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ENCUENTROS EN VERINES 1993
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LA INVENCIÓN Y LA MELANCOLÍA
Bieito Iglesias Araujo
“Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce
costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje.” Es éste un buen consejo
que hay que agradecer a la pluma irónica de Bioy Casares. Sin embargo, no todos se
hallan en condiciones de aventurarse en el mundo. La falta de pecunio, las ataduras
profesionales y familiares, los compromisos sentimentales y la pura galbana, retienen a
muchos en el limitado horizonte de un valle, de una ciudad ensimismada o incluso en la
confortable salita de estar. Viajar –en el sentido ulisiaco, para cambiar la vida a cada
paso- no es fácil, a despecho de lo que diga la publicidad de los operadores turísticos.
Viajar del modo en que lo hace uno de los Buendía, que abandona Macondo con los
gitanos de Malaquías; de la manera en que muchos de mis paisanos se perdían en
América, huyendo de la justicia, del hambre, pero sobre todo de la costumbre, del
paisaje y del paisanaje consabidos, de la propia identidad; del único modo en que el
viajero puede disfrutar del prestigio de todo comienzo, renaciendo bajo distintos cielos,
con diferentes afectos y diversas máscaras. Viajar “cortado incidentes como rosas”, en
feliz expresión del poeta, Méndez Ferrín, no está al alcance de cualquiera. Prefieren
muchos las “secretas aventuras del orden”, se acobardan otros ante la vastedad del
pluriverso, y aun los hay que, prisioneros de la “saudade”, como el personaje central de
Cinema Paradiso, se empeñan en viajar al recuerdo sin hartarse nunca del pasado.
Para los pusilánimes, los sedentarios y los que se bañan voluptuosamente en el
hábito, se escriben novelas. La literatura nos permite incorporar muchas vidas, aunque
sea de un modo vicario, con la ventaja además de no contaminar la vida verdadera.
Como los sueños, las ficciones obran una catarsis, una limpieza de deseos y
frustraciones y sacian el apetito de aventura y exotismo. Así, un probo funcionario que
enseña lengua y literatura en Formación Profesional –“letras para pobres”, que diría
Michel Tournier-, puede capear galernas en las páginas de las novelas de ambiente
marino, caminar aterido con los personajes de London a través del silencio blanco y
visitar sin riesgo el reino de la anaconda, invitado por la minuciosa y exacta prosa de
Horacio Quiroga. Un baldado como yo –utilicemos el término valle-inclanesco, antes
que el lamentable eufemismo de disminuido físico-, participa en muchas ensaladas de
tiros y se convierte en hombre de acción cada vez que se sumerge en loas procelosas
andanzas de la novela negra. Geoffrey O’Brian, en un prólogo a la novela de Jim
Thompson Una chica de buen ver, señala que el lector de novelas de crimen desea que
sus ansiedades sean aliviadas y no despertadas; de ahí su popularidad entre inválidos y
viajeros cansados.
De las consideraciones anteriores se desprende que, en mi concepto, el territorio de la
literatura abarca toda la extensión del orbe, y aun es difícil contenerla dentro de estos
límites. En el lector se debaten dos fuerzas contrarias que, por turno, logran arrebatarle.
En los extremos de la cuerda tironean el espíritu elemental del territorio propio, de la
patria cordial y el ansia de novedades. Estos dos polos atraen, en mayor o menor
medida, a todos los hombres. De un lado están los ámbitos conocidos y entrañables, que
nos pertenecen y nos aseguran un lugar en el mundo. Muchos lectores, especialmente
aquellos menos “noveleros” y renuentes ante la diferencia, gustan de ver retratados en
las ficciones sus parajes amados, su ciudad y los cuadros de costumbres que le son
familiares. Este tipo de lecturas resulta con frecuencia decepcionante, por el hecho de
que el escritor que lo es no describe tanto la realidad como sus anhelos. Un escritor no
es tal hasta que demuestra que puede escribir “con la imaginación”, según opinión de
Rubem Fonseca que compartimos plenamente. Por más color local, por más escrúpulo
que observe a la hora de documentarse, el paisaje literario siempre habrá de remitirnos a
la geografía del corazón. En eso se diferencia la buena literatura de la guía o del
reportaje. “La buena literatura impregna a ciertas ciudades y las recubre con una pátina
de mitología y de imágenes más resistente al paso de los años que su arquitectura y su
historia”, anota Vargas Llosa comentando Dublineses, un ejemplo magnífico de cómo
un escritor meticuloso y maniático de la documentación como Joyce, cuya prosa destaca
justamente por la objetividad, no retrató Dublín, sino que inventó una ciudad sobre los
cimientos de la nostalgia y el rencor. Parejos materiales fundamentan Auria, la urbe que
envuelve los personajes de Eduardo Blanco-Amor en sus más interesantes novelas: A
Esmorga, Senté ao Lonxe, La Catedral y el niño. Entre Auria y el Ourense municipal, se
interponen la memoria-o la experiencia que, según Calvino, es la memoria, más la
herida que nos dejó-, la fantasía y el talento narrativo del autor.
Por otra parte, los escritores precavidos se esfuerzan en burlar el escrutinio de
los lectores amantes de la minucia. Borges recomienda, y él mismo observó esta regla,
situar las ficciones contemporáneas en un vago e impreciso presente, a fin de no
convertir la literatura en prosa notarial y al lector en espía al acecho de algún error, de
un nombre de calle equivocado, de un ligero anacronismo en la indumentaria de los
personajes...
De otro lado, existen felizmente lectores que no desean ver confirmada su
imagen del mundo; que situados frente a un espejo aborrecen la visión de sí mismos,
como cierto carnero de mi tribu que se coló en la casa del dueño y, ante la luna del
armario, la embistió y la hizo añicos. Estos infatigables viajeros han aprendido a amar el
invierno ruso en las novelas climáticas de sombríos y líricos maestros de la escritura, los
barrancos de Nueva Inglaterra, estremecidos por el grito monótono de las chotacabras,
en los relatos viscosos de Lovecraft, y cierto valle escocés memorablemente descrito
por Chesterton.
Semejantes transportes pueden lograrse leyendo mala literatura. En mi caso, he
de confesar que debo la primera visión del mundo árabe, de las abigarradas medinas, a
una novela policial cuyo nombre no recuerdo, que describía un tiroteo en las terrazas de
la cashba de Argel. Algunas novelas excepcionales logran transportarnos y además
aforarnos por dentro, como hacen los campesinos con las calabazas transformadas en
vasijas, preparándonos para acoger sentimientos nuevos.
Cierto es que no conviene a la salud del cuerpo y del alma confundir los
productos de la imaginación con la geografía verdadera. A menos que uno, emulando a
Alonso Quijano, decida apurar el trasfondo de locura que palpita en las ficciones. Para
mí el Condado de Yoknapatawpha es tan plausible e imprescindible como la
mancomunidad de Os Chaos de Amoeiro; sin embargo, la cautela mantiene
convenientemente balizada la aduana que separa la fantasía del mapa administrativo.
Los “turistas de bananas”, que Simeón traslada a las Islas de los Canacos, ahítos de
mitología literaria y visiones de Gauguin, regresan chasqueados o languidecen
atrapados en una Polinesia indolente, amenazada de lepra y tedio. Más inteligente es
aquel niño chino del cuento que, apartado de la casa paterna rodeada de prados y árboles
floridos, se encuentra ante un cuadro que reproduce fielmente el rincón feliz de su
infancia y, resueltamente, se adentra en la pintura. Es más fiel y conforme con las
irisaciones de la memoria, la reproducción estilizada por el arte, que el paisaje real.
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