JINETES AL AMANECER Manuel V. Segarra Título: Jinetes al Amanecer Autor: © Manuel V. Segarra I.S.B.N.: 84-8454-XXX-X Depósito legal: A-XXX-2002 Edita: Editorial Club Universitario www.ecu.fm Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87 C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante) www.gamma.fm [email protected] Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. AGRADECIMIENTOS He de dar las gracias a toda mi familia en general que ha estado apoyándome y animándome, pero muy especialmente a mis hermanos Matías y Miguel que me han prestado una valiosísima colaboración. Quiero expresar también unas gracias sinceras a Encarni Motos Plazuelo por la desinteresada ayuda que me ha prestado y por sus valiosas opiniones durante la redacción de estas páginas. También es el momento de agradecer a aquellos que, después de mi primera novela, me animaron a continuar escribiendo. Y finalmente, unas gracias muy especiales a Rosa y a Mari y a Gregorio y a María José, un ejemplo de generosidad y de quienes, injustamente, me olvidé en mi primer libro. A todos ellos, muchas gracias. 3 PRELIMINAR Jinetes al amanecer es sólo una novela de aventuras. No pretende, ni mucho menos, ser una interpretación de tal o cual pasaje de la Iliada, ni enmendarle la plana a Homero ni, por descontado, sentar cátedra. Pretende, únicamente, entretener al lector porque, en mi opinión, una novela ha de ser, sobre todo, un entretenimiento. Aunque sería faltar a la verdad si dijese que no he tratado de dar mi versión particular de una parte, o de muchas entremezcladas si se quiere, del mítico poema atribuido a Homero. Una versión, o una visión, en la que los grandes héroes de la Guerra de Troya, Agamenón, Menelao, Héctor y, sobre todo, Aquiles, tienen todas las virtudes, pocas desde la perspectiva actual, y todos los vicios de los hombres de aquella época. Pero en el marco de una novela. Así, hay héroes de cartón piedra, reyes con una estrechez de miras pasmosa, príncipes codiciosos, personajes sanguinarios… En realidad, las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Una puntualización. En el poema homérico, el héroe por excelencia es Aquiles Pélida, el caudillo de los mirmidones, el de los pies ligeros. A pesar de ser el protagonista indiscutible de la Iliada, en realidad sólo es, insisto en que se trata de mi opinión, un bruto con más músculos que cerebro, que se enfurruña como un niño malcriado cuando no le dan lo que quiere. Sin embargo, para mi relato, he elegido como protagonista a Odiseo. Odiseo (en griego Odysseos), a quien una degeneración latina convertiría en Ulises, es el personaje central de la Odisea, pero no deja de ser una especie de segundón de lujo en la Iliada. Al lado de los grandes héroes pasa bastante desapercibido. No obstante, siempre en mi opinión, es la inteligencia, la materia gris de los griegos. Por azar, es el responsable del desencadenamiento de la guerra, pero con astucia la resuelve a su favor. A él se le atribuye la idea del caballo de madera con el que, al cabo de los años, cayó “la bien amurallada Troya”. Precisamente por considerarlo el más inteligente y el más astuto de 5 cuantos participaron en aquella especie de “primera guerra mundial” de la antigüedad, lo he elegido como protagonista de estas páginas. Eso. Obviamente, no significa que sea perfecto. Al contrario, está cargado con todas las contradicciones propias del ser humano. Y finalmente ¿por qué Troya? Una novela que pretende ser de aventuras puede estar enmarcada en cualquier contexto. En efecto, pero aquí entra de lleno mi personal admiración por la cultura griega en general. Considero, como muchos, que la Grecia Clásica es la antesala de lo que hoy es Europa Occidental. Y si el periodo clásico es la antesala, la etapa micénica, en cuyo marco se desarrolla la guerra de Troya, es la puerta de entrada. Homero, o quien recopilase los versos de la Iliada, escribió siglos más tarde de los acontecimientos que narró, pero creo que sabía lo que hacía. Fue el primero en hacer ver a sus conciudadanos que era perfectamente posible que unos minúsculos reinos, en el mejor de los casos poco más que una ciudad, permanentemente enfrentados entre sí, se unieran para una misma empresa; fue el primero en dar identidad propia y común, con la misma lengua, con las mismas costumbres, al conjunto de ciudades bulliciosas, peleonas, intransigentes, celosas, mediterráneas en suma, que iniciaron el proceso de lo que hoy conocemos como la cuna de nuestra civilización: Grecia Jinetes al amanecer no es una interpretación de la Iliada. Ni siquiera me atrevo a calificarla como una novela histórica. Únicamente quiere ser un artilugio de entretenimiento. Sencillamente, una novela. Manuel V. Segarra 6 JINETES AL AMANECER Manuel V. Segarra ATENAS AÑO TERCERO DE LA PRIMERA OLIMPIADA Agis, el aedo, descendía lentamente la empinada cuesta de la Akrópolis camino del ágora bajo cuyos pórticos estaban instalados los tenderetes de los mercaderes. Contaba el escaso dinero que llevaba en la bolsa y hacía cálculos del tiempo que le duraría. No demasiado porque la vida era cada vez más cara. Confiaba en encontrar a alguien que quisiera contratarle para cantar en un banquete o, como mínimo, que los vendedores y los clientes del mercado le ofreciesen algo de dinero a cambio de una buena historia aunque reconocía que su aspecto, con el himatión raído y con algún remiendo y la barba descuidada, era más adecuado para inspirar caridad antes que para cualquier otra cosa. Y Agis no quería caridad. Él era un aedo, y de los mejores. Conocía todas las historias de los antiguos héroes: de Aquiles, a quien llamaban el de los pies ligeros; de Odiseo, famoso por su astucia; de la rubia Helena… De todos. Cierto que por ahí andaba un tal Homero, un aedo ciego decían, que narraba esas historias mejor que nadie y a quien 9 contrataban todos los grandes señores para que cantase en las fiestas los versos que él mismo anunciaba que había compuesto. Agis llegó hasta el mercado y deambuló de un lado a otro sin rumbo fijo. Se acercaba el mediodía y el aroma del pescado frito y rebozado con harina de trigo que llegaba de una de las tabernas hizo que se llenase la boca de saliva. No había nada que perder, así que, encomendándose a Hermes, dios de los comerciantes, de los caminantes e incluso, de los ladrones, se encaminó hacia la taberna. El lugar estaba iluminado por varias lámparas de aceite. Varias mesas increíblemente sucias de restos de comida resecos eran ocupadas por ciudadanos y mercaderes que habían cerrado temporalmente sus puestos. El tabernero se acercó hasta Agis y con desconfianza ante el aspecto de aquel, le preguntó qué quería. - Comer -respondió Agis-, pero no me queda ni un óbolo en la bolsa. Si tu generosidad… - Mi generosidad es para los que pueden pagar respondió el tabernero-. Por ahí se sale a la calle. - Pero yo puedo pagar -insistió Agis-. No con dinero, pero sí con una historia. Soy aedo. - ¿Cantas? -preguntó un mercader sentado en una mesa cercana. - No. Sólo recito. Pero lo hago bien. Conozco todas las historias de Troya. - Homero también -replicó el tabernero-. Y, además, canta. - Si, pero Homero no está aquí y yo sí. El tabernero pareció pensarlo un momento. - ¿La comida a cambio de una historia? -preguntó. - Barato quieres que cobre -dijo Agis-. Sólo a cambio de la comida… 10 - Si no te interesa, ahí tienes la puerta. - De acuerdo, de acuerdo. A cambio sólo de la comida. - ¿Qué nos vas a contar? -preguntó el mercader-. Procura que sea algo nuevo. Agis rebuscó en su memoria. Las historias de los héroes de Troya eran bastante conocidas, sobre todo desde que ese Homero se dedicaba a contarlas en verso. Tenía que ser algo que a Homero le hubiese pasado desapercibido. Entonces, su mirada tropezó con una descascarillada crátera en la que había pintada una amazona que luchaba a caballo contra dos guerreros griegos. La señaló y preguntó: - ¿Conocéis la historia a que se refiere el dibujo de esa crátera? - No -respondió el mercader. Los restantes clientes admitieron asimismo desconocer la historia. Agis se volvió hacia el tabernero y dijo: - Puedes ir preparándome la comida, tabernero. Te aseguro que tú y tus clientes quedaréis complacidos. ***** 11 −Α− Toda la llanura estaba cubierta de cuerpos, de cadáveres adolescentes que habían empuñado las armas sin experiencia, sin más dotes guerreras que su propio valor, para hacer frente al más aguerrido de los ejércitos. Los jóvenes cuerpos mutilados sembraban la llanura desde el Escamando a Troya y desde el Simois al mar. Eran cientos los que habían empuñado las armas de sus padres, muertos antes, para hacerse matar a su vez a la vista de las murallas como la última esperanza de una ciudad que se negaba a ser vencida. Muy pocos fueron los que lograron escapar a la matanza. Los jóvenes troyanos avanzaron hacia la muerte casi con alegría. Y la muerte estaba al frente, en el muro silencioso que formaban los escudos griegos, en las puntas de bronce de las lanzas helenas. La batalla no fue tal. Al valor inconsciente de los jóvenes troyanos los griegos enfrentaron eficacia; una eficacia devastadora y terrible. Combatían en silencio, ahorrando incluso el esfuerzo de las palabras, descargando sus espadas sistemáticamente en maniobras cientos de veces repetidas y cientos de veces triunfadoras. 13 Y la batalla, la matanza, terminó pronto. Arriba, en las murallas de la ciudad asediada, quedaban las madres, enlutadas desde antes del combate, sabedoras de cual había de ser el desenlace. En mitad de la llanura sembrada de cadáveres, magníficamente armado, estaba Aquiles Pélida, el caudillo de los mirmidones, el héroe de los griegos. Miraba con desafío hacia las murallas pobladas de mujeres sollozantes sin un solo guerrero que pudiese hacer frente al abierto desplante. Patroclo, sudoroso bajo la coraza y el yelmo de bronce, se acercó a Aquiles. Con la punta de la espada tanteaba los cadáveres buscando a alguien que no hubiese muerto. Todos eran troyanos. No había caído un solo griego en aquel combate. Algo más lejos, sentado sobre una roca, Odiseo de Itaca, el menos poderoso de los reyes helenos, contemplaba la escena con una amago de rictus burlón en el rostro. Aquiles, con sus gestos de histrión, desafiando a una ciudad despojada ya de toda su capacidad combativa, y Patroclo tanteando los cadáveres adolescentes y esbozando una mueca de desagrado cada vez que hallaba el cuerpo de algún joven demasiado hermoso. Odiseo se quitó el yelmo. Tenía los cabellos pegados al cráneo como un segundo casco a causa del sudor. Una herida leve en el brazo izquierdo, el del escudo, ya no sangraba. Un joven troyano, rubio como el propio Febo, hermoso como aquellos que ansiaba encontrar Patroclo, logró herirle antes de caer bajo un golpe de espada quirúrgicamente certero. Odiseo había matado muchas veces; demasiadas para fallar en algo tan sencillo como enfrentar el inocente ataque de aquel joven. Únicamente un exceso de confianza suyo permitió al adolescente herirle el brazo. 14 "Y ahí está Aquiles, -pensaba Odiseo- nuestro héroe, pavoneándose como un gallo entre los despojos del enemigo, cubriéndose con la gloria de los muertos, emborrachándose con esta victoria, tan fácil que hasta me avergüenza haber tomado parte en ella". Aquiles escupió en dirección a Troya. Un salivazo de desprecio hacia la ciudad a la que ya no le quedaba nada. Patroclo, siguiendo el ejemplo del héroe, escupió a su vez. "Aquiles y su perro fiel Patroclo. Pobre Patroclo, enamorado como un idiota de ese montón de músculos sin cerebro al que todos hemos elevado a la categoría de héroe por el simple hecho de ser quien más muertes causa. Pobre Patroclo, enamorado de Aquiles y buscando entre los despojos troyanos alguien vivo con quien mitigar la pena por la indiferencia de su amado. Eres idiota, Patroclo. Aquiles no te amará nunca porque es incapaz de amar a nadie que no sea él mismo. Tanto da que seas su perro más fiel como la más hermosa de las mujeres. Aquiles sólo ama a Aquiles". Las mujeres troyanas salieron de la ciudad en busca de los cuerpos. Gritos de agonía empezaron a elevarse al reconocer aquellas los cadáveres de un hijo o un hermano. Al principio sólo unas pocas, pero pronto casi todas gritaban o sollozaban en torno a los muertos, se arañaban el rostro, se arrancaban mechones de pelo y se desgarraban los vestidos, ajenas a la presencia de los tres últimos griegos que quedaban en el campo de batalla. Hacía un buen rato que los caudillos del ejército heleno se habían retirado al campamento. Encabezados por Agamenón y Menelao se preparaban para el que, suponían, había de ser el asalto definitivo a la casi desguarnecida Troya. Odiseo se alzó de la roca y caminó pesadamente entre los muertos. A veces se hundía hasta los tobillos en un fango negro y viscoso, mezcla de polvo, vísceras y sangre. Aquiles 15 vio cómo se acercaba y sonrió con engreimiento. Patroclo se colocó a su lado como si temiese que Odiseo fuese a arrebatarle a su héroe y amigo. -Una vez más, amigos, hemos vencido -dijo Aquiles abriendo los brazos, tratando de abarcar con su gesto toda la llanura-. Una vez más, la victoria se ha inclinado del lado de nuestras armas. -¿Qué victoria? -preguntó Odiseo con tono irónico- ¿Te refieres a esta carnicería? -No empieces, Odiseo. Los troyanos nos han atacado y les hemos derrotado. -Mira bien a los troyanos, Aquiles. La mayoría eran casi unos niños. En Troya no deben quedar apenas hombres que puedan empuñar las armas y nos han enviado niños que sólo saben hacerse matar con un valor rayano en la necedad. -No siento ninguna pena, Odiseo -dijo Aquiles-. Niños o no, eran troyanos. Sabían que se exponían a morir. Nos han atacado y han muerto. Han muerto... -Si, si -interrumpió Odiseo-. Han muerto para mayor gloria de Aquiles. -No tienes derecho, Odiseo -intervino Patroclo-. Lo que dice Aquiles es cierto. Él... -Patroclo -interrumpió de nuevo el rey de Ítaca-, calla. Calla y mira a esas que lloran entre los muertos. -¿Sientes remordimientos? -preguntó Aquiles con suficiencia burlona. -Después de casi diez años de guerra ya no siento remordimientos por nada -respondió Odiseo-. Tal vez, como troyanos, estos niños merecieran morir, pero no ahora. Podíamos haber despachado esto dándoles unos azotes y mandándolos de vuelta a Troya. En lugar de eso los hemos matado. Creo que me avergüenzo de haber sido yo uno de los causantes de estas muertes. 16 -Lloras como una vieja -rió Aquiles-. Siempre he sabido que eres un blando. Odiseo sonrió condescendiente. -Yo no tengo tu gloria, Aquiles -dijo-. Sólo soy Odiseo, el rey de Ítaca. Mi reino es mucho más pequeño que tus posesiones en Tesalia. Soy el menos poderoso de cuantos reyes y príncipes han acudido a esta guerra. Por eso mi fama de guerrero, al ser menor que la tuya, se resiente con la muerte de estos niños. Para ti es distinto. Puedes seguir matando. Da lo mismo que sean niños, mujeres o guerreros. Tu fama y tu gloria seguirán intactas. -Sientes celos de Aquiles -dijo Patroclo. -Por supuesto que siento celos de Aquiles -admitió Odiseo irónico-. ¿Quién no querría ser el mejor de los guerreros de la Hélade? Nada me complacería más que ser tenido por un héroe a pesar de no ser más que un asesino de niños. -Me aburre tu charla -dijo Aquiles volviéndose de espaldas-. Vamos, Patroclo. Vamos a celebrar esta nueva victoria y dejemos que Odiseo, el rey de Ítaca, llore por los muertos troyanos. Puede que así logre acallar su conciencia de vieja. Aquiles y Patroclo comenzaron a alejarse en dirección al campamento griego. Apenas habían caminado unos pasos cuando una voz hizo que se volviesen. Un troyano herido, tendido boca abajo, alzaba de vez en cuando la cabeza y llamaba a su madre. Como los demás, era apenas un adolescente. -¿Has oído, Aquiles? -preguntó Odiseo con su cada vez más molesto tono irónico- Uno de tus terribles enemigos aún está vivo. Aquiles y Patroclo regresaron junto al rey de Ítaca que ya se encontraba al lado del herido. Este levantó la cabeza y 17 reconoció a los guerreros. Al hacerlo comenzó a llorar mientras Odiseo se agachaba. -Como los demás, sólo eres un niño asustado -dijo- y, como los demás, tienes que morir para que la gloria de Aquiles sea aún más grande. Si mueres serás un guerrero muerto, pero si vives serás una vergüenza para los griegos y para Aquiles. Por eso debes morir. Aquiles y su gloria necesitan guerreros muertos, no niños vivos. -La gloria de Aquiles que tú pareces despreciar es la gloria de todos los griegos -dijo Patroclo cercano a la furia. -Ya sé que el amor suele volvernos idiotas, Patroclo Odiseo hablaba con una condescendencia casi ofensiva-. El amor nos convierte en ciegos, en necios... -¡No es amor! Es la realidad. La realidad y la amistad sincera que siento por Aquiles. -Yo también amo -siguió Odiseo ignorando la airada interrupción de Patroclo-. Amo a Penélope. O acaso amo el recuerdo de Penélope. Y eso me convierte también en un idiota. Somos iguales, Patroclo. Los dos perseguimos un sueño. -Yo no persigo otra cosa que la victoria de los helenos. -También eso es un sueño porque lograremos la victoria, pero no ganaremos nada con ella. Sólo tu amado Aquiles y su gloria saldrán ganando. Pero aquí estamos hablando mientras este pobre y estúpidamente heroico joven se desangra -. Odiseo miró a Aquiles-. Tendrás que matarlo, héroe de los helenos. Es lo más glorioso para todos. Una mujer, aún joven aunque prematuramente envejecida, se acercó. Miró con temor a los tres guerreros griegos y se agachó junto al herido mientras Odiseo se alzaba. Con esfuerzo, logró que el joven se volviese boca arriba y comenzó a acariciarle el rostro, a limpiar la sangre ya cuajada 18 de las heridas. De vez en cuando alzaba la vista en una súplica muda y llorosa hacia los griegos. -¿Qué hacemos con él? -preguntó Patroclo en voz baja aún cuando sabía que la mujer le oiría. -¿Acaso lo dudas? -Odiseo no había abandonado su tono mordaz-. Matarlo. Hemos de matarlo... para mayor gloria de Aquiles. -No -Aquiles levantó los brazos como si estuviese dirigiéndose a una multitud-. Le perdono la vida. Así todos podrán ser testigos de mi generosidad. -¿Generosidad? ¿Qué generosidad? Por dejar con vida a este infeliz no dejas de ser lo que eres. -Y ¿qué es lo que soy, Odiseo? -Honradamente, no lo sé, Aquiles –dijo el rey de Ítaca alzándose de hombros-. Aún no sé si eres un héroe o un asesino. Pero lo que yo piense no tiene importancia. A ti lo único que te importa es lo que tú crees. Así que, mata a este niño o perdónale la vida. Eso no hará que cambie nada. -Entonces, que muera. De nuevo, Odiseo se alzó de hombros. -Que muera, que viva... Decídete ya, héroe de los helenos, porque si no te das prisa este enemigo morirá sin tu ayuda, pero de aburrimiento. La madre del troyano herido miraba a Aquiles y Odiseo sin entender. El rey de Ítaca se agachó hasta quedar sentado sobre sus talones y, con una calma que sorprendió a todos, dijo a la mujer: -Si la decisión fuese mía, tu hijo ya estaría muerto. De ese modo yo sería tan glorioso como Aquiles. El Pélida miró a Odiseo con rabia. Desenvainó la espada y, de un golpe, atravesó el cuerpo del herido. Un chorro de sangre brotó como si hubiese estado contenida a presión, manchando la túnica y el rostro de Odiseo que no se 19 movió. Aquiles, con la espada goteando sangre aún en la mano, miró desafiante al rey de Ítaca sin hacer el menor caso del alarido casi animal que surgió de la garganta de la mujer. -Al fin te has decidido, héroe de los helenos –dijo Odiseo con el mismo tono calmado de antes-. Ahora ya sé qué pienso de ti. -Tú me has obligado a hacerlo. -¿Yo? ¿Desde cuando puede alguien obligar a nada al glorioso Aquiles Pélida? ¿Olvidas quien soy? Soy Odiseo de Ítaca, el menos poderoso de los reyes griegos. Mientras que tú eres el héroe yo soy el bufón. Yo no te he obligado a nada. No quieras hacerme responsable de tu propia simpleza. -Aquiles tiene razón –intervino Patroclo que se había mantenido apartado-. Has estado provocándole todo el tiempo. Odiseo se inclinó sobre el cadáver y apartó suavemente a la mujer. Ya no gritaba. Sólo emitía unos quejidos inarticulados entre los que se mezclaba el nombre de su hijo. El rey de Ítaca cargó con el cuerpo y, dirigiéndose a Patroclo, dijo: -El amor nos vuelve ciegos e idiotas. A ti te ciega el amor por Aquiles; a Aquiles, el amor por si mismo –se volvió hacia la mujer y añadió-. Vamos, mujer. El rey de Ítaca, el bufón de los griegos, llevará a Troya el cadáver de tu hijo mientras los héroes se emborrachan con la gloria de Aquiles. Con el cuerpo del joven en los brazos, Odiseo comenzó a caminar seguido de la mujer. Otras troyanas se unieron al improvisado cortejo fúnebre. El sol estaba ya muy alto. Caía a plomo y el sudor corría a chorros por la frente y los brazos del rey de Ítaca cayendo en gruesos goterones que se mezclaban con la sangre reciente del troyano. Desde atrás, Aquiles gritó: 20 -Pienses lo que pienses y digas lo que digas, hoy ha sido un buen día. Hemos logrado una nueva victoria. Odiseo volvió el rostro. Estaba congestionado por el peso del cuerpo y el su propia armadura, pero aún pudo gritar replicando a Aquiles: -Tienes razón. Ha sido un gran día. Hemos logrado una nueva victoria... para mayor gloria de Aquiles. Los enterradores se afanaban llevándose los cuerpos antes de que empezaran a descomponerse. El trabajo era posible merced a una tregua que los troyanos solicitaron inmediatamente después de la batalla. Los griegos se apresuraron a aceptar. Tampoco a ellos les interesaba tener varios cientos de muertos pudriéndose al sol en las cercanías del campamento. Algunos serían quemados en un ceremonial en el que aún, a pesar de la guerra y las privaciones, podría darse un remedo de juegos funerarios, pero la mayoría irían a parar a una fosa común abierta tiempo atrás en la que iban acumulándose capas sucesivas de cuerpos. Odiseo había regresado de las mismas puertas de Troya de dejar el cadáver del joven. No volvió al campamento griego. Permaneció en mitad de la llanura contemplando la tarea de los enterradores, hombres todos ellos, pero demasiado viejos para combatir o mutilados en alguna de las batallas precedentes: cojos que se apoyaban sobre piernas de madera o mancos que habían desarrollado la habilidad de cargarse los muertos a las espaldas con la fuerza de un solo brazo. "Pronto nos enviarán a luchar a esos mismos mutilados –pensó Odiseo-. Si son capaces de sostenerse sobre una pierna y si tienen en su único brazo fuerza para alzar 21 cadáveres son también buenos para luchar. Aquiles añadirá a su gloria la muerte de algunas docenas de mutilados". Los cadáveres estaban desnudos, despojados ya de todo por los buscadores de botín después de que los vencedores, en el momento mismo del combate, se hubiesen apoderado de cualquier objeto de los vencidos que pudiera parecer valioso. Algunas mujeres enlutadas acompañaban a los enterradores y les rogaban entre sollozos que tuviesen cuidado con uno u otro cuerpos. Los hombres asentían sin prestar atención y trataban por igual a todos los muertos. Odiseo se acercó un poco más. Siguió con la mirada un cortejo de mujeres, jóvenes todas ellas, que marchaba lentamente en pos de dos cadáveres, camino de una pira que se adivinaba cerca de la orilla del Escamandro. Subió a la misma roca que antes le sirviera de asiento y, como si de una tragedia teatral se tratase, empezó a declamar. -Llorad, troyanas, llorad. Pero llorad quedo. Guardad lágrimas para los días terribles que están por llegar. Nuestras ansias de sangre no se han calmado aún. Hemos dado muerte a vuestros padres, a vuestros esposos y a vuestros hijos. ¿A quien más hemos de matar? ¿No habéis sufrido ya bastante? Ya no quedan hombres en Troya. ¿Quién vendrá ahora en vuestra ayuda? Haced que cese esta monstruosidad. Sólo vosotras podéis lograrlo. Pero no lo haréis y todos seguiremos luchando hasta que los dioses se harten de esta absurda tragedia. Una mujer joven, tal vez la hermana de uno de los muertos, se apartó del cortejo y se dirigió hacia Odiseo. -¿Tú hablas de tragedias? Tú eres un asesino igual que los otros. Eres peor que los otros. Ellos se limitan a matar sin preguntarse el por qué, pero tú te indignas ante las muertes que provocas. Te indignas, pero sigues matando. No es 22 preciso que te esfuerces en parecer mejor que tus compañeros. Limítate, como ellos, a seguir matando y deja que seamos nosotras quienes lloremos a nuestros muertos. Odiseo descendió de la roca y miró a la troyana. -¿Quién eres, muchacha? Un mechón oscuro escapó del manto negro que cubría la cabeza de la joven. -Una mujer troyana. Nada más. -¿Era tu hermano alguno de los muertos? -Mi prometido. Era el que te hirió. Lo vi desde las murallas. Vi cómo descargabas tu espada y cómo le atravesabas el pecho. Y vi también que no había siquiera odio ni rabia en ti. Lo mataste como hubieses podido matar a un animal. Y esa indiferencia hacia su muerte hace que te odie aún más que por haberlo matado. -¿Quién eres, muchacha? Los ojos de la joven troyana se clavaron en Odiseo y este, por primera vez, se sintió incómodo y culpable. Ella seguía sin responder y el griego inclinó la cabeza y comenzó a marcharse. Aquiles y Patroclo llegaban en ese instante. El primero, visiblemente enfadado, se encaró con Odiseo. -¿Habéis acabado ya con vuestros graznidos? Hasta el campamento, hasta mi propia tienda, llegan vuestros lamentos… y tus gritos de actor barato, Odiseo. El rey de Ítaca recuperó el gesto. La llegada de Aquiles era la excusa perfecta para olvidar la acusación de la troyana. Volvió a subir a la roca y declamó con voz de burla. -Aquiles, terrible Aquiles matador de troyanos. Contempla el escenario de tus victorias. Muertos y más muertos. Y todos ellos, enemigos, aunque nadie sepa muy bien quienes son los enemigos de Aquiles. -¡Basta ya, Odiseo! 23 La réplica estaba a punto, pero la joven troyana se adelantó. -Terrible Aquiles, sí –dijo con tristeza-. Hoy has dado muerte a lo que más amábamos. Has matado la esperanza. Ahora sólo nos queda luchar con desesperación. -Palabras –dijo Aquiles con un gesto de desprecio-. Eran enemigos. Si no queríais que murieran no debisteis enviarlos a luchar contra Aquiles. -¿Has oído eso, Patroclo –intervino Odiseo-... a luchar contra Aquiles. -Sí, contra Aquiles –dijo la joven troyana-, porque hoy todos habéis sido Aquiles. Incluso tú, Odiseo. Probablemente, tú más que nadie. -¿Quién eres, muchacha? Ella ignoró una vez más al rey de Ítaca y se dirigió de nuevo al Pélida. -Ya sé que nada puedo contra ti, héroe de los helenos. Para ti soy sólo una mujer troyana que pronto se convertirá en un objeto más en el botín de alguno de vosotros. A pesar de eso, escúchame. Antes he dicho que hoy has dado muerte a lo que más amábamos. Llegará el día en el que tú mismo mates aquello que más amas. -Una maldición preciosa -dijo Odiseo sentándose-. ¿Y yo? ¿No merezco yo una maldición? La joven sonrió con desgana. -Odiseo -dijo-, tú sólo eres un sangriento bufón que se ríe hasta de los muertos para no volverse loco. A ti no es preciso maldecirte. Contigo mismo tienes bastante. -Ya lo ves, Aquiles -dijo Odiseo con gesto de falsa decepción-. Ni siquiera merezco una maldición. En cambio tú… -¡Ya basta, Odiseo! Muérete, púdrete, haz lo que quieras, pero hazlo lo más lejos posible de mí. En cuanto a ti, bruja 24 troyana, no me asustan tus maldiciones. En lugar de maldecirme harías bien en agradecerme que no te lleve a rastras al campo griego y que no te entregue a mis mirmidones. Odiseo soltó una carcajada y empezó a aplaudir. -¡Bravo, Aquiles! Eso sí es generosidad para con los vencidos. -¡Odiseo! -Escúchame, héroe sin cerebro -Odiseo continuaba sentado en la roca con la misma aparente tranquilidad burlona del instante anterior. Sin embargo, un brillo de rabia había asomado a sus ojos-. Aunque quisieras no te llevarías a esta troyana porque yo mismo lo impediría. Hasta la propia joven pareció sorprendida. Pero Aquiles, tras un momento de vacilación, dijo: -Soy más fuerte que tú. -Casi todos sois más fuertes que yo. Pero lo impediría. -Con alguno de tus ardides de alcahueta -siseó Aquiles. Odiseo volvió a sonreír con aquella mueca burlona y ofensiva que molestaba al Pélida más que una herida. -Si tocas a la troyana -advitió el rey de Ítaca- mataré a Patroclo. No sé cuando, pero lo haré. Cuando esté durmiendo, en mitad de un combate o cuando esté perfumándose para parecerte más hermoso. Lo mataré. Patroclo permaneció mudo, quieto como una estatua. Si le había impresionado la amenaza no lo demostraba, pero Aquiles gruñó: -Sí. Lo harás. Eres tan despreciable que serías capaz. -Claro que sería capaz -aseguró Odiseo-. Y hasta es posible que me gustase cortarle el cuello. -Vámonos, Patroclo. No quiero oír más a este... -¿Loco? ¿Bufón? -preguntó el rey de Ítaca. 25 Aquiles dirigió a Odiseo una última mirada de rabia antes de alejarse. Patroclo, por el contrario, mantenía en su rostro un gesto extraño, como de sonrisa contenida. -Patroclo se ha convertido en tu enemigo -dijo la joven troyana una vez que los dos griegos se hubieron alejado. -Al contrario. Patroclo sabe que sólo estaba lanzando una bravuconada. Aquiles se lo ha creído porque él sí hubiese sido capaz. En realidad le he hecho un favor a Patroclo. -No entiendo. -Patroclo ama a Aquiles y reniega de todas las mujeres que pasan por el lecho del Pélida, sean esclavas, prostitutas o princesas. Aquiles no te habría entregado a sus mirmidones. Al menos, no hasta haber disfrutado él mismo de ti. Eres joven y hermosa: dos requisitos esenciales para ser del agrado de Aquiles. Y Patroclo, a pesar de ser uno de los mejores guerreros, no es más que una amante despechada cuando hay una mujer cerca. Ya sé que es banal. Un simple asunto de celos, pero es así. -Y ¿por qué has impedido que Aquiles...? -Podría decirte que lo he hecho porque me has dado lástima –Odiseo entornó los ojos y guardó un instante de silencio antes de añadir-. O quizá la razón es que te amo. Pero en realidad yo también soy banal y lo he hecho sólo para humillar a Aquiles. Aunque tampoco estoy muy seguro de que tuviese verdaderas intenciones de llevarte al campamento. Últimamente el héroe siente deseos de mostrarse generoso. La joven había tenido un momento de sorpresa. Se repuso al instante y dijo: -Si es como dices, no tengo que agradecerte nada, Odiseo de Ítaca. -Es cierto. No tienes nada que agradecerme, ni lo pretendo. Mira. Ya no queda nadie de los tuyos. Estarán todos llorando 26 a tu prometido muerto. Es hora de que te marches tú también. -Me voy. No te agradezco nada. Sigo sintiendo por ti el mismo desprecio. -Lo sé -asintió Odiseo-. Sin embargo yo creo que te amo. La joven retrocedió un paso aún más sorprendida que antes. Odiseo permanecía con la mirada fija en ella. Durante un instante, la expresión de la muchacha troyana se dulcificó, pero fue sólo ese instante. Apretó los dientes y, casi escupiendo las palabras. Dijo: -Ámame cuanto quieras, bufón de los griegos. Me gusta que me ames porque, además de despreciarte, puedo reírme de ti. -¿Me dirás quien eres antes de marcharte? El mechón de pelo cayó sobre la frente de la joven. Ella lo apartó con un gesto violento al tiempo que clavaba sus ojos en los de Odiseo. -Soy Penélope. Pero no esa Penélope que sueñas con encontrar a tu regreso a Ítaca. Yo soy real. El viento comenzó a soplar mientras la joven se alejaba en dirección a Troya. El manto cayó sobre sus hombros mostrando la cabellera corta de la troyana, poco más que una niña en realidad, mientras se perdía entre las luces y las sombras de la tarde que iniciaba su caída. Odiseo permaneció un rato sentado en la roca. Quería escuchar en el siseo del viento la voz de la Penélope troyana llamándole bufón y mostrando su desprecio. "Al menos, desprecio. No esa indiferencia hiriente de la Penélope soñada en Ítaca". Fijó la mirada en la Puerta Escea, ya cerrada y apenas visible con la escasa luz del crepúsculo. 27 Súbitamente cansado, Odiseo se alzó de la roca e inició el regreso al campamento. Aún volvió dos veces la cabeza sin saber exactamente qué esperaba ver. No había nada. La oscuridad, ya completa, lo envolvía todo y ni siquiera las murallas de Troya eran visibles. 28 −Β− A Eneas le habían ordenado que esperase fuera. Nadie podía entrar en la casa de la reina sin la expresa autorización de aquella. Pero la reina había salido al amanecer a cazar, a ejercitarse o, simplemente, a cabalgar. Eneas llevaba varias horas esperando. Entró en la ciudad anunciando que era el príncipe de Dardania y el embajador de Priamo de Troya. No contaba con infundir temor ni lo pretendía. "Acaso -pensaba- el respeto que se debe al enviado de otra ciudad, de otro país". Pero aquellas mujeres no parecían sentir nada; sólo una ligera curiosidad que de inmediato daba paso a la indiferencia. Aquella actitud desconcertaba al dárdano. Troya era un lugar lejano, pero todo el mundo conocía su existencia y su emplazamiento; su fuerza y su riqueza. "Al menos, antes era rica y poderosa -se dijo Eneas-. Antes de que los griegos comenzaran a destruirla lentamente. Hace pocos años el solo anuncio de la llegada de naves troyanas era causa de ansiedad. Ahora la ciudad tiene que mendigar ayuda". El príncipe de Dardania miró a las mujeres que montaban guardia a la entrada de la residencia de la reina. 29 Iban armadas al modo griego, con corazas de bronce hasta la cintura y espadas cortas. "Ningún adorno. Las armas de estas mujeres son para combatir". Eneas empezaba a desesperarse. A pesar de su probada paciencia y de las instrucciones recibidas de no hacer un solo gesto que pudiera molestar a las amazonas, comenzó a dar muestras de cansancio por la espera. Dos mujeres pasaron a caballo frente a él. Al ver que se trataba de un hombre frenaron sus monturas y le miraron directamente. El dárdano se irguió pensando que una de ellas podía ser la reina, pero las mujeres, después de admirar en voz alta las musculosas piernas del visitante, se alejaron riendo. Cansado de esperar, Eneas volvió a dirigirse a la entrada de la residencia de la reina. Las amazonas le dirigieron miradas de amenazadora advertencia. -Al menos decid que me traigan algo de beber -dijo resignado a continuar esperando. -En la plaza del sur hay un pozo -indicó una de las mujeres ásperamente-. Si tienes sed, ve tú a procurarte el agua. El dárdano se alzó de hombros y llevando a su montura de las riendas, comenzó a buscar el pozo. Miró con curiosidad las construcciones. Al llegar se había dado cuenta de que las calles eran de tierra cubierta con grava, rectas y con las casas blanqueadas salvo en los maderos que formaban la estructura principal, en apariencia todas de una sola planta y con los techos muy inclinados, casi perfectamente alineadas; completamente distintas a las de Troya que formaban un laberinto de callejones estrechos que se ensanchaban súbitamente, que se cerraban de nuevo, que daban lugar a una plaza o que terminaban abruptamente contra la muralla. 30 Aquí y allá se veía a algunos hombres, todos ellos jóvenes, acarreando leña o agua. No demasiados porque la mayor parte estaba en los campos de las cercanías desempeñando labores agrícolas o revisando las trampas de caza. Los que quedaban en la ciudad miraban a Eneas con una mezcla de curiosidad y asombro. Un hombre armado y con caballo propio en la ciudad de las amazonas era una novedad completa. La ciudad no era demasiado grande y Eneas no tuvo dificultades para encontrar la plaza del sur con el pozo que le habían indicado. Iba a sacar agua cuando desde el interior de una de las casas cercanas escuchó una sarta de insultos acompañada de risas groseras. Un hombre joven, completamente desnudo, salió corriendo de la casa tan deprisa que tropezó con sus propios pies y cayó muy cerca de donde se hallaba Eneas. Instantes después asomaba una amazona, también joven e igualmente desnuda. La mujer llevaba en las manos un fardo de andrajos que arrojó al hombre. -Te olvidas de tus harapos, maldito impotente -dijo la amazona-. Lárgate de aquí y cuida la cagarruta que tienes entre las piernas porque como falles otra vez te haré castrar. El hombre recogió sus escasas ropas y se alejó rápidamente. Eneas no pudo disimular su sonrisa ni su asombro. La amazona era rubia, esbelta y muy atractiva. En cualquier otra parte del mundo habría pasado por una joven discreta a la que habrían pretendido no pocos hombres. En cualquier otra parte del mundo aquella joven no habría salido a la calle desnuda berreando como un tracio borracho de vino y hambriento de sexo. -¿Qué estás mirando, hombrecito? -dijo la mujer llevándose una mano a la entrepierna en un gesto obsceno¿Quieres acabar tú lo que ese imbécil ha dejado a medias? 31 Eneas supo que se dirigía a él y declinó la invitación con la cabeza. -Eres un pollo castrado lo mismo que el otro -gritó la amazona-. La mierda que tienes entre las piernas no te sirve para nada. "Tranquilidad, Eneas -se dijo el dárdano-. Ya me habían advertido sobre los modales de estas mujeres". -¿Qué te pasa? -continuó la amazona- ¿Es que no soy de tu gusto o es que eres uno de esos a los que les van los jovencitos? Seguro que eres uno de esos griegos pervertidos. Eneas fue a replicar, pero la mujer escupió al suelo y regresó al interior de la casa. El dárdano no pudo evitar soltar un suspiro de alivio. -No todas las amazonas son así -dijo una voz a sus espaldas. Eneas se volvió. Tras él, a poca distancia, había dos mujeres. Vestían unos sencillos pantalones y unos justillos de piel y calzaban botas. Ambas llevaban una espada corta al cinto y de la silla de sus monturas colgaban sendos estuches de cuero labrado abiertos por la parte superior. En el interior de aquellas fundas descansaban los curiosos arcos cortos de asta y madera cuyo manejo había hecho famosas a las amazonas. Eneas recordó que se decía que Odiseo poseía uno de aquellos arcos y que sólo él era capaz de tensarlo. "Si estas mujeres los usan -pensó- no debe ser tan difícil tensar el arco de Odiseo". Cualquiera de las dos mujeres, o ninguna, podía ser la reina. Una era tan alta como él, de pelo y ojos muy claros y de rostro aniñado un tanto desfigurado por unos labios finos, casi inexistentes y por una cicatriz que le cruzaba el mentón. La otra era menuda y delgada pero bien proporcionada. Su melena corta y negra contrastaba vivamente con el largo 32 cabello rubio de su compañera. En la mano derecha llevaba una fusta de cuero trenzado. -Eres Eneas de Dardania ¿No? -preguntó la más pequeña con una sonrisa irónica. -Soy Eneas de Dardania, en efecto. También soy aliado del rey Priamo de Troya en la guerra contra los griegos. -Yo soy Pentesilea, reina de las amazonas -dijo la mujer sin perder la sonrisa-. He oído bastantes cosas de esa guerra. Algunas mujeres, armadas en su mayor parte, empezaron a acercarse curiosas. -¿Tenemos que hablar aquí? -preguntó Eneas mirando hacia todos lados, molesto por la creciente curiosidad de las mujeres guerreras. -¿Qué es lo que temes, príncipe de Dardania? ¿Qué las amazonas se enteren de la debilidad de los troyanos? Pentesilea sonrió abiertamente- Está bien. Vamos a mi casa. Caminaron en silencio. Eneas continuaba mirándolo todo. El asombro no le había abandonado. Hombres, invariablemente cubiertos de harapos, raspaban pieles, trenzaban mimbre, acarreaban cacharros... Ni uno de ellos iba armado. Ni siquiera un simple cuchillo. Pentesilea observaba divertida el asombro del dárdano. -Son esclavos -dijo la reina-. No hay de qué asombrarse. Vosotros también tenéis esclavos, lo mismo que los griegos. -¿No hay hombres libres? -preguntó Eneas. -En la ciudad, no. Entraron en el edificio que servía de residencia de la reina. Aunque parecía estar completamente construido en piedra y tenía una planta superior, estaba muy lejos de parecerse al palacio del rey Priamo de Troya. La casa de Pentesilea era sencilla, sin muebles superfluos, sin más adornos que los frescos pintados en las paredes donde, invariablemente, estaban representadas escenas guerreras. 33 Pentesilea ocupó una silla de respaldo alto e invitó a Eneas a sentarse frente a ella al otro lado de una pequeña mesa cuadrada de patas rectas. La otra amazona permaneció de pie tras la reina sin quitar la vista de encima del dárdano ni la mano de la empuñadura de la espada. -Puedes empezar cuando quieras, enviado de los troyanos. Eneas se sentía incómodo. La suficiencia de la mujer, su confianza en sí misma y su media sonrisa tan parecida a una mueca de desprecio molestaron al príncipe de Dardania. "Por qué tengo que aguantar esto? Yo soy Eneas, príncipe de los dárdanos. Soy un guerrero famoso y un héroe de Dardania y de Troya. Y esta mujercilla, con sus aires de suficiencia parece la reina de Hatti y no es más que la cabecilla de una partida de locas". Pensó en levantarse airado y demostrar a Pentesilea quien era él, pero se sobrepuso a sus pensamientos recordando que la misión que le habían encomendado era en extremo importante. -Reina Pentesilea -dijo-, creo que ya sabes a qué he venido. -Lo imagino, pero quiero que tú me lo cuentes. "Estúpida engreída. Ya se te bajarán esos humos cuando estemos en Troya". -Está bien -siguió Eneas-. Sabes que hace casi diez años que los griegos asedian Troya. En todo ese tiempo han tratado de penetrar en la ciudad innumerables veces, siempre sin conseguirlo. -Por supuesto que no han entrado -cortó la reina sin dejar de sonreír-. Si lo hubiesen hecho la guerra habría terminado y no tendría sentido que tú estuvieses aquí. 34 Eneas apretó un instante los labios. "Está tratando de demostrarme que es más fuerte que yo", pensó. Trató de evitar que su rostro reflejase sus sentimientos y continuó: -Vengo en nombre del rey Priamo de Troya a pedir vuestra ayuda para derrotar a los griegos y arrojarlos definitivamente al mar. -¿Qué nos importa a nosotras vuestra guerra? ¿Qué nos importa si Troya vence o si es destruida? ¿Ayuda? ¿Quieres que mis amazonas luchen en una guerra que no es la suya? ¿Por qué nosotras? Eneas suspiró intuyendo que la negociación iba a ser larga. -Porque los enemigos son griegos -dijo- y porque sabemos que no hay quien iguale a las amazonas en... -No necesitamos halagos, príncipe de Dardania -cortó Pentesilea- y no es preciso que me hables de nuestro valor. En realidad nos necesitáis porque ya no os queda nadie a quien recurrir. Primero llamasteis a los lidios y los griegos los derrotaron en el primer combate. No regresaron ni la mitad de los que habían llegado. Luego llamasteis a los carios que también fueron derrotados y otro tanto pasó con los frigios. -Estás bien informada. No pensé... -Estamos lejos de Troya. Estamos lejos de vuestras magníficas ciudades fortificadas, pero no somos el puñado de salvajes que muchos piensan. -No he querido ofenderte. -Y no lo has hecho, príncipe de Dardania. -¿Vendréis a Troya? -Aún no sé si nos conviene -dijo Pentesilea-. Los griegos son la peor peste de la tierra. Son taimados y falsos, pero también son buenos guerreros. ¿Qué pueden ofrecernos los troyanos a cambio de que matemos griegos? -Si es oro lo que queréis, lo tendréis. 35 -¿Lo tendremos, príncipe de Dardania? -preguntó la reina con burla-. Y ¿de donde sacarán ese oro los troyanos? Los hombrecillos a quienes llamasteis antes que a nosotras cobraron muy cara la escasa ayuda que os prestaron. Los lidios, los carios y los demás fueron derrotados, pero no por eso dejaron de llevarse su parte del oro troyano. Eneas asintió. -Es cierto -dijo-. En Troya ya no queda ni un talento de oro. Pero puedo ofreceros tantos griegos como seáis capaces de matar. Todos saben que, desde los tiempos de Hipólita, las amazonas sentís odio mortal por los griegos. Os ofrecemos la oportunidad de vengaros. -¿Qué sabrás tú de Hipólita? -preguntó Pentesilea con desdén- Lo que cuentan de ella son las mentiras que han inventado los griegos. Eneas se sintió incómodo pensando que tal vez había dicho algo que no debía. -Dicen -comentó pausadamente- que Heracles sedujo a la reina Hipólita y que luego la estranguló. También dicen que la seducción de Hipólita fue un ardid para robar su cinturón de oricalco. -Una historia muy típica de los griegos -dijo Pentesilea con desprecio-. El cinturón de oricalco... Vaya estupidez. Querían oricalco, sí, pero bastante más que el que pudiera adornar un cinturón. Querían robar el tesoro de las amazonas. Llegaron con buenas palabras encabezados por Heracles, aquel animal con el pelo teñido de sangre que se autoproclamaba semidiós. Mientras aquel trataba de negociar con la reina Hipólita, sus compañeros fomentaban una rebelión contra nosotras entre los esclavos y los hombres libres de las aldeas. No les salió bien. Las amazonas acabaron con la revuelta antes de que se extendiese. Pero Heracles mató a Hipólita y logró escapar. Algunos griegos fueron 36 capturados y desollados vivos. Unos cuantos aún vivían cuando los arrojamos a los perros. Eneas se estremeció. Pentesilea sonrió levemente. -¿Te parece cruel, príncipe de los dárdanos? -preguntó. -Si eran culpables... -empezó Eneas. -Lo eran. Puede que vosotros matéis de forma más elegante, pero es la muerte al fin y al cabo. Además, desde entonces los griegos no se han atrevido a acercarse. Les ha servido de ejemplo. Eneas guardó silencio durante unos instantes. El giro que había tomado la conversación no le gustaba. Notaba la boca seca, pero no se atrevía a pedir a la reina algo para beber. -¿Vendréis a luchar a Troya? -preguntó al fin. -Primero tengo que saber la cantidad de amazonas que necesitáis y tenemos que hablar también de comida, de acuartelamientos, de pastos para los caballos. No se trata sólo de decidir si iremos o no. Tenemos que saber qué nos encontraremos. -La reina se levantó de su asiento-. Tengo hambre y supongo que tú también. Discutiremos todo esto mientras comemos. Te advierto que esto no es la corte de Troya. Aquí no encontrarás lujos. -Hace tiempo que en Troya no queda nada lujoso -dijo Eneas alzándose también. Pentesilea no quiso añadir nada a la sentencia de Eneas y ambos se dirigieron a un patio rodeado de altos muros almenados que se entreveía por una de las puertas de la estancia. Dos amazonas pesadamente armadas, cubiertas con corazas cortas de bronce, paseaban lentamente por el camino de ronda sin prestar atención a lo que sucedía en el interior del patio. "Podría matar a Pentesilea en este mismo instante pensó Eneas-. Está tan segura de sí misma que..." 37 Los pensamientos del dárdano se truncaron en seco. En uno de los ángulos del patio, casi ocultas a las miradas, había dos amazonas con arcos en las manos. Eneas se fijó más detenidamente y vio varias flechas clavadas en el suelo de tierra a los pies de las arqueras, listas para ser disparadas rápidamente. Miró hacia el ángulo opuesto. También allí había mujeres con las armas preparadas para intervenir a la menor señal de peligro o a una indicación de la reina. Cerca de la puerta había otra mesa de patas rectas, sin adornos, rodeada por seis sillas con respaldo igualmente sobrias. Pentesilea indicó a Eneas que se sentase al tiempo que lo hacía ella. Antes de retomar la conversación les sirvieron la comida. Eneas sintió crecer su extrañeza al ver que eran mujeres quienes portaban las bandejas. Había esperado que fueron hombres los sirvientes. -No todas las mujeres de esta parte del mundo son guerreras -dijo Pentesilea adivinando los pensamientos del dárdano-. Algunas son demasiado débiles o carecen de espíritu guerrero. -Entiendo -dijo Eneas-. Sólo los fuertes merecen... -Las fuertes, las hábiles, las astutas… -interrumpió la reina-. Exactamente igual que en tu mundo de hombres. Pero no quiero hablar más de nosotras. Tú has venido aquí a pedir ayuda. Vamos a ver en qué términos quieren nuestra ayuda los troyanos. -Ya has adivinado que apenas hay oro en la ciudad -dijo Eneas-. Sólo podemos ofrecer el botín que capturéis. Y por lo que has dicho antes sobre la comida, tampoco hay abundancia en Troya. En estos momentos dependemos de los convoyes que vienen de Entre Ríos y, sobre todo, de Hatti. Eso cuando no los interceptan los griegos. 38 -No es un panorama atractivo -dijo Pentesilea después de un largo trago de vino-. ¿Hay pastos para los caballos? -Las cercanías de la ciudad están arrasadas -admitió el dárdano-, pero hay pastos al sur más allá del Escamandro. Al menos los había hace unos días. -No hay pastos cercanos, no hay comida y no hay oro. Dime, Eneas ¿cómo lográis sobrevivir? -Los dioses están con nosotros. -¿Me tomas por idiota? La comida vale dinero. Y si os la traen de lugares tan lejanos como Entre Ríos debe ser a cambio de algo. El dárdano dudó unos segundos antes de responder. -Pensamos que tendríais suficiente con el botín y... -Y con matar griegos -cortó la reina-. Sigues pensando que las amazonas somos una horda de mujeres salvajes. Bien, no tengo por qué convencerte de nada. Pero si quieres nuestra ayuda, tú sí tienes que convencerme de que merece la pena ir a defender Troya. Eneas suspiró. -Troya aún conserva una buena cantidad de oro en los establecimientos de Kipros y en el país Jem -dijo-. De ese oro se paga el contenido de los convoyes -volvió a suspirar y añadió-. Lo que acabo de decirte es el secreto mejor guardado de Troya. Si los griegos supiesen... -Lo entiendo -dijo Pentesilea-. Si los griegos se enteran de que el tesoro de Troya está en Kypros no pasaría mucho tiempo antes de que sus guerreros desembarcasen en esa isla. Eso sí sería una catástrofe para vosotros. Sin oro no hay comida y si no hay comida, la ciudad cae. Eneas asintió en silencio. Le molestaba haber tenido que mencionar las reservas de oro, pero ya no había remedio. Al cabo de unos instantes, preguntó: -¿Vendréis a Troya? 39 -No has probado aún tu comida, príncipe de Dardania Pentesilea sonreía-. Creo que sí. Tal vez nos guste ir a combatir a Troya. Eneas comenzó a sonreír también, pero se interrumpió. Había olvidado mencionar algo que creía importante. Se maldijo a sí mismo por haber hablado del oro antes de nombrar todos los inconvenientes. Pentesilea advirtió el gesto y preguntó: -¿Qué ocurre, príncipe? ¿No te gusta esta comida? -He olvidado decirte algo -respondió Eneas negando con la cabeza. -Algo importante por lo que veo. -Creo que lo es -dijo el dárdano-. Se trata de Héctor. Él es el príncipe de Troya y el comandante en jefe de las tropas troyanas, ya lo sabes. -Lo sé. -Héctor no estaba de acuerdo en que buscásemos vuestra ayuda. Como todos, ha oído hablar de vosotras, pero no cree que seáis tan buenas con las armas como se dice. Prefería la ayuda de un ejército de hombres; tal vez hititas o gente de Assur. Pude convencer al rey Priamo de que vosotras sois la mejor elección, pero Héctor cree que esto será una pérdida de tiempo y de dinero. -Y, ¿por qué crees que nosotras somos mejores que los hititas? -Perdóname la franqueza, reina Pentesilea, pero no creo que seáis mejores ni peores que los hititas. Ocurre que ellos no sienten ninguna simpatía por la causa troyana. Comercian con nosotros porque les pagamos bien, pero creo que lo harían también con los griegos si éstos tuviesen necesidad. Además, Hatti lleva años queriendo asegurarse la posesión de nuestros establecimientos en Kypros. En un pasado no 40 demasiado lejano ya hubo algún enfrentamiento entre Troya y Hatti, precisamente por nuestras posesiones en aquella isla. -Y, a pesar de eso, Héctor prefiere la ayuda de los hititas porque son hombres. Un personaje curioso ese príncipe Héctor. Y es vuestro comandante en jefe. -Ha demostrado en muchas ocasiones que es el mejor guerrero de Troya. -Ha demostrado que es el troyano que más mata corrigió Pentesilea con un cierto desdén-. Eso no es razón suficiente para dirigir un ejército. -Es el hijo mayor del rey Priamo -dijo Eneas. -Tampoco eso le otorga cualidades especiales de estratega. Puede que vuestro príncipe Héctor mate a muchos griegos, pero es incapaz de ganar la guerra -Pentesilea se recostó sobre el respaldo de la silla y miró directamente a Eneas-. Veamos, Eneas de Dardania. Quieres que mis amazonas y yo vayamos a luchar por una ciudad que no tiene apenas recursos, que depende de los suministros exteriores, que no dispone de pastos para los caballos, con un ejército reducido a su mínima expresión y con un comandante en jefe que no se fía de nosotras. No es precisamente la mejor de las situaciones. -¿Significa eso que no vendréis? -Iremos a luchar por Troya, pero con una condición. -Queréis oro. -Por supuesto que queremos oro -dijo Pentesilea-, pero de la cantidad, del número de amazonas que han de ir, de los suministros y demás, hablaremos después. La condición es que vayamos en calidad de aliados. -¿Como aliados? -Así es. No estoy dispuesta a sacrificar a mis amazonas a los caprichos de un comandante en jefe que no tiene 41 confianza en nuestras dotes guerreras. Yo tomaré parte en los consejos de guerra. -No sé si Héctor estará de acuerdo -dijo Eneas. -Tendrá que estarlo si quiere que os ayudemos a arrojar a los griegos al mar. Eres un hombre prudente, Eneas. Si has podido convencer a los troyanos para que pidan nuestra ayuda también podrás convencerles para que nos acepten como aliadas. Eneas sonrió levemente y dijo con resignación: -Supongo que podré -sonrió más abiertamente y añadió. Eres hábil, reina de las amazonas. Me gustas. -Tienes gustos extraños, príncipe de Dardania. 42 −Γ− "Casi diez años ya. Bastantes más de los que imaginamos cuando salimos de Grecia. Bastantes más de los que yo mismo imaginaba cuando salí de Ítaca. Casi diez años y aún no sabemos cuando llegará el final. Ni el más pesimista de nosotros llegó a pensar que esta ciudad resistiría tanto. Después de todo no es más que una ciudad enfrentada a todos los griegos. Una ciudad con aliados, cierto, pero que le han servido de bien poco. En realidad sólo han retrasado lo inevitable y han hecho que esa resistencia a ultranza nos enardezca más y sintamos más deseos de conquistarla. "Y cuando la conquistemos… ¿qué? A veces creo que no quiero que esto termine. Temo lo que pueda venir después. Tanto tiempo guerreando ha hecho que no sepa hacer otra cosa. Tal vez, ni siquiera vivir. Habrá que buscar otras troyas cuando esta haya caído. Para los troyanos es distinto. Ellos se enfrentan sólo a la muerte. Nosotros nos enfrentaremos a la vida y no sé qué es más terrible. "Y luego Penélope. Pensar en ella me hace daño. Ansío el instante de volver a verla y, a la vez, lo temo tanto que permanezco atado a este absurdo código que me obliga para con mis compañeros. 43 "Demasiadas cosas. Lo mejor es pensar como Aquiles. Buscar al enemigo y darle muerte allá donde se encuentre para luego emborracharse con la alegría de la victoria". Odiseo se levantó del catre y salió de la tienda después de haberse colocado un gastado quitón corto que alguna vez debió ser rojo, pero que, a fuerza del uso y de sucesivos lavados, se había convertido en poco más que un trapo. Se dirigió hacia la empalizada. Apenas comenzaba a alborear y la actividad en el campamento era escasa. Un grupo de aqueos de Agamenón pasó ante Odiseo. El oficial que los mandaba dirigió un breve saludo con la cabeza al rey de Ítaca. Este lo ignoró y siguió caminando en dirección al portón. "He perdido diez años de mi vida en este lugar. Diez años soportando un día tras otro el hedor de las letrinas, del sudor, de la sangre, de la carne cruda, de los cuerpos pudriéndose. Diez años escuchando las bravatas de Aquiles, los discursos de Agamenón, los lamentos de Menelao y las plegarias de Calcante… ¿Qué es aquello? Parece un reflejo metálico. Y desde el norte". Odiseo había llegado al portón del campamento. Cruzó el puente de tablas que salvaba el foso y dio unos pasos hacia terreno de nadie. "Son reflejos metálicos. Refuerzos para Troya. Así pues, los niños no serán los últimos. Habrá más sangre y un nuevo motivo para no regresar". Cada vez con más frecuencia, el sol arrancaba destellos de las puntas de las lanzas y las corazas que se aproximaban. A la espalda del rey de Ítaca, el campamento griego comenzaba a revivir. Algunas columnas tenues de humo se elevaban sobre el amasijo de tiendas y chabolas. Varias esclavas de Agamenón, el rey de Micenas, que debían haber salido antes del alba, pasaron acarreando haces de leña y pequeñas barricas de agua. Pese a los rigores de la guerra, 44 Agamenón trataba de llevar una vida lo más lujosa posible y unos modales casi palaciegos sin acordarse para nada de su esposa Clitemnestra. Odiseo sonrió al pensar en Clitemnestra. Tan hermosa como Helena, su carácter autoritario y hasta vengativo oscurecía aquella belleza. Alguien había dicho que durante las ausencias de Agamenón, la reina se consolaba con Egisto. Y la última ausencia de Agamenón estaba durando ya diez años. "No envidio el regreso de Agamenón. Tener por esposa a Clitemnestra es una buena razón para desear que la guerra no acabe nunca". A los reflejos que arrancaba el sol se unió, cada vez más cercano, el retumbo creciente del galope de muchos caballos. Algunos guerreros salieron del campamento hasta donde se hallaba Odiseo mientras otros se asomaban desde lo alto de la empalizada. "Jinetes desde el norte. Vienen a ayudar a los troyanos, pero ¿quienes pueden ser? Hace tiempo que los escitas se marcharon vencidos. ¿Quien puede venir desde el norte?" Siguió caminando hasta llegar a la roca que días antes le sirviera de asiento y pedestal. Desde allí vio cómo se llenaban las murallas de Troya con gente que agitaba estandartes, ramas o simplemente las manos. A pesar de la distancia pudo distinguir a quienes llegaban e incluso apreciar la calidad de las armas y armaduras. Al frente, entrando ya en la ciudad por la puerta Escea, flotaba un estandarte redondo, negro, adornado con dos serpientes doradas entrelazadas y con cintas púrpura y colas de caballo. "Las amazonas". Desde lo alto de las murallas y del interior de la ciudad llegaba un griterío festivo. Cientos de nombres coreaban un nombre: Pentesilea. 45 Los jinetes terminaron de entrar en Troya. En las calles, al paso de las mujeres guerreras, seguía la fiesta mientras las murallas volvían a quedar vacías. Sólo una figura, empequeñecida por la distancia, permanecía entre las almenas. Odiseo no podía verlo, pero adivinaba la mirada de aquella figura fija en él, también solo en mitad de la llanura, con la roca a sus pies como pedestal. "Es Penélope". Odiseo sonrió recordando a la desconcertante muchacha, la única que había logrado incomodar su presuntuoso cinismo. Ser irónico y burlón con Aquiles, e incluso con el rey Agamenón, era fácil. Pero sostener la mirada intensa y triste de aquella joven troyana había sido tan duro como soportar los instantes previos a una batalla. "Sobre todo porque tiene razón. Yo soy el peor porque yo sé lo que estoy haciendo". Involuntariamente levantó la mano a modo de saludo. Esperaba que la Penélope imaginada respondiese al gesto, pero la figura negra dio media vuelta y desapareció. -¿A quién saludas? La voz de Aquiles sacó a Odiseo de sus pensamientos. -¿Has visto? -dijo eludiendo la respuesta-. Los troyanos acaban de recibir refuerzos. -Los he visto -respondió Aquiles-. ¿Has podido distinguir quienes son? -He reconocido el estandarte, Aquiles. Son las amazonas de la reina Pentesilea. -¿Las amazonas? -Aquiles parecía divertido con la noticia-. Los troyanos deben estar realmente mal para pedir ayuda a esas arpías. De todos modos, mis mirmidones se alegrarán mucho al saber que pronto tendremos más mujeres. Es posible que hasta tú mismo puedas conseguir alguna. Creo que sólo tienes una esclava ¿no? 46 -Habrá que tener cuidado -dijo Odiseo ignorando la burla-. Por lo que sé de ellas, esas mujeres son temibles con las armas en la mano y odian a los griegos. -No son más que mujeres con las nalgas endurecidas de tanto montar a caballo. Mis guerreros se van a poner muy contentos. Odiseo se sentó en la roca con gesto de fatiga. -A veces me pregunto… -No empieces otra vez, Odiseo -cortó Aquiles-. Me importa bien poco lo que te preguntes o lo que pienses. No haces más que pensar. Y pensar es el recurso de los débiles. -Una sentencia digna de ti -dijo Odiseo sin un asomo de ironía-. Dime, Aquiles. ¿Qué harás cuando acabe la guerra? La pregunta desconcertó al Pélida. Durante unos instantes no supo qué responder. Al fin, dijo: -Regresar a Grecia. -Ya -insistió Odiseo-. ¿Y una vez allí? -No entiendo tus preguntas -se impacientó Aquiles. Odiseo miraba en dirección a Troya. Parecía hablar más consigo mismo que con Aquiles. -¿Qué haremos todos cuando regresemos a Grecia: a Ítaca, a Tesalia, a Pilos, a Micenas… ¿Qué haremos? Lo único que sabemos hacer es luchar. -Piensas demasiado, Odiseo de Ítaca. Eso es propio de un mal guerrero. Además ¿qué importa? Siempre habrá otras guerras en las que hagan falta héroes como yo. -Ya lo sé, Aquiles. De los dos, el más prescindible soy yo. Yo estoy cansado de luchar. Haré cuanto esté en mi mano para asegurar la victoria, pero lo cierto es que estoy harto. Aquiles miró a Odiseo tratando de reprimir un gesto de burla. Para el Pélida, el rey de Ítaca no era nadie, y mucho menos, nadie capaz de ganar la guerra. Reconocía, muy a su pesar, que la habilidad y la astucia de Odiseo habían dado 47 buenos resultados en varias ocasiones, pero sus métodos no le gustaban. Aquiles era un guerrero. Era el guerrero por excelencia y disfrutaba con el choque frontal. La maniobra, el flanqueo y la emboscada le parecían vilezas impropias de un héroe. Y no sólo en la guerra. Para Aquiles la vida misma había de resolverse por medio de choques frontales. Odiseo era un cobarde. -¿Quieres saber cual es mi mayor deseo? Odiseo se sorprendió ante la pregunta del Pélida. Tardó unos instantes en pedir que se lo contase. -Mi mayor deseo es acostarme con Helena. No yacer con ella, sino violarla. Violarla hasta que al fin aúlle de placer. Si estamos aquí es precisamente a causa de esa puta espartana. -No, Aquiles, no -dijo Odiseo sonriendo-. Al principio a todos nos gustó la idea de venir a Troya para rescatar a Helena, supuestamente raptada, pero la realidad es otra. -Todos saben que la reina Helena se dejó seducir por Paris el troyano -insistió Aquiles-. Convirtió a Menelao en un rey cornudo y todos nos comprometimos a venir a rescatar a Helena y restablecer el honor de Menelao. Rescataremos a la espartana, pero antes de devolvérsela a su esposo habrá de acostarse conmigo. Será el pago por todo este tiempo. -Pasas de la poesía a la vulgaridad con una facilidad pasmosa -dijo Odiseo dejando de sonreir-. Lo de rescatar a Helena está bien para un cuento, pero lo cierto es que vinimos a destruir Troya simplemente porque domina el estrecho de los dárdanos. Consideraban el lugar como una frontera y era imposible llegar hasta la Cólquide sin pagar a los troyanos el tributo que ellos quisieran. Tú has llegado hasta el estrecho en más de una ocasión. Te habrás dado cuenta de que bastan unas pocas naves para cerrarlo por completo. Esa y no otra es la razón de nuestra presencia en este lugar, Aquiles. Pero aunque se trata de un buen motivo, 48 preferimos seguir pensando en vengar honores mancillados y en reinas seducidas por infames troyanos. Y lo peor es que, después de todo este tiempo, aún no sabemos si Helena se marchó voluntariamente o no. -Es posible que todo eso que dices sea cierto -admitió Aquiles con reservas-, pero no me gusta. -Claro que no te gusta. Tú, como todos, como yo mismo, prefieres luchar por el honor o por una mujer hermosa en lugar de hacerlo por los intereses de los mercaderes. La diferencia está en que yo sé por qué estamos luchando. Como decía aquella niña troyana, ese es mi pecado. Personalmente me importan poco los cuernos de Menelao. Conozco a otros muchos reyes cornudos. Tampoco creo que Helena sea la más hermosa de las mujeres. Y si lo es, a mí no me gusta. -Ya sé que para ti es Penélope -dijo Aquiles con una ligera ironía-. Esa que dices que te espera en Ítaca. Odiseo tardó unos instantes en replicar. Al hacerlo parecía hablar más consigo mismo que con el Pélida. -Ignoro si Penélope me hubiese aceptado de verdad. Me embarqué demasiado deprisa, sin conocer ninguna de las respuestas a todas las preguntas que me hacía y que no llegué a atreverme a hacerle a ella. Supongo que las mujeres como Penélope no suelen amar a hombres como yo. -Piensas demasiado -repitió Aquiles. -Muy pronto dejaré de pensar; al menos, en Penélope. Buscaré el modo de entrar en Troya. -¿Entrar en Troya? -preguntó el Pélida con sorpresa-. ¿Para qué? -Para buscar a Penélope. Aquiles decidió no hacer esfuerzos para entender a Odiseo. Siguió pensando que el rey de Ítaca daba demasiadas vueltas a las cosas, sólo para parecer más importante de lo que 49 realmente era. Fue a decir algo, pero Odiseo parecía ensimismado en la contemplación de las murallas de Troya. Sin añadir nada más, sin despedirse siquiera, Aquiles regresó al campamento griego. "Ya sé que no entiendes nada, Aquiles, pero ahora sé lo que quiero. Sé lo que quiero en este momento. He de entrar en Troya". En el interior de la ciudad proseguía la fiesta. Su sonido inconfundible llegaba hasta la llanura por encima de las murallas. Odiseo podía imaginar la sorpresa de las amazonas, sobrias, austeras y hasta despectivas con las muestras de alegría anticipada. Podía imaginar a los troyanos bailando y cantando por las calles, alegres por la llegada de las mujeres guerreras como si su sola presencia fuese la garantía de la victoria. Y, sobre todo, podía imaginar la figura frágil pero firme, tan seria como las amazonas, de la Penélope troyana. "Si yo fuese Penélope pediría a la reina de las amazonas la cabeza de Odiseo". El propio Odiseo no podía explicar por qué, pero aquel pensamiento le hizo sonreír. 50 −∆− Tiempo atrás el megarón del trono del palacio del rey Priamo de Troya había sido el más lujoso de toda Asia. Se decía que comía en una vajilla de oro y que de oro eran también las lámparas de aceite, el revestimiento del trono y hasta los adornos de las armas de su guardia personal. Pero hacía ya mucho tiempo que todo ese oro, todo el oro de la ciudad, estaba en poder de los antiguos aliados; unos aliados que acudieron en auxilio de Troya contra los invasores griegos, pero que cobraron ese auxilio muy caro. Frigios, tracios, carios… Todos acudieron a las sucesivas llamadas de los troyanos y todos regresaron a sus países invariablemente derrotados por los griegos, dejando en el lugar algunos cientos de muertos y cargados con el oro exigido a los troyanos como pago por esas derrotas. Sólo los dárdanos, poco más de un millar y medio, con el príncipe Eneas al frente, permanecían en la ciudad. Las últimas en llegar habían sido las amazonas. El sacrificio de varios centenares de adolescentes evitó la muerte de los escasos guerreros que quedaban en Troya y dio a los troyanos un nuevo respiro antes de la llegada de las nuevas aliadas. 51 Priamo lamentaba aquella ayuda. En realidad lamentaba todas las ayudas. La en otro tiempo poderosa Troya se veía obligada a mendigar para sobrevivir. Pero para la mayoría de los troyanos la llegada de aquellas mujeres era un nuevo motivo de esperanza. Estaban fatigados y empobrecidos por años de guerra, pero se negaban a entregar la ciudad. Poco importaba que hubiese que mendigar. Troya resistía. Seguía resistiendo. El rey no era demasiado viejo, pero tampoco era un rey guerrero. Había dejado de serlo mucho antes de que llegasen los griegos. Por ello los largos años de asedio, de batallas, de muertes y privaciones lo habían convertido en un anciano decrépito prematuro. Aún tomaba decisiones, aunque no muchas porque la dirección de la defensa de la ciudad recaía en su hijo Héctor. Con todo, la voz del rey seguía siendo escuchada siempre que no se tratase de cuestiones guerreras. En el fuero interno de Priamo existía el deseo de rendirse, de acceder a las demandas de los griegos fuesen cuales fuesen, pero Héctor siempre estaba dispuesto a seguir adelante con la guerra a cualquier precio, a llamar a nuevos aliados cuando los anteriores se habían desangrado en la llanura combatiendo a los aqueos de Agamenón, a los espartanos de Menelao y a los mirmidones de Aquiles. Priamo ocupaba el trono cuando la reina Pentesilea, armada y escoltada por cuatro amazonas escogidas, entró en el megarón. La mujer observó a todos los presentes a la vez que se sentía blanco de todas las miradas. Al fondo, de espaldas a la pared decorada con escenas de una procesión, estaba el rey sentado en un trono que parecía demasiado grande para él. En realidad todo parecía demasiado grande para aquel anciano prematuro: sus ropas despojadas de toda riqueza, la mitra que un día estuvo forrada de oro y plata, el propio megarón… Hasta el príncipe Héctor, de pie a su 52 derecha, parecía desmesuradamente grande al lado de su padre. A la izquierda del rey estaba Eneas. Fue él quien presentó a Pentesilea. Pero la reina no escuchaba. Seguía fijándose en las armas y las armaduras de los generales presentes, alguno de los cuales era demasiado joven para el cargo que ocupaba. "La guerra -pensó la reina de las amazonas- hace que los que sobreviven asciendan demasiado deprisa. Héctor disimulaba con dificultad la desconfianza que sentía hacia las cualidades guerreras de las amazonas. Había oído, como todo el mundo, de lo hábiles y feroces que eran aquellas mujeres en combate, pero hubiese preferido contar con un millar de guerreros lidios, frigios, o incluso hititas antes que con las tres mil amazonas que acudían con Pentesilea. A pesar de eso no pudo dejar de admirar las armas de la reina y de reconocer que su presencia llenaba toda la sala. Pentesilea no era hermosa, al menos, no lo era en el sentido de la hermosura que entendían griegos y troyanos. Tampoco era alta ni robusta, pero sus gestos eran enérgicos y decididos y, sobre todo, estaba su mirada brillante, con una ligera carga de ironía a veces, pero siempre serena y directa. Vestía una corta túnica de lana blanca con ribetes púrpura bajo una coraza de bronce labrado sin adornos y unas sencillas botas de piel hasta las rodillas. Un manto negro de lana, sujeto con dos broches cubría la espalda de la reina que sujetaba en la mano izquierda un yelmo griego de bronce con dos penachos de crin de caballo. Un cordón de lino trenzado colgaba del hombro derecho cruzando el pecho sobre la coraza hasta el costado izquierdo donde sujetaba muy alta, al modo espartano, una corta espada también de origen griego. 53 -Bienvenida a Troya, Pentesilea, reina de las amazonas saludó Priamo con voz cansada-. Agradecemos tu presencia y la de tu gente. Pentesilea asintió con un gesto. Dio un último recorrido a la sala con la mirada y dijo: -He podido comprobar que la situación de esta ciudad es desesperada. Eneas ya me explicó algo, pero he visto que es mucho peor. Harían falta muchas más mujeres de las que traigo. No obstante, mis amazonas y yo trataremos de dar solución a esto. La presunción de Pentesilea molestó a todos, pero especialmente a Héctor. Quiso replicar, pero el rey Priamo lo impidió con un gesto más enérgico de lo acostumbrado en él. -Estamos seguros de que vuestra presencia aliviará nuestra situación -dijo el rey de Troya-, pero desearía que no fuese necesaria. -Esas no son palabras de un rey guerrero -dijo Héctor. -Yo no soy un rey guerrero -replicó Priamo-. Ya ves, reina de las amazonas. Hago la guerra porque me obligan a ello. Si dependiese únicamente de mí habría paz. Pentesilea se dio cuenta de su propia presunción. Estaba segura de que sus amazonas eran mucho mejores en combate que los guerreros troyanos, pero reconocía que sus palabras habían ofendido a los presentes, sobre todo a Héctor. El único que no parecía molesto era Priamo. Por eso se dirigió al rey. -Lamento mis palabras apresuradas -dijo sin variar el tono de voz-. No ha sido mi intención ofender a nadie. De todos modos hemos venido para luchar contra los griegos y eso es lo que haremos. -Eso es lo que nosotros llevamos haciendo desde hace diez años -dijo Héctor agriamente. -Si -admitió Pentesilea-, pero los griegos siguen ahí. 54 Priamo miró a Héctor y luego a la amazona. Parecían dos gatos dispuestos a lanzarse uno sobre otro. Intervino conciliador. -Resistir a los griegos durante todo este tiempo ya ha sido un éxito para nuestras armas -dijo-, pero hace falta un empujón más para lograr que se marchen. Ninguno de nuestros anteriores aliados fue capaz de prestarnos la ayuda suficiente. Espero que vosotras tengáis más suerte que quienes os precedieron. -No se trata de suerte, sino de eficacia -dijo la reina de las amazonas-, pero puedes estar seguro, podéis estarlo todos, de que entre los troyanos y las amazonas echaremos a los griegos al mar. Si es preciso mandaré correos con órdenes para que acudan más mujeres. Priamo asintió con un gesto de cansancio, como si hubiese escuchado antes, en boca de otros caudillos guerreros, las mismas palabras. Reconocía que todos habían tenido las mismas buenas intenciones, pero había llegado a pensar que, por mucho que intentasen arrojar a los griegos al mar, aquellos no se marcharían nunca. Al menos, no sin haber destruido Troya. En ocasiones el rey subía a la muralla y desde la terraza de la torre que custodiaba la Puerta Escea, contemplaba el campamento enemigo. Con el paso de los años se había convertido en una ciudad de tiendas y chozas casi tan grande como la propia Troya. Se preguntaba la razón por la cual los griegos no entraban de una vez en la ciudad en un asalto definitivo y terrible. Su hijo Héctor repetía que las espesas murallas y el valor de los troyanos detenían a los invasores, pero Priamo sabía que tenía que haber otras razones. Era como si los griegos no quisieran acabar la guerra, como si no quisieran regresar a sus hogares. O acaso como si, por medio de una destrucción paulatina, deliberadamente lenta hasta la 55 aniquilación total, pretendiesen borrar todas las huellas, hasta la memoria de la existencia de Troya. La reina Pentesilea pidió permiso para retirarse a sus cuarteles. Priamo asintió y ordenó a Eneas que la acompañase. Ya en la calle, con las miradas curiosas de los troyanos fijándose tanto en la amazona como en el dárdano, Pentesilea preguntó: -Es Héctor quien gobierna ¿No? -Así es -respondió Eneas-. Si fuese por él, hace mucho que el rey habría pedido la paz a los griegos. Me costa que estaría dispuesto a abrir los estrechos, a devolver a Helena e incluso a bailar desnudo sobre las murallas si los griegos lo exigiesen como condición para marcharse, pero Héctor no quiere ni oír hablar de paz. Ya oíste lo que le dijo al rey. Y la realidad es que si la ciudad ha resistido todo este tiempo ha sido por Héctor. Pentesilea asintió y preguntó de nuevo: -¿Ama Héctor a su padre? El príncipe de Dardania se levantó de hombros. -Es posible que ni él mismo lo sepa -dijo-. Héctor es un guerrero, pero también es un político hábil. Nadie sabe exactamente qué está pensando. Lo único cierto es que quiere la guerra. Ha pasado tanto tiempo combatiendo a los del partido de la paz como a los propios griegos. Puede que ame a su padre porque las leyes naturales así se lo imponen, pero no estima al rey como tal. ¿Tanto te interesa la vida familiar de Héctor? -Quiero saber de quien soy aliada. Aunque parece débil, Priamo me gusta. Héctor no. -En cualquier caso -sentenció Eneas- el enemigo es el ejército griego. Pentesilea sonrió con ironía. Era su primera sonrisa desde su llegada a Troya. 56 -Tal vez -dijo-, pero no sólo los griegos. -¿Qué quieres decir? -Vamos, Eneas -siguió la amazona-. Aunque sólo seas un hombre te otorgo cierta inteligencia. Si Héctor quiere la guerra, por las razones que sean, estará en contra de todo aquel que pueda lograr la paz, aunque esa paz venga por medio de las armas. Tal vez Héctor quiera la paz después de haber derrotado él, y sólo él, a los griegos. Cualquier otro que pueda derrotar al enemigo tendrá la oposición del príncipe Héctor. -Creo que vas demasiado lejos en tu juicio. Héctor ha dirigido la guerra desde que empezó. -Y en casi diez años no ha logrado una sola victoria digna de ese nombre -dijo Pentesilea. Pasaban por delante del templo de Apolo, un edificio levantado sobre un afloramiento rocoso al que se accedía por medio de una grada de ocho peldaños tallados en la misma roca. Cuatro columnas pintadas de rojo, con amplias franjas negras cerca de la base y el capitel, soportaban el pórtico en el que había una representación, pintada también, del dios dando muerte a la serpiente Pitón. Al lado de una de las columnas había una joven vestida de negro. Descendió de la grada y se detuvo delante de la reina de las amazonas. -¿Eres Pentesilea? -preguntó. -Aparta -ordenó Eneas-. La reina… -Espera, Eneas -interrumpió Pentesilea-. Lo que esta joven quiere decirme ha de ser importante para que se acerque de este modo. En efecto, soy Pentesilea. ¿Qué quieres? -¿Sabes quien es Odiseo? -¿Odiseo? Sé quien es -respondió la amazona-. El rey de Itaca, uno de los caudillos griegos. ¿Qué pasa con él? 57 -Quiero que lo mates -siguió la joven. La reina sonrió, esta vez con simpatía. -Lo haré -dijo-. Lo haré porque es un griego y, por lo tanto, mi enemigo, pero ¿cuales son tus motivos? -Yo soy troyana y él es griego. También es mi enemigo. -Muchacha -intervino Eneas impaciente-. Tenemos prisa. Pentesilea fulminó al dárdano con la mirada. Eneas se encogió de hombros con resignación. -Continúa -dijo la amazona a la joven. -No hay más. -¿Quieres que lo mate sólo porque es griego? Y ¿por qué a Odiseo precisamente? Hay otros príncipes más fuertes y poderosos que él. Hay algo más. -Mató a… -empezó la joven. -Eso tampoco es una razón -interrumpió Pentesilea-. Debe haber matado a muchos desde que empezó la guerra. Tu hermano o tu prometido o quien fuera que haya muerto era un guerrero que sabía lo que podía esperarle. La joven inclinó levemente la cabeza. Parecía a punto de echarse a llorar. -Hay más -admitió en un susurro. -¿Qué es eso tan importante? -apremió la reina. -Se burló de mí. Pentesilea volvió a sonreir. -Eso sí es una razón para deseas su muerte -dijo. Apoyó la mano en el hombro de la muchacha y preguntó- ¿Cuantos años tienes? -Dieciséis. ¿Importa eso? -En realidad, no demasiado. ¿Estás segura de desear la muerte de Odiseo de Itaca? -insistió Pentesilea. -Sí. 58 -Está bien. En cuanto tenga a Odiseo frente a mí lo mataré en tu nombre. -Dile que fue Penélope quien te lo pidió. -¿Penélope? -preguntó Pentesilea con extrañeza-. Dicen que Odiseo persigue un sueño, una mujer que se llama como tú. Cuenta a todo el que quiere oírle que Penélope está en Itaca esperando que él regrese. Pero lo cierto es que no le espera nadie. Lo sabe todo el mundo, incluso él. -No me importa quien espera a Odiseo -dijo la joven Penélope con terquedad-. Quiero que muera. -Te aseguro que morirá. Y sabrá que es Penélope quien le envía la muerte. La muchacha musitó unas breves gracias y regresó al templo seguida de las miradas de Pentesilea y Eneas. La reina de las amazonas suspiró. -Pobre niña -dijo-. Creo que ama a Odiseo. Mucho más de lo que pudo amar a ese otro al que mató el propio Odiseo. Diría que ni siquiera se llama Penélope. Seguramente se hace llamar así porque es a Penélope a quien persigue aquel. Eneas miró incrédulo a Pentesilea. -Acaba de pedirte que le mates -dijo-. No veo donde está ese amor tan grande. -Claro que no lo ves, Eneas. Sólo eres un hombre. Hay muchas cosas que los hombres no entendéis. Esta es una. -¿Qué tengo que entender? Todo eso son sensiblerías de adolescente. Tal vez estén bien en otro lugar o en otro momento, pero esto es Troya y estamos en guerra. Hay poco espacio para cualquier otra cosa. Pentesilea asintió sin deseos de discutir. Habían llegado ya a los cuarteles destinados a las amazonas, unos edificios de una sola planta adosados al lado oriental de la muralla. Alguien condujo al grueso de las amazonas hasta el lugar mientras Pentesilea se encontraba en el palacio de Priamo y 59 aquellas habían distribuido ya guardias y servicios. La reina entró en el acuartelamiento. Pintadas obscenas en las paredes mostraban el paso anterior de otros contingentes guerreros. -Los tracios han estado aquí -dijo Pentesilea. -Así es -admitió Eneas-. ¿Cómo lo has sabido? -Sólo los tracios son capaces de hacer alarde de su supuesta virilidad con un gusto tan dudoso -respondió la reina a la vez que señalaba un enorme falo burdamente pintado en una de las paredes acompañado de una inscripción tan burda como la pintura-. "Dalala Asa lo tiene así de grande" -leyó-. Puede que alguien lo encuentre gracioso. Haz que lo borren, Eneas. Ese y cualquier otro "recuerdo" de los tracios. -Es solo pintura -protestó Eneas-. No molesta a nadie y vosotras no os quedaréis aquí para siempre. -No nos quedaremos ni un día si no desaparecen esas inscripciones. -Está bien -gruñó el dárdano-. Haré que venga alguien a limpiarlo. Pero por lo que recuerdo haber visto en tu ciudad no me parece que las amazonas seáis tan sensibles. -Desde ahora, Eneas, esto es un cuartel de amazonas, no un prostíbulo. -De acuerdo, de acuerdo. En seguida estará limpio. Eneas se marchó y Pentesilea repasó las guardias que sus lugartenientes habían establecido. Encontró estas ordenadas, los caballos bien atendidos y las armas y armaduras en perfectas condiciones. Terminaba la revista cuando llegó un grupo de mujeres enviado por Eneas para limpiar las paredes. La reina de las amazonas apenas pudo disimular su disgusto. En su ciudad, aquella tarea inferior la habrían llevado a cabo esclavos o periecos de las cercanías, pero en cualquier caso hombres. Indicó a las recién llegadas la tarea que debían realizar y subió sola a la muralla. Recorrió el camino de ronda fijándose en todos los detalles de la 60 fortificación, en las torres, en las armas de los centinelas troyanos demasiado escasos para todo el perímetro. Al fin, cerca de la torre que se alzaba sobre la Puerta Escea, se detuvo. Desde allí se veía claramente el campo griego. Pentesilea vio por primera vez lo que tantas veces había visto el rey Priamo. El campamento de los griegos era un enorme montón de muchas cosas. Techos de paja mezclados con lonas descoloridas de tiendas de campaña, con toldos hechos con las velas de los barcos varados en la playa, con cercados en los que se amontonaban vacas, bueyes, ovejas, mulas, asnos… Trató de distinguir los estandartes que surgían aquí y allá entre el laberíntico amasijo, sin orden aparente, pero que delimitaban el principio y el fin del poder, en hombres, bastimentos y animales, de los reyes y príncipes que se habían aliado, casi diez años atrás, para destruir la ciudad de Troya. No le costó mucho reconocer, aún desde la lejanía, los leones rampantes del estandarte de Agamenón, rey de Micenas y comandante supremo del ejército combinado griego; ni la cabeza de caballo emblema de Néstor, el viejo rey de Pilos que acudió con más de un centenar de carros de guerra; también era visible la enseña de Esparta que había traído Menelao, esposo de Helena y hermano de Agamenón. Sin embargo la más visible era la divisa de Aquiles Pélida, el príncipe de Tesalia, el caudillo de los mirmidones. Pentesilea buscó el estandarte de Odiseo. La amazona había oído decir que la divisa del rey de Itaca era un paño escarlata en el que había mandado bordar la lechuza de Atenea y el carnero de Ares: el valor y la astucia unidos. Todos habían oído hablar de aquel estandarte, pero Pentesilea no lograba encontrarlo. Desde las murallas de Troya no era posible distinguir dónde estaban los reales de Odiseo. 61 La amazona sonrió recordando todo lo que se decía de aquel caudillo griego, para unos un maestro de ardides y para otros un simple bufón que no dudaba en servirse del engaño para lograr sus fines. "Eres astuto, Odiseo. Todos muestran su poder menos tú. No quieres que sepamos dónde estás ni cual es tu fuerza. Eres hábil, pero no escaparás. He prometido matarte y lo haré, Odiseo de Itaca". ***** La reina Penélope paseaba nerviosa por el pequeño megarón de su palacio de Ítaca. Antinóo, uno de los nobles que financiaban la expedición itacai a Troya, acababa de marcharse. No habría más oro para el rey Odiseo si este no mandaba algo como compensación por los enormes gastos. En los últimos cuatro años, Odiseo no había mandado nada y Antinóo sabía que los demás caudillos griegos enviaban barcos periódicamente a sus ciudades cargados con botín: armaduras, vajillas, esclavos… Los acreedores estaban hartos de aportar dinero y víveres a cambio de nada y no podían esperar a que acabase una guerra cuyo fin aún se vislumbraba muy lejano. La reina Penélope aseguró que escribiría al rey Odiseo para que éste aportase alguna solución, pero Antinóo no se conformaba. Si el rey estaba fuera del país, aunque fuese defendiendo el honor de los griegos, la responsabilidad caía sobre la reina. Penélope no sabía cómo arreglar el asunto. “Es sencillo”, había dicho Antinóo. “El rey lleva fuera muchos años. No ha venido ni una sola vez desde que empezó la 62 guerra. Si la reina decidiese hacerse con el poder, ninguno de los acreedores se lo reprocharía”. Y si tomase por esposo a uno de ellos, al propio Antinóo por ejemplo, los demás harían causa común con la reina cuando Odiseo regresase. Incluso podían encargarse de que no regresase. La reina Penélope despidió airada al noble. Se detuvo un momento ante una de las ventanas del palacio desde la que se veía toda la bahía de Polis. La nave de Antinóo, una esbelta triere decorada en azul claro y amarillo, salía en ese momento rumbo al continente. Antinóo era rico, inmensamente rico; mucho más que la mayor parte de los reyes de Grecia. Y amaba a la reina. Penélope recordaba la decepción de aquel cuando supo que ella se había convertido en la esposa del rey Odiseo. Habían pasado casi diez años. El tiempo hizo madurar a Penélope convirtiéndola en una mujer muy hermosa. Pero era una hermosura que nadie compartía. Y Antinóo, además de amarla, era tan rico que con su fortuna se podían pagar todas las deudas de la guerra. La nave se perdió al doblar el abrupto recodo del monte Exogi para encarar el canal de Ítaca. La reina Penélope siguió mirando hacia la bahía de Polis desde donde diez años antes partieran las naves itacai, con Odiseo al frente, camino de las costas de Troya. 63 −Ε− -Los troyanos han recibido refuerzos. La voz de Agamenón resonó con fuerza en el interior del templo. Estaba dedicado a Zeus, pero había también otras imágenes de divinidades supuestamente favorables a los helenos. A falta de un lugar más adecuado en el campo griego, en el templo se celebraban los juicios y los consejos de guerra como el que estaba teniendo lugar. El rey Agamenón había mandado llamar a todos los caudillos y allí acudieron Aquiles y su inseparable Patroclo, Menelao, Néstor, Ayax Telamonio, Diomedes Tídida, Ayax Oileo a quien llamaban el pequeño, Odiseo… Todos. -Los troyanos han recibido refuerzos -repitió Agamenón-. Son las amazonas. Suponemos que al menos cinco mil jinetes al mando de la reina Pentesilea están en estos momentos en Troya. -No más de tres mil -intervino Odiseo-. Lo que unido al escaso número de defensores hará como mucho… algo más de seis mil troyanos y aliados. Quizá siete mil. -¿Cómo sabes que son tres mil -preguntó Agamenón. -No lo sé con exactitud, pero las vi llegar e hice un cálculo aproximado. De todos modos importa poco que sean tres o cinco mil. Tendrán que marcharse pronto. 65