aquel momento determinado. La Iglesia se halla presta a luchar por el
hombre que es persona (y la fe cristiana implica que el hombre es persona), y por los
valores y derechos de la misma. La Iglesia no cesa de poner las exigencias de la
Revelación en el seno mismo de las situaciones históricas concretas. Este es el realismo
de la Revelación. Pero puede suceder que la Iglesia y los cristianos continúen
proclamando las exigencias de la Revelación en nombre de una imagen envejecida del
hombre y del mundo y aquí está el "cortocircuito". Se llega, entonces, a confundir la fe
cristiana con una antropología determinada. Se cree defender la "ortodoxia" y lo único
que se defiende es una imagen caduca del hombre. Se está tentado de realizar la
exigencia de la fe en un mundo que no es ya "el nuestro", como si viviéramos en la
Antigüedad o en plena Edad Media, como si el Marxismo y Freudismo (por no citar
más que unos fenómenos) no hubieran modificado profundamente nuestro mundo. He
aquí en definitiva, cómo esta actitud reaccionaria de muchos cristianos (tan frecuente en
nuestro ambiente eclesial) hizo que la Iglesia y el mundo se comportaran como
extranjeros uno con respecto al otro. Esta incomunicación mutua se explica por la
actitud de muchos cristianos que se han mantenido demasiado pasivos en la insustituible
tarea de interpretación creciente de la existencia humana.
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Rasgos más sobresalientes del hombre y del mundo de hoy
En esta línea dos rasgos me parecen más sobresalientes en el hombre y en el mundo de
hoy:
a) La "naturaleza" era para el hombre de antaño una realidad numinosa, que reflejaba
directamente la gloria de Dios. Ahora es considerada como materia bruta a partir de la
cual el hombre se realiza a sí mismo. De "sujeto" que era, la naturaleza ha pasado a ser
"objeto" de la empresa humana. Este cambio en la forma de concebir la naturaleza lleva
por nuevos caminos toda la reflexión sobre el hombre mismo. Hay que anotar, con todo,
que existe un peligro en esta empresa a realizar a partir de la naturaleza: creer que
también los hombres son "un mundo a dominar", como si se tratara de objetos de la
naturaleza. No es eso. El imperio sobre la naturaleza ha de ser dirigido al desarrollo de
la persona.
b) Además del dominio técnico de la naturaleza, el mundo de hoy ofrece el aspecto de
una viva llamada a un humanismo más profundo y el de un inmenso esfuerzo de
renovación social, económica, política. Y todo orientado hacia una vida más digna del
hombre. Por esta razón, la nueva imagen del hombre y del mundo está decididamente
volcada "hacia el futuro". Se vislumbra un "mundo nuevo" que empieza a nacer donde
las esperanzas podrán ser una realidad. La "edad de oro" no está ya detrás sino delante
de nosotros, y la naturaleza es la materia prima mediante la cual va a construirse este
"nuevo mundo". Mundo nuevo que lleva por insospechados rumbos al cristianismo
posconciliar. Quedan ya sobrepasadas las antiguas especulaciones entre naturaleza y
sobrenaturaleza, y toda la problemática se dirige hacia las relaciones entre la esfera
terrestre y el reino escatológico. La teología se transforma en escatología confrontada
pon la ciudad terrestre.
Conclusión
Todo esto plantea un sin fin de problemas y preguntas. ¿Cómo deberá operar el dato de
la fe sobre la nueva imagen del hombre y del mundo? ¿Qué relación existe entre el
futuro terrestre y nuestra esperanza cristiana? La Liturgia y la plegaria ¿no son más que
un refugio desligado del mundo terrestre, o por el contrario, arrastran y abrazan consigo
la historia terrestre hacia su cumplimiento final?
La Constitución pastoral está lejos de haberlas contestado y agotado, pero las ha
planteado y esto es tan positivo que nos invita a continuar la reflexión.
LA CONSTRUCCIÓN DE LA "CIUDAD TERRESTRE" RELATIVIZADA Y
RADICALIZADA POR EL CRISTIANISMO
Primera perspectiva: el amor radical histórico de Jesús
Las cuestiones planteadas al final de la primera parte piden respuesta. Y el primer como
bosquejo de una respuesta inicial nos lo da el hecho de la muerte histórica de Jesús.
Jesús muere porque en definitiva se insertó plenamente en su mundo. Tan inserta está su
vida dentro del mundo que su muerte es el resultado de un conflicto terrestre entre los
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jefes de su pueblo y él mismo. Su muerte no es más que el resultado de una entrega
personal y un amor radical en un contexto histórico concreto. Este hecho central de su
muerte se "culturalizó" después, sobre todo en la carta a los Hebreos, en una serie de
temas tomados de la liturgia sacrificial del AT. La misma acción litúrgica, pues, que
celebra la muerte de Cristo no es, ni puede ser, una acción al margen de la vida humana,
como no lo fue la vida y muerte de Cristo. La muerte de Cristo no es la orquestación
litúrgica de una huida del mundo, es una entrega, una ofrenda total a los hombres, es
una zambullida de la persona de Cristo en la vida del mundo, en servicio del mundo: es
el amor radical con que Dios ama a los hombres manifestado en Jesús.
La celebración litúrgica de la Eucaristía, pues, es nuestra participación en la entrega
radical de Jesús a los hombres, que se transforma en nosotros en un don y un servicio
radical en bien de los hombres. Esta es la intuición de la Constitución pastoral cuando
en su capítulo central (GS 38) presenta la Eucaristía como "prenda de una esperanza y
alimento para el camino"; camino que se concreta en el esfuerzo desplegado por los
cristianos para la edificación del orden terrestre. En otras palabras: al participar del
misterio del amor radical de Dios a los hombres en la Eucaristía, nuestra vida se
radicaliza también en una entrega por los hombres, por la construcción de la ciudad
terrestre.
Segunda perspectiva: el nombre de cristiano
La segunda perspectiva nos la ofrece el modo cómo los primeros discípulos de Cristo
fueron llamados "cristianos". No fueron ellos mismos los que se bautizaron con este
nombre; fueron los no-cristianos los que empezaron a llamarles "cristianos", porque
veían en ellos algo de lo que había animado a Cristo. Los verdaderos cristianos eran y
son aquellos cuya vida hace visible el espíritu de Cristo: "ved cómo se aman". La
comunicación en el amor era lo que en la Iglesia primitiva llamaba la atención de los
hombres del ambiente circundante, porque infundía una "virtualidad" nueva que
intentaba mejorar el mundo en que vivían. Es imperioso que hoy nos formulemos la
misma pregunta: ¿cuál es la relación que hay entre el amor cristiano y la edificación de
una estancia terrestre mejor?
En primer luga r la Constitución pastoral señala dos falsas posiciones: 1) no es cristiano
mantenerse al margen de esa construcción de un futuro terrestre mejor; 2) este futuro
terrestre mejor no es todavía el Reino de Dios. Estas dos equivocadas posiciones nos
dan a entender la dialéctica en la que se mueve el cristiano comprometido, entre la
relativización (trascendencia) y la radicalización (inmanencia) del reino de Dios.
Dialéctica cristiana
Expliquemos esta dialéctica.
Relativización: la muerte es uno de los datos más reales de la experiencia humana. Ella
relativiza cada esfuerzo por construir un mundo más humano. No admitir la muerte en
esta reflexión sería construir una efímera utopía. Pero para el cristiano, además, el hecho
de la muerte está íntimamente ligado con la esperanza del "Éschaton", es decir, la
esperanza en un "mundo nuevo" escatológico, donde la muerte no tiene lugar. Ante
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estas dos grandes realidades, la humanización terrestre y la tentativa de construir una
ciudad terrestre quedan relativizadas. No existe, pues, ninguna situación definitiva en
este mundo, ninguna forma que pueda ser llamada perfectamente cristiana. Sólo más
allá de las fronteras de la muerte nos será dado un mundo definitivo, plenamente digno
del hombre, como don de Dios. Don de Dios que lees ofrecido al hombre ya en parte en
este mundo cuando reconoce "su impotencia" para construir el "mundo nuevo"
definitivo, verdaderamente humano. O cuando reconoce que el "mundo nuevo" es puro
don de Dios y no resultado de cualquier proyecto humano. Y es entonces cuando el
futuro definitivo escatológico se hace real y presente en el horizonte de los hombres.
Radicalización: la reflexión anterior es cristiana pero no totaliza, ni mucho menos, la
realidad integral del cristianismo. Si en ella estuviera todo el cristianismo quedaría sin
respuesta la objeción de Merleau Ponty: "cuando se trata de desencadenar una
revolución justificada que quiera desterrar de este mundo una forma cualquiera de
desigualdad, nosotros no podemos jamás contar con los cristianos, pues los cristianos
relativizan todo el compromiso terrestre". Objeción real.
Para responder a ella es preciso afirmar primero que la relativización cristiana del
compromiso terrestre no nace de ningún deseo de huir del mundo, ni de la absoluta
primacía de la gracia. Es verdad que en un tiempo pasado, muchos cristianos,
equivocadamente, han pretendido deducir de la esperanza escatológica en un mundo
nuevo definitivo, una como necesidad imperiosa de huir del mundo y una indiferencia
inoperante en la tarea de construir un mundo terrestre mejor. Pero la única conclusión
correcta en la relativización del esfuerzo humano en este mundo por la espera
escatológica, es que el cristianismo no puede nunca estar satisfecho ante ningún "orden
establecido" de aquí abajo. Tal "orden establecido" no puede ser nunca, de por sí, un
orden cristiano. No hay, pues, en este sentido "cultura cristiana", ni "orden social
cristiano", ni "política cristiana". Lo único auténticamente cristiano es el "superarse", el
"ir más allá", el "más adelante" de cada resultado conseguido. Un cristiano no puede
nunca decir: "ahora todo está bien, estoy satisfecho de lo realizado". De ahí que el
futuro cristiano es un futuro "siempre abierto". Y esto comporta en los cristianos no una
actitud pasiva ni una dedicación teórica, sino la entrega total y radical de sí mismos a
este futuro "siempre abierto", puesto que el cristianismo no es una teoría sino una
realidad.
No en vano la Constitución pastoral modificó la frase del n 39: "la figura de este mundo,
afeada por el pecado, pasará" por esta otra: "la figura de este mundo, deformada por el
pecado, está pasando". Y la figura del mundo "pasa" no de una manera automática, sino
por efecto de la esperanza escatológica, activa desde ahora, operando y haciendo mejor
este mundo. Ello implica una relación real entre el futuro terrestre y el futuro
escatológico, con una influencia real mutua, que es afirmada por el Concilio como una
"relación misteriosa". El Concilio no dice más de esta relación; y algunos ve n aquí el
punto débil del razonamiento. Pero no debemos olvidar que el "futuro escatológico"
absoluto es Dios mismo y el cristiano, el hombre, se ve impotente para expresar con un
término adecuado y aproximativo el "misterio de Dios". Esta incapacidad explica,
también, que jamás podrá identificarse el resultado de la historia humana con el "nuevo
mundo" prometido. Y si este futuro escatológico es "misterio de Dios" y el hombre es
"introducido" en este misterio, su misma existencia humana será, por definició n, un
misterio insondable en su relación con el futuro.
E. SCHILLEBEECKX, O.P.
Toda la esperanza cristiana es, pues, según lo dicho, una esperanza activa y todo lo
contrario a una teoría. Ella existe ya ahora, y llega a ser una realidad cuando el cristiano,
sintiéndose "inquieto por los otros" en el concreto de las situaciones terrestres, trabaja
en la construcción de un futuro mejor. Esta esperanza es el compromiso radical al
servicio de los hombres, un amor "incomprehensible", sin cálculo, por la entrega que
supone en el hombre. Sin saber dónde nos puede llevar, sabemos que al final hay un
"límite lleno de sentido". Por ello, el amor cristiano resulta un enigma para el mundo:
"ved cómo se aman". Ni siquiera el cristiano podrá dar una respuesta "racional" de su
compromiso terrestre, pero eso no desvaloliza el compromiso sino que lo radicaliza,
siendo así que exige una entrega total del hombre, que es, al mismo tiempo, faceta
terrestre del amor personal y radical de Dios a los hombres. Es una esperanza contra
toda esperanza, pero también contra toda tentación de duda. Es además, una esperanza
que nos insinúa continuamente la vanidad del compromiso terrestre. Dios es el futuro
del hombre y nuestra esperanza va hacia Dios.
Consecuencias prácticas en la Iglesia de hoy
-Un hecho: ante esta visión tan radical los cristianos se muestran todavía vacilantes
frente al dinamismo social y político de este tiempo. Muchos cristianos se hallan
"satisfechos" de su bienestar cuando gran parte de la humanidad pasa hambre. Están
"ausentes" del mundo.
-Hasta ahora el cristianismo había sufrido una "espiritualización" consistente en un
comercio entre Dios y el "alma" del hombre. Ahora, por el contrario, empiezan a verse
las dimensiones terrestres de la vida de Cristo: por ejemplo, la dimensión "política" de
la caridad. Este descubrimiento se inspira en la situación mundial y en el contacto con la
Biblia, sobre todo con el AT. La Biblia nos muestra un Dios radicalmente activo en el
mundo de los hombres, y la Iglesia y el cristiano, como consecuencia, deben serlo
también.
-El hecho de que Dios parece actuar en el mundo por hombres como Martin Luther
King más que por su propia Iglesia nos da que pensar. Tal vez H. Cox tenía razón al
decir: "Nosotros los cristianos hemos sido un pueblo muy locuaz, hasta charlatán".
Hemos interpretado el mundo de modo diferente a como lo interpretaban los que nos
atacaban, pero no lo hemos "transformado" y ¡era eso de lo que se trataba!
-La Iglesia ha de dejarnos entrever ya ahora lo que será el mundo futuro, ya que ella
misma es, en la acción de los cristianos, una "superación" continua de cada etapa
lograda.
-La liturgia celebra el "mundo futuro" (el Misterio de Dios), pero también lo hace
presente en el instante y en el espacio concreto de la celebración.
-Es verdad que existe hoy el peligro de acentuar las consecuencias terrestres del
cristianismo, como antes se habían acentuado las "espirituales". Incluso puede hacerse
de este nuevo acento una posición "exclusiva". Sin duda todo exclusivismo sería
erróneo y de fatales consecuencias. Pero también es verdad que cada época exige
proyectar una luz más intensa sobre una cara de la moneda. ¿Y no habrá que proyectarla
hoy sobre el compromiso temporal que recaba de los cristianos una firme adhesión a los
E. SCHILLEBEECKX, O.P.
movimientos económicos, socia les, políticos del tiempo, para imbuirlos de "espíritu de
superación" o, lo que es lo mismo, de "espíritu crítico", con el fin de hacerlos
evolucionar, cambiar y transformar? Si algunos hallan excesivo este compromiso, que
no olviden que la vida religiosa contemplativa proyecta su foco en la otra cara ¡y nadie
grita contra ella! Son dos caras las que identifican la moneda, y ambas necesarias.
Conclusión
Con la entrega de sí mismo al prójimo por el amor y el compromiso radicales, que no
encuentran en sí su propia justificación sino en el misterio de Dios, nuestro futuro, el
cristiano implanta en nuestro mundo el germen del Reino de Dios. He aquí ya el Reino
de Dios penetrando en el mundo. Lo que de este Reino de Dios haya penetrado en el
mundo, por medio de los cristianos, no pasará nunca. Sólo pasará la figura de este
mundo, lo no imbuido de la dinámica del Reino. La empresa humana realizada por el
cristiano dentro del pleno sentido del Misterio de Dios no es ya "vanidad", no acaba en
lo anónimo, no se pierde en el olvido de la historia (el ateísmo, ¿no es precisamente
todo esto?) Esta actitud, y su realización no son más que un misterio: el misterio del
Amen, o del sí de Dios (2 Cor 1,20) al hombre, velado todavía en Jesús, el Cristo. El
cristiano mediante su entrega activa se lanza, arrastrando al mundo, hacia este futuro
absoluto del hombre que es el mismo Dios.
Tradujo y condensó: RAMÓN VALLÉS
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