Visión atomista en la Filosofía

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La visión atomista
Por Gonzalo Jauralde Lafont.
A fin de denigrar a Tito Lucrecio Caro, filósofo epicúreo romano, San Jerónimo expandió la leyenda de
que el pensador se habÃ−a suicidado tras la ingestión de una pócima de amor que él mismo preparó y
le volvió loco. En realidad Lucrecio pudo haber sufrido alguna enfermedad mental o incluso ser vÃ−ctima
de la peste.
Pero más allá de los chismes y delirios de un sectario, a Lucrecio le recordamos por ser autor del gran
poema De rerum natura, traducido como De la naturaleza de las cosas; texto que ha sobrevivido a los
embistes feroces de las hordas fanáticas en el siglo IV d.C., y a la oscura Edad Media, que hizo todo lo
posible por desvestir al poema de su naturalismo pagano y cristianizarlo, tarea vana, tratándose de un
pensamiento eminentemente laico y mediterráneo.
El poema ha sido tachado por los incondicionales del oscurantismo de sacrÃ−lego, blasfemo, horror de los
horrores. Pero también ha sido alabado como una suculenta catarata de musicalidad sensual y como el
más claro ejemplo unificador de materialismo y ética hedonista, asÃ− como por albergar en sus páginas
excelentes proclamas donde el poeta exalta la ciencia: «Este terror del alma, pues, y estas tinieblas es
menester que los disipen no los rayos del sol ni los dardos lucientes del dÃ−a, sino una visión fundamentada
de la naturaleza.» (De rerum natura. Libro II, 58-61) Y es que Lucrecio no es sino el gran continuador del
flamante JardÃ−n epicúreo, aquel que pregonó bajar la mirada del cielo a la tierra. El filósofo romano
tomó de su maestro griego todas aquellas armas que éste esgrimió contra el absurdo de lo sobrenatural, la
santificación del dolor y el miedo a los dioses y la muerte. El epicureÃ−smo representa el gran destello que
invoca el disfrute aquÃ− y ahora, alentando el placer como fin supremo a alcanzar por el hombre en una
naturaleza inmanente, sin recompensas ni castigos futuros. Sólo la tierra y el presente se abren como
escenarios para el ser humano, y cada cual debe saber lo que le conviene o no, porque no hay más autoridad
que las propias pulsiones corporales: «Si los medios que procuran placeres a los libertinos desvanecieran los
temores de sus mentes -los que atañen a lo celeste, a la muerte y a los sufrimientos- y aun les enseñaran
los lÃ−mites de los deseos y de los dolores, nunca tendrÃ−amos qué reprocharles, pues estarÃ−an llenos
de placeres por todos lados y ya nunca sufrirÃ−an ni en el cuerpo ni en el alma, lo que constituye ciertamente
el mal.» (Epicuro, Máximas capitales, X).
La visión atomista comenzada por Demócrito y continuada por los epicúreos, asienta las bases de lo que
más de dos mil años después vendrá a llamarse fÃ−sica de partÃ−culas. Una vez más, los antiguos
griegos adelantan -con todas las lagunas obvias en su tiempo- los entresijos del funcionamiento en la
Naturaleza: que no hay más que átomos y vacÃ−o -en realidad el vacÃ−o absoluto no puede darse- y de la
combinación de esos átomos nace todo lo que existe: «No hay cosa que se engendre a partir de nada por
obra divina jamás.» (De rerum natura. Libro I, 148-150) Según el reduccionismo cientÃ−fico, que tiene
como máximo representante al gran fÃ−sico Steven Weinberg, todo lo existente -incluidos pensamientos y
sentimientos- es material y nace de la interacción de partÃ−culas elementales orquestadas bajo la batuta de
las cuatro fuerzas fundamentales del universo. No hay alma inmortal, lo inmaterial no puede existir jamás,
sólo partÃ−culas, las cuales combinadas unas con otras, provocan impulsos diversos que, exteriorizados,
nosotros llamamos ira, benevolencia, desasosiego, ansiedad, placer, odio, etc. Los epicúreos vieron el
jugueteo de los átomos como principio de todo acontecimiento en la Naturaleza, y a partir de ahÃ−
mantuvieron su apuesta contra el oscurantismo, aquel que hablaba de ultramundos, premios o torturas
basándose en un error colosal: la división mente/cuerpo y la trascendencia de los actos, cuando lo que hay
es un eterno presente no dual de donde todo nace y en donde todo queda.
Con Spinoza alboreando en el horizonte dos mil años antes de su nacimiento, el triunfo de los epicúreos
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representa la victoria de la razón contra la ignorancia, o lo que es lo mismo, la derrota del fanatismo sectario
frente a la tolerancia laica y buscadora de integrar lo diverso en el ágora de una sociedad abierta.
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