Leer y vivir - Universidad de los Andes

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Leer y vivir
Alejandro Llano
Discurso pronunciado el 4 de junio de 2014.
En agradecimiento a su nombramiento como Doctor Honoris Causa en la Universidad de los Andes.
¿Cómo podría yo mostrar mi agradecimiento conmovido a la Universidad de Los Andes,
que me acaba de conceder un honor tan precioso que sinceramente no creo merecer? A estas
alturas de la brega académica, mi única pasión y mi sola posesión son los libros que he leído, o los
que he escrito. Y de ellos – de los libros mismos, no de los míos, - es de lo que os quiero hablar
muy brevemente, como modesto homenaje de gratitud.
Decía el filósofo y científico francés Blas Pascal que todos los conflictos que acontecen en
el mundo provienen de que los hombres no saben permanecer tranquilos en su aposento. Pero
¿qué podía hacer una persona en su habitación, allá por el siglo XVII, cuando Pascal escribía sus
Pensamientos? Porque no disponían de televisión, ni de ordenador, ni de teléfono móvil. Sólo les
cabía leer. La lectura tiene un efecto benéfico inmediato. Mientras lee, no se molesta al prójimo,
ni los poderosos le incordian a uno. Pero hay mucho más.
Que sea una actividad tranquila no se debe únicamente a que, mientras se lee en silencio,
no se molesta a nadie, ni – con un poco de suerte – tampoco a uno le perturban. Además de no
intranquilizar ni ser intranquilizado, leer nos aquieta, nos serena. Adoptamos una actitud
contemplativa, en la que sólo nos interesa conocer lo que el autor dice, la teoría que expone, la
historia que relata, la emoción que expresa. Si alguien llega a casa agitado de su trabajo, una de las
mejores maneras de calmar el ánimo es tomar un libro entre las manos y dejar que la vista recorra
las líneas impresas. Poco a poco el texto reclama nuestra atención, y ya no pensamos en nuestras
cuitas, sino que nos incorporamos a la corriente narrativa, que es como un río que nos lleva. Y
vivimos las vidas de los protagonistas del relato, dirigimos los ojos a la realidad con el autor del
ensayo o vibramos con las intuiciones del poema. Como dice el poeta Pedro Salinas: “Leer es
vivirse reviviendo”.
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Esta forma de “dejar ser” a algo que nos supera y nos envuelve implica una postura
benevolente, una salida de la subjetividad, para identificarnos con las cosas mismas, con los
personajes que adquieren vida en el libro que leemos. Ha cesado toda motivación egocéntrica.
Cuando, de niñas o niños, devorábamos un relato de aventuras, nos metíamos en el papel del
héroe y corríamos con él toda suerte de peligros. Después nos aficionamos a las novelas policíacas,
y la indagación de quién había sido el autor del crimen que nos mantenía en vilo hasta que
llegábamos a la develar el enigma. Si leíamos un libro de viajes por paisajes remotos, era aquello
mismo – el Polo Sur o las selvas amazónicas – lo que nos atraía. La lectura es desinteresa y libre.
“La atmósfera de esta amistad – escribe Marcel Proust – es el silencio, más puro que la palabra (…)
Además el silencio no lleva (…) la marca de nuestros defectos, de nuestros fingimientos. (…) Entre
el pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al
pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo del libro es (…) transparente
merced al pensamiento del autor que lo ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir una
imagen fiel. Es la más noble y ennoblecedora de las distracciones, ya que únicamente la lectura y
la sabiduría proporcionan los buenos modales de la inteligencia”.1
Todos los mundos posibles se dan cita ante el lector. Quienes adquirieron en la infancia o
en la juventud un amor a los libros que les acompañará hasta la ancianidad, son personas que
viven muchas vidas. Expanden y enriquecen la suya al entreverarla con la de otros. Su inteligencia
crece, su imaginación se agranda. Se pasean por los vericuetos de la historia, por los laberintos de
la ciencia, por las maravillas de la fantasía. Tienen una mente educada que les torna capaces de
plantearse alternativas inéditas y recorrer sendas inexploradas.
Gracias a esos objetos materialmente mínimos que son los libros, el lector elige sus
interlocutores entre las cabezas más lúcidas y sensibles de la humanidad. En algo tan pequeño,
cuántas ideas encontrará, cuántas vivencias podrá incorporar, qué placeres más limpios y fuertes
le están reservados.
Los mejores libros son aquellos cuya lectura nos capacita para entenderlos. Al pasar
atentamente, amorosamente, por las páginas de un buen libro, es el libro el que pasa por
nosotros. Y allí, en el hondón del alma, deja su huella. Es un légamo fecundo, que acrece y
potencia la propia vida. Y el libro que cumple mejor todas esas condiciones es, sin duda, la Biblia.
1
Proust Marcel, Sobre la lectura, p.58.
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En la Universidad de Los Andes tenéis la fortuna de que tanto el Inspirador, San Josemaría Escrivá,
como el primer Rector Honorario, dentro de poco el Beato Álvaro del Portillo, hayan sido dos
hombres sabios y santos. De ellos habéis aprendido el valor incomparable de las grandes obras de
la tradición de la Iglesia Católica. Os han enseñado con gestos y palabras, a meteros en la Sagrada
Escritura como un personaje más.
La lectura y la vida no se oponen entre sí. Escuchamos a veces la llamada de atención del
hombre pragmático: ¡Ya está bien de leer, es hora de vivir! Como si el ejercicio de las más altas
facultades de la mente no fuera la forma más alta de vida: esa que Aristóteles llamó “vida
teorética”. La verdad es que el pensamiento y la imaginación nos revelan un horizonte de fulgores
insospechados y sorprendentes. Mientras que la pura vitalidad es mera agitación, sometida al
principio de inercia.
Una educación que prescinda de los libros, y todo lo fíe a las nuevas tecnologías y al
activismo, es una mala educación. Frente al riesgo de una instrucción postliteraria, al observar que
la afición a la lectura desciende alarmantemente entre los jóvenes, es preciso difundir con toda el
alma el amor a los libros. Porque los libros son el cauce ordinario y común de la vida del espíritu.
Donde está la libertad, allí están los libros. No olvidemos que todas las formas de
totalitarismo han tratado de suprimir la afición a la lectura, según anunciaron autores tan lúcidos
como Huxley y Orwell; o la han reducido a una sola posibilidad, como sucedió con la imposición en
China de “el” libro rojo de Mao. Mientras nos quede la palabra, habrá al menos un rescoldo de
libertad. El mejor antídoto contra la violencia es la pasión por la lectura.
¿Hay placer más sereno y enriquecedor que ir desgranando las palabras de un libro,
adentrarse en su argumentación, dejarse llevar por su trama, enriquecerse con la belleza de su
lenguaje? Sin embargo, son pocos los que gastan diariamente algo de su tiempo en la aventura de
dialogar con amigos callados que nos cuentan una historia, nos exponen sus pensamientos o
ayudan a encaminar nuestra vida por una senda prometedora.
No me creo las estadísticas oficiales, que contra toda evidencia, nos aseguran que leemos
ahora más que hace unos años. Quizás son más los que leen, pero esos que leen, no leen más que
los que antes leían. Si miran las listas de los más vendidos, o los expositores de alguna gran
superficie, se le cae a uno el alma a los pies: pesados guisos medievalizantes, triviales y engañosos
manuales de autoayuda, explosivas mezclas de sangre y sexo, revelaciones sin interés ni
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fundamento sobre algún personaje de farándula o del foro público, que viene a ser lo mismo.
Pero, ¿qué más da? Nunca han sido muchos los lectores de veras. Los primeros de todos son los
niños y las niñas que tumbados en el suelo, leen un libraco de aventuras como si les fuera en ello
la vida, y se llevan un disgusto cuando su madre les avisa de que ya es hora de comer. Después
está la anciana o el viejo que recuperan ahora, al solecito, el tiempo que gastaron durante largos
años de trabajo duro. Y los que sacan el jugo a la hora y media de ida y vuelta diaria en el tren o en
el autobús. Y quienes tienen la suerte de que hayan puesto cerca de su casa la nueva biblioteca del
barrio, y se aprovechan.
Los lectores forman una galaxia que mantiene este mundo encendido con millones de
lucecitas con las que se alumbran entre sí los que leen y los que escriben. Leer es más difícil que
escribir. Leer bien es lo más difícil de todo, y lo mejor. Se entiende que Borges estuviera más
orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito. Quienes leen tienen su alma a
buen recaudo. Cuando oyen repetir tópicos sin sustancia a políticos, mercaderes, pregoneros y, en
general, gentes de mal decir, se comportan como el que oye llover. Es un ruido de fondo que
siempre ha habido y que ni se entiende ni se atiende. ¡Que hablen ellos…! Lectoras y lectores, ¡a
los libros! Hoy por hoy es, casi, la única salvaguarda frente a la manipulación y la vulgaridad que
nos rodean.
El libro tiene todas las ventajas: su uso es totalmente libre, no pretende apabullar a nadie,
invita sin obligar, puede ser sustituido sin celos y, además, es barato. Representa, dicen ahora los
tecnócratas con su prosa salvaje, un valor – refugio contra la crisis. Aunque el buen lector sabe que
la causa profunda de la crisis estriba en que demasiada gente ha dejado de leer y ha buscado
satisfacer su fantasía con delirios de consumo y juegos de azar. Los hispano – hablantes
deberíamos entender lo que está pasando, porque nuestra obra clásica por excelencia es la
historia de un lector empedernido, a quienes los libros enseñaron que lo importante es la honra
limpiamente ganada, y no el dinero o el poder, de origen generalmente sospechoso. El Quijote es
además la historia de una conversión. Porque, al final de la jornada, el Hidalgo acaba dándose
cuenta de que lo importante de los libros no es tanto la fantasía como la verdad.
Quien más quien menos, todos somos hoy día unos obsesionados con aficiones y manías.
Como yo soy un obsesionado de los libros, un letraherido, como dicen los pedantes, invito a todos
los que me escuchan a que adquieran precisamente la manía de leer: que se despreocupen de
todo lo demás (que es irreal) para abocarse a los libros, donde se encuentra la verdadera realidad.
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La experiencia enseña que el leer – como el vivir – no requiere un tiempo extra.
Probablemente, las personas que más leen son, justo, las más ocupadas. La multiplicidad de sus
tareas – incluso el agobio que amenaza con acogotarles – está pidiendo a gritos momentos de
sosiego en los que no se actúe ni se hable, sino que se viva un silencio activo donde se escuche la
voz callada de los textos. Quienes esperan no tener ocupaciones para dedicarse a la lectura,
acaban por perder el tiempo cuando cesan las urgencias. En cambio, a fuerza de familiarizarse con
los libros, se necesita sin falta su compañía, y uno acaba por hacer carne de su carne esa cualidad
invisible, que dignifica y eleva, y que consiste en ser lector. O, lo que es igual: leo porque estoy
vivo.
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