la mirada francesa sobre cataluña

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HISTORIA
LA AVENTURA DE LA
© LA AVENTURA DE LA HISTORIA / © UNIDAD EDITORIAL, REVISTAS S.L.U. / © M. VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO.
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS.
LA MIRADA
FRANCESA
SOBRE CATALUÑA
M. VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.
N TÍTULO, EN LA MEDIDA QUE PRETENDE EX-
U
PRESAR CON POCAS PALABRAS EL CONTENIDO DE
UNA DISERTACIÓN,
escrita o hablada, supone a veces una generalización, que obliga a precisar los límites de los términos
que figuran en el. Y, en este caso, es necesario hacerlo, porque mirar, que no
es lo mismo que ver, ya que supone
un acto consciente y deliberado, en
el que, al intervenir la voluntad, se
convierte en privativo de cada sujeto.
Por ello, es difícil hablar de franceses,
entendiendo por ello, al conjunto de
súbditos de Luis XIV, sino que más
bien hay que referirse a la pequeña
muestra de los que legaron un testimonio sobre Cataluña y España que ha
llegado a nosotros. Territorios convulsos, en su conjunto y en cada uno de
sus territorios, sobre los cuales entre
1701 y 1714, confluyeron muchas miradas, reales o imaginadas, y siempre
matizadas por la persona, el lugar y el
momento en que lo hacían, por sus intereses, intenciones y limitaciones informativas y, desde luego, al tratarse de
textos escritos, por su destino.
Para abordar esa pluralidad del mirar
he elegido cuatro tipos de observadores colectivos que ni agotan el tema, ni
siquiera siempre abordan el objeto ele-
gido de forma directa, pero que pueden
ayudarnos a entender cuales fueron los
rasgos conformadores con que ciertos franceses, que residieron en España, vieron Cataluña durante la Guerra de Sucesión. Publicistas, diplomáticos, cortesanos, militares y agentes de distinto tipo, todos bajo el denominador común de ser memorialistas o corresponsales aplicados, y tener capacidad de influir.
LA MIRADA LITERARIA. Desde el punto de vista cultural, el planteamiento
de las relaciones hispano francesas en
los años previos a la Guerra de Sucesión, no puede ser otro que el de señalar la importancia de la presencia
de lo español en la producción literaria francesa del periodo, en la vida
cortesana y en las noticias que sobre
Europa y la política internacional recogen las dos publicaciones periódicas
tan significativas como la Gazette y
el Mercure Galant. Noticias acompañadas de relaciones de batallas y asedios, relatos y cartas sobre distintos aspecto de su sociedad y, en ocasiones,
grabados y mapas que familiarizaban al
lector con realidades poco conocidas.
Madrid y los sitios reales eran lugares
de referencia obligaba, pero también
Barcelona y la geografía del principado,
en su calidad de frontera. En geneLA AVENTURA DE LA
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ral, el interés y la precisión era compatible con un cierto distanciamiento
que tenía a subrayar las diferencias,
bien siguiendo la tradición e las “antipatías naturales”, o como recurso retórico para captar la atención del lector.
En este contexto, los relatos de viajes, en cualquiera de sus distintas modalidades, jugaron un papel fundamental ya que sus opiniones se consideraban fiables, dando por hecho que se
fundaban en la apreciación directa y
objetiva de la realidad observada, algo
que la crítica de nuestros días ha cuestionado al destacar lo frecuente de los
viajes ficticios y el peso de la información previa que acompañaba a cada viajero. En el caso de Cataluña tres hechos me perecen de especial importancia para entender cómo se elabora y
transforma su representación hasta comienzos del siglo XVIII: su temprana caracterización como consecuencia de sus estrechos contactos con Italia; el carácter ambivalente de los rasgos que definen su modelo antropológico, algunos de los cuales, como la
laboriosidad o la sobriedad excesiva, no
se plasman hasta el siglo XVIII; y, por
último, el papel que determinados hechos históricos jugaron en ese proceso, Construida, como cualquier otra,
sobre verdades y suposiciones, prejuicios y reconocimientos, su imagen di-
ferenciada adquirió un nuevo interés
como consecuencia de la Guerra de Sucesión.
En los años del conflicto sucesorio
tres obras tienen una especial difusión:
El viajero de Europa, de A. Jouvin, la
pionera del género o las Mémoirs de
la Cour d’Espagne y Relation du voyage d’Espagne, de Madame de Aulnoy, lectura obligada, sin duda alguna, para todos aquellos que buscasen
información sobre temas españoles y,
ya durante la guerra, las Délices de
l’Espagne et de Portugal, debidas a
un tal Juan Alvarez de Colmenar, probablemente un nombre ficticio. El relato de Jouvin, publicado en París en
1672, como Viaje de España y Portugal es el segundo tomo de la obra
titulada El viajero de Europa, y es una
guía para quienes piensen viajar por España, acompañada un pequeño manual de conversación hispano-francés.
Nunca estuvo en España, pero eso no
le impide ofrecer una sucinta visión de
su historia, de la geografía y de las costumbres de sus habitantes, por reinos, advirtiendo que Cataluña no es tal,
, sino “”un principado que sobrepasa
en extensión a varios reinos de España.
Tampoco deja de señalar que, en su pasado inmediato, “ha largo tiempo obedecido (a Francia), bajo el reinado de Luis
XIII, que había ganado allí la ciudad de
Barcelona y otras plazas considerables de ese
principado, que ha sufrido grandes miserias por tantas guerras como ha habido allí
durante más de veinte años y, sin embargo, no
deja al presente de reponerse en el estado en
que la hemos visto”.
Sus juicios son, en general, positivos,
tanto en lo que a condiciones naturales como a la a calidad de sus ciudades y plazas fuertes. Escrita en un momento de fuerte antagonismo hispanofrancés, pero con pretensión de imparcialidad, que nos proporciona una visión muy distinta a la de las escuetas
relaciones de los verdaderos visitantes del Principado.
El testimonio de Madame de Aulnoy
es distinto, mas breve y también indirecto. Su mtiene un valor muy distinto,
debido a su brevedad y a su carácter indirecto. La Relation du voyage d’Espagne, aparecida en Paris en 1691 como
obra anónima, obtuvo tal éxito que se
multiplicaron las ediciones tanto en
francés como en otras lenguas en los
años siguientes. Las alusiones a Cataluña, aparecen casi todas en la Carta III,
donde la a autora relata su conversación
con el Duque de Cardona que le proporciona su particular versión de la historia inmediata: “Los pueblos de Cataluña, abrumados por la opresión y la violencia inaudita de los castellanos, buscaron en
1640 los medios de librarse de ellos. Se pusieron bajo la protección del rey cristianísimo
y, durante el espacio de doce años, se encontraron allí muy dichosos. Las guerras civiles
que turbaron la tranquilidad de que Francia gozaba entonces, le quitaron los medios
de socorrernos contra el rey de España. Supo
aprovechar bien la coyuntura y volvió a poner a Barcelona, con la mayor parte de ese
principado bajo su obediencia”.
Algunos de sus comentarios repiten
al pie de la letra el relato de Brunel, escritó en 1654, señalando también que
“se muestran más sensibles en Madrid
sobre la menor pérdida que se padece en Cataluña que la harían sobre la
más grande que se tuviera en Flandes, en Milán o en otra parte”..
Pero la obra que verdaderamente
marca este periodo, publicada en Leiden en 1707, fue las Délices de l’Espagne et de Portugal de Alvarez de
Colmenar. De ella se hicieron dos ediciones en poco tiempo y una tercera en
1741, bajo el título de Annales de l’Espagne et le Portuga. Se trata de una recopilación histórica-descriptiva, en forma de relato de viajes, inspirada por
la coyuntura de la Guerra de Sucesión de España.. Más que un viaje ficticio se trata de una presentación ordenada y entretenida de noticias, útil
no solo a eruditos, militares y comerciantes, sino también a un nuevo tipo
de lectores. Utiliza profusamente los
relatos antes citados y la obra, a su vez,
conformará los posteriores.
Dedica a la descripción de Cataluña casi cincuenta páginas del tercer
tomo. Describe sus ciudades más importantes y traza una semblanza de sus
habitantes, a los que presenta como laboriosos y acogedores con los extranjeros. Solo les pone un pero: “Los catalanes son intrépidos, corajosos, activos, vigorosos y buenos soldados, pero un poco levantiscos”.
Colmenar narra la historia del Principado, deteniéndose en 1640, cuando
sacudieron el yugo de su Rey y llamaron a los franceses. Como escribe en
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plena guerra, también cuenta la toma
de la ciudad de Barcelona por los aliados en 1705. Varias son las peculiaridades que destaca, desde la belleza
de sus mujeres o el valor de los migueletes, al hecho de que el pueblo no utilice vaso para beber, sino una botella,
es decir, un porrón, cuya funcionalidad y ventajas alaba. Pero sobre todo
destaca su antipatía por los castellanos,
que se extiende a sus reyes, cuyo yugo
a penas respetan.
Recién terminada la contienda, no
faltaron otros relatos, como el abate
Vayrac, que escribió uno de los libros
más difundido de aquellos años, L’Etat
present de l’Espagne, cuya primera
edición es de 1718. Un relato de viajes,
dirigido a proporcionar información actualizada y corregir muchos de los tópicos acuñados hasta entonces. Criticaba las fantasías de las obras de Mme
d’Aulnoy, pero su deuda con ella, con
las Delices, es indudable. También dedica muchas paginas Cataluña, en el
primer tomo. País “abundante en vinos y trigo” y el más poblado de toda la
Monarquía, como ferviente partidario de Felipe V, desconfía de sus habitantes: “Los catalanes tienen mucho ingenio, pero por desgracia, no hacen buen uso de
él. Su natural inquieto y caprichosos, les lleva al exceso de ser tan celosos de su libertad
que, para conservarla violan insolentemente
todas las leyes divinas y humanas ( …), como
se ha podido ver en la conducta que tuvieron
en la última guerra en la que España se vio
inmersa (..:)., abandonaron su rey legítimo
y abrieron sus brazos al archiduque y le reconocieron como rey, en perjuicio del juramento de fidelidad que juraron a Felipe V,
de manera que después de haber mantenido
durante nueve meses el fuego de su revolución con una extrema obstinación, se vieron
reducidos a la cruel necesidad de entregarse
a la clemencia de este generosos monarca que
se ha contentado con privarles de los medios con que sublevarse de nuevo, despojándoles de unos privilegios que no les servían
más que para sustraerse a la autoridad real”
Irreconciliables enemigos de los castellanos, “no soportan más que a duras
penas, el yugo de su dominación y no dudan
en hacerles sentir el efecto de su odio, cuando encuentran la ocasión propicia”
Los textos y autores citados no son
únicos, y a ellos abría que añadir otros
inmediatamente posteriores, igualmente ricos, como el de Silhuette, pero
tienen la virtud de que, convertidos en
fuente de información fueron, recreados no solo leídos, sino reutilizados
en relatos de viajes posteriores, como
los de Delaporte o Peyron.
EL TRAMPANTOJO DIPLOMÁTICO. Entre la firma de la paz de Riswick en
1697 y la de los tratados de Utrecht, el
asunto de mayor trascendencia de la diplomacia de Luis XIV fue la sucesión
y la guerra de España. Entre esas dos
fechas hubo 1679 y 1700, hubo 12 representantes, entre embajadores, ordinarios y extraordinarios y enviados, algunos de los cuales se distinguieron por
la calidad de sus informes y su integración en la vida cortesana. Este fue el
caso de Harcourt, Marcin y Amelot
hasta 1709 y de los dos últimos, Bonnac y Brancas entre 1711 y 1714. En
esta relación también hay que incluir a
Blécourt que, en su calidad de secretario, estuvo a cargo de la embajada en
tres veces. Todos estos diplomáticos
habían desempeñado oficios previos,
en la propia diplomacia o en el ejército y, a excepción de Harcourt y el duque de Gramont, provenían de la pequeña nobleza, de toga o de servicio.
No faltaron entre ellos los eclesiásticos, como el cardenal d’Estrés y su sobrino y sucesor el abate de Estrés, entre 1702 y 1704. Aunque hubo quien
llegó, como Harcourt, ignorando todo
del país, ytambien hubo quienes Buenos contactos en Versalles, vínculos familiares con la diplomacia y, en algún
caso, como Amelot y Brancas había tenido un cierto contacto con España.
Los embajadores franceses, como era
habitual en la diplomacia de la época,
se dirigían diréctamente al rey, graduando los asuntos en orden de importancia. De forma paralela y más breve, también escribían al secretario de
estado, Torcy y, con periodicidad casi
similar, a sus amigos y deudos. Sus informaciones eran variadas, vertiendo
en ellas tanto opiniones bien fundadas
como los rumores que circulaban en su
entorno, obtenidos unas veces a través
de confidencias y otras de precio. No
pocas damas participaban en esta red
diplomática informal que iba más allá
del propio destinatario.
Por razones de oficio, representantes
oficiales y agentes de diverso tipo solían subrayar las dificultades de su mi-
sión y adaptarse a la visión que de la
cuestión española tenían sus interlocutores, mezclando con frecuencia
información y opinión. Algunos alegaban la lentitud y desconfianza de los
españoles, para pedir paciencia a sus
superiores por sus pocos logros. Otros
animaban a Luis is XIV a gobernar en
España como lo hacía en Francia, sino
quería que la irresolución acabara imponiéndose. Y todos de quejaban de “la
indolencia española y el mal estado
de sus negocios”, temiendo incluso las
consecuencias “atar un cuerpo enfermo a un cuerpo lleno de salud”.
En este contexto, las alusiones a Cataluña, desde el testamento de Carlos II y hasta la crisis de 1709, fueron
esporádicas en los momentos de bonanza y mucho mas frecuentes en las
coyunturas difíciles, siendo conscientes de que el largo enfrentamiento
franco- español había marcado especialmente ese territorio. Y es que, hechos tan recientes como la ocupación
del Rosellón o el asedió de Barcelona,
en el verano de 1697, eran fáciles de olvidar.
Una prueba de esta desconfianza
fueron las reticencias de los agentes de
Luis XIV ante la posible visita de Felipe V a Cataluña y la apertura de las
Cortes. Pero la voluntad de Luis XIV se
impuso y el nuevo rey estuvo allí entre
el 24 de septiembre de 1701 y el 8 de
abril de 1702. Juró las constituciones
catalanas, salió al encuentro de su esposa a Figueras y celebraron la boda en
Barcelona, en un ambiente festivo y lleno de entusiasmo. Respecto a las Cortes, conocemos la opinión del embajador Marcin sobre el Memorial presentado por el Consell de Cent al monarca en el que pedía el fin de la intervención real en los procesos insaculatorios de la Generalitat y el Consejo de Ciento, introducida por Felipe IV
después de la guerra dels Segadors.
Con prudencia, expresó lo inconveniente de intervenir en una cuestión
que no le concernía, pero no dejó de recordar la necesidad de que todos los
súbditos del reyy, con independencia
del lugar donde vivieran, tuvieran el
mismo trato. Menos cauteloso fue en
sus informes a Luis XIV, en los que atribuía al carácter “republicano de los catalanes”, sus exigencias en las Cortes. Aunque como consideraba muy
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importante para el prestigio del rey que
se terminaran las Cortes, se mostró
partidario de acceder a otras peticiones, tal y como sucedió..Propuso también medidas económicas para favorecer la recuperación catalana, entre
otras, la autorización para enviar dos
barcos cada año desde Barcelona a
América. Las negociaciones fueron duras, pero positivas para ambas partes,,
favorecieron el pactismo, según la opinión de J. Albareda. Así lo reconoció el
embajador Marcin, que alabó la sagacidad del rey francés al imponer que se
cumpliera la práctica establecida. Y
añadía: “Los catalanes, como todos los Pays
des États, piden siempre el máximo de ventajas que pueden, entre las que se hallan muchas cosas razonables y que no procuran otra
cosa que el bien del gobierno y de la policía del
país. Hay otras que parecen afectar la autoridad del rey, pero que, en el fondo, no tienden más que a corregir los abusos que la autoridad de los virreyes y los ministros castellanos han establecido en esta provincia desde que no se han concluido Cortes, hace doscientos años. Los castellanos, por su parte,
tienen una aversión insuperable hacia los catalanes. Creen ser los únicos buenos súbditos del rey de España y se imaginan que cuando su Majestad tiene motivo para estar contenta con los otros es en perjuicio suyo, porque quieren ser los únicos poseedores de todos
los empleos y dignidades de los países dependientes de la monarquía española”.
La salida del rey hacia Italia y la posterior de la reina hacia Zaragoza se hizo
en los mejores términos y la concordia se mantuvo durante los siguientes dos años.
Sin embargo en la primavera de 1705
las circunstancias cambiaron, sin que
los agentes de Luis XIV ni las autoridades borbónicas fueran conscientes de ello. La firma del llamado Pacto de Génova entre los representantes de la reina Ana de Inglaterra y los
vigatans, por parte del Principado,
en junio de 1705, supuso el inicio de la
rebelión en favor del Archiduque. Dos
meses más tarde la flota aliada, con el
archiduque Carlos a su frente, inició el
sitio de Barcelona. La ciudad capituló
el 9 de octubre y el 7 de noviembre
D. Carlos juraba las constituciones catalanas y convocó Cortes. Como la propaganda se encargó de recordar, los catalanes guardaban un mal recuerdo de
la tutela francesa y las guerras de los
últimos años había agudizado la hostilidad. Nada de esto era nuevo, pero la
defección resultó una sorpresa, hasta
el punto que el embajador Amelot, recién llegado, en su Memoria sobre los
asuntos de España en 1705, no enfatizó la situación en Cataluña, ni en la
corona de Aragón, porque el malestar
era tan grave como general, y se pronosticaba que “habría una revolución”,
si el archiduque llegaba a entrar en España. No hablaba de agravios concretos, sino de que, “se había perdido el respeto debido a la majestad real y ese mal se hallaba extendido en las principales provincias
en las que los discursos insolentes, los libelos
injuriosos y la distribución de pasquines mostraban claramente la mala disposición de los
espíritus”.
Desde esta perspectiva, sus primeras medidas fueron nombrar un secretario del Despacho de Guerra y Finanzas, restablecer las tropas y armarlas.
Escrita poco antes de la perdida definitiva de Barcelona, la Memoria contrasta vivamente con las cartas que
dirige a Luis XIV a primeros de octubre en las que le expresa su temor de
que la rebelión se extendiese a Valencia e incluso a Castilla.
No eran estas las noticias que espera Luis XIV, por más que no fuesen distintas que las que le llegaban por otros
conductos, y le disgustó especialmente el retraso en darle a conocer la pérdida Barcelona, noticia que llegó antes
a Versalles que a Madrid. Del abandono de la capital por parte de los reyes, la corte y la administración en
junio de 1706 ante la inminente entrada del archiduque Carlos, si se enteró puntualmente Luis XIV a través
de los despachos. En ellos el embajador se esforzó por contrarrestar la difícil situación con constantes alusiones
a la fidelidad de los pueblos de Castilla y Andalucía. Poco después tuvo
que afrontar otra desagradable misión:
preparar a Felipe V para na posible paz
que incluiría, sin lugar a dudas, pérdidas territoriales.
¿Y Cataluña? Desaparece temporalmente de la correspondencia porque,
como señala el el rey francés, su embajador estaba más volcado en la política interna que en las campañas militares, y más atento al estado de opinión
en Castilla que en los territorios aragoneses. Pero la victoria de Almansa cam-
bió radicalmente la situación. No solo
se apresura a comunicarla, el propio 25
de abril, sino anticipa la inmediata conquista del reino valenciano y el aragonés y de sus capitales. El 13 de junio
Amelot comunicó al rey francés el proyecto de supresión de los fueros, que
califica de “barrera perpetua frente a la
autoridad del rey” y “pretexto que los
pueblos tenían en todo momento para
eximirse de contribuir a las cargas del
estado”. Que la victoria ha permitido
llevar a cabo lo que de otra manera resultaba imposible, le resulta evidente. Listos los “nuevos reglamentos”, el
perdón a los particulares, sin más pena
que “verse unidos más particularmente a los castellanos” le parece, incluso, generoso. A partir de ese momento,
no es Cataluña, sino el reino de Nápoles y Milán lo que le preocupa, sobre
todo, porque Luis XIV no quiere que
informe a su nieto del abandono de
este último, lo que le crea un dilema
entre dos fidelidades. También le corresponde, en enero del año siguiente, lograr que el rey de España, “consienta”, en el inevitable desmembramiento territorial.
A partir del mes de agosto de 1708 la
guerra en España y en Cataluña vuelve
a ser objeto de especial atención por el
nuevo desembarco allí de la flota aliada. Pese a los graves contratiempos del
periodo, desde la perdida de los galeones a la de Cerdeña o la agitación en
Sicilia, el papel de Amelot resulta cada
vez más pasivo, centrado en su papel
de intermediario entre Luis XIV y Felipe V, sobre quien se cierne la posibilidad de perder el trono de España y las
Indias. La reapertura del frente portugués y la perdida de Menorca, añaden
desgracias concretas a las posibles.
En una de las últimas cartas a Luis
XIV, Amelot, da cuenta de que ha comunicado a los monarcas españoles las
exigencias que se barajan para la negociación de la paz. Y se hace portavoz de la respuesta del rey: que no
abandonará su corona mientras tenga
“una gota desangre en sus venas”. Se
queja de que, en momentos difíciles,
haya habido de nuevo “demostraciones
de mala voluntad”, tanto de gentes
“vulgares”, como de “personas relevantes, descontentas con el gobierno”,
pero no le inquieta su alcance. Mas le
importa que no se tomara la plaza de
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Tortosa, por no llegar ni artillería, ni los
suministros que debían venir de Francia. Al hacee balance de su gestión,
destaca que, “si se desea contemplar sin
prevención lo que se ha obtenido de la esterilidad de España y de este inveterado letargo de aquellos que la habitan, debe asombrar
mas lo que se ha hecho que lo que se ha dejado de hacer”.
En carta posterior, fechada el 7 de
diciembre de 1798 y dirigida madame de Maintenon, Amelot, a modo de
testamento político sobre su experiencia española, hace una serie de reflexiones sobre su misión y las dificultades de su doble servicio, al soberano
francés y a los reyes de España. Largas y muy pensadas, indirectamente las
dirige a Luis XIV, de quien reconoce los
esfuerzos hechos mantener a su nieto en el trono y la obligación, natural
e indispensable que tiene de conservar
ante todo a Francia. Pero eso no debe
impedir plantear que, a su entender,
haciendo la paz a gusto de los enemigos, y colocando al archiduque en el
trono de España e Indias, Francia nunca encontraría la seguridad que pretende. Porque los holandeses y los ingleses dominarían indirectamente las Indias y el equilibrio y la salvaguarda de
la libertad de cada estado, dependería solo de la garantía que quisieran
conceder sus enemigos. También habla de España y, aunque reconoce los
esfuerzos de generales y ministros para
sacarla de su letargo, no han tenido
todo el efecto que se pretendía, no
puede dejar de admitirse que se ha producido un importante cambio España. Más allá de estas cuestiones, hay
una que debe sin duda tenerse en
cuenta que es que, Luis XIV, con todo
su poder, no pude suscribir la paz en
solitario, porque los enemigos no lo
aceptarán y está seguro de que el rey
español se negara a hacerlo. No duda
que los ministros franceses hayan tratado de estos s y otros problemas, pero
recuerda que él tiene la ventaja de
estar “sobre el terreno y mas instruido de lo que sucede todos los días” en
Madrid.
Con su retirada del embajador y de
las tropas francesas en septiembre de
1709 se cerraba un periodo de las relaciones hispano francesas agitado y lleno de contradicciones, en la que sus representantes fueron mucho más que
eso por su intervención directa en la
gobernación de la Monarquía. Su entrada en el despacho supuso un conflicto permanente con la alta nobleza española, que se sintió relegada ndel gobierno, Marcin, los Estrées, Gramont,
cada uno a su modo, llegaron convencidos de la necesidad de trasplantar a
España el modelo francés, claramente opuesto al de la monarquía de los
reinos. Amelot tampoco lo quería, porque los identificaba con el gobierno de
los consejos que consideraba ineficaz.
Por eso planteamientos en 1707 están tan claros. Quiso hacer reformas y
comprendió que solo estrechando su
relación con los ministros españoles,
Grimaldo, Mejorada o Canales, podría
emprenderlas..
Respecto a sus sucesores, su papel
fue muy distinto. Blécourt, que no tuvo
más título que el de enviado, que fue
nombrado gentilhombre del rey, pero
tuvo escaso peso en la corte y se limitó a presentar una serie de memorias
sobre el comercio que no se llevaron
a la práctica. Desempeñó su puesto
hasta septiembre de1711 en que llegó el marques de Bonnac, un hombre
relativamente joven, con experiencia
militar, que había representado ya
Francia en Suecia y Polonia. Su misión
en Madrid se limitaba a conseguir de
Felipe V la aprobación de lo que se estaba negociando en Utrecht. A pesar de
que mas de una vez se solicitó su intervención en asuntos españoles, se mantuvo escrupulosamente al margen, pero
por el contrario en 1712, jugó un papel muy importante en la renuncia de
Felipe V al trono francés, constatando
con bastante lucidez que “la separación
de las dos coronas” no dejaría de tener ventajas
Su sustituto el marqués de Brancas,
que había combatido en España, había
sido gobernador de Girona en 1712
y participado en las campañas militares junto al duque de Berwich. Dada
esta experiencia, había solicitado el
puesto el mismo, pero su situación en
la corte fue difícil , ya que no tardó en
indisponerse con la Princesa de los Ursinos y con Orry y debido a su relación
con el duque de Orleáns, con el `propio por Felipe V , que pidió su cese
en marzo de 1714. Hasta entonces, le
tocó seguir de cerca el sitio de Barcelona y actuar de intermediario de los
desacuerdos entre Luis XIV y Felipe
V sobre el mismo.
OBSERVAR PARA ACTUAR: LA MIRADA COMPROMETIDA. Los diplomáticos
en sus distintas categorías no eran los
únicos agentes que actuaban al servicio del rey de Francia, ya que a su lado
había otros agentes que, en distintos
cometidos, complementaban la retícula informativa, contribuyendo eficazmente al asentamiento de la nueva
dinastía en España. Es decir, además
de los representantes oficiales y oficiosos dependientes del ministro de asuntos extranjeros, en el entorno cortesano inmediato de Felipe V llegó a haber hasta 150 personas que constituían
la familia francesa que servía a los reyes. Además técnicos de distinto tipo
los dos confesores reales, verdaderos
ministros de culto, que desarrollaron
una importante actividad cultural.
Dentro del primer grupo, el que servía en las Casas Reales, destacan dos
importantes figurases: el marqués de
Louville y la princesa de los Ursinos. El
primero, que tenía una personalidad
destacada, según San Simón, se ganó
la voluntad del rey y dejo escritas unas
interesantes Mémoires secrets sr l’établissement de la Maison de Bourbon
en Espagne,(.Paris, Maradan Libraire, 1818). Amigo de Fenelon y Beauvilliers, con ellos mantuvo una interesante correspondencia que, junto a sus
Memorias, proporcionan una idea muy
precisa sobre la corte española y las relaciones entre los dos países, Formó
parte del despacho en el que participan el embajador Horhourt, Portocarreo, Arias y Ubilla. Su autoridad se
ejerció, sobre todo, en el interior del
Palacio y, por ello, no le pasó desapercibida ni la fragilidad del rey, ni las flaquezas de sus compatriotas, incluidos
los más altos cargos. Louville llegó a España venía bien aleccionado por las
Instrucciones, que le había dado el duque de Beauvillier, en el plano político y por las recomendaciones de Fenelon, dirigidas a completar la educación del joven rey. Hombre de cierta
cultura, no ignoraba la visión negativa que prevalecía en Francia sobre la
España de Carlos II y no pueda evitar
que los juicios de valor afloraren en sus
escritos. En una carta dirigida a Torcy, afirmaba que, los españoles, “caLA AVENTURA DE LA
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recen de vigor, son incapaces de ponerse en movimiento para servir al rey”.
Lo cual, siendo grave, no lo es tanto
como el que no le amaran y recelaran
de los franceses. También desconfiaba de la alta nobleza y recomendó desde el primer momento sustituirlos en
el gobierno.
Fue con motivo de la boda real cuando Louville entró en relación con Cataluña, ya que le correspondía ocuparse de ciertos aspectos del ceremonial
de la boda. Se trasladó a Barcelona con
el rey, formando parte del despacho
y esto e permite presenciar en Bla apertura de las cortes, cuya reunión había
desaconsejado. Pensaba que hacerlo
después de tanto tiempo era temerario y que, además, ni siquiera desde
el punto de vista financiero serían d
útiles, ya que “es raro que estas asambleas que empiezan con vivas, terminen en subsidios”. En una situación
como la española, en la que había habido tantos abusos, esa vía de reclamación al rey, podían arrancar concesiones, lo que supondría “unir al embarazo de un nuevo reino, el de una revolución”. Sin embargo, dado el carácter “celoso de sus privilegios” que caracterizaba a Cataluña, pese todo, quizás fuera más conveniente acceder a la
petición.
No es fácil saber que pensó sobre
la ciudad que lo acogía, pero las fiestas que acompañaron las bodas reales,
los adornos y la activa participación
de la nobleza, debieron tranquilizarle. Desde luego que su visón de Cataluña tenía mucho que ver con la difícil relación que había mantenido con
Francia y con el desagrado que le producía cualquier atisbo de “revolución”,
ya fuera entendida como desacato al
rey o como desorden social. Su sentido del servicio y la autoridad, que tan
bien se manifestó en relación con la nobleza española, y su prevención contra los obstáculos que pondrían los españoles, le hacían ser poco propicio al
mantenimiento de un sistema, el de los
consejos, en el que la presencia francesa no tenía cabida, por la abierta oposición de sus miembros a la intervención francesa en asuntos de gobierno.
Al final de su estancia en España, en
1703, Louville no había cambiado su
opinión sobre los españoles y lamentaba que se perdiera el tiempo intentan-
do reformar la monarquía con su acuerdo. Comsederaba que su apoyo al rey
Borbón no era sincero, sino estratégico, dirigido a impedir un reparto territorial prácticamente inevitable.
Desde otros planteamientos y con
mayor trascendencia por la larga duración de su estancia, la Princesa de los
Ursinos también en había vivido el ambiente festivo d ela Barcelona de las bodas reales y tampoco se le escapó la importancia de la convocatoria de las Cortes, ni que estas llagaran a feliz término. Conocía bien España, donde había llegado al poco de la muerte de
Felipe IV, acompañando a su marido.
Había aprendido español, hecho amistades y merecido la protección de la regente y del P. Nithard, lo que hizo que
se marcharse a Venecia, al poco de la
llegada de D. Juan José de Austria. Durante su residencia en Romna, ya viuda, siguió tratando al P. Nithard, y allí
contrajo un nuevo matrimonio, con el
duque de Bracciano, jefe de la casa de
los Orsini, en 1675. Su buen conocimiento, además del francés, del español y el italiano, pronto hicieron de
ella una buena mediadora entre las
tres cortes. Cuando cuestiones conyugales le obligaron a volver a Paris, allí
se quedó por in tiempo, consolidando
amistades despertando el interés de
Luis XIV por su “esprit” y “politesse”,
y su buen conocimiento de los negocios extranjeros. Otra vez viuda y en
Roma, al conocer la sucesión francesa y
el proyecto de matrimonio entre Felipe V y Maria Luisa Gabriela de Saboya, se postuló para acompañarla..Alegó sus méritos y sus amistades, entre otras la de Portocarrero. Consiguió el apoyo de Madame de Maintenon, la aceptación de Torcy y finalmente, a sus casi sesenta años, Luis
XIV pusiera en sus manos guiar los primeros pasos de una niña reina en un
reino extraño.
Su estancia en Barcelona fue tranquila, sin ninguna alusión a otros hechos
que los propios de su misión: paseos, diversiones, ceremonias, en los que intentaba iniciar a los cortesanos en las costumbres francesas. Ganarse la confianza de su regia pupila y sacar a Felipe V
de su mutismo era su mayor preocupación. Entonces inició su correspondencia, con el rey, los ministros, sus
amigas, Mme Maintenon y Mme de
Noailles, además de cortesanos, prelados, militares o artistas, en la que va
desgranando un cuadro vivo, no exento
de ironía, de la corte española y sus
principales personajes. Pero sus cartas, van pasando de ser una crónica
mundana a convertirse en un testimonio de problemas de marcado matiz político. Su primera misión fue acompañar a la reina durante la celebración
de las Cortes de Aragón y, tras la problemática clausura, organizar su vida en el
Alcázar, donde Portocarrero y el mayordomo mayor, la recibieron solo con cortesía. Del círculo francés madrileño hay
una persona, Orry, a quien Torcy ha pedido que apoye, con la que se entiende sin problemas desde el primer momento. Sus objetivos son los mismos: la
instauración de un gobierno personal
del rey, sin interferencias de los consejos, ni de la nobleza, pero hacerlo con
prudencia, aprovechando en lo posible instituciones y con el apoyo de
algunos españoles.
De anti francesa la tachó el cardenal d’Estrés, secundando las opiniones
de Louville. Con su sobrino no le fue
mejor y, desde luego, la nobleza y el
consejo de Castilla. hicieron lo posible para recortar su influencia. Ni siquiera la llegada del duque de Berwick
le sirvió de apoyo para mantener la
confianza de Luis XIV, de manera que
en la primavera de 1704 su salida de
España estaba decidida, pese a la oposición de la reina española.. Antes de
partir, por mano de su secretario,
D’Augbigny, redacta una Memoria sobre los asuntos de España, para evitar
futuros malentendidos. En ella habla
de la necesidad de dar forma definitiva al gobierno, de evitar las intrigas y,
sobre todo, tranquilizar a la nación
española sobre las intenciones de Francia. Dado los inconvenientes del carácter del rey y la confianza que siente por
su esposa, considera urgente definir
el papel institucional de la reina.
De cómo recuperó el favor de Luis
XIV, utilizando sus amistades y muy especialmente, el apoyo de Madame de
Maintenon, no ha lugar de hablar aquí.
En cualquier caso en enero de 1705 su
vuelta a España está decidida, así como
las condiciones que impone, el cambio
de embajador, que será Amelot, y el retorno de Orry.. El recibimiento de los
reyes le hizo comprender que su faLA AVENTURA DE LA
HISTORIA
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vor seguía intacto y así se apresuró a comunicarlo no a Torcy, sino a Madame
de Maintenon que será a partir de entonces su cauce para llegar al monarca.
En octubre, antes de conocer la entrada del archiduque en Barcelona escribe: “Nos encontramos ante una crisis tan
violenta como peligrosa, es decir, en vísperas de una batalla en Extremadura contra
enemigos, una vez más, más fuertes que nosotros, y sin saber nada seguro sobre que es lo
que ocurre en Barcelona, mientras que la
revuelta se hace casi general en Cataluña y comienza a infestar el reino de Valencia ty el
de Aragón”.
Mientras Amelot solicita refuerzos militares urgentes, ella intenta convencer a Madame de Maintenon de
la importancia de poner fin al sitio de
Barcelona. Después de la capitulación,
sigue confiando en que la llegada de
socorros puede cambiar la situación y
que “la desgracia que nos ha sucedido de perder Cataluña” reportará, incluso, ventajas. Al tiempo, expone a
Torcy con toda franqueza la evolución
desfavorable de los sentimientos españoles respecto a Francia. ¿Cómo juzga
la insurrección? ¿Defensa de privilegios
o rechazo dinástico? Ambas visiones se
combinan en sus cartas, pero su descripción de Cataluña como tierra de
“matorrales llenos de una canalla fanática”, deja ver que percibe bien el calado social de las cuestiones políticas
que están en juego.
Por el contrario, la salida precipitada de la corte con la reina y el gobierno ante la llegada del Archiduque, le
permiten apreciar las demostraciones de fidelidad de los castellanos,
de manera que al volver a Madrid,
escribe: “En fin, madame, hay que convenir en que no hay mejor pueblo que este
de Castilla, y que si hubiera la misma probidad en aquellos que deberían dar ejemplo a
otros, los enemigos perderían pronto cualquier esperanza de conquistar España por
los mismos españoles”.
Su decepción inicial sobre los españoles se fue polarizando en la actitud
de cierta la nobleza, abriendo paso a
la percepción más real de un pueblo
digno de”tener por rey a un hijo de
Francia”. De ahí su miedo a una paz
prematura.
Su alegría al comunicar personalmente la victoria de Almansa a los reyes, con prudencia para no emocionar
a la reina embarazada, le hace escribir
con entusiasmo a Mme de Maintenon
que, a partir de ese momento, Felipe V
es “verdaderamente, rey de España”.
Sin embargo, los años posteriores,
muestran la fragilidad de la situación y
la amenaza en forma de paz que se cierne sobre sus reyes. Porque si Mme de
Maintenon le produce “tanto horror
como la guerra”, a ella le parece una derrota antes de tiempo. Su decepción,
cuando en abril, Luis XIV comunicó
a su nieto su resolución de firmarla,
es tan grande, como su tranquilidad
ante el fracaso de las negociaciones.
Como buena francesa, sufre lo que no
duda en llamar “la duplicidad política
de su rey” y no tiene respuesta ante los
que claman contra un rey que ha abandonado a su nieto. Que Madame de
Maintenon le acuse de no ser ya francesa y le reprocha meterse demasiado en asuntos políticos, siendo mujer,
es también una decepción.
En la vida de la princesa, Cataluña se
cruzó muchas veces, unas veces por
que los retrocesos en la ofensiva contra
ese territorio, resucitaban en Versalles el fantasma de la abdicación de Felipe V. Otras veces porque como acompañante obligada de los reyes, podía
seguir de cerca como la guerra cambiaba lo que en la paz parecía inamovible. En Zaragoza estaba ,acompañando
a la reina y al príncipe de Asturias,
cuando por segunda el rey abolió los
fueros aragoneses e impuso las leyes
castellanas, ante la inquietud de Luis
XIV que temía una nueva insurrección
en ese territorio. Medidas que la princesa, muy compenetrada con el equipo
de gobierno que las tomó, ni cuestionó
ni temió.
Cuando convertido en heredero de
los territorios patrimoniales de los
Habsburgo y del Imperio, el archiduque no solo no abandona Cataluña, sino
que recibió refuerzos que obligaron a
Vendome y Noailles a demorar el sitio de Barcelona, la Princesa se asombró no de que se resistiera a marcharse, sino de una Cataluña que sacaba
fuerzas de flaquezas, de manera que
“no se ve de su parte mas que mala
fe, cuando cree haber recuperado cierta superioridad”. Mas que una absolutista convencida, es una mujer con
verdadera vocación política y que,
como escribe el marqués de Bonnac
a Luis XIV, tranquilizándole sobre su
comportamiento, sus propósitos son
buenos, porque “su corazón está enteramente con los reyes de España” ..
Hasta las negociaciones de Utrech, la
Princesa nunca pensó en su retito, pero
entonces, la promesa de cederle una
soberanía en los Países Bajos españoles que le había hecho Felipe V, aparece en su horizonte. Cuestión que se
irá haciendo cada vez más difícil porque
se enreda en todas las negociaciones y
que acabará convirtiéndose en una moneda de cambio. Con Lexington, el enviado de la reina Ana, que le promete
el apoyo de la soberana a su pretensión
a cambio de apoyo para las ventajas comerciales y políticas que solicita. Mas
tarde, ante la negativa de Felipe V a que
los catalanes conservaran sus privilegios, en forma de influencia para cambiar su parecer, ignorando que no podía aconsejar algo que estimaba iba
contra su concepción del poder real y
el prestigio de la realeza. El mismo Torcy, en enero de 1713, pretendió valerse de su mediación para lograr una mayor flexibilidad del rey español en este
tema. Su negativa fue tajante: no solo
considera inoportuna la sugerencia,
porque los reyes reaccionaban violentamente ante cualquier alusión a esos
“traidores que habían rehusado por dos
veces la amnistía que se les había ofrecido”, sino porque a esas alturas no pensaba que el apoyo de Francia fuese más
desinteresado que el de Inglaterra.
A mediados de abril de 1713, Francia firmó en Utrecht los tratados separados con las potencias aliadas menos el Imperio y, con ello, Felipe V fue
reconocido como monarca legítimo de
España y las Indias. Aparentemente, la
cesión de la soberanía para la princesa de los Ursinos quedaba incluida en
el de las Provincias Unidas, pero nunca se hizo efectivo, por las reticencias de Holanda y la oposición de Austria.: La carta que Villars escribe el 31
de diciembre de e1714 a Luis XIV es
muy clara: “El príncipe Eugenio quiere hacer depender la soberanía de la princesa de
los Ursinos de la restitución de los privilegios de los catalanes”.
El rey francés sabía bien que Felipe
V no podía aceptarlo y ella también. Por
mucho que Madame de Manteinon
pretenda consolarla haciéndole ver que
el tomar Barcelona sin compromisos,
LA AVENTURA DE LA
HISTORIA
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permitirá al rey establecer mejor la
tranquilidad de todo el reino , se siente abandonada por Francia y empieza a
actuar con absoluta independencia. ¿Es
el nombramiento de Orry como veedor general., a pesar de que Luis XIV
le había negado su autorización para
aceptar este cargo, fue una muestra de
ello? Así parece sugerirlo Madame de
Maintenon, desconcertada por lo que
pasa en España: “Estoy demasiado implicada para no deciros que es difícil justificaros sobre lo que, en el presente, esta pasando en España. M. de Bergueik alejado; M.
de Brancas en desgracia; M. de Berwick, rechazado; Orry a la cabeza de todos los asuntos; pocos españoles en el consejo; mucho de
los cargos principales sin cubrir; la forma de
gobierno absolutamente cambiad; el rey encerrado. En todo o esto, señora es en lo que se
ocupa actualmente nuestra corte, con sentimientos muy diferentes”.
A las quejas de Felipe V para que se
cumpla su promesa, Luis XIV responde con un argumento bien conocido,
que en el proyecto del tratado de Rastadt está incluida, pero que el emperador quiere a cambio la paz en Cataluña. . Madame de Maintenon, va más
alla y vincula directamente la firma
de la paz con el fin del asedio a Barcelona: “Sabeís bien que es lo que en este momento retrasa el sitio de Barcelona. El rey no
desea nada tanto como ver a Cataluña sometida; pero se ha comprometido a que el rey su
nieto firme la paz con Holanda”.
Finalmente España firma el tratado
con Holanda el 26 de junio de 1714. El
12 de septiembre, Barcelona capitula. El 30 de septiembre, escribe desde El Pardo: “El rey de España les impondrá las leyes que le plazcan, puesto que el será
dueño de los reinos de los que sus predecesores y el mismo no tenían casi mas que el nombre de un monarca absoluto”.
La perdida de todos los privilegios catalanes, era la consecuencia inevitable
de toda rebelión. Que su soberanía hubiera servido de pretexto, era un juego
más del destino. Así Terminó la relación
discontinua de la Princesa de los Ursinos con Cataluña. Tres meses más tarde también lo hará su relación con España. Para mayor paradoja, la causa fue
la voluntad de una reina a la que se le había reprochado apoyar durante las negociaciones matrimoniales.
Si hay hubo un personaje cuya impronta en la política española fue deci-
siva en los años de la guerra este fue
Jean Orry, un francés nacido en 1652,
cuyos ascendientes directos eran hombres de negocios, con ciertos vínculos
con la administración. Su padre fue el
último en dedicarse al comercio y el
primero en detentar un oficio propiamente hacendístico que fue conciliando con la adquisición de títulos y oficios cada vez más honrosos, ascenso social que prosiguió su hijo. El mismo,
que tenía la licenciatura en leyes, nunca pensó, en ser letrado, pero supo
sacar partido de su formación jurídica a
la hora de redactar sus memorias y en
sus pleitos. Saint Simon trazó de él una
imagen poco benévola, “rat de cave”
y “fripon” le llamó, pero para el duque este burgués enriquecido que coronaba su carrera sirviendo al rey, era el
prototipo que mas detestaba. Sus dos
matrimonios consolidaron esta trayectoria, y con su cuñado, que era capitán general de artillería, llegó a España durante la guerra de la liga de
Augburgo como aprovisionador de sus
tropas. Ya antes había trabajado como
empresario en la construcción del
acueducto de Maintenon, y en el aprovisionamiento del ejército de Italia.
Fue entonces cuando entró en contacto con Pontchartrain, entre cuya clientela figurara. Entre 1701 y 1713 se convirtió en uno de sus administradores,
antes de asumir las funciones de veedor general de España. Su estancia española fue discontinua y no estuvo
exenta de dificultades. Hizo una primera visita en el verano de 1701; una
estancia más larga, pero interrumpida
en varios ocasiones, que terminó en
agosto de 1704 con su caída en desgracia. Volvió en abril de 1705 y se marcho en junio de 1706. A petición de
Felipe V, estuvo a su servicio entre marzo de 1713 y su salida definitiva en febrero de 1715.
En 1701 Luis XIV le escogió para hacer un diagnóstico de las finanzas españolas y proponer posibles remedios. Se
necesitaba “un individuo inteligente
en materia de hacienda”, y cumplía
ambas condiciones. Que las malas prácticas corroían las finanzas españolas, ya
fuera en forma de corrupción o de venalidad, lo sabía el monarca francés por
los informes de sus embajadores: “Hay
tantos consejeros de Hacienda como recaudadores en Francia, escribia Harcourt en febre-
ro de 1700, y no hay nadie que sepa cuantas
rentas tiene el rey y menos cuando gasta”.
De ahí que en sus Instrucción Marcin o, más tarde, a Gramont, abordara
el problema, achacando la responsabilidad a los cargos de la administración,.
Ya fuera la misión de Orry “restablecer
la hacienda”, o reanimar “una monarquía arruinada”, en los términos empleados por los ministros franceses, y
por el propio Orry, la idea de “remedio” prevalece sobre el de decadencia.
Fue en Barcelona, en diciembre de
1702, donde terminó su memoria sobre
los Medios de remediar el estado presente de los negocios del rey de España, en ella, aunque en realidad se centra exclusivamente en Castilla y las
Indias, demuestra que conoce bien la
estructura de los reinos y la fuerza de
sus instituciones. Escribe: “Es un mal
que el rey haya estado en Cataluña y vaya a
Aragón a reunir las Cortes, lo que no le cubrirá ni los gastos de su viaje y se comprometerá más de los que debe conceder. Sería necesario examinar los privilegios y los cargos
antes de S.M. prestara el juramento, para
hacerlo con conocimiento de causa”.
No era fácil para un súbdito de Luis
XIV entender que los impuestos estuviera condicionado al consentimiento de lo que equivalía a los estados generales en Francia y, menos, que ni siquiera pagasen lo que debían: “El rey
no saca ninguna renta de Aragón, Cataluña, Valencia y Navarra, por los privilegios considerables concedidos y confirmados a sus Estados Generales (Cortes), sobre los cuales el cree se han producido ampliaciones considerables y muy perjudiciales al
rey, que el dice que no ha examinado porque la coyuntura presente no le ha permitido dar su parecer sobre ello”.
Que la estructura de la propia monarquía era la clave, y su propósito, acabar con el desequilibrio. Sabía que
cambiar el sistema recaudatorio no era
una cuestión económica sino política,
es decir, que “el arreglo de la administración de hacienda depende absolutamente de la reforma imprescindible del gobierno”.
Con apoyos fluctuantes en Francia
y una clara oposición dentro de la corte española, hasta su encuentro con
la princesa de los Ursinos en su segundo viaje, actuó en solitario. Desde
entonces, la relación entre ambos fue
firme y continua a lo largo de todo el
LA AVENTURA DE LA
HISTORIA
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periodo. Aunque Orry no formaba parte de la junta, despachaba con él rey,
que le apreciaba mucho y con los secretarios y, por entonces, se forjó su amistad con Grimaldo, Se ha hablado mucho del ideario colbertista de Orry o,
simplemente, mercantilista. Pero más
allá de los principios económicos, lo
que le asemejaba al ministro francés,
era una visión racional del poder al servicio del soberano. Se quejaba de los
consejos; consideraba “un mal” los privilegios aragoneses y quería introducir un tesorero independiente del consejo de Hacienda y un secretario de
Guerra que solo rindiera cuentas a la
rey.. Su salida en 1704 no impidió que
se pusieran en marcha algunas de
sus propuestas, introduciendo nuevas
imposiciones, no solo para los castellanos, sino en Cataluña y Valencia.
Su vuelta fue una exigencia de la
princesa y supuso la posibilidad real de
poner en marcha muchos de sus proyectos.. Debía actuar en concierto con
el embajador francés y limitarse a los
asuntos que señalaba la Instrucción
que le acompañaba. Lo primero fue
sencillo, ya que su relación con el embajador Amelot funcionó bien. Para
conciliar lo segundo tuvo que redactar,
antes de dejar Francia, un largo memorial sobre el estado de España en 1705,
exponiendo sus propósitos. Reformar
el despacho, transformar el l sistema de
consejos para evitar dilaciones, sustituyendo a los nobles por letrados, e introducir intendentes, que debían ser
“gente hábil y llena de probidad” eran
las claves para restablecer “la autoridad de Felipe V”.
En el verano de 1706 fue llamado a
Francia para resolver un problema y
ya no volvió hasta 1713, durante las negociaciones de Utrecht y al servicio del
rey de España. Entonces continuó sus
esfuerzos para sanear la administración
de la Hacienda y emprendió una reforma institucional de gran calado dirigida a concentrar el poder en manos del
rey y cuatro secretarios del despacho.s.
Como supervisor de todos, estableció una Veeduría general para la hacienda y el comercia y un consejo o gabinete integrado por todos los secretarios..La reforma ministerial, sin embargo, debía esperar al fin de la guerra
de Cataluña, demorándose hasta finales de 1714.
Desde luego que Orry siguió muy de
cerca la última de las campañas catalanas. Una de sus disposiciones fue imponer nuevas contribuciones, las quincenazas, qu provocaron protestas. Si no
inspiro los decretos de Nueva Planta se
ajustaban a su criterio, aunque cuando
se publicaron el 28 de noviembre de
1715 para Mallorca y el 16 de enero de
1716 para e Cataluña, estaba ya fuera
de España.. Su compromiso con el rey,
las reformas y la impronta de alguna de
ellas no impidieron que Orry emitiera con frecuencia los mismos tópicos
que sobre España y sus habitantes circulaban por buena parte de Francia, relativos tanto a su historia como a su
idiosincrasia.
LA GUERRA QUE CIEGA. Pero esta unión
sería incompleta sin abordar, aunque sea
brevemente, la visión de aquellos franceses, curtidos en los muchos conflictos
bélicos, que se fueron sucediendo al
mando de las tropas francesas al servicio de Felipe V y de las tropas francesas que combaten en su apoyo. Mariscales experimentados, hombres que
alternan las armas y la diplomacia, desde luego, cortesanos capaces de intrigar
y mediaren favor de sus amigos. Ese fue
el caso del conde de Tessé, René de
Froulay. Un militar al servicio de Luis
XIV que participó en la invasión de los
Países Bajos en 1672 y fue ascendiendo en el transcurso de las posteriores
campañas. También actuó de diplomático, negociando la paz con Víctor Amadeo II de Saboya, lo que le valió en 1696
el cargo de caballerizo mayor de la duquesa de Borgoña. Después de defender Mantua en 1702, fue enviado al año
siguiente a España, sustituyendo a
Berwick como jefe del ejército borbónico dos años más tarde. Fracasó en el sitio de Gibraltar y en el frente portugués,
participó en el asedio de Barcelona de
1706, igualmente sin éxito, junto con el
duque de Noailles. Fue testigo de primera línea del desmoronamiento de la
lealtad borbónica en la Corona de Aragón y del entusiasmo que suscitaba el
recién proclamado Carlos III: “Tengo ante
mí, escribe a la duquesa de Borgoña, a Cataluña en adoración del pequeño soberano que
se ha dado; a mi derecha el reino de Valencia
completamente alterado y en medio, el de Aragón que pretende estarlo, rechaza todo y que
nos inquieta”.
Gozó de la confianza de la reina española y de la princesa de los Ursinos,
a la que ayudó en su primer destierro
y con la que intercambió cartas, en ocasiones, muy ingeniosas. Sus fracasos en
la Península se compensaron al lograr
que el príncipe Eugenio levantara el
sitio de Toulon, en 1707. Fue nombrado embajador en Roma al año siguiente y 1723 volvió a España como
embajador, interviniendo para que Felipe V volviera a ocupar el trono a la
muerte de Luis I.
Las trayectorias del duque de Vendôme y del de Noailles, fueron más estrictamente militar. Formado el primero desde muy joven en el ejército y
mariscal de Francia, .. durante la Guerra de Sucesión participó en varios
frentes y finalmente en España de
1710 a 1712. Destacó en la batalla de
Brihuega en diciembre de 1710, en la
que derrotó completamente a los británicos del general James Syanhope..
Consiguió por la princesa de los Ursinos que Felipe le concediera el tratamiento de Su Alteza, como miembro
de la familia real. Murió en Vinaroz,
tras haber sido nombrado virrey de Cataluña y comandante en jefe del ejército español. Sus restos reposan en el
El Escorial. Adrien Maurice de Noailles, por su parte, participo en la guerra
entre 1710-1713, comandando la invasión francesa del norte de Cataluña
que, en 1711, finalizó con el asedio
de Gerona. Igualmente estuvo el duque de Orleáns, que era sobrino de
Luis XIV, y que conquistó Valencia con
ayuda de Berwick. También participó en la toma de Játiva y en el sitio de
Lérida. Su pretensión de remplazar a
Felipe V, que non tuvo consecuencias, le acarreó la animadversión de
Luís XIV que le mantuvo a retirado
de la corte hasta la muerte. Se proclamó regente del reino en 1715
Más constante fue la presencia de
James Fitz-James, duque de Berwick
en Inglaterra,, de Fitz-James en Francia y de Liria y Jérica, en España. Era
hijo ilegítimo del Duque de Cork, después Jacobo II, y de Arabella Churchill,
hermana del duque de Malborough.
Recibió una educación católica en
Francia y cursar estudios en el colegio jesuita de la Flèche. Cuando subió su padre al trono se encontraba en
París y se decidió por las armas, entranLA AVENTURA DE LA
HISTORIA
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do al servicio de Carlos, duque de Lorena. Hasta 1688 en que se exilio en
Francia, alternó honores y cargos en Inglaterra, con su participación en la guerra contra los turcos, tomando parte en
a reconquista de Budapest y en la batalla de Mohács, en Hungría. Después
sirvió en el ejército francés en la Guerra de los Nueve Años contra las fuerzas aliadas al mando de Guillermo de
Orange, rey ya de Inglaterra
Al fallecer sl rey Jacobo en 1701,
como no podía aspirar al trono británico por ser hijo ilegítimo, decidió
nacionalizarse francés e integrarse en
la corte de Luis XIV. A su servicio estuvo desde el comienzo de la guerra de
Sucesión, combatiendo en Flandes, a
las óordenes del duque de Borgoña. A
comienzos de 1704 fue enviado a España al mando de un gran ejército con
el encargo de rechazar la ofensiva del
ejército anglo-holandés que, con el
archiduque al frente, avanzó hacia Extremadura . Sus Memorias reflejan
bien esta primera experiencia española, así como su desconfianza respecto a los mandos militares autóctonos,
con excepción de Villadarias. También
el ambiente de intrigas y rivalidad que
existía entre los franceses en la propia corte. Su nombramiento había contado con el apoyo de la Princesa de
los Ursinos, a la que había conocido en
Roma en 1698, pero procuró no implicarse su enfrentamiento con el abate d’Estrés. Tampoco le gustaba Orry,
ni tuvo el favor del nuevo embajador,
duque de Gramont. Los propios reyes,
por distintos motivos, le distinguieron sin apreciarle y hasta el secretario Ubilla le miraba con desconfianza.
Bien fuera debido a su carácter frió y
silencioso, o al cansancio por tener que
luchar en dos frentes, el del campo de
batalla y el de la retaguardia, su cese no
pareció afectarle. Su nuevo destino fue
el sur de Francia, donde debía reprimir
la revuelta de los comisards, los calvinistas franceses sublevados en el Languedoc. Contra ellos aplicó una dura
política represiva que descabezó el movimiento y allí conoció el triunfo austracista en Cataluña, durante el otoño de 1705. En la primavera de 1707
Berwick volvió a España al frente del
ejército franco-español en una ofensiva dirigida a recuperar Valencia, siendo
el artífice de la victoria de Almansa.
También entró en la capital, Valencia,
pero entonces ya no estaba al mando de
las tropas, sino Orleáns, bajo cuya autoridad participó en la toma de Játiva y
en el sitio de Lérida. Su campaña española le valió de Felipe V el título de duque de Liria y Jérica, el 13 de diciembre de 1707, el nombramiento de
Grande de España y la condecoración
de la Orden del Toisón de Oro.
Ya con anterioridad, con motivo de la
pérdida de Barcelona, Berwick había
criticado la la mala política de las cortes borbónicas, no solo en el plano militar sino político, como probaba la intensa propaganda que había precedido la perdida de la ciudad. En su
trayectoria militar nunca se había mostrado como un hombre complaciente
con los vencidos, si bien, como Estuardo que era, diferenciaba el trato que
merecían sus compañeros de profesión,
muchos de los cuales habían combatido a su lado en otras contiendas o
eran parientes, como su tío el duque de
Marlborough, y las tropas regulares
que mandaban de la consideración que
merecían los insurgentes religiosos, los
“fanáticos” , como era el caso de los camisards, o quienes se rebelaban contra la autoridad legítima del rey. Y esta
dualidad se manifestó bien durante la
contienda española en la que hubo
buenas palabras, pero también ciudades saqueadas, como Orihuela, por mas
que dijera que fue a su pesar. De ahí
que, al entrar en Valencia, no solo impuso el desarme general y un cobro extraordinario de impuestos, sino que
dejó muy claro a los representantes del
reino que tras la rebelión y conquista
no había mas fueros que los que el rey
quisiera conceder, porque “Este reino,
, ha sido rebelde a S.M. y ha sido conquistado, habiendo cometido contra S.M. una
grande alevosía”.
Pero lo que le distinguió de otros jefes militares, pese a su victoria en Almansa, fue su resistencia a entablar batallas o a sitiar plazas que no viera fácil rendir, no la práctica habitual del saqueo.
Entre 1708 y 1712 su ir y venir por
distintos escenarios, Rhin, Países Bajos o la frontera italiana, fue constante. Pero nunca olvidó la causa jacobita, tanto con motivo de la fracasada
expedición del pretendiente a Escocia
en 1708, como sugiriendo a Torcy, en
1710, un desembarco de tropas francesas allí. Hombre de guerra, siempre
mantuvo su interés por la de España,
enviando, cuando estuvo en el frente
alpino, algunos refuerzo, pero sin intervenir directamente.. Supo de los triunfos de su rival Vendôme en Brihuega
y Villaviciosa, y asistió como par de
Francia a la renuncia de los Borbones
franceses a la sucesión española en
1712. Finalmente a finales de ese año
fue enviado de nuevo a la frontera catalana para impedir la reconquista de la
plaza de Gerona por las tropas austriacas. Cumplió con éxito su cometido e
hizo publicar un edicto de perdón general a los pueblos y fusileros de montaña que abandonaran las armas. Posteriormente partió a Francia para las negociaciones del Tratado de Ultrecht,
aunque Cataluña distaba de quedar pacificada. Con el propósito de terminar con esta última resistencia, Berwick cruzó la frontera de nuevo en junio de 1714, dirigiéndose hacia Barcelona. Su nombramiento, que fue una
decisión personal de Luis XIV, no gustó ni a la princesa de los Ursinos ni a
Orry, que hubieran preferido a Tessé,
pero debieron conformarse. El por su
parte, tuvo que esperar a que se materializara la paz con Holanda y conformarse con las Instrucciones que le envió Felipe V, cuyo rigor le disgustó. La
idea del rey de aplicar a los rebeldes
el “máximo rigor según las leyes de
guerra” y hacer con ellos un escarmiento de cara a futuras rebeliones, le pareció equivocada, así como las compensaciones y gravámenes que debían pagar. Sabía que la inquina había aumentado por “la mala voluntad de las negociaciones secretas que esos rebeldes
mantienen con mis enemigos”, tratando de lograr apoyos o de resucitar, la
guerra general, lo que constituía “un
agravio más a añadir a los muchos recibidos”. Pero a Berwick esa actitud
le pareció “tan poco cristiana e incluso tan contraria a los intereses de S.M.
Católica” que, de inmediato, escribió a
Luis XIV para que le hiciera llegar las
suyas, como efectivamente hizo, dejándole en libertad de obrar como le pareciera más conveniente. Al mismo tiempo encareció a su nieto que moderara sus impulsos y concediera a los habitantes de Barcelona una capitulación
razonable.
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HISTORIA
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El desarrollo del sitio y el comportamiento del duque durante el mismo son bien conocidos, entre otras
fuentes, a través del relato de uno de
los sitiados, Francisco de Castellvi. Su
sangre fría y su irritación ante lo que reconoció como “vigorosa resistencia”, lo
mismo que sus esfuerzos para que la
ciudad se rindiera, más en consideración de sus propias tropas que de los
asaltantes, estuvo en la línea de sus anteriores comportamientos. En sus Memorias, Berwick lamentó que no se
hubiera empleado un lenguaje más mesurado, tras la salida de los imperiales
de Barcelona , lo que hubiera facilitado su capitulación, pero “como Madrid
y el duque de Populi no hablaban en público
sino de horca y saqueo, las gentes montaron
en cólera y desecharon toda esperanza”.
En la madrugada del 11 de septiembre de 1714, las tropas de Berwick entraron en la ciudad, tras 61 días de sitio. Trató de impedir el saqueo y esa
fue la versión que Torocy dio a Bolingbroke. Respecto a las capitulaciones, consideró que, cuando quisieron hacerlas, era ya demasiado tarde,
porque la ciudad estaba ya a su merced.
¿Hubo, sin embargo, una capitulación
escrita, pero no firmada? Las Memorias hablan solo de promesas verbales e
insisten en que no hubo pillaje. El marqués de San Felipe describe saqueos
e incendios y del exaltado estado de
ánimos de los sitiadores, en absoluto
dispuestos a aceptar ningún tipo de
condición. En cualquier caso, el razonamiento que, según Castellví, dio, de
que “de rey a vasallo no había capitulación, que todo lo debían fiar a su
benignidad y que les concedería una
capitulación proporcionada al estado
en que se encontraban”, resulta coherente con su ideario. El futuro marqués
de Alós trasmitió a sus descendientes
la misma idea: que había concedido a
los vecinos derechos de honor, vida y
hacienda, remitiéndose en las demás
cosas a la voluntad del rey.
La hubiera o no, lo tolerase o, simplemente, no pudiese evitar el pillaje, lo
que si hubo fue represión. No porque
el duque estuviera mal dispuesto contra los catalanes, sino porque eran medidas ya experimentadas en Valencia
y en otros frentes. Encarceló a los generales vencidos, como primera medida intimidatorio y como se había de-
cretado la disolución del Consejo de
Ciento y de la Diputación del General,
recibió el encargó de establecer en el
Principado un gobierno provisional,
hasta la maduración de los posteriores decretos de Nueva Planta en 1716
y 1718. Nombró a 16 administradores
para el gobierno interino de la ciudad y
una junta de justicia y gobierno para
todo el Principado, presidida por Patiño y formada por caballeros y letrados
catalanes, partidarios de Felipe V. Reguló, sin embargo, la continuidad redeterminados tribunales de justicia en
Barcelona y otras ciudades, así como el
del Juez del Breve, para juzgar delitos
eclesiásticos especialmente graves.. En
realidad demasiadas medidas para las
pocas semanas que permaneció en Barcelona después de su conquista. Después de pasar por Valencia para reorganizar la administración de sus dominios, viajó a Madrid, donde recibió recompensas materiales y honoríficas y
rechazó la propuesta de seguir al servicio de Felipe v y pasar a Mallorca. El
duque dio por terminada así carrera militar en España y regresó a Francia. A
la muerte de Luis XIV, en 1715, fue designado gobernador militar de la provincia francesa de Guyena, en cuyo Parlamento entabló una cordial amistad
con Montesquieu. La deriva posterior de las relaciones hispano-francesas le llevó en 1719 a mandar un ejército para invadir España. Una acción que
le enfrentó a su primogénito, al que
había cedido los ducados de Liria y
Jérica, casado con la, heredera del duque de Veragua. Entró con sus tropas
por Guipúzcoa y se dirigió a Cataluña, donde puso sitio a la Seo de Urgell.
Intentó tomar la ciudadela de Rosas,
pero no llegó a hacerlo. Terminada la
campaña, formó parte del Consejo de
Regencia, pese a las reticencias que
despertaba su origen extranjero y se intentó alejarlo nombrándole embajador
en España Pero, como cuenta SaintSimón, no aceptó, porque había perdido la confianza de Felipe V y de la reina, y ni siquiera su amigo Grimaldo
logró cambiar su opinión. Solo una nueva guerra entre Austrias y Borbones
logró sacarle de su retiro, con motivo
de la sucesión polaca. Mandó de nuevo un ejército en el Rin y llegó a tomar el mando de la dirección operaciones del sitio de Philippsburg, pero mu-
rió el 12 de junio de 1734, alcanzado
por un proyectil mientras inspeccionaba las trincheras.
UNA VISIÓN CONCLUSIVA: LA MIRADA DEL REY SOL. Luis XIV, al contrario
que su nieto, nunca participó en la
guerra de España, ni conoció los escenarios por los que trascurría, pero en
Versalles o en Marly, nadie tuvo mas
información que él, ni tanto poder de
decisión sobre un conflicto, cuyo final,
de acuerdo con sus planteamientos, no
fue una victoria. Una propaganda,
temprana y bien calculada, dirigida a
responsabilizar a la dinastía austriaca
de la decadencia española; una diplomacia especialmente despierta para
excitar la avidez de las potencias ante
un posible reparto y unas primeras
medidas dirigidas a poner las bases de
lo que sería la expansión del comercio francés en las Indias durante los
años de la guerra, desplazando al tiempo, o mejor sustituyendo, el contrabando de os barcos ingleses y holandeses, fueron las bases de lo que retóricamente se denominaba “la unión de
las dos coronas” o “los intereses comunes de ambas monarquías”. Por lo tanto, no es solo, la cuestión del mayor o
menor peso de la sucesión española en
su pensamiento lo que proyecta su
sombra sobre la guerra, sino otras más
concretas que, de manera inevitable,
remiten a la propia figura del rey Sol,
a su concepción del poder y a su mirada ambivalente sobre la monarquía
española, en la cual, la agresividad,
gestada nada menos que en cuatro
guerras hasta 1700, y la connivencia,
religiosa, cultural y simbólica se entremezclan. Y en este contexto, su mirada sobre el reino convulso que recibió su nieto, o sobre los súbditos que
se niegan a aceptarlo, no es una más,
porque sus percepciones mueven los
hilos tanto de la política española,
como de la coyuntura internacional.
Que España sería siempre gobernada
por su propio rey y que nunca seria una
provincia de Francia, era el argumento
en el que el embajador francés debía insistir ante la junta de regencia o ante
las Cortes, si llegaba el caso. Expresiones que quedaban más matizadas en
las Instrucciones que dio a su nieto antes de salir de Francia, en las que lo primero era vivir en unión con Francia, porLA AVENTURA DE LA
HISTORIA
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que “nada será mejor para nuestras dos
potencias que esta unión a la cual nadie
se podrá resistir”. Pero una verdadera
“unión de las dos coronas” que, en ese
momento, era una probabilidad lejana, no suponía merma de soberanía,
sino la previsible tutela que un abuelo
debía ejercer sobre su nieto, la cual se
hizo efectiva, con distinta intensidad,
entre 1701-1709, a través de la presencia francesa en el gobierno y en el
frente militar y de un peculiar sistema de correspondencia directa, de rey
a reyes, de ministros a embajadores o de
dama a dama. Este propósito topó con
dos importantes inconvenientes que el
monarca francés conocía bien: la oposición de buena parte de la aristocracia
cortesana y la propia configuración de
la monarquía española, tanto desde el
punto de vista territorial, los reinos,
como institucional, el sistema polisinodial. Que los primeros eran de una
fidelidad sospechosa estuvo claro antes
de que se lo confirmaran sus agentes en
España; que los segundos eran un obstáculo para las reformas que se debían
emprender y la propia autoridad del joven rey, también. Porque Luis XIV no
quería para su nieto un reino decadente, sino una monarquía firme en el que
la autoridad real fuera firme, con una
hacienda saneada y una defensa militar efectiva, cuyos recursos, materiales y humanos, no dependieran de Francia, sino de España.
Pese a la claridad de sus propósitos,
el monarca francés se negó, en un primer momento, a cualquier intromisión
de los franceses que acompañaban a
Felipe V en los negocios del gobierno.
Pero pronto tuvo que aceptar que su
embajador Hourcourt se incorporara al
despacho y admitir que, si no había
“sujetos hábiles como para emplearlos en poner en orden las finanzas”, había que enviarlos de Francia.. Opiniones que se reflejaron con claridad en las
Instrucciones que dio a su nuevo embajador, Marcin, en julio de 1701, dirigidas tanto a paliar la incapacidad de
los españoles para gobernarse a si mismo y a institucionalizar la presencia
de su representante en el gabinete
como a palia,r los costes que la instauración del heredero Borbón podía suponer a Francia. Además nunca se engañó respecto al carácter del joven Felipe. Junto a sus buenas cualidades, ha-
bía otras que debían ser corregidas, De
ahí que se acelerara su matrimonio para
proporcionarle compañía y que nombrara a su lado como camarera mayor
a la Princesa de los Ursinos, para que
encauzara la previsible influencia que
la reina iba a ejercer sobre su marido.
El gobierno, las finanzas y la reforma de la corte eran los asuntos prioritarios, con la sombra de la guerra cada
vez más cercana. Luego estaba el complejo asunto de los reinos, de la estructura interna de la monarquía española. Que en los reinos aragoneses y, muy
especialmente, en Cataluña las heridas
provocadas por los conflictos recientes
estaban presentes era algo que no ignoraba el rey francés. Era previsible, por
tanto, que la sucesión francesa encontrase allí mayores obstáculos que en
otras partes, dados los episodios de violencia que habían sufrido sus súbditos
allí afincados y la intensidad de la publicística antifrancesa. Pero, una vez Felipe V en España, ni se opuso al viaje del
rey ni a la convocatoria de las Cortes catalanas. Es más, recomendó a su nieto que tuviera paciencia ante sus exigencias y que era conveniente hacer ver
a “los pueblos de condición inquieta y
celosos de sus privilegios, que no tenía intención de suprimirlos”. Los informes de su embajador confirmaron
que, efectivamente todo había ido bien,
por lo que las recomendaciones a su
nieto no variaron: que nunca perdiera
“el recuerdo de su nacimiento”, y que
procurase “que vivan en una unión más
estrecha franceses y españoles”. Le molestaban, desde luego, los problemas
que ocasionaban los consejos, Tanto
el de Flandes, que entorpecía su política allí, como el de Indias, que reclamaba medidas para que los navíos
franceses no llevasen mercancías a los
puertos de aquellos territorios y el derecho de inspeccionarlos. A todo lo cual
puso fin la supresión del primero en
marzo de 1702 y un decreto del siguiente que sancionaba la libertad de comercio para los franceses.
Tampoco debió preocuparle demasiado que los españoles fuesen altaneros e insolentes, pero si que su fidelidad se tachara más de “pereza y cobardía” quede verdadero amor. También
que de los informes que recibía parecía desprenderse, unas a veces de forma velada y otras directa, que la misión
de sus agentes se viera entorpecida por
las malas relaciones que había entre
ellos. Lo cual le obligo a intervenir con
frecuencia, cesando a unos y haciendo
volver a Francia a otros, en una discontinuidad que en poco favorecía el
buen l gobierno ni la guerra. De manera que, si resultaba era difícil que los
españoles cooerasen en la defensa de
sus propios territorios, la necesidad
de hacer la paz, para no “arruinar a
Francia sin salvar a España”, fue ganado terreno, así como el convencimiento de que nunca se lograría sin
la cesión de algunos territorios. En la
Memoria para servir de instrucción al
embajador Amelot, redactada en la primavera de 1705, no aparece ninguna
referencia a disidencias internas, por
más que estas se habían hecho sentir no
solo en Cataluña, sino en la propia Castilla. Fue mucho más sensible como
muestra en sus cartas a las consecuencias de la pérdida de Gibraltar, por sus
posibles repercusiones en la navegación
a Indias y a la oposición de los grandes
a una de las medidas introducidas en las
que tenía más confianza: la creación de
un cuerpo de elite en el ejército constituido por las guardias reales y la guardia de Corps. Pero paulatinamente las
menciones a Cataluña se hacen más frecuentes, ya que a las informaciones que
recibe de España se suman las que proceden de Inglaterra y Holanda, dando por hecho que el archiduque logrará allí su propósito. Confía en que
el virrey empiece a tomar en serio el
asunto y que “si continúa conduciéndose igual de bien que lo ha hecho hasta
el presente, no dejara de hacer todo lo
necesario para conservar Barcelona”,
dejando el resultado en manos de la
providencia. Dado los antecedentes del
virrey, que había perdido ya Barcelona
en 1697 y había provocado un tumulto con su negativa a perdonar a los comprometidos en la conspiración de
Darmstadt de 1704, no es fácil saber
si aprobaba su conducta o, simplemente, no previó sus efectos.
A partir del mes de agosto las cartas
de Luis XIV a su embajador, Amelot,
o a su nieto, se refieren continuamente a la marcha del frente catalán. Las
noticias son optimistas, y s las muestras
de fidelidad recibidas en Valencia le llevan a pensar que lo mismo sucederá en
Barcelona. Esta convencido de que, si
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los enemigos no triunfan allí, “podremos dar por terminada la guerra en España”. Pero, ya a mediados de septiembre escribe: “las novedades que he recibido de Barcelona permiten creer que los
enemigos se han desengañado de las esperanzas que habían fundado en una sublevación general de Cataluña; pero no veo
que los pueblos de esta provincia permanezcan tan fieles como sería de desear”.
Si entonces no “veía”, dos semanas más tarde, “ve” que el número de
los sublevados aumenta y le parece difícil detenerlos con tan pocas tropas.
Reprocha que no se le hayan pedido
antes refuerzos, ya que ahora le resulta imposible hacerlo. No tardará en recibir la noticia de la toma de Barcelona, pero dulcificada por la de la “reducción de todos los lugares del reino de Aragón que se habían sustraído
a la obediencia del rey católico”. La noticia, en cualquier caso era un serio revés, agravado por el hecho de que su
nieto ha permanecido ignorante de
la noticia durante más de 15 días: “si el
celo de sus súbditos fuese tal y como sería
de desear, escribe a Amelot; los avisos de
un hecho que tanto importa a toda la monarquía los sepan habrían sido avisados con
prontitud a Madrid”.
La impotencia de las tropas de tropas de Felipe V, con el propio rey a la cabeza, para reconquistarla y el levantamiento del sitio en mayo del año siguiente, fueron los prolegómenos de la
entrada del archiduque en Madrid y de
la precipitada salida de los reyes y de
la corte de la capital de su reino. Teniendo en cuenta las reticencias de sus
enviados sobre la fidelidad de los españoles, incluidos los castellanos, no
deja de sorprenderle la fidelidad que le
dicen muestran las ciudades de Castilla y Andalucía a su causa.. Reprocha a
su embajador que no le haya dado cuenta “de lo que a el se refiere en lo personal” y le recuerda, que en el estado
en que el monarca español se encuentra “le obliga a componerse con un buen
número de gentes que no le resultarían
de ninguna utilidad de hallarse en la pacífica posesión de su reino”.
Perteneciesen a cualquiera de las dos
coronas, la gran preocupación de Luis
XIV, era conocer el grado de fidelidad
de los súbditos de Felipe V, que en cualquier caso considera dudosa. Sin ella,
“el pequeño número de franceses” que
tenía en su entorno, no sería suficiente para garantizar su seguridad .y el trono peligraría. Lograrla, obligaba no solo
a contentar a los mas seguros, sino también, en no pocas ocasiones, a mitigar el
castigo que me merecerían los revoltosos, por razones tácticas. Por ello, aunque le desagrade la generosidad mostrada con la ciudad de Zaragoza, tras por
mal comportamiento al paso de las tropas borbónicas, aprueba la medida por
que ““el deseo de castigar la capital supondría la rebelión de todo Aragón”.
La correspondencia directa de Luís
XIV y Felipe V fue muy frecuente hasta 1709 y en ella el monarca francés responde a casi todas las cuestiones que le
plantea su nieto, pasando en ocasiones
por alto aquellas que considera fruto de
su inexperiencia. En aquellas en que
impone su autoridad, insiste siempre
en que es “para el bien de vuestros
asuntos”. También le pide que consulte cualquier cosa sobre la guerra con
el mariscal Tessé, o con el duque de
Berwick, para evitar problema. En sus
cartas a Amelot, como corresponde a un
subordinado, se muestra más exigente y también más explícito. Así, tras demostrar su alegría por la victoria de Almansa, le reprocha la tardanza en comunicarlo y a que la primera ventaja será
, el “redecir a su deber a los reinos de
valencia y Aragón”. Desde este planteamiento cualquier tipo de clemencia le
parece debilidad e instruye a su embajador para en el consejo De Gabinete se
tomen las medidas políticas adecuadas,
que no son otras que el Decreto de
29 de junio de 1707. Está convencido de que la supresión de los privilegios
que disfrutaban valencianos y aragoneses es lo mejor que podía hacer el rey,
porque su mantenimiento, “era una barrera perpetua frente a la autoridad del rey,
un pretexto que los pueblos tenían en todo momento para eximirse de contribuir a las cargas del estado”.
El monarca reconoce que, sin la rebelión, resultaba imposible, pero desde el
momento en que se ha manifestado su
espíritu sedicioso, lo prudente es
“aprovechar una coyuntura tan favorable
como la presente para despojar a los mal
intencionados de los medios de seguir abusando de las gracias concedidas en otros tiempos”.
La derogación de los ordenamientos
privativos de valencia y Aragón, contaron con la plena aprobación de Luis
XIV que abandonó la prudencia que
hasta entonces había mantenido en las
implicaciones civiles de la contienda
para apoyar una nueva concepción no
solo de la soberanía, sino de la estructura de la monarquía española. ¿Absolutismo en estado puro o absolutismo
táctico? No es arbitrario pensar que,
en su postura, también pensara la consideración de que la unión institucional entre dos coronas, reforzaba el carácter peninsular de la monarquía en
un momento en que consideraba ya
inevitable la pérdida de los territorios extra peninsulares, tal y como la
desmembración del estado de Milán
y el repliegue en Nápoles anunciaban.
El año 1709 marca no solo un giro en
la guerra, sino en las relaciones entre
Luis XIV y el rey de España. Decidido a concertar la paz a cualquier precio,
incluso al reparto de los territorios hispanos, ordenó la salida de los contingentes militares franceses, excepto
25 batallones, por petición expresa de
la reina. Tras la derrota de Almenara y
la ocupación de Madrid en 1710, los
peores pronósticos iban a cumplirse. El
rey español quedó libre para iniciar
las conversaciones de paz, excusado en
la imposibilidad material de proseguir
la guerra, recuperado al mismo tiempo
el proyectado reglamento de comercio
de1706 que iba a servirle para iniciar
las conversaciones que debían poner
fin a la guerra. Que el intento fracasó,
es bien sabido, de modo que hasta que
la muerte de José I dio un giró a la situación, no se inició la preparación de
las conversaciones en Utrecht. Las
condiciones quedaron establecidas,
pero de nuevo la cuestión catalana se
interpuso, no solo como un obstáculo a
la firma definitiva, con Inglaterra, Holanda o el Imperio, sino como campo de
disentimiento entre abuelo y nieto.
A comienzos de 1712 la mayor parte de Cataluña se había recuperado y
en los meses posteriores, la cuestión de
la rendición de Barcelona se convirtió en la clave para ajustar todas las
negociaciones. El precedente de lo
ocurrido en Valencia y Zaragoza estaba reciente, pero la cuestión en cuanto tal, no se había planteado en el ámbito internacional. Pero a partir de entonces, los diplomáticos del emperador empezaron a hacerlo, en buena
medida utilizada como moneda de
LA AVENTURA DE LA
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cambio. La habilidad del embajador
británico, que abordó la cuestión de
manera directa y de Monteleón fue ir
acercando posiciones, dejando las
cuestiones difíciles pendientes de una
fórmula capaz de satisfacer a todos y facilitar el acuerdo. Con respecto a la
cuestión catalana Luis XIV medió, al
condicionar su ayuda a la ratificación de
lo acuerdos. No solo atendió a la petición de Berwick, sin que, por iniciativa propia, en agosto de 1714 le pedía
que la capitulación trascurriera en unos
términos razonables y que conservara
algunas instituciones.
“Creo que es de vuestro interés, decía, moderar la severidad que queréis usar con sus
habitantes, pues aun cuando sean vuestros
súbditos, debéis tratarlos como padre y corregirlos sin perderlos”.
En consonancia con estas palabras,
Madame de Maintenon, avanzaba la
misma idea a la Princesa de los Ursinos: “Me parece que aquí se juzga que las
órdenes de Madrid son demasiado severas
y que podrían conducir a esas gentes a la mayor desesperanza”.
En realidad, no se trataba de una rectificación de Luis XIV, ni una cesión de
autoridad, sino de un movimiento táctico ya iniciado en fechas previas que respondía tanto al deseo como a la necesidad de firmar de una vez la paz de Rastadt. Hasta entonces había rechazo el
trueque de fueros catalanes por soberanía para la Princesa de Ursinos propuesto por el príncipe Eugenio, porque estaba convencido que su nieto no podía
dejar impune la rebelión. Pero también
pensaba que ciertos signos de entendimiento resultaban imprescindibles para
que ambos contendientes pudieran llegar a la firma de un acuerdo cuya duración no entraba en el compromiso.
En enero de 1715, Felipe V se dio por
enterado de esta petición y aseguró a
su abuelo que mantendría el régimen
municipal y las leyes civiles, pero que
no haría ninguna otra concesión. No
solo la preparación de la Nueva Planta
para el gobierno de Mallorca y Cataluña, sino el mismo sentido de las reformas que Orry y Macanaz estaban llevando a cabo en España, confirmaban,
más allá del despecho personal por la
defección catalana, el carácter del nuevo modelo de monarquía que intentaba poner en marcha no solo en Cataluña, sino en el resto del territorio. 
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