jinetes al amanecer - Editorial Club Universitario

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JINETES AL AMANECER
Manuel V. Segarra
Título: Jinetes al Amanecer
Autor: © Manuel V. Segarra
I.S.B.N.: 84-8454-XXX-X
Depósito legal: A-XXX-2002
Edita: Editorial Club Universitario
www.ecu.fm
Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
[email protected]
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede
reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o
mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier
almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso
previo y por escrito de los titulares del Copyright.
AGRADECIMIENTOS
He de dar las gracias a toda mi familia en general que ha estado
apoyándome y animándome, pero muy especialmente a mis hermanos
Matías y Miguel que me han prestado una valiosísima colaboración.
Quiero expresar también unas gracias sinceras a Encarni Motos Plazuelo
por la desinteresada ayuda que me ha prestado y por sus valiosas
opiniones durante la redacción de estas páginas.
También es el momento de agradecer a aquellos que, después de mi
primera novela, me animaron a continuar escribiendo.
Y finalmente, unas gracias muy especiales a Rosa y a Mari
y a Gregorio y a María José, un ejemplo de generosidad y de quienes,
injustamente, me olvidé en mi primer libro.
A todos ellos, muchas gracias.
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PRELIMINAR
Jinetes al amanecer es sólo una novela de aventuras. No pretende,
ni mucho menos, ser una interpretación de tal o cual pasaje de la Iliada,
ni enmendarle la plana a Homero ni, por descontado, sentar cátedra.
Pretende, únicamente, entretener al lector porque, en mi opinión, una
novela ha de ser, sobre todo, un entretenimiento.
Aunque sería faltar a la verdad si dijese que no he tratado de dar
mi versión particular de una parte, o de muchas entremezcladas si se
quiere, del mítico poema atribuido a Homero. Una versión, o una visión,
en la que los grandes héroes de la Guerra de Troya, Agamenón,
Menelao, Héctor y, sobre todo, Aquiles, tienen todas las virtudes, pocas
desde la perspectiva actual, y todos los vicios de los hombres de aquella
época. Pero en el marco de una novela.
Así, hay héroes de cartón piedra, reyes con una estrechez de miras
pasmosa, príncipes codiciosos, personajes sanguinarios… En realidad,
las cosas no han cambiado tanto desde entonces.
Una puntualización. En el poema homérico, el héroe por
excelencia es Aquiles Pélida, el caudillo de los mirmidones, el de los pies
ligeros. A pesar de ser el protagonista indiscutible de la Iliada, en
realidad sólo es, insisto en que se trata de mi opinión, un bruto con más
músculos que cerebro, que se enfurruña como un niño malcriado cuando
no le dan lo que quiere. Sin embargo, para mi relato, he elegido como
protagonista a Odiseo.
Odiseo (en griego Odysseos), a quien una degeneración latina
convertiría en Ulises, es el personaje central de la Odisea, pero no deja de
ser una especie de segundón de lujo en la Iliada. Al lado de los grandes
héroes pasa bastante desapercibido. No obstante, siempre en mi opinión,
es la inteligencia, la materia gris de los griegos. Por azar, es el
responsable del desencadenamiento de la guerra, pero con astucia la
resuelve a su favor. A él se le atribuye la idea del caballo de madera con
el que, al cabo de los años, cayó “la bien amurallada Troya”.
Precisamente por considerarlo el más inteligente y el más astuto de
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cuantos participaron en aquella especie de “primera guerra mundial” de
la antigüedad, lo he elegido como protagonista de estas páginas. Eso.
Obviamente, no significa que sea perfecto. Al contrario, está cargado con
todas las contradicciones propias del ser humano.
Y finalmente ¿por qué Troya? Una novela que pretende ser de
aventuras puede estar enmarcada en cualquier contexto.
En efecto, pero aquí entra de lleno mi personal admiración por la
cultura griega en general. Considero, como muchos, que la Grecia Clásica
es la antesala de lo que hoy es Europa Occidental. Y si el periodo clásico
es la antesala, la etapa micénica, en cuyo marco se desarrolla la guerra de
Troya, es la puerta de entrada. Homero, o quien recopilase los versos de
la Iliada, escribió siglos más tarde de los acontecimientos que narró, pero
creo que sabía lo que hacía. Fue el primero en hacer ver a sus
conciudadanos que era perfectamente posible que unos minúsculos reinos,
en el mejor de los casos poco más que una ciudad, permanentemente
enfrentados entre sí, se unieran para una misma empresa; fue el primero
en dar identidad propia y común, con la misma lengua, con las mismas
costumbres, al conjunto de ciudades bulliciosas, peleonas, intransigentes,
celosas, mediterráneas en suma, que iniciaron el proceso de lo que hoy
conocemos como la cuna de nuestra civilización: Grecia
Jinetes al amanecer no es una interpretación de la Iliada. Ni
siquiera me atrevo a calificarla como una novela histórica. Únicamente
quiere ser un artilugio de entretenimiento. Sencillamente, una novela.
Manuel V. Segarra
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JINETES AL AMANECER
Manuel V. Segarra
ATENAS
AÑO TERCERO DE LA PRIMERA OLIMPIADA
Agis, el aedo, descendía lentamente la empinada cuesta
de la Akrópolis camino del ágora bajo cuyos pórticos estaban
instalados los tenderetes de los mercaderes. Contaba el escaso
dinero que llevaba en la bolsa y hacía cálculos del tiempo que
le duraría. No demasiado porque la vida era cada vez más
cara.
Confiaba en encontrar a alguien que quisiera
contratarle para cantar en un banquete o, como mínimo, que
los vendedores y los clientes del mercado le ofreciesen algo de
dinero a cambio de una buena historia aunque reconocía que
su aspecto, con el himatión raído y con algún remiendo y la
barba descuidada, era más adecuado para inspirar caridad
antes que para cualquier otra cosa. Y Agis no quería caridad.
Él era un aedo, y de los mejores. Conocía todas las historias
de los antiguos héroes: de Aquiles, a quien llamaban el de los
pies ligeros; de Odiseo, famoso por su astucia; de la rubia
Helena… De todos.
Cierto que por ahí andaba un tal Homero, un aedo ciego
decían, que narraba esas historias mejor que nadie y a quien
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contrataban todos los grandes señores para que cantase en las
fiestas los versos que él mismo anunciaba que había
compuesto.
Agis llegó hasta el mercado y deambuló de un lado a
otro sin rumbo fijo. Se acercaba el mediodía y el aroma del
pescado frito y rebozado con harina de trigo que llegaba de
una de las tabernas hizo que se llenase la boca de saliva. No
había nada que perder, así que, encomendándose a Hermes,
dios de los comerciantes, de los caminantes e incluso, de los
ladrones, se encaminó hacia la taberna.
El lugar estaba iluminado por varias lámparas de aceite.
Varias mesas increíblemente sucias de restos de comida
resecos eran ocupadas por ciudadanos y mercaderes que
habían cerrado temporalmente sus puestos. El tabernero se
acercó hasta Agis y con desconfianza ante el aspecto de aquel,
le preguntó qué quería.
- Comer -respondió Agis-, pero no me queda ni un
óbolo en la bolsa. Si tu generosidad…
- Mi generosidad es para los que pueden pagar respondió el tabernero-. Por ahí se sale a la calle.
- Pero yo puedo pagar -insistió Agis-. No con dinero,
pero sí con una historia. Soy aedo.
- ¿Cantas? -preguntó un mercader sentado en una mesa
cercana.
- No. Sólo recito. Pero lo hago bien. Conozco todas las
historias de Troya.
- Homero también -replicó el tabernero-. Y, además,
canta.
- Si, pero Homero no está aquí y yo sí.
El tabernero pareció pensarlo un momento.
- ¿La comida a cambio de una historia? -preguntó.
- Barato quieres que cobre -dijo Agis-. Sólo a cambio de
la comida…
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- Si no te interesa, ahí tienes la puerta.
- De acuerdo, de acuerdo. A cambio sólo de la comida.
- ¿Qué nos vas a contar? -preguntó el mercader-.
Procura que sea algo nuevo.
Agis rebuscó en su memoria. Las historias de los héroes
de Troya eran bastante conocidas, sobre todo desde que ese
Homero se dedicaba a contarlas en verso. Tenía que ser algo
que a Homero le hubiese pasado desapercibido. Entonces, su
mirada tropezó con una descascarillada crátera en la que había
pintada una amazona que luchaba a caballo contra dos
guerreros griegos. La señaló y preguntó:
- ¿Conocéis la historia a que se refiere el dibujo de esa
crátera?
- No -respondió el mercader.
Los restantes clientes admitieron asimismo desconocer
la historia. Agis se volvió hacia el tabernero y dijo:
- Puedes ir preparándome la comida, tabernero. Te
aseguro que tú y tus clientes quedaréis complacidos.
*****
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−Α−
Toda la llanura estaba cubierta de cuerpos, de cadáveres
adolescentes que habían empuñado las armas sin experiencia,
sin más dotes guerreras que su propio valor, para hacer frente
al más aguerrido de los ejércitos.
Los jóvenes cuerpos mutilados sembraban la llanura
desde el Escamando a Troya y desde el Simois al mar. Eran
cientos los que habían empuñado las armas de sus padres,
muertos antes, para hacerse matar a su vez a la vista de las
murallas como la última esperanza de una ciudad que se
negaba a ser vencida.
Muy pocos fueron los que lograron escapar a la
matanza. Los jóvenes troyanos avanzaron hacia la muerte casi
con alegría. Y la muerte estaba al frente, en el muro silencioso
que formaban los escudos griegos, en las puntas de bronce de
las lanzas helenas.
La batalla no fue tal. Al valor inconsciente de los
jóvenes troyanos los griegos enfrentaron eficacia; una eficacia
devastadora y terrible. Combatían en silencio, ahorrando
incluso el esfuerzo de las palabras, descargando sus espadas
sistemáticamente en maniobras cientos de veces repetidas y
cientos de veces triunfadoras.
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Y la batalla, la matanza, terminó pronto.
Arriba, en las murallas de la ciudad asediada, quedaban
las madres, enlutadas desde antes del combate, sabedoras de
cual había de ser el desenlace.
En mitad de la llanura sembrada de cadáveres,
magníficamente armado, estaba Aquiles Pélida, el caudillo de
los mirmidones, el héroe de los griegos. Miraba con desafío
hacia las murallas pobladas de mujeres sollozantes sin un solo
guerrero que pudiese hacer frente al abierto desplante.
Patroclo, sudoroso bajo la coraza y el yelmo de bronce,
se acercó a Aquiles. Con la punta de la espada tanteaba los
cadáveres buscando a alguien que no hubiese muerto. Todos
eran troyanos. No había caído un solo griego en aquel
combate.
Algo más lejos, sentado sobre una roca, Odiseo de Itaca,
el menos poderoso de los reyes helenos, contemplaba la
escena con una amago de rictus burlón en el rostro. Aquiles,
con sus gestos de histrión, desafiando a una ciudad despojada
ya de toda su capacidad combativa, y Patroclo tanteando los
cadáveres adolescentes y esbozando una mueca de desagrado
cada vez que hallaba el cuerpo de algún joven demasiado
hermoso.
Odiseo se quitó el yelmo. Tenía los cabellos pegados al
cráneo como un segundo casco a causa del sudor. Una herida
leve en el brazo izquierdo, el del escudo, ya no sangraba. Un
joven troyano, rubio como el propio Febo, hermoso como
aquellos que ansiaba encontrar Patroclo, logró herirle antes de
caer bajo un golpe de espada quirúrgicamente certero. Odiseo
había matado muchas veces; demasiadas para fallar en algo
tan sencillo como enfrentar el inocente ataque de aquel joven.
Únicamente un exceso de confianza suyo permitió al
adolescente herirle el brazo.
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"Y ahí está Aquiles, -pensaba Odiseo- nuestro héroe,
pavoneándose como un gallo entre los despojos del enemigo,
cubriéndose con la gloria de los muertos, emborrachándose
con esta victoria, tan fácil que hasta me avergüenza haber
tomado parte en ella".
Aquiles escupió en dirección a Troya. Un salivazo de
desprecio hacia la ciudad a la que ya no le quedaba nada.
Patroclo, siguiendo el ejemplo del héroe, escupió a su vez.
"Aquiles y su perro fiel Patroclo. Pobre Patroclo,
enamorado como un idiota de ese montón de músculos sin
cerebro al que todos hemos elevado a la categoría de héroe
por el simple hecho de ser quien más muertes causa. Pobre
Patroclo, enamorado de Aquiles y buscando entre los
despojos troyanos alguien vivo con quien mitigar la pena por
la indiferencia de su amado. Eres idiota, Patroclo. Aquiles no
te amará nunca porque es incapaz de amar a nadie que no sea
él mismo. Tanto da que seas su perro más fiel como la más
hermosa de las mujeres. Aquiles sólo ama a Aquiles".
Las mujeres troyanas salieron de la ciudad en busca de
los cuerpos. Gritos de agonía empezaron a elevarse al
reconocer aquellas los cadáveres de un hijo o un hermano. Al
principio sólo unas pocas, pero pronto casi todas gritaban o
sollozaban en torno a los muertos, se arañaban el rostro, se
arrancaban mechones de pelo y se desgarraban los vestidos,
ajenas a la presencia de los tres últimos griegos que quedaban
en el campo de batalla. Hacía un buen rato que los caudillos
del ejército heleno se habían retirado al campamento.
Encabezados por Agamenón y Menelao se preparaban para el
que, suponían, había de ser el asalto definitivo a la casi
desguarnecida Troya.
Odiseo se alzó de la roca y caminó pesadamente entre
los muertos. A veces se hundía hasta los tobillos en un fango
negro y viscoso, mezcla de polvo, vísceras y sangre. Aquiles
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vio cómo se acercaba y sonrió con engreimiento. Patroclo se
colocó a su lado como si temiese que Odiseo fuese a
arrebatarle a su héroe y amigo.
-Una vez más, amigos, hemos vencido -dijo Aquiles
abriendo los brazos, tratando de abarcar con su gesto toda la
llanura-. Una vez más, la victoria se ha inclinado del lado de
nuestras armas.
-¿Qué victoria? -preguntó Odiseo con tono irónico- ¿Te
refieres a esta carnicería?
-No empieces, Odiseo. Los troyanos nos han atacado y
les hemos derrotado.
-Mira bien a los troyanos, Aquiles. La mayoría eran casi
unos niños. En Troya no deben quedar apenas hombres que
puedan empuñar las armas y nos han enviado niños que sólo
saben hacerse matar con un valor rayano en la necedad.
-No siento ninguna pena, Odiseo -dijo Aquiles-. Niños
o no, eran troyanos. Sabían que se exponían a morir. Nos han
atacado y han muerto. Han muerto...
-Si, si -interrumpió Odiseo-. Han muerto para mayor
gloria de Aquiles.
-No tienes derecho, Odiseo -intervino Patroclo-. Lo que
dice Aquiles es cierto. Él...
-Patroclo -interrumpió de nuevo el rey de Ítaca-, calla.
Calla y mira a esas que lloran entre los muertos.
-¿Sientes remordimientos? -preguntó Aquiles con
suficiencia burlona.
-Después de casi diez años de guerra ya no siento
remordimientos por nada -respondió Odiseo-. Tal vez, como
troyanos, estos niños merecieran morir, pero no ahora.
Podíamos haber despachado esto dándoles unos azotes y
mandándolos de vuelta a Troya. En lugar de eso los hemos
matado. Creo que me avergüenzo de haber sido yo uno de los
causantes de estas muertes.
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-Lloras como una vieja -rió Aquiles-. Siempre he sabido
que eres un blando.
Odiseo sonrió condescendiente.
-Yo no tengo tu gloria, Aquiles -dijo-. Sólo soy Odiseo,
el rey de Ítaca. Mi reino es mucho más pequeño que tus
posesiones en Tesalia. Soy el menos poderoso de cuantos
reyes y príncipes han acudido a esta guerra. Por eso mi fama
de guerrero, al ser menor que la tuya, se resiente con la
muerte de estos niños. Para ti es distinto. Puedes seguir
matando. Da lo mismo que sean niños, mujeres o guerreros.
Tu fama y tu gloria seguirán intactas.
-Sientes celos de Aquiles -dijo Patroclo.
-Por supuesto que siento celos de Aquiles -admitió
Odiseo irónico-. ¿Quién no querría ser el mejor de los
guerreros de la Hélade? Nada me complacería más que ser
tenido por un héroe a pesar de no ser más que un asesino de
niños.
-Me aburre tu charla -dijo Aquiles volviéndose de
espaldas-. Vamos, Patroclo. Vamos a celebrar esta nueva
victoria y dejemos que Odiseo, el rey de Ítaca, llore por los
muertos troyanos. Puede que así logre acallar su conciencia de
vieja.
Aquiles y Patroclo comenzaron a alejarse en dirección
al campamento griego. Apenas habían caminado unos pasos
cuando una voz hizo que se volviesen. Un troyano herido,
tendido boca abajo, alzaba de vez en cuando la cabeza y
llamaba a su madre. Como los demás, era apenas un
adolescente.
-¿Has oído, Aquiles? -preguntó Odiseo con su cada vez
más molesto tono irónico- Uno de tus terribles enemigos aún
está vivo.
Aquiles y Patroclo regresaron junto al rey de Ítaca que
ya se encontraba al lado del herido. Este levantó la cabeza y
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reconoció a los guerreros. Al hacerlo comenzó a llorar
mientras Odiseo se agachaba.
-Como los demás, sólo eres un niño asustado -dijo- y,
como los demás, tienes que morir para que la gloria de
Aquiles sea aún más grande. Si mueres serás un guerrero
muerto, pero si vives serás una vergüenza para los griegos y
para Aquiles. Por eso debes morir. Aquiles y su gloria
necesitan guerreros muertos, no niños vivos.
-La gloria de Aquiles que tú pareces despreciar es la
gloria de todos los griegos -dijo Patroclo cercano a la furia.
-Ya sé que el amor suele volvernos idiotas, Patroclo Odiseo hablaba con una condescendencia casi ofensiva-. El
amor nos convierte en ciegos, en necios...
-¡No es amor! Es la realidad. La realidad y la amistad
sincera que siento por Aquiles.
-Yo también amo -siguió Odiseo ignorando la airada
interrupción de Patroclo-. Amo a Penélope. O acaso amo el
recuerdo de Penélope. Y eso me convierte también en un
idiota. Somos iguales, Patroclo. Los dos perseguimos un
sueño.
-Yo no persigo otra cosa que la victoria de los helenos.
-También eso es un sueño porque lograremos la
victoria, pero no ganaremos nada con ella. Sólo tu amado
Aquiles y su gloria saldrán ganando. Pero aquí estamos
hablando mientras este pobre y estúpidamente heroico joven
se desangra -. Odiseo miró a Aquiles-. Tendrás que matarlo,
héroe de los helenos. Es lo más glorioso para todos.
Una mujer, aún joven aunque prematuramente
envejecida, se acercó. Miró con temor a los tres guerreros
griegos y se agachó junto al herido mientras Odiseo se alzaba.
Con esfuerzo, logró que el joven se volviese boca arriba y
comenzó a acariciarle el rostro, a limpiar la sangre ya cuajada
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de las heridas. De vez en cuando alzaba la vista en una súplica
muda y llorosa hacia los griegos.
-¿Qué hacemos con él? -preguntó Patroclo en voz baja
aún cuando sabía que la mujer le oiría.
-¿Acaso lo dudas? -Odiseo no había abandonado su
tono mordaz-. Matarlo. Hemos de matarlo... para mayor
gloria de Aquiles.
-No -Aquiles levantó los brazos como si estuviese
dirigiéndose a una multitud-. Le perdono la vida. Así todos
podrán ser testigos de mi generosidad.
-¿Generosidad? ¿Qué generosidad? Por dejar con vida a
este infeliz no dejas de ser lo que eres.
-Y ¿qué es lo que soy, Odiseo?
-Honradamente, no lo sé, Aquiles –dijo el rey de Ítaca
alzándose de hombros-. Aún no sé si eres un héroe o un
asesino. Pero lo que yo piense no tiene importancia. A ti lo
único que te importa es lo que tú crees. Así que, mata a este
niño o perdónale la vida. Eso no hará que cambie nada.
-Entonces, que muera.
De nuevo, Odiseo se alzó de hombros.
-Que muera, que viva... Decídete ya, héroe de los
helenos, porque si no te das prisa este enemigo morirá sin tu
ayuda, pero de aburrimiento.
La madre del troyano herido miraba a Aquiles y Odiseo
sin entender. El rey de Ítaca se agachó hasta quedar sentado
sobre sus talones y, con una calma que sorprendió a todos,
dijo a la mujer:
-Si la decisión fuese mía, tu hijo ya estaría muerto. De
ese modo yo sería tan glorioso como Aquiles.
El Pélida miró a Odiseo con rabia. Desenvainó la
espada y, de un golpe, atravesó el cuerpo del herido. Un
chorro de sangre brotó como si hubiese estado contenida a
presión, manchando la túnica y el rostro de Odiseo que no se
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movió. Aquiles, con la espada goteando sangre aún en la
mano, miró desafiante al rey de Ítaca sin hacer el menor caso
del alarido casi animal que surgió de la garganta de la mujer.
-Al fin te has decidido, héroe de los helenos –dijo
Odiseo con el mismo tono calmado de antes-. Ahora ya sé
qué pienso de ti.
-Tú me has obligado a hacerlo.
-¿Yo? ¿Desde cuando puede alguien obligar a nada al
glorioso Aquiles Pélida? ¿Olvidas quien soy? Soy Odiseo de
Ítaca, el menos poderoso de los reyes griegos. Mientras que tú
eres el héroe yo soy el bufón. Yo no te he obligado a nada.
No quieras hacerme responsable de tu propia simpleza.
-Aquiles tiene razón –intervino Patroclo que se había
mantenido apartado-. Has estado provocándole todo el
tiempo.
Odiseo se inclinó sobre el cadáver y apartó suavemente
a la mujer. Ya no gritaba. Sólo emitía unos quejidos
inarticulados entre los que se mezclaba el nombre de su hijo.
El rey de Ítaca cargó con el cuerpo y, dirigiéndose a Patroclo,
dijo:
-El amor nos vuelve ciegos e idiotas. A ti te ciega el
amor por Aquiles; a Aquiles, el amor por si mismo –se volvió
hacia la mujer y añadió-. Vamos, mujer. El rey de Ítaca, el
bufón de los griegos, llevará a Troya el cadáver de tu hijo
mientras los héroes se emborrachan con la gloria de Aquiles.
Con el cuerpo del joven en los brazos, Odiseo comenzó
a caminar seguido de la mujer. Otras troyanas se unieron al
improvisado cortejo fúnebre. El sol estaba ya muy alto. Caía a
plomo y el sudor corría a chorros por la frente y los brazos
del rey de Ítaca cayendo en gruesos goterones que se
mezclaban con la sangre reciente del troyano. Desde atrás,
Aquiles gritó:
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-Pienses lo que pienses y digas lo que digas, hoy ha sido
un buen día. Hemos logrado una nueva victoria.
Odiseo volvió el rostro. Estaba congestionado por el
peso del cuerpo y el su propia armadura, pero aún pudo gritar
replicando a Aquiles:
-Tienes razón. Ha sido un gran día. Hemos logrado una
nueva victoria... para mayor gloria de Aquiles.
Los enterradores se afanaban llevándose los cuerpos
antes de que empezaran a descomponerse. El trabajo era
posible merced a una tregua que los troyanos solicitaron
inmediatamente después de la batalla. Los griegos se
apresuraron a aceptar. Tampoco a ellos les interesaba tener
varios cientos de muertos pudriéndose al sol en las cercanías
del campamento.
Algunos serían quemados en un ceremonial en el que
aún, a pesar de la guerra y las privaciones, podría darse un
remedo de juegos funerarios, pero la mayoría irían a parar a
una fosa común abierta tiempo atrás en la que iban
acumulándose capas sucesivas de cuerpos.
Odiseo había regresado de las mismas puertas de Troya
de dejar el cadáver del joven. No volvió al campamento
griego. Permaneció en mitad de la llanura contemplando la
tarea de los enterradores, hombres todos ellos, pero
demasiado viejos para combatir o mutilados en alguna de las
batallas precedentes: cojos que se apoyaban sobre piernas de
madera o mancos que habían desarrollado la habilidad de
cargarse los muertos a las espaldas con la fuerza de un solo
brazo.
"Pronto nos enviarán a luchar a esos mismos mutilados
–pensó Odiseo-. Si son capaces de sostenerse sobre una
pierna y si tienen en su único brazo fuerza para alzar
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cadáveres son también buenos para luchar. Aquiles añadirá a
su gloria la muerte de algunas docenas de mutilados".
Los cadáveres estaban desnudos, despojados ya de todo
por los buscadores de botín después de que los vencedores,
en el momento mismo del combate, se hubiesen apoderado
de cualquier objeto de los vencidos que pudiera parecer
valioso.
Algunas mujeres enlutadas acompañaban a los
enterradores y les rogaban entre sollozos que tuviesen
cuidado con uno u otro cuerpos. Los hombres asentían sin
prestar atención y trataban por igual a todos los muertos.
Odiseo se acercó un poco más. Siguió con la mirada un
cortejo de mujeres, jóvenes todas ellas, que marchaba
lentamente en pos de dos cadáveres, camino de una pira que
se adivinaba cerca de la orilla del Escamandro. Subió a la
misma roca que antes le sirviera de asiento y, como si de una
tragedia teatral se tratase, empezó a declamar.
-Llorad, troyanas, llorad. Pero llorad quedo. Guardad
lágrimas para los días terribles que están por llegar. Nuestras
ansias de sangre no se han calmado aún. Hemos dado muerte
a vuestros padres, a vuestros esposos y a vuestros hijos. ¿A
quien más hemos de matar? ¿No habéis sufrido ya bastante?
Ya no quedan hombres en Troya. ¿Quién vendrá ahora en
vuestra ayuda? Haced que cese esta monstruosidad. Sólo
vosotras podéis lograrlo. Pero no lo haréis y todos seguiremos
luchando hasta que los dioses se harten de esta absurda
tragedia.
Una mujer joven, tal vez la hermana de uno de los
muertos, se apartó del cortejo y se dirigió hacia Odiseo.
-¿Tú hablas de tragedias? Tú eres un asesino igual que
los otros. Eres peor que los otros. Ellos se limitan a matar sin
preguntarse el por qué, pero tú te indignas ante las muertes
que provocas. Te indignas, pero sigues matando. No es
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preciso que te esfuerces en parecer mejor que tus
compañeros. Limítate, como ellos, a seguir matando y deja
que seamos nosotras quienes lloremos a nuestros muertos.
Odiseo descendió de la roca y miró a la troyana.
-¿Quién eres, muchacha?
Un mechón oscuro escapó del manto negro que cubría
la cabeza de la joven.
-Una mujer troyana. Nada más.
-¿Era tu hermano alguno de los muertos?
-Mi prometido. Era el que te hirió. Lo vi desde las
murallas. Vi cómo descargabas tu espada y cómo le
atravesabas el pecho. Y vi también que no había siquiera odio
ni rabia en ti. Lo mataste como hubieses podido matar a un
animal. Y esa indiferencia hacia su muerte hace que te odie
aún más que por haberlo matado.
-¿Quién eres, muchacha?
Los ojos de la joven troyana se clavaron en Odiseo y
este, por primera vez, se sintió incómodo y culpable. Ella
seguía sin responder y el griego inclinó la cabeza y comenzó a
marcharse.
Aquiles y Patroclo llegaban en ese instante. El primero,
visiblemente enfadado, se encaró con Odiseo.
-¿Habéis acabado ya con vuestros graznidos? Hasta el
campamento, hasta mi propia tienda, llegan vuestros
lamentos… y tus gritos de actor barato, Odiseo.
El rey de Ítaca recuperó el gesto. La llegada de Aquiles
era la excusa perfecta para olvidar la acusación de la troyana.
Volvió a subir a la roca y declamó con voz de burla.
-Aquiles, terrible Aquiles matador de troyanos.
Contempla el escenario de tus victorias. Muertos y más
muertos. Y todos ellos, enemigos, aunque nadie sepa muy
bien quienes son los enemigos de Aquiles.
-¡Basta ya, Odiseo!
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La réplica estaba a punto, pero la joven troyana se
adelantó.
-Terrible Aquiles, sí –dijo con tristeza-. Hoy has dado
muerte a lo que más amábamos. Has matado la esperanza.
Ahora sólo nos queda luchar con desesperación.
-Palabras –dijo Aquiles con un gesto de desprecio-.
Eran enemigos. Si no queríais que murieran no debisteis
enviarlos a luchar contra Aquiles.
-¿Has oído eso, Patroclo –intervino Odiseo-... a luchar
contra Aquiles.
-Sí, contra Aquiles –dijo la joven troyana-, porque hoy
todos habéis sido Aquiles. Incluso tú, Odiseo. Probablemente,
tú más que nadie.
-¿Quién eres, muchacha?
Ella ignoró una vez más al rey de Ítaca y se dirigió de
nuevo al Pélida.
-Ya sé que nada puedo contra ti, héroe de los helenos.
Para ti soy sólo una mujer troyana que pronto se convertirá
en un objeto más en el botín de alguno de vosotros. A pesar
de eso, escúchame. Antes he dicho que hoy has dado muerte
a lo que más amábamos. Llegará el día en el que tú mismo
mates aquello que más amas.
-Una maldición preciosa -dijo Odiseo sentándose-. ¿Y
yo? ¿No merezco yo una maldición?
La joven sonrió con desgana.
-Odiseo -dijo-, tú sólo eres un sangriento bufón que se
ríe hasta de los muertos para no volverse loco. A ti no es
preciso maldecirte. Contigo mismo tienes bastante.
-Ya lo ves, Aquiles -dijo Odiseo con gesto de falsa
decepción-. Ni siquiera merezco una maldición. En cambio
tú…
-¡Ya basta, Odiseo! Muérete, púdrete, haz lo que quieras,
pero hazlo lo más lejos posible de mí. En cuanto a ti, bruja
24
troyana, no me asustan tus maldiciones. En lugar de
maldecirme harías bien en agradecerme que no te lleve a
rastras al campo griego y que no te entregue a mis
mirmidones.
Odiseo soltó una carcajada y empezó a aplaudir.
-¡Bravo, Aquiles! Eso sí es generosidad para con los
vencidos.
-¡Odiseo!
-Escúchame, héroe sin cerebro -Odiseo continuaba
sentado en la roca con la misma aparente tranquilidad burlona
del instante anterior. Sin embargo, un brillo de rabia había
asomado a sus ojos-. Aunque quisieras no te llevarías a esta
troyana porque yo mismo lo impediría.
Hasta la propia joven pareció sorprendida. Pero Aquiles,
tras un momento de vacilación, dijo:
-Soy más fuerte que tú.
-Casi todos sois más fuertes que yo. Pero lo impediría.
-Con alguno de tus ardides de alcahueta -siseó Aquiles.
Odiseo volvió a sonreír con aquella mueca burlona y
ofensiva que molestaba al Pélida más que una herida.
-Si tocas a la troyana -advitió el rey de Ítaca- mataré a
Patroclo. No sé cuando, pero lo haré. Cuando esté
durmiendo, en mitad de un combate o cuando esté
perfumándose para parecerte más hermoso. Lo mataré.
Patroclo permaneció mudo, quieto como una estatua. Si
le había impresionado la amenaza no lo demostraba, pero
Aquiles gruñó:
-Sí. Lo harás. Eres tan despreciable que serías capaz.
-Claro que sería capaz -aseguró Odiseo-. Y hasta es
posible que me gustase cortarle el cuello.
-Vámonos, Patroclo. No quiero oír más a este...
-¿Loco? ¿Bufón? -preguntó el rey de Ítaca.
25
Aquiles dirigió a Odiseo una última mirada de rabia
antes de alejarse. Patroclo, por el contrario, mantenía en su
rostro un gesto extraño, como de sonrisa contenida.
-Patroclo se ha convertido en tu enemigo -dijo la joven
troyana una vez que los dos griegos se hubieron alejado.
-Al contrario. Patroclo sabe que sólo estaba lanzando
una bravuconada. Aquiles se lo ha creído porque él sí hubiese
sido capaz. En realidad le he hecho un favor a Patroclo.
-No entiendo.
-Patroclo ama a Aquiles y reniega de todas las mujeres
que pasan por el lecho del Pélida, sean esclavas, prostitutas o
princesas. Aquiles no te habría entregado a sus mirmidones.
Al menos, no hasta haber disfrutado él mismo de ti. Eres
joven y hermosa: dos requisitos esenciales para ser del agrado
de Aquiles. Y Patroclo, a pesar de ser uno de los mejores
guerreros, no es más que una amante despechada cuando hay
una mujer cerca. Ya sé que es banal. Un simple asunto de
celos, pero es así.
-Y ¿por qué has impedido que Aquiles...?
-Podría decirte que lo he hecho porque me has dado
lástima –Odiseo entornó los ojos y guardó un instante de
silencio antes de añadir-. O quizá la razón es que te amo. Pero
en realidad yo también soy banal y lo he hecho sólo para
humillar a Aquiles. Aunque tampoco estoy muy seguro de que
tuviese verdaderas intenciones de llevarte al campamento.
Últimamente el héroe siente deseos de mostrarse generoso.
La joven había tenido un momento de sorpresa. Se repuso
al instante y dijo:
-Si es como dices, no tengo que agradecerte nada,
Odiseo de Ítaca.
-Es cierto. No tienes nada que agradecerme, ni lo pretendo.
Mira. Ya no queda nadie de los tuyos. Estarán todos llorando
26
a tu prometido muerto. Es hora de que te marches tú
también.
-Me voy. No te agradezco nada. Sigo sintiendo por ti el
mismo desprecio.
-Lo sé -asintió Odiseo-. Sin embargo yo creo que te
amo.
La joven retrocedió un paso aún más sorprendida que
antes. Odiseo permanecía con la mirada fija en ella. Durante
un instante, la expresión de la muchacha troyana se dulcificó,
pero fue sólo ese instante. Apretó los dientes y, casi
escupiendo las palabras. Dijo:
-Ámame cuanto quieras, bufón de los griegos. Me gusta
que me ames porque, además de despreciarte, puedo reírme
de ti.
-¿Me dirás quien eres antes de marcharte?
El mechón de pelo cayó sobre la frente de la joven. Ella
lo apartó con un gesto violento al tiempo que clavaba sus ojos
en los de Odiseo.
-Soy Penélope. Pero no esa Penélope que sueñas con
encontrar a tu regreso a Ítaca. Yo soy real.
El viento comenzó a soplar mientras la joven se alejaba
en dirección a Troya. El manto cayó sobre sus hombros
mostrando la cabellera corta de la troyana, poco más que una
niña en realidad, mientras se perdía entre las luces y las
sombras de la tarde que iniciaba su caída.
Odiseo permaneció un rato sentado en la roca. Quería
escuchar en el siseo del viento la voz de la Penélope troyana
llamándole bufón y mostrando su desprecio.
"Al menos, desprecio. No esa indiferencia hiriente de la
Penélope soñada en Ítaca".
Fijó la mirada en la Puerta Escea, ya cerrada y apenas
visible con la escasa luz del crepúsculo.
27
Súbitamente cansado, Odiseo se alzó de la roca e inició
el regreso al campamento. Aún volvió dos veces la cabeza sin
saber exactamente qué esperaba ver. No había nada. La
oscuridad, ya completa, lo envolvía todo y ni siquiera las
murallas de Troya eran visibles.
28
−Β−
A Eneas le habían ordenado que esperase fuera. Nadie
podía entrar en la casa de la reina sin la expresa autorización
de aquella. Pero la reina había salido al amanecer a cazar, a
ejercitarse o, simplemente, a cabalgar.
Eneas llevaba varias horas esperando. Entró en la
ciudad anunciando que era el príncipe de Dardania y el
embajador de Priamo de Troya. No contaba con infundir
temor ni lo pretendía.
"Acaso -pensaba- el respeto que se debe al enviado de
otra ciudad, de otro país".
Pero aquellas mujeres no parecían sentir nada; sólo una
ligera curiosidad que de inmediato daba paso a la indiferencia.
Aquella actitud desconcertaba al dárdano. Troya era un lugar
lejano, pero todo el mundo conocía su existencia y su
emplazamiento; su fuerza y su riqueza.
"Al menos, antes era rica y poderosa -se dijo Eneas-.
Antes de que los griegos comenzaran a destruirla lentamente.
Hace pocos años el solo anuncio de la llegada de naves
troyanas era causa de ansiedad. Ahora la ciudad tiene que
mendigar ayuda".
El príncipe de Dardania miró a las mujeres que
montaban guardia a la entrada de la residencia de la reina.
29
Iban armadas al modo griego, con corazas de bronce hasta la
cintura y espadas cortas.
"Ningún adorno. Las armas de estas mujeres son para
combatir".
Eneas empezaba a desesperarse. A pesar de su probada
paciencia y de las instrucciones recibidas de no hacer un solo
gesto que pudiera molestar a las amazonas, comenzó a dar
muestras de cansancio por la espera.
Dos mujeres pasaron a caballo frente a él. Al ver que se
trataba de un hombre frenaron sus monturas y le miraron
directamente. El dárdano se irguió pensando que una de ellas
podía ser la reina, pero las mujeres, después de admirar en
voz alta las musculosas piernas del visitante, se alejaron
riendo.
Cansado de esperar, Eneas volvió a dirigirse a la entrada
de la residencia de la reina. Las amazonas le dirigieron
miradas de amenazadora advertencia.
-Al menos decid que me traigan algo de beber -dijo
resignado a continuar esperando.
-En la plaza del sur hay un pozo -indicó una de las
mujeres ásperamente-. Si tienes sed, ve tú a procurarte el agua.
El dárdano se alzó de hombros y llevando a su montura
de las riendas, comenzó a buscar el pozo.
Miró con curiosidad las construcciones. Al llegar se
había dado cuenta de que las calles eran de tierra cubierta con
grava, rectas y con las casas blanqueadas salvo en los maderos
que formaban la estructura principal, en apariencia todas de
una sola planta y con los techos muy inclinados, casi
perfectamente alineadas; completamente distintas a las de
Troya que formaban un laberinto de callejones estrechos que
se ensanchaban súbitamente, que se cerraban de nuevo, que
daban lugar a una plaza o que terminaban abruptamente
contra la muralla.
30
Aquí y allá se veía a algunos hombres, todos ellos
jóvenes, acarreando leña o agua. No demasiados porque la
mayor parte estaba en los campos de las cercanías
desempeñando labores agrícolas o revisando las trampas de
caza. Los que quedaban en la ciudad miraban a Eneas con
una mezcla de curiosidad y asombro. Un hombre armado y
con caballo propio en la ciudad de las amazonas era una
novedad completa.
La ciudad no era demasiado grande y Eneas no tuvo
dificultades para encontrar la plaza del sur con el pozo que le
habían indicado. Iba a sacar agua cuando desde el interior de
una de las casas cercanas escuchó una sarta de insultos
acompañada de risas groseras. Un hombre joven,
completamente desnudo, salió corriendo de la casa tan deprisa
que tropezó con sus propios pies y cayó muy cerca de donde
se hallaba Eneas. Instantes después asomaba una amazona,
también joven e igualmente desnuda. La mujer llevaba en las
manos un fardo de andrajos que arrojó al hombre.
-Te olvidas de tus harapos, maldito impotente -dijo la
amazona-. Lárgate de aquí y cuida la cagarruta que tienes
entre las piernas porque como falles otra vez te haré castrar.
El hombre recogió sus escasas ropas y se alejó
rápidamente. Eneas no pudo disimular su sonrisa ni su
asombro. La amazona era rubia, esbelta y muy atractiva. En
cualquier otra parte del mundo habría pasado por una joven
discreta a la que habrían pretendido no pocos hombres. En
cualquier otra parte del mundo aquella joven no habría salido
a la calle desnuda berreando como un tracio borracho de vino
y hambriento de sexo.
-¿Qué estás mirando, hombrecito? -dijo la mujer
llevándose una mano a la entrepierna en un gesto obsceno¿Quieres acabar tú lo que ese imbécil ha dejado a medias?
31
Eneas supo que se dirigía a él y declinó la invitación con
la cabeza.
-Eres un pollo castrado lo mismo que el otro -gritó la
amazona-. La mierda que tienes entre las piernas no te sirve
para nada.
"Tranquilidad, Eneas -se dijo el dárdano-. Ya me habían
advertido sobre los modales de estas mujeres".
-¿Qué te pasa? -continuó la amazona- ¿Es que no soy de
tu gusto o es que eres uno de esos a los que les van los
jovencitos? Seguro que eres uno de esos griegos pervertidos.
Eneas fue a replicar, pero la mujer escupió al suelo y
regresó al interior de la casa. El dárdano no pudo evitar soltar
un suspiro de alivio.
-No todas las amazonas son así -dijo una voz a sus
espaldas.
Eneas se volvió. Tras él, a poca distancia, había dos
mujeres. Vestían unos sencillos pantalones y unos justillos de
piel y calzaban botas. Ambas llevaban una espada corta al
cinto y de la silla de sus monturas colgaban sendos estuches
de cuero labrado abiertos por la parte superior. En el interior
de aquellas fundas descansaban los curiosos arcos cortos de
asta y madera cuyo manejo había hecho famosas a las
amazonas. Eneas recordó que se decía que Odiseo poseía uno
de aquellos arcos y que sólo él era capaz de tensarlo.
"Si estas mujeres los usan -pensó- no debe ser tan difícil
tensar el arco de Odiseo".
Cualquiera de las dos mujeres, o ninguna, podía ser la
reina. Una era tan alta como él, de pelo y ojos muy claros y de
rostro aniñado un tanto desfigurado por unos labios finos,
casi inexistentes y por una cicatriz que le cruzaba el mentón.
La otra era menuda y delgada pero bien proporcionada. Su
melena corta y negra contrastaba vivamente con el largo
32
cabello rubio de su compañera. En la mano derecha llevaba
una fusta de cuero trenzado.
-Eres Eneas de Dardania ¿No? -preguntó la más
pequeña con una sonrisa irónica.
-Soy Eneas de Dardania, en efecto. También soy aliado
del rey Priamo de Troya en la guerra contra los griegos.
-Yo soy Pentesilea, reina de las amazonas -dijo la mujer
sin perder la sonrisa-. He oído bastantes cosas de esa guerra.
Algunas mujeres, armadas en su mayor parte,
empezaron a acercarse curiosas.
-¿Tenemos que hablar aquí? -preguntó Eneas mirando
hacia todos lados, molesto por la creciente curiosidad de las
mujeres guerreras.
-¿Qué es lo que temes, príncipe de Dardania? ¿Qué las
amazonas se enteren de la debilidad de los troyanos? Pentesilea sonrió abiertamente- Está bien. Vamos a mi casa.
Caminaron en silencio. Eneas continuaba mirándolo
todo. El asombro no le había abandonado. Hombres,
invariablemente cubiertos de harapos, raspaban pieles,
trenzaban mimbre, acarreaban cacharros... Ni uno de ellos iba
armado. Ni siquiera un simple cuchillo. Pentesilea observaba
divertida el asombro del dárdano.
-Son esclavos -dijo la reina-. No hay de qué asombrarse.
Vosotros también tenéis esclavos, lo mismo que los griegos.
-¿No hay hombres libres? -preguntó Eneas.
-En la ciudad, no.
Entraron en el edificio que servía de residencia de la
reina. Aunque parecía estar completamente construido en
piedra y tenía una planta superior, estaba muy lejos de
parecerse al palacio del rey Priamo de Troya. La casa de
Pentesilea era sencilla, sin muebles superfluos, sin más
adornos que los frescos pintados en las paredes donde,
invariablemente, estaban representadas escenas guerreras.
33
Pentesilea ocupó una silla de respaldo alto e invitó a
Eneas a sentarse frente a ella al otro lado de una pequeña
mesa cuadrada de patas rectas. La otra amazona permaneció
de pie tras la reina sin quitar la vista de encima del dárdano ni
la mano de la empuñadura de la espada.
-Puedes empezar cuando quieras, enviado de los
troyanos.
Eneas se sentía incómodo. La suficiencia de la mujer, su
confianza en sí misma y su media sonrisa tan parecida a una
mueca de desprecio molestaron al príncipe de Dardania.
"Por qué tengo que aguantar esto? Yo soy Eneas,
príncipe de los dárdanos. Soy un guerrero famoso y un héroe
de Dardania y de Troya. Y esta mujercilla, con sus aires de
suficiencia parece la reina de Hatti y no es más que la
cabecilla de una partida de locas".
Pensó en levantarse airado y demostrar a Pentesilea
quien era él, pero se sobrepuso a sus pensamientos
recordando que la misión que le habían encomendado era en
extremo importante.
-Reina Pentesilea -dijo-, creo que ya sabes a qué he
venido.
-Lo imagino, pero quiero que tú me lo cuentes.
"Estúpida engreída. Ya se te bajarán esos humos cuando
estemos en Troya".
-Está bien -siguió Eneas-. Sabes que hace casi diez años
que los griegos asedian Troya. En todo ese tiempo han
tratado de penetrar en la ciudad innumerables veces, siempre
sin conseguirlo.
-Por supuesto que no han entrado -cortó la reina sin
dejar de sonreír-. Si lo hubiesen hecho la guerra habría
terminado y no tendría sentido que tú estuvieses aquí.
34
Eneas apretó un instante los labios. "Está tratando de
demostrarme que es más fuerte que yo", pensó. Trató de
evitar que su rostro reflejase sus sentimientos y continuó:
-Vengo en nombre del rey Priamo de Troya a pedir
vuestra ayuda para derrotar a los griegos y arrojarlos
definitivamente al mar.
-¿Qué nos importa a nosotras vuestra guerra? ¿Qué nos
importa si Troya vence o si es destruida? ¿Ayuda? ¿Quieres
que mis amazonas luchen en una guerra que no es la suya?
¿Por qué nosotras?
Eneas suspiró intuyendo que la negociación iba a ser
larga.
-Porque los enemigos son griegos -dijo- y porque
sabemos que no hay quien iguale a las amazonas en...
-No necesitamos halagos, príncipe de Dardania -cortó
Pentesilea- y no es preciso que me hables de nuestro valor.
En realidad nos necesitáis porque ya no os queda nadie a
quien recurrir. Primero llamasteis a los lidios y los griegos los
derrotaron en el primer combate. No regresaron ni la mitad
de los que habían llegado. Luego llamasteis a los carios que
también fueron derrotados y otro tanto pasó con los frigios.
-Estás bien informada. No pensé...
-Estamos lejos de Troya. Estamos lejos de vuestras
magníficas ciudades fortificadas, pero no somos el puñado de
salvajes que muchos piensan.
-No he querido ofenderte.
-Y no lo has hecho, príncipe de Dardania.
-¿Vendréis a Troya?
-Aún no sé si nos conviene -dijo Pentesilea-. Los griegos
son la peor peste de la tierra. Son taimados y falsos, pero
también son buenos guerreros. ¿Qué pueden ofrecernos los
troyanos a cambio de que matemos griegos?
-Si es oro lo que queréis, lo tendréis.
35
-¿Lo tendremos, príncipe de Dardania? -preguntó la
reina con burla-. Y ¿de donde sacarán ese oro los troyanos?
Los hombrecillos a quienes llamasteis antes que a nosotras
cobraron muy cara la escasa ayuda que os prestaron. Los
lidios, los carios y los demás fueron derrotados, pero no por
eso dejaron de llevarse su parte del oro troyano.
Eneas asintió.
-Es cierto -dijo-. En Troya ya no queda ni un talento de
oro. Pero puedo ofreceros tantos griegos como seáis capaces
de matar. Todos saben que, desde los tiempos de Hipólita, las
amazonas sentís odio mortal por los griegos. Os ofrecemos la
oportunidad de vengaros.
-¿Qué sabrás tú de Hipólita? -preguntó Pentesilea con
desdén- Lo que cuentan de ella son las mentiras que han
inventado los griegos.
Eneas se sintió incómodo pensando que tal vez había
dicho algo que no debía.
-Dicen -comentó pausadamente- que Heracles sedujo a
la reina Hipólita y que luego la estranguló. También dicen que
la seducción de Hipólita fue un ardid para robar su cinturón
de oricalco.
-Una historia muy típica de los griegos -dijo Pentesilea
con desprecio-. El cinturón de oricalco... Vaya estupidez.
Querían oricalco, sí, pero bastante más que el que pudiera
adornar un cinturón. Querían robar el tesoro de las amazonas.
Llegaron con buenas palabras encabezados por Heracles,
aquel animal con el pelo teñido de sangre que se
autoproclamaba semidiós. Mientras aquel trataba de negociar
con la reina Hipólita, sus compañeros fomentaban una
rebelión contra nosotras entre los esclavos y los hombres
libres de las aldeas. No les salió bien. Las amazonas acabaron
con la revuelta antes de que se extendiese. Pero Heracles
mató a Hipólita y logró escapar. Algunos griegos fueron
36
capturados y desollados vivos. Unos cuantos aún vivían
cuando los arrojamos a los perros.
Eneas se estremeció. Pentesilea sonrió levemente.
-¿Te parece cruel, príncipe de los dárdanos? -preguntó.
-Si eran culpables... -empezó Eneas.
-Lo eran. Puede que vosotros matéis de forma más
elegante, pero es la muerte al fin y al cabo. Además, desde
entonces los griegos no se han atrevido a acercarse. Les ha
servido de ejemplo.
Eneas guardó silencio durante unos instantes. El giro
que había tomado la conversación no le gustaba. Notaba la
boca seca, pero no se atrevía a pedir a la reina algo para beber.
-¿Vendréis a luchar a Troya? -preguntó al fin.
-Primero tengo que saber la cantidad de amazonas que
necesitáis y tenemos que hablar también de comida, de
acuartelamientos, de pastos para los caballos. No se trata sólo
de decidir si iremos o no. Tenemos que saber qué nos
encontraremos. -La reina se levantó de su asiento-. Tengo
hambre y supongo que tú también. Discutiremos todo esto
mientras comemos. Te advierto que esto no es la corte de
Troya. Aquí no encontrarás lujos.
-Hace tiempo que en Troya no queda nada lujoso -dijo
Eneas alzándose también.
Pentesilea no quiso añadir nada a la sentencia de Eneas
y ambos se dirigieron a un patio rodeado de altos muros
almenados que se entreveía por una de las puertas de la
estancia. Dos amazonas pesadamente armadas, cubiertas con
corazas cortas de bronce, paseaban lentamente por el camino
de ronda sin prestar atención a lo que sucedía en el interior
del patio.
"Podría matar a Pentesilea en este mismo instante pensó Eneas-. Está tan segura de sí misma que..."
37
Los pensamientos del dárdano se truncaron en seco. En
uno de los ángulos del patio, casi ocultas a las miradas, había
dos amazonas con arcos en las manos. Eneas se fijó más
detenidamente y vio varias flechas clavadas en el suelo de
tierra a los pies de las arqueras, listas para ser disparadas
rápidamente. Miró hacia el ángulo opuesto. También allí había
mujeres con las armas preparadas para intervenir a la menor
señal de peligro o a una indicación de la reina.
Cerca de la puerta había otra mesa de patas rectas, sin
adornos, rodeada por seis sillas con respaldo igualmente
sobrias. Pentesilea indicó a Eneas que se sentase al tiempo
que lo hacía ella.
Antes de retomar la conversación les sirvieron la
comida. Eneas sintió crecer su extrañeza al ver que eran
mujeres quienes portaban las bandejas. Había esperado que
fueron hombres los sirvientes.
-No todas las mujeres de esta parte del mundo son
guerreras -dijo Pentesilea adivinando los pensamientos del
dárdano-. Algunas son demasiado débiles o carecen de
espíritu guerrero.
-Entiendo -dijo Eneas-. Sólo los fuertes merecen...
-Las fuertes, las hábiles, las astutas… -interrumpió la
reina-. Exactamente igual que en tu mundo de hombres. Pero
no quiero hablar más de nosotras. Tú has venido aquí a pedir
ayuda. Vamos a ver en qué términos quieren nuestra ayuda los
troyanos.
-Ya has adivinado que apenas hay oro en la ciudad -dijo
Eneas-. Sólo podemos ofrecer el botín que capturéis. Y por lo
que has dicho antes sobre la comida, tampoco hay abundancia
en Troya. En estos momentos dependemos de los convoyes
que vienen de Entre Ríos y, sobre todo, de Hatti. Eso cuando
no los interceptan los griegos.
38
-No es un panorama atractivo -dijo Pentesilea después
de un largo trago de vino-. ¿Hay pastos para los caballos?
-Las cercanías de la ciudad están arrasadas -admitió el
dárdano-, pero hay pastos al sur más allá del Escamandro. Al
menos los había hace unos días.
-No hay pastos cercanos, no hay comida y no hay oro.
Dime, Eneas ¿cómo lográis sobrevivir?
-Los dioses están con nosotros.
-¿Me tomas por idiota? La comida vale dinero. Y si os la
traen de lugares tan lejanos como Entre Ríos debe ser a
cambio de algo.
El dárdano dudó unos segundos antes de responder.
-Pensamos que tendríais suficiente con el botín y...
-Y con matar griegos -cortó la reina-. Sigues pensando
que las amazonas somos una horda de mujeres salvajes. Bien,
no tengo por qué convencerte de nada. Pero si quieres nuestra
ayuda, tú sí tienes que convencerme de que merece la pena ir
a defender Troya.
Eneas suspiró.
-Troya aún conserva una buena cantidad de oro en los
establecimientos de Kipros y en el país Jem -dijo-. De ese oro
se paga el contenido de los convoyes -volvió a suspirar y
añadió-. Lo que acabo de decirte es el secreto mejor guardado
de Troya. Si los griegos supiesen...
-Lo entiendo -dijo Pentesilea-. Si los griegos se enteran
de que el tesoro de Troya está en Kypros no pasaría mucho
tiempo antes de que sus guerreros desembarcasen en esa isla.
Eso sí sería una catástrofe para vosotros. Sin oro no hay
comida y si no hay comida, la ciudad cae.
Eneas asintió en silencio. Le molestaba haber tenido que
mencionar las reservas de oro, pero ya no había remedio. Al
cabo de unos instantes, preguntó:
-¿Vendréis a Troya?
39
-No has probado aún tu comida, príncipe de Dardania Pentesilea sonreía-. Creo que sí. Tal vez nos guste ir a
combatir a Troya.
Eneas comenzó a sonreír también, pero se interrumpió.
Había olvidado mencionar algo que creía importante. Se
maldijo a sí mismo por haber hablado del oro antes de
nombrar todos los inconvenientes. Pentesilea advirtió el gesto
y preguntó:
-¿Qué ocurre, príncipe? ¿No te gusta esta comida?
-He olvidado decirte algo -respondió Eneas negando
con la cabeza.
-Algo importante por lo que veo.
-Creo que lo es -dijo el dárdano-. Se trata de Héctor. Él
es el príncipe de Troya y el comandante en jefe de las tropas
troyanas, ya lo sabes.
-Lo sé.
-Héctor no estaba de acuerdo en que buscásemos
vuestra ayuda. Como todos, ha oído hablar de vosotras, pero
no cree que seáis tan buenas con las armas como se dice.
Prefería la ayuda de un ejército de hombres; tal vez hititas o
gente de Assur. Pude convencer al rey Priamo de que
vosotras sois la mejor elección, pero Héctor cree que esto será
una pérdida de tiempo y de dinero.
-Y, ¿por qué crees que nosotras somos mejores que los
hititas?
-Perdóname la franqueza, reina Pentesilea, pero no creo
que seáis mejores ni peores que los hititas. Ocurre que ellos
no sienten ninguna simpatía por la causa troyana. Comercian
con nosotros porque les pagamos bien, pero creo que lo
harían también con los griegos si éstos tuviesen necesidad.
Además, Hatti lleva años queriendo asegurarse la posesión de
nuestros establecimientos en Kypros. En un pasado no
40
demasiado lejano ya hubo algún enfrentamiento entre Troya y
Hatti, precisamente por nuestras posesiones en aquella isla.
-Y, a pesar de eso, Héctor prefiere la ayuda de los hititas
porque son hombres. Un personaje curioso ese príncipe
Héctor. Y es vuestro comandante en jefe.
-Ha demostrado en muchas ocasiones que es el mejor
guerrero de Troya.
-Ha demostrado que es el troyano que más mata corrigió Pentesilea con un cierto desdén-. Eso no es razón
suficiente para dirigir un ejército.
-Es el hijo mayor del rey Priamo -dijo Eneas.
-Tampoco eso le otorga cualidades especiales de
estratega. Puede que vuestro príncipe Héctor mate a muchos
griegos, pero es incapaz de ganar la guerra -Pentesilea se
recostó sobre el respaldo de la silla y miró directamente a
Eneas-. Veamos, Eneas de Dardania. Quieres que mis
amazonas y yo vayamos a luchar por una ciudad que no tiene
apenas recursos, que depende de los suministros exteriores,
que no dispone de pastos para los caballos, con un ejército
reducido a su mínima expresión y con un comandante en jefe
que no se fía de nosotras. No es precisamente la mejor de las
situaciones.
-¿Significa eso que no vendréis?
-Iremos a luchar por Troya, pero con una condición.
-Queréis oro.
-Por supuesto que queremos oro -dijo Pentesilea-, pero
de la cantidad, del número de amazonas que han de ir, de los
suministros y demás, hablaremos después. La condición es
que vayamos en calidad de aliados.
-¿Como aliados?
-Así es. No estoy dispuesta a sacrificar a mis amazonas a
los caprichos de un comandante en jefe que no tiene
41
confianza en nuestras dotes guerreras. Yo tomaré parte en los
consejos de guerra.
-No sé si Héctor estará de acuerdo -dijo Eneas.
-Tendrá que estarlo si quiere que os ayudemos a arrojar
a los griegos al mar. Eres un hombre prudente, Eneas. Si has
podido convencer a los troyanos para que pidan nuestra
ayuda también podrás convencerles para que nos acepten
como aliadas.
Eneas sonrió levemente y dijo con resignación:
-Supongo que podré -sonrió más abiertamente y añadió.
Eres hábil, reina de las amazonas. Me gustas.
-Tienes gustos extraños, príncipe de Dardania.
42
−Γ−
"Casi diez años ya. Bastantes más de los que
imaginamos cuando salimos de Grecia. Bastantes más de los
que yo mismo imaginaba cuando salí de Ítaca. Casi diez años
y aún no sabemos cuando llegará el final. Ni el más pesimista
de nosotros llegó a pensar que esta ciudad resistiría tanto.
Después de todo no es más que una ciudad enfrentada a
todos los griegos. Una ciudad con aliados, cierto, pero que le
han servido de bien poco. En realidad sólo han retrasado lo
inevitable y han hecho que esa resistencia a ultranza nos
enardezca más y sintamos más deseos de conquistarla.
"Y cuando la conquistemos… ¿qué? A veces creo que
no quiero que esto termine. Temo lo que pueda venir
después. Tanto tiempo guerreando ha hecho que no sepa
hacer otra cosa. Tal vez, ni siquiera vivir. Habrá que buscar
otras troyas cuando esta haya caído. Para los troyanos es
distinto. Ellos se enfrentan sólo a la muerte. Nosotros nos
enfrentaremos a la vida y no sé qué es más terrible.
"Y luego Penélope. Pensar en ella me hace daño. Ansío
el instante de volver a verla y, a la vez, lo temo tanto que
permanezco atado a este absurdo código que me obliga para
con mis compañeros.
43
"Demasiadas cosas. Lo mejor es pensar como Aquiles.
Buscar al enemigo y darle muerte allá donde se encuentre para
luego emborracharse con la alegría de la victoria".
Odiseo se levantó del catre y salió de la tienda después
de haberse colocado un gastado quitón corto que alguna vez
debió ser rojo, pero que, a fuerza del uso y de sucesivos
lavados, se había convertido en poco más que un trapo.
Se dirigió hacia la empalizada. Apenas comenzaba a
alborear y la actividad en el campamento era escasa. Un grupo
de aqueos de Agamenón pasó ante Odiseo. El oficial que los
mandaba dirigió un breve saludo con la cabeza al rey de Ítaca.
Este lo ignoró y siguió caminando en dirección al portón.
"He perdido diez años de mi vida en este lugar. Diez
años soportando un día tras otro el hedor de las letrinas, del
sudor, de la sangre, de la carne cruda, de los cuerpos
pudriéndose. Diez años escuchando las bravatas de Aquiles,
los discursos de Agamenón, los lamentos de Menelao y las
plegarias de Calcante… ¿Qué es aquello? Parece un reflejo
metálico. Y desde el norte".
Odiseo había llegado al portón del campamento. Cruzó
el puente de tablas que salvaba el foso y dio unos pasos hacia
terreno de nadie.
"Son reflejos metálicos. Refuerzos para Troya. Así pues,
los niños no serán los últimos. Habrá más sangre y un nuevo
motivo para no regresar".
Cada vez con más frecuencia, el sol arrancaba destellos
de las puntas de las lanzas y las corazas que se aproximaban.
A la espalda del rey de Ítaca, el campamento griego
comenzaba a revivir. Algunas columnas tenues de humo se
elevaban sobre el amasijo de tiendas y chabolas. Varias
esclavas de Agamenón, el rey de Micenas, que debían haber
salido antes del alba, pasaron acarreando haces de leña y
pequeñas barricas de agua. Pese a los rigores de la guerra,
44
Agamenón trataba de llevar una vida lo más lujosa posible y
unos modales casi palaciegos sin acordarse para nada de su
esposa Clitemnestra.
Odiseo sonrió al pensar en Clitemnestra. Tan hermosa
como Helena, su carácter autoritario y hasta vengativo
oscurecía aquella belleza. Alguien había dicho que durante las
ausencias de Agamenón, la reina se consolaba con Egisto. Y
la última ausencia de Agamenón estaba durando ya diez años.
"No envidio el regreso de Agamenón. Tener por esposa
a Clitemnestra es una buena razón para desear que la guerra
no acabe nunca".
A los reflejos que arrancaba el sol se unió, cada vez más
cercano, el retumbo creciente del galope de muchos caballos.
Algunos guerreros salieron del campamento hasta donde se
hallaba Odiseo mientras otros se asomaban desde lo alto de la
empalizada.
"Jinetes desde el norte. Vienen a ayudar a los troyanos,
pero ¿quienes pueden ser? Hace tiempo que los escitas se
marcharon vencidos. ¿Quien puede venir desde el norte?"
Siguió caminando hasta llegar a la roca que días antes le
sirviera de asiento y pedestal. Desde allí vio cómo se llenaban
las murallas de Troya con gente que agitaba estandartes, ramas
o simplemente las manos. A pesar de la distancia pudo
distinguir a quienes llegaban e incluso apreciar la calidad de
las armas y armaduras. Al frente, entrando ya en la ciudad por
la puerta Escea, flotaba un estandarte redondo, negro,
adornado con dos serpientes doradas entrelazadas y con
cintas púrpura y colas de caballo.
"Las amazonas".
Desde lo alto de las murallas y del interior de la ciudad
llegaba un griterío festivo. Cientos de nombres coreaban un
nombre: Pentesilea.
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Los jinetes terminaron de entrar en Troya. En las calles,
al paso de las mujeres guerreras, seguía la fiesta mientras las
murallas volvían a quedar vacías. Sólo una figura,
empequeñecida por la distancia, permanecía entre las almenas.
Odiseo no podía verlo, pero adivinaba la mirada de aquella
figura fija en él, también solo en mitad de la llanura, con la
roca a sus pies como pedestal.
"Es Penélope".
Odiseo sonrió recordando a la desconcertante
muchacha, la única que había logrado incomodar su
presuntuoso cinismo. Ser irónico y burlón con Aquiles, e
incluso con el rey Agamenón, era fácil. Pero sostener la
mirada intensa y triste de aquella joven troyana había sido tan
duro como soportar los instantes previos a una batalla.
"Sobre todo porque tiene razón. Yo soy el peor porque
yo sé lo que estoy haciendo".
Involuntariamente levantó la mano a modo de saludo.
Esperaba que la Penélope imaginada respondiese al gesto,
pero la figura negra dio media vuelta y desapareció.
-¿A quién saludas?
La voz de Aquiles sacó a Odiseo de sus pensamientos.
-¿Has visto? -dijo eludiendo la respuesta-. Los troyanos
acaban de recibir refuerzos.
-Los he visto -respondió Aquiles-. ¿Has podido
distinguir quienes son?
-He reconocido el estandarte, Aquiles. Son las amazonas
de la reina Pentesilea.
-¿Las amazonas? -Aquiles parecía divertido con la
noticia-. Los troyanos deben estar realmente mal para pedir
ayuda a esas arpías. De todos modos, mis mirmidones se
alegrarán mucho al saber que pronto tendremos más mujeres.
Es posible que hasta tú mismo puedas conseguir alguna. Creo
que sólo tienes una esclava ¿no?
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-Habrá que tener cuidado -dijo Odiseo ignorando la
burla-. Por lo que sé de ellas, esas mujeres son temibles con
las armas en la mano y odian a los griegos.
-No son más que mujeres con las nalgas endurecidas de
tanto montar a caballo. Mis guerreros se van a poner muy
contentos.
Odiseo se sentó en la roca con gesto de fatiga.
-A veces me pregunto…
-No empieces otra vez, Odiseo -cortó Aquiles-. Me
importa bien poco lo que te preguntes o lo que pienses. No
haces más que pensar. Y pensar es el recurso de los débiles.
-Una sentencia digna de ti -dijo Odiseo sin un asomo de
ironía-. Dime, Aquiles. ¿Qué harás cuando acabe la guerra?
La pregunta desconcertó al Pélida. Durante unos
instantes no supo qué responder. Al fin, dijo:
-Regresar a Grecia.
-Ya -insistió Odiseo-. ¿Y una vez allí?
-No entiendo tus preguntas -se impacientó Aquiles.
Odiseo miraba en dirección a Troya. Parecía hablar más
consigo mismo que con Aquiles.
-¿Qué haremos todos cuando regresemos a Grecia: a
Ítaca, a Tesalia, a Pilos, a Micenas… ¿Qué haremos? Lo único
que sabemos hacer es luchar.
-Piensas demasiado, Odiseo de Ítaca. Eso es propio de
un mal guerrero. Además ¿qué importa? Siempre habrá otras
guerras en las que hagan falta héroes como yo.
-Ya lo sé, Aquiles. De los dos, el más prescindible soy
yo. Yo estoy cansado de luchar. Haré cuanto esté en mi mano
para asegurar la victoria, pero lo cierto es que estoy harto.
Aquiles miró a Odiseo tratando de reprimir un gesto de
burla. Para el Pélida, el rey de Ítaca no era nadie, y mucho
menos, nadie capaz de ganar la guerra. Reconocía, muy a su
pesar, que la habilidad y la astucia de Odiseo habían dado
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buenos resultados en varias ocasiones, pero sus métodos no le
gustaban. Aquiles era un guerrero. Era el guerrero por
excelencia y disfrutaba con el choque frontal. La maniobra, el
flanqueo y la emboscada le parecían vilezas impropias de un
héroe. Y no sólo en la guerra. Para Aquiles la vida misma
había de resolverse por medio de choques frontales. Odiseo
era un cobarde.
-¿Quieres saber cual es mi mayor deseo?
Odiseo se sorprendió ante la pregunta del Pélida. Tardó
unos instantes en pedir que se lo contase.
-Mi mayor deseo es acostarme con Helena. No yacer
con ella, sino violarla. Violarla hasta que al fin aúlle de placer.
Si estamos aquí es precisamente a causa de esa puta espartana.
-No, Aquiles, no -dijo Odiseo sonriendo-. Al principio a
todos nos gustó la idea de venir a Troya para rescatar a
Helena, supuestamente raptada, pero la realidad es otra.
-Todos saben que la reina Helena se dejó seducir por
Paris el troyano -insistió Aquiles-. Convirtió a Menelao en un
rey cornudo y todos nos comprometimos a venir a rescatar a
Helena y restablecer el honor de Menelao. Rescataremos a la
espartana, pero antes de devolvérsela a su esposo habrá de
acostarse conmigo. Será el pago por todo este tiempo.
-Pasas de la poesía a la vulgaridad con una facilidad
pasmosa -dijo Odiseo dejando de sonreir-. Lo de rescatar a
Helena está bien para un cuento, pero lo cierto es que
vinimos a destruir Troya simplemente porque domina el
estrecho de los dárdanos. Consideraban el lugar como una
frontera y era imposible llegar hasta la Cólquide sin pagar a
los troyanos el tributo que ellos quisieran. Tú has llegado
hasta el estrecho en más de una ocasión. Te habrás dado
cuenta de que bastan unas pocas naves para cerrarlo por
completo. Esa y no otra es la razón de nuestra presencia en
este lugar, Aquiles. Pero aunque se trata de un buen motivo,
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preferimos seguir pensando en vengar honores mancillados y
en reinas seducidas por infames troyanos. Y lo peor es que,
después de todo este tiempo, aún no sabemos si Helena se
marchó voluntariamente o no.
-Es posible que todo eso que dices sea cierto -admitió
Aquiles con reservas-, pero no me gusta.
-Claro que no te gusta. Tú, como todos, como yo
mismo, prefieres luchar por el honor o por una mujer
hermosa en lugar de hacerlo por los intereses de los
mercaderes. La diferencia está en que yo sé por qué estamos
luchando. Como decía aquella niña troyana, ese es mi pecado.
Personalmente me importan poco los cuernos de Menelao.
Conozco a otros muchos reyes cornudos. Tampoco creo que
Helena sea la más hermosa de las mujeres. Y si lo es, a mí no
me gusta.
-Ya sé que para ti es Penélope -dijo Aquiles con una
ligera ironía-. Esa que dices que te espera en Ítaca.
Odiseo tardó unos instantes en replicar. Al hacerlo
parecía hablar más consigo mismo que con el Pélida.
-Ignoro si Penélope me hubiese aceptado de verdad. Me
embarqué demasiado deprisa, sin conocer ninguna de las
respuestas a todas las preguntas que me hacía y que no llegué
a atreverme a hacerle a ella. Supongo que las mujeres como
Penélope no suelen amar a hombres como yo.
-Piensas demasiado -repitió Aquiles.
-Muy pronto dejaré de pensar; al menos, en Penélope.
Buscaré el modo de entrar en Troya.
-¿Entrar en Troya? -preguntó el Pélida con sorpresa-.
¿Para qué?
-Para buscar a Penélope.
Aquiles decidió no hacer esfuerzos para entender a
Odiseo. Siguió pensando que el rey de Ítaca daba demasiadas
vueltas a las cosas, sólo para parecer más importante de lo que
49
realmente era. Fue a decir algo, pero Odiseo parecía
ensimismado en la contemplación de las murallas de Troya.
Sin añadir nada más, sin despedirse siquiera, Aquiles regresó
al campamento griego.
"Ya sé que no entiendes nada, Aquiles, pero ahora sé lo
que quiero. Sé lo que quiero en este momento. He de entrar
en Troya".
En el interior de la ciudad proseguía la fiesta. Su sonido
inconfundible llegaba hasta la llanura por encima de las
murallas. Odiseo podía imaginar la sorpresa de las amazonas,
sobrias, austeras y hasta despectivas con las muestras de
alegría anticipada. Podía imaginar a los troyanos bailando y
cantando por las calles, alegres por la llegada de las mujeres
guerreras como si su sola presencia fuese la garantía de la
victoria. Y, sobre todo, podía imaginar la figura frágil pero
firme, tan seria como las amazonas, de la Penélope troyana.
"Si yo fuese Penélope pediría a la reina de las amazonas
la cabeza de Odiseo".
El propio Odiseo no podía explicar por qué, pero aquel
pensamiento le hizo sonreír.
50
−∆−
Tiempo atrás el megarón del trono del palacio del rey
Priamo de Troya había sido el más lujoso de toda Asia. Se
decía que comía en una vajilla de oro y que de oro eran
también las lámparas de aceite, el revestimiento del trono y
hasta los adornos de las armas de su guardia personal. Pero
hacía ya mucho tiempo que todo ese oro, todo el oro de la
ciudad, estaba en poder de los antiguos aliados; unos aliados
que acudieron en auxilio de Troya contra los invasores
griegos, pero que cobraron ese auxilio muy caro.
Frigios, tracios, carios… Todos acudieron a las
sucesivas llamadas de los troyanos y todos regresaron a sus
países invariablemente derrotados por los griegos, dejando en
el lugar algunos cientos de muertos y cargados con el oro
exigido a los troyanos como pago por esas derrotas. Sólo los
dárdanos, poco más de un millar y medio, con el príncipe
Eneas al frente, permanecían en la ciudad.
Las últimas en llegar habían sido las amazonas. El
sacrificio de varios centenares de adolescentes evitó la muerte
de los escasos guerreros que quedaban en Troya y dio a los
troyanos un nuevo respiro antes de la llegada de las nuevas
aliadas.
51
Priamo lamentaba aquella ayuda. En realidad lamentaba
todas las ayudas. La en otro tiempo poderosa Troya se veía
obligada a mendigar para sobrevivir. Pero para la mayoría de
los troyanos la llegada de aquellas mujeres era un nuevo
motivo de esperanza. Estaban fatigados y empobrecidos por
años de guerra, pero se negaban a entregar la ciudad. Poco
importaba que hubiese que mendigar. Troya resistía. Seguía
resistiendo.
El rey no era demasiado viejo, pero tampoco era un rey
guerrero. Había dejado de serlo mucho antes de que llegasen
los griegos. Por ello los largos años de asedio, de batallas, de
muertes y privaciones lo habían convertido en un anciano
decrépito prematuro. Aún tomaba decisiones, aunque no
muchas porque la dirección de la defensa de la ciudad recaía
en su hijo Héctor. Con todo, la voz del rey seguía siendo
escuchada siempre que no se tratase de cuestiones guerreras.
En el fuero interno de Priamo existía el deseo de
rendirse, de acceder a las demandas de los griegos fuesen
cuales fuesen, pero Héctor siempre estaba dispuesto a seguir
adelante con la guerra a cualquier precio, a llamar a nuevos
aliados cuando los anteriores se habían desangrado en la
llanura combatiendo a los aqueos de Agamenón, a los
espartanos de Menelao y a los mirmidones de Aquiles.
Priamo ocupaba el trono cuando la reina Pentesilea,
armada y escoltada por cuatro amazonas escogidas, entró en
el megarón. La mujer observó a todos los presentes a la vez
que se sentía blanco de todas las miradas. Al fondo, de
espaldas a la pared decorada con escenas de una procesión,
estaba el rey sentado en un trono que parecía demasiado
grande para él. En realidad todo parecía demasiado grande
para aquel anciano prematuro: sus ropas despojadas de toda
riqueza, la mitra que un día estuvo forrada de oro y plata, el
propio megarón… Hasta el príncipe Héctor, de pie a su
52
derecha, parecía desmesuradamente grande al lado de su
padre.
A la izquierda del rey estaba Eneas. Fue él quien
presentó a Pentesilea. Pero la reina no escuchaba. Seguía
fijándose en las armas y las armaduras de los generales
presentes, alguno de los cuales era demasiado joven para el
cargo que ocupaba.
"La guerra -pensó la reina de las amazonas- hace que los
que sobreviven asciendan demasiado deprisa.
Héctor disimulaba con dificultad la desconfianza que
sentía hacia las cualidades guerreras de las amazonas. Había
oído, como todo el mundo, de lo hábiles y feroces que eran
aquellas mujeres en combate, pero hubiese preferido contar
con un millar de guerreros lidios, frigios, o incluso hititas
antes que con las tres mil amazonas que acudían con
Pentesilea. A pesar de eso no pudo dejar de admirar las armas
de la reina y de reconocer que su presencia llenaba toda la
sala.
Pentesilea no era hermosa, al menos, no lo era en el
sentido de la hermosura que entendían griegos y troyanos.
Tampoco era alta ni robusta, pero sus gestos eran enérgicos y
decididos y, sobre todo, estaba su mirada brillante, con una
ligera carga de ironía a veces, pero siempre serena y directa.
Vestía una corta túnica de lana blanca con ribetes
púrpura bajo una coraza de bronce labrado sin adornos y unas
sencillas botas de piel hasta las rodillas. Un manto negro de
lana, sujeto con dos broches cubría la espalda de la reina que
sujetaba en la mano izquierda un yelmo griego de bronce con
dos penachos de crin de caballo. Un cordón de lino trenzado
colgaba del hombro derecho cruzando el pecho sobre la
coraza hasta el costado izquierdo donde sujetaba muy alta, al
modo espartano, una corta espada también de origen griego.
53
-Bienvenida a Troya, Pentesilea, reina de las amazonas saludó Priamo con voz cansada-. Agradecemos tu presencia y
la de tu gente.
Pentesilea asintió con un gesto. Dio un último recorrido
a la sala con la mirada y dijo:
-He podido comprobar que la situación de esta ciudad
es desesperada. Eneas ya me explicó algo, pero he visto que es
mucho peor. Harían falta muchas más mujeres de las que
traigo. No obstante, mis amazonas y yo trataremos de dar
solución a esto.
La presunción de Pentesilea molestó a todos, pero
especialmente a Héctor. Quiso replicar, pero el rey Priamo lo
impidió con un gesto más enérgico de lo acostumbrado en él.
-Estamos seguros de que vuestra presencia aliviará
nuestra situación -dijo el rey de Troya-, pero desearía que no
fuese necesaria.
-Esas no son palabras de un rey guerrero -dijo Héctor.
-Yo no soy un rey guerrero -replicó Priamo-. Ya ves,
reina de las amazonas. Hago la guerra porque me obligan a
ello. Si dependiese únicamente de mí habría paz.
Pentesilea se dio cuenta de su propia presunción. Estaba
segura de que sus amazonas eran mucho mejores en combate
que los guerreros troyanos, pero reconocía que sus palabras
habían ofendido a los presentes, sobre todo a Héctor. El
único que no parecía molesto era Priamo. Por eso se dirigió al
rey.
-Lamento mis palabras apresuradas -dijo sin variar el
tono de voz-. No ha sido mi intención ofender a nadie. De
todos modos hemos venido para luchar contra los griegos y
eso es lo que haremos.
-Eso es lo que nosotros llevamos haciendo desde hace
diez años -dijo Héctor agriamente.
-Si -admitió Pentesilea-, pero los griegos siguen ahí.
54
Priamo miró a Héctor y luego a la amazona. Parecían
dos gatos dispuestos a lanzarse uno sobre otro. Intervino
conciliador.
-Resistir a los griegos durante todo este tiempo ya ha
sido un éxito para nuestras armas -dijo-, pero hace falta un
empujón más para lograr que se marchen. Ninguno de
nuestros anteriores aliados fue capaz de prestarnos la ayuda
suficiente. Espero que vosotras tengáis más suerte que
quienes os precedieron.
-No se trata de suerte, sino de eficacia -dijo la reina de
las amazonas-, pero puedes estar seguro, podéis estarlo todos,
de que entre los troyanos y las amazonas echaremos a los
griegos al mar. Si es preciso mandaré correos con órdenes
para que acudan más mujeres.
Priamo asintió con un gesto de cansancio, como si
hubiese escuchado antes, en boca de otros caudillos
guerreros, las mismas palabras. Reconocía que todos habían
tenido las mismas buenas intenciones, pero había llegado a
pensar que, por mucho que intentasen arrojar a los griegos al
mar, aquellos no se marcharían nunca. Al menos, no sin haber
destruido Troya.
En ocasiones el rey subía a la muralla y desde la terraza
de la torre que custodiaba la Puerta Escea, contemplaba el
campamento enemigo. Con el paso de los años se había
convertido en una ciudad de tiendas y chozas casi tan grande
como la propia Troya. Se preguntaba la razón por la cual los
griegos no entraban de una vez en la ciudad en un asalto
definitivo y terrible. Su hijo Héctor repetía que las espesas
murallas y el valor de los troyanos detenían a los invasores,
pero Priamo sabía que tenía que haber otras razones. Era
como si los griegos no quisieran acabar la guerra, como si no
quisieran regresar a sus hogares. O acaso como si, por medio
de una destrucción paulatina, deliberadamente lenta hasta la
55
aniquilación total, pretendiesen borrar todas las huellas, hasta
la memoria de la existencia de Troya.
La reina Pentesilea pidió permiso para retirarse a sus
cuarteles. Priamo asintió y ordenó a Eneas que la
acompañase. Ya en la calle, con las miradas curiosas de los
troyanos fijándose tanto en la amazona como en el dárdano,
Pentesilea preguntó:
-Es Héctor quien gobierna ¿No?
-Así es -respondió Eneas-. Si fuese por él, hace mucho
que el rey habría pedido la paz a los griegos. Me costa que
estaría dispuesto a abrir los estrechos, a devolver a Helena e
incluso a bailar desnudo sobre las murallas si los griegos lo
exigiesen como condición para marcharse, pero Héctor no
quiere ni oír hablar de paz. Ya oíste lo que le dijo al rey. Y la
realidad es que si la ciudad ha resistido todo este tiempo ha
sido por Héctor.
Pentesilea asintió y preguntó de nuevo:
-¿Ama Héctor a su padre?
El príncipe de Dardania se levantó de hombros.
-Es posible que ni él mismo lo sepa -dijo-. Héctor es un
guerrero, pero también es un político hábil. Nadie sabe
exactamente qué está pensando. Lo único cierto es que quiere
la guerra. Ha pasado tanto tiempo combatiendo a los del
partido de la paz como a los propios griegos. Puede que ame
a su padre porque las leyes naturales así se lo imponen, pero
no estima al rey como tal. ¿Tanto te interesa la vida familiar
de Héctor?
-Quiero saber de quien soy aliada. Aunque parece débil,
Priamo me gusta. Héctor no.
-En cualquier caso -sentenció Eneas- el enemigo es el
ejército griego.
Pentesilea sonrió con ironía. Era su primera sonrisa
desde su llegada a Troya.
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-Tal vez -dijo-, pero no sólo los griegos.
-¿Qué quieres decir?
-Vamos, Eneas -siguió la amazona-. Aunque sólo seas
un hombre te otorgo cierta inteligencia. Si Héctor quiere la
guerra, por las razones que sean, estará en contra de todo
aquel que pueda lograr la paz, aunque esa paz venga por
medio de las armas. Tal vez Héctor quiera la paz después de
haber derrotado él, y sólo él, a los griegos. Cualquier otro que
pueda derrotar al enemigo tendrá la oposición del príncipe
Héctor.
-Creo que vas demasiado lejos en tu juicio. Héctor ha
dirigido la guerra desde que empezó.
-Y en casi diez años no ha logrado una sola victoria
digna de ese nombre -dijo Pentesilea.
Pasaban por delante del templo de Apolo, un edificio
levantado sobre un afloramiento rocoso al que se accedía por
medio de una grada de ocho peldaños tallados en la misma
roca. Cuatro columnas pintadas de rojo, con amplias franjas
negras cerca de la base y el capitel, soportaban el pórtico en el
que había una representación, pintada también, del dios
dando muerte a la serpiente Pitón.
Al lado de una de las columnas había una joven vestida
de negro. Descendió de la grada y se detuvo delante de la
reina de las amazonas.
-¿Eres Pentesilea? -preguntó.
-Aparta -ordenó Eneas-. La reina…
-Espera, Eneas -interrumpió Pentesilea-. Lo que esta
joven quiere decirme ha de ser importante para que se
acerque de este modo. En efecto, soy Pentesilea. ¿Qué
quieres?
-¿Sabes quien es Odiseo?
-¿Odiseo? Sé quien es -respondió la amazona-. El rey de
Itaca, uno de los caudillos griegos. ¿Qué pasa con él?
57
-Quiero que lo mates -siguió la joven.
La reina sonrió, esta vez con simpatía.
-Lo haré -dijo-. Lo haré porque es un griego y, por lo
tanto, mi enemigo, pero ¿cuales son tus motivos?
-Yo soy troyana y él es griego. También es mi enemigo.
-Muchacha -intervino Eneas impaciente-. Tenemos
prisa.
Pentesilea fulminó al dárdano con la mirada. Eneas se
encogió de hombros con resignación.
-Continúa -dijo la amazona a la joven.
-No hay más.
-¿Quieres que lo mate sólo porque es griego? Y ¿por qué
a Odiseo precisamente? Hay otros príncipes más fuertes y
poderosos que él. Hay algo más.
-Mató a… -empezó la joven.
-Eso tampoco es una razón -interrumpió Pentesilea-.
Debe haber matado a muchos desde que empezó la guerra.
Tu hermano o tu prometido o quien fuera que haya muerto
era un guerrero que sabía lo que podía esperarle.
La joven inclinó levemente la cabeza. Parecía a punto de
echarse a llorar.
-Hay más -admitió en un susurro.
-¿Qué es eso tan importante? -apremió la reina.
-Se burló de mí.
Pentesilea volvió a sonreir.
-Eso sí es una razón para deseas su muerte -dijo. Apoyó
la mano en el hombro de la muchacha y preguntó- ¿Cuantos
años tienes?
-Dieciséis. ¿Importa eso?
-En realidad, no demasiado. ¿Estás segura de desear la
muerte de Odiseo de Itaca? -insistió Pentesilea.
-Sí.
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-Está bien. En cuanto tenga a Odiseo frente a mí lo
mataré en tu nombre.
-Dile que fue Penélope quien te lo pidió.
-¿Penélope? -preguntó Pentesilea con extrañeza-. Dicen
que Odiseo persigue un sueño, una mujer que se llama como
tú. Cuenta a todo el que quiere oírle que Penélope está en
Itaca esperando que él regrese. Pero lo cierto es que no le
espera nadie. Lo sabe todo el mundo, incluso él.
-No me importa quien espera a Odiseo -dijo la joven
Penélope con terquedad-. Quiero que muera.
-Te aseguro que morirá. Y sabrá que es Penélope quien
le envía la muerte.
La muchacha musitó unas breves gracias y regresó al
templo seguida de las miradas de Pentesilea y Eneas. La reina
de las amazonas suspiró.
-Pobre niña -dijo-. Creo que ama a Odiseo. Mucho más
de lo que pudo amar a ese otro al que mató el propio Odiseo.
Diría que ni siquiera se llama Penélope. Seguramente se hace
llamar así porque es a Penélope a quien persigue aquel.
Eneas miró incrédulo a Pentesilea.
-Acaba de pedirte que le mates -dijo-. No veo donde
está ese amor tan grande.
-Claro que no lo ves, Eneas. Sólo eres un hombre. Hay
muchas cosas que los hombres no entendéis. Esta es una.
-¿Qué tengo que entender? Todo eso son sensiblerías de
adolescente. Tal vez estén bien en otro lugar o en otro
momento, pero esto es Troya y estamos en guerra. Hay poco
espacio para cualquier otra cosa.
Pentesilea asintió sin deseos de discutir. Habían llegado
ya a los cuarteles destinados a las amazonas, unos edificios de
una sola planta adosados al lado oriental de la muralla.
Alguien condujo al grueso de las amazonas hasta el lugar
mientras Pentesilea se encontraba en el palacio de Priamo y
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aquellas habían distribuido ya guardias y servicios. La reina
entró en el acuartelamiento. Pintadas obscenas en las paredes
mostraban el paso anterior de otros contingentes guerreros.
-Los tracios han estado aquí -dijo Pentesilea.
-Así es -admitió Eneas-. ¿Cómo lo has sabido?
-Sólo los tracios son capaces de hacer alarde de su
supuesta virilidad con un gusto tan dudoso -respondió la reina
a la vez que señalaba un enorme falo burdamente pintado en
una de las paredes acompañado de una inscripción tan burda
como la pintura-. "Dalala Asa lo tiene así de grande" -leyó-.
Puede que alguien lo encuentre gracioso. Haz que lo borren,
Eneas. Ese y cualquier otro "recuerdo" de los tracios.
-Es solo pintura -protestó Eneas-. No molesta a nadie y
vosotras no os quedaréis aquí para siempre.
-No nos quedaremos ni un día si no desaparecen esas
inscripciones.
-Está bien -gruñó el dárdano-. Haré que venga alguien a
limpiarlo. Pero por lo que recuerdo haber visto en tu ciudad
no me parece que las amazonas seáis tan sensibles.
-Desde ahora, Eneas, esto es un cuartel de amazonas, no
un prostíbulo.
-De acuerdo, de acuerdo. En seguida estará limpio.
Eneas se marchó y Pentesilea repasó las guardias que
sus lugartenientes habían establecido. Encontró estas
ordenadas, los caballos bien atendidos y las armas y
armaduras en perfectas condiciones. Terminaba la revista
cuando llegó un grupo de mujeres enviado por Eneas para
limpiar las paredes. La reina de las amazonas apenas pudo
disimular su disgusto. En su ciudad, aquella tarea inferior la
habrían llevado a cabo esclavos o periecos de las cercanías,
pero en cualquier caso hombres. Indicó a las recién llegadas la
tarea que debían realizar y subió sola a la muralla. Recorrió el
camino de ronda fijándose en todos los detalles de la
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fortificación, en las torres, en las armas de los centinelas
troyanos demasiado escasos para todo el perímetro. Al fin,
cerca de la torre que se alzaba sobre la Puerta Escea, se
detuvo. Desde allí se veía claramente el campo griego.
Pentesilea vio por primera vez lo que tantas veces había
visto el rey Priamo. El campamento de los griegos era un
enorme montón de muchas cosas. Techos de paja mezclados
con lonas descoloridas de tiendas de campaña, con toldos
hechos con las velas de los barcos varados en la playa, con
cercados en los que se amontonaban vacas, bueyes, ovejas,
mulas, asnos… Trató de distinguir los estandartes que surgían
aquí y allá entre el laberíntico amasijo, sin orden aparente,
pero que delimitaban el principio y el fin del poder, en
hombres, bastimentos y animales, de los reyes y príncipes que
se habían aliado, casi diez años atrás, para destruir la ciudad
de Troya.
No le costó mucho reconocer, aún desde la lejanía, los
leones rampantes del estandarte de Agamenón, rey de
Micenas y comandante supremo del ejército combinado
griego; ni la cabeza de caballo emblema de Néstor, el viejo rey
de Pilos que acudió con más de un centenar de carros de
guerra; también era visible la enseña de Esparta que había
traído Menelao, esposo de Helena y hermano de Agamenón.
Sin embargo la más visible era la divisa de Aquiles Pélida, el
príncipe de Tesalia, el caudillo de los mirmidones.
Pentesilea buscó el estandarte de Odiseo. La amazona
había oído decir que la divisa del rey de Itaca era un paño
escarlata en el que había mandado bordar la lechuza de
Atenea y el carnero de Ares: el valor y la astucia unidos.
Todos habían oído hablar de aquel estandarte, pero Pentesilea
no lograba encontrarlo. Desde las murallas de Troya no era
posible distinguir dónde estaban los reales de Odiseo.
61
La amazona sonrió recordando todo lo que se decía de
aquel caudillo griego, para unos un maestro de ardides y para
otros un simple bufón que no dudaba en servirse del engaño
para lograr sus fines.
"Eres astuto, Odiseo. Todos muestran su poder menos
tú. No quieres que sepamos dónde estás ni cual es tu fuerza.
Eres hábil, pero no escaparás. He prometido matarte y lo
haré, Odiseo de Itaca".
*****
La reina Penélope paseaba nerviosa por el pequeño
megarón de su palacio de Ítaca. Antinóo, uno de los nobles
que financiaban la expedición itacai a Troya, acababa de
marcharse. No habría más oro para el rey Odiseo si este no
mandaba algo como compensación por los enormes gastos.
En los últimos cuatro años, Odiseo no había mandado nada y
Antinóo sabía que los demás caudillos griegos enviaban
barcos periódicamente a sus ciudades cargados con botín:
armaduras, vajillas, esclavos… Los acreedores estaban hartos
de aportar dinero y víveres a cambio de nada y no podían
esperar a que acabase una guerra cuyo fin aún se vislumbraba
muy lejano.
La reina Penélope aseguró que escribiría al rey Odiseo
para que éste aportase alguna solución, pero Antinóo no se
conformaba. Si el rey estaba fuera del país, aunque fuese
defendiendo el honor de los griegos, la responsabilidad caía
sobre la reina.
Penélope no sabía cómo arreglar el asunto. “Es
sencillo”, había dicho Antinóo. “El rey lleva fuera muchos
años. No ha venido ni una sola vez desde que empezó la
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guerra. Si la reina decidiese hacerse con el poder, ninguno de
los acreedores se lo reprocharía”.
Y si tomase por esposo a uno de ellos, al propio
Antinóo por ejemplo, los demás harían causa común con la
reina cuando Odiseo regresase. Incluso podían encargarse de
que no regresase.
La reina Penélope despidió airada al noble.
Se detuvo un momento ante una de las ventanas del
palacio desde la que se veía toda la bahía de Polis. La nave de
Antinóo, una esbelta triere decorada en azul claro y amarillo,
salía en ese momento rumbo al continente. Antinóo era rico,
inmensamente rico; mucho más que la mayor parte de los
reyes de Grecia. Y amaba a la reina. Penélope recordaba la
decepción de aquel cuando supo que ella se había convertido
en la esposa del rey Odiseo.
Habían pasado casi diez años. El tiempo hizo madurar a
Penélope convirtiéndola en una mujer muy hermosa. Pero era
una hermosura que nadie compartía. Y Antinóo, además de
amarla, era tan rico que con su fortuna se podían pagar todas
las deudas de la guerra.
La nave se perdió al doblar el abrupto recodo del monte
Exogi para encarar el canal de Ítaca. La reina Penélope siguió
mirando hacia la bahía de Polis desde donde diez años antes
partieran las naves itacai, con Odiseo al frente, camino de las
costas de Troya.
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−Ε−
-Los troyanos han recibido refuerzos.
La voz de Agamenón resonó con fuerza en el interior
del templo. Estaba dedicado a Zeus, pero había también otras
imágenes de divinidades supuestamente favorables a los
helenos. A falta de un lugar más adecuado en el campo griego,
en el templo se celebraban los juicios y los consejos de guerra
como el que estaba teniendo lugar. El rey Agamenón había
mandado llamar a todos los caudillos y allí acudieron Aquiles
y su inseparable Patroclo, Menelao, Néstor, Ayax Telamonio,
Diomedes Tídida, Ayax Oileo a quien llamaban el pequeño,
Odiseo… Todos.
-Los troyanos han recibido refuerzos -repitió
Agamenón-. Son las amazonas. Suponemos que al menos
cinco mil jinetes al mando de la reina Pentesilea están en estos
momentos en Troya.
-No más de tres mil -intervino Odiseo-. Lo que unido al
escaso número de defensores hará como mucho… algo más
de seis mil troyanos y aliados. Quizá siete mil.
-¿Cómo sabes que son tres mil -preguntó Agamenón.
-No lo sé con exactitud, pero las vi llegar e hice un
cálculo aproximado. De todos modos importa poco que sean
tres o cinco mil. Tendrán que marcharse pronto.
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