pobreza y beneficencia en la españa contemporánea

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RECENSIONES
tende regularlos. El «carácter abierto del concepto de pobreza, su imprecisión y la elasticidad de sus fronteras... contribuyen a intensificar la nebulosa visualización de este tema».
Tipológicamente, la profesora Maza, diferencia dos niveles dentro del mundo de la
pobreza. La estructural o permanente, integrada por aquellos que han caído en la pobreza absoluta o extrema, y la pobreza móvil u
ocasional, formada por individuos insertos en
el mundo del trabajo eventual, con propensión a perderlo, o acuciados por situaciones
de necesidad derivadas de enfermedad,
ancianidad, jubilación o accidente.
«POBREZA Y BENEFICENCIA
EN LA ESPAÑA
CONTEMPORÁNEA»
ELENA MAZA ZORRILLA*
Ariel Practicum
Barcelona, 1999. 251 páginas
En su introducción, la autora sintetiza el
discurrir histórico de la pobreza y de la beneficencia en la España de 1808 - 1936. A través
de fuentes representativas (leyes, decretos,
reglamentos, órdenes, discursos, artículos y
bandos) la profesora Maza sigue la trayectoria legislativa, el curso de las transformaciones asistenciales y los argumentos aducidos
en su justificación ideológica, a fin de contrastar el plano legal y la realidad con testimonios de la época objeto de estudio.
En cuanto al mundo de la pobreza y la
masificación, la autora pone de manifiesto la
dificultad para definir con precisión quiénes
son los pobres de la época, cuántos y por qué,
con qué parámetros se identifican, qué imagen proyectan y cómo los percibe la sociedad
que los soporta y genera y con qué leyes pre-
* Profesora titular de Historia Contemporánea de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid.
Con referencia a estudios anteriores, la
autora cita los de M. Esteban, J. Gracia, P.
Carasa, A. Pons, J. Serna, P. Trinidad, J. Sierra, entre otros. Dichos estudios coinciden en
que, a medida que nos adentramos en la época contemporánea, la pobreza desborda las
barreras convencionales para convertirse en
una amenaza cada vez más cercana debida a
crisis agrícolas e industriales y por desempleo estructural o estacional.
Dentro de la pobreza estructural se reconocen tres categorías básicas: pobres, mendigos y desamparados, marginados o vagabundos. Los pobres son los necesitados, siempre
ligados a la carencia y escasez. Los dos tipos
más representativos de pobres son los de
solemnidad y los vergonzantes que, como los
define el Diccionario de Autoridades, “por su
calidad y obligaciones no pueden pedir limosna de puerta en puerta y lo hacen de modo
que sea con el mayor secreto posible”. El caso
del marginado es más complejo y lleva connotaciones negativas tales como holgazán,
errante y gente sin oficio ni beneficio.
La cuantificación de los pobres durante el
tiempo considerado es difícil. Los estudios
rigurosos sobre esta época confirman para
España dos notas relevantes: la magnitud del
problema y la distancia de la cifra oficial y la
realidad. Trabajos de Egido, Laredo, Redondo, Le Flem, Marcos, Callahan o Soubeyroux,
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ponen en entredicho las tesis braudelianas de
la existencia de un 20 por ciento de pobres en
las áreas mediterráneas. Esta minusvaloración de la pobreza oficial, respecto a la situación real, resulta probada en la época contemporánea que nos ocupa donde los problemas se agravan según estudios de J. Sanz, A.
Soto, y J. Rodríguez Labandeira. En 1905 las
autoridades reconocen la existencia de
813.815 familias pobres, unos 3,25 millones
de personas, que representan el 17,5 por ciento del censo total de población.
La pobreza, percibida como problema, sintetiza el sentir mayoritario de su valoración
social contemporánea. «La mentalidad burguesa decimonónica combina, en su apreciación del problema, conformidad, paternalismo y anhelos de reinserción. Los pobres contemporáneos – trabajadores– se parecen poco
a sus improductivos antecesores. Las transformaciones socioeconómicas y culturales
han desdibujado la impronta tradicional de la
pobreza».
Asimilado el problema, lo que preocupa es
su imparable desbordamiento y los riesgos
que entraña. La Ley General de Beneficencia
de 1822, el ordenamiento legal de la pobreza
y la mendicidad, en los albores del liberalismo, apuesta por la previsión frente a las
medidas coercitivas de resonancias dieciochescas. El Código Penal de 1850 reprime la
mendicidad con una pormenorizada tabla
sancionadora: arresto mayor y vigilancia
anual para los mendicantes carentes de licencia o que engañen con falsas argumentaciones; penas de prisión correccional en su grado
máximo y tres años de vigilancia para quienes recurran a malas artes, actitudes sospechosas o delictivas.
El Código Penal de 1870, vigente hasta
bien avanzado el siglo XX, no se pronuncia
sobre la mendicidad, excluyéndola de su articulado; lo que significará que su control futuro se hará por medio de leyes específicas y
disposiciones concretas. Así, la mendicidad
infantil y la explotación de los más pequeños
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deriva en esporádicas disposiciones que
intentan regular la participación de los niños
en los espectáculos públicos, en las industrias, en la venta ambulante o en la mendicidad profesional. A este respecto, la autora
pone como ejemplo las Leyes del 26 de julio de
1878, de 13 de marzo de 1900, de 23 de julio y
de 21 de octubre de 1903.
La gran diferencia entre la España real y
la España oficial, y el secreto a voces de las
penalidades y vejaciones que soportan
muchos niños, conducen a la Ley del 12 de
agosto de 1904, de Protección a la Infancia,
dedicada a la protección de la salud física y
moral de los menores de diez años. En la citada tarea colaboran la Iglesia, el Estado, los
profesionales de la sanidad y gran número de
instituciones de relevancia social, política o
popular, en la que se incluye el Instituto de
Reformas Sociales.
Por las disposiciones citadas, los asuntos
relacionados con la mendicidad quedan en
manos de la Sección de Reformas Sociales del
Ministerio de Gobernación, dependiente del
Consejo Superior de Protección a la Infancia
y Represión de la Mendicidad, por Real
Decreto de 21 de marzo de 1909 y, desde
1911, del propio Consejo y su Comisión Ejecutiva.
Por lo que respecta a la asistencia social y
beneficiencia, la Constitución de 1812 reclama, por primera vez para el Estado y los organismos públicos, la asunción y el control de la
asistencia social. Este pionero intento regularizador, esbozado en plena guerra de la Independencia, no resistirá el retorno involucionista de Fernando VII. El trienio liberal sirve
de escenario de un segundo, y también fallido
intento, en la regulación pública asistencial.
Sin embargo, destaca, por su especial transcendencia, la Ley General de Beneficencia,
del 23 de enero - 6 de febrero de 1822. Se trata de la primera norma general, que traza un
organigrama completo de la beneficencia
pública, fundamentado en la autonomía de
las corporaciones locales.
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El segundo tercio del siglo XIX es testigo
de la secularización paulatina de la asistencia social en España. A lo largo del reinado
isabelino se consuma la sustitución del deficiente sistema de caridad religiosa y particular, por la beneficencia concebida como un
servicio público, responsabilidad y atributo
del Estado.
mir mayor ritmo legislativo a los temas sociales. Así, se publican el Real Decreto, de 14 de
junio de 1881, por el que se aprueba el Reglamento para el servicio benéfico sanitario de
los pueblos, y el Real Decreto e Instrucción,
de 14 de marzo de 1899, para el ejercicio del
protectorado del gobierno de la Beneficencia
Particular.
Concluido el análisis de la secularización
asistencial en su doble vertiente, la profesora
Maza se pregunta si el sistema benéfico
resultante cubre sus objetivos asistenciales.
Los documentos de la época ayudan a responder negativamente en sus aspectos cuantitativos y cualitativos. Los porcentajes de la
asistencia pública institucional, que puede
atender al 2 por ciento de la población, resultan insignificantes en comparación con los
índices de necesidad. Los Reales Decretos del
27 de abril de 1875 y 27 de enero de 1885,
retocan el sistema benéfico descrito, sin alterar sus postulados básicos. A medida que
avanza y preocupa la «cuestión social», los
gobiernos de finales del siglo XIX y comienzos
del XX, incrementan su esfuerzo por impri-
La profesora Maza, desde una perspectiva
histórica, resume que «la inicial arrogancia
del liberalismo decimonónico y sus tintes
exclusivistas cada vez resultan más ridículos
mediada la centuria. Las políticas excluyentes ceden sitio a la colaboración asistencial,
pública y privada, y al nacimiento de novedosas experiencias de tipo mixto. En el tránsito
al siglo XX la actitud del Gobierno se deshace
en halagos con la beneficencia particular».
En el primer tercio del siglo XX toda conjunción de esfuerzos se considera útil para
satisfacer la imparable demanda asistencial,
dejando atrás viejas disputas en pos del protagonismo asistencial.
LUIS FERNÁNDEZ BRICEÑO
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