Prodavinci

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Prodavinci
Lunes, 7 de diciembre; por Federico Vegas
Federico Vegas · Monday, December 7th, 2015
Fotografía de Will Riera. Haga click en la imagen para ver su fotogalería del 6 de
diciembre
Llamo a un amigo a las siete de la mañana y me dice que se despertó con una
pregunta en los labios: “¿Habrá sido un sueño?”. Monterroso definió esa angustiosa
sensación en un cuento irreducible y ya clásico:
Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
En el cuento de Monterroso la fantasía es tan cierta como terrible; en el caso de mi
amigo la fantasía de lo soñado es tan cierta como estimulante. La victoria, más que un
logro, es un reto.
Sin pensarlo mucho, respondo a la pregunta de mi amigo:
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—Cuando despertaste seguía a tu lado la misma mujer bella y feliz.
Mi amigo se ríe. Yo también. Los dos estamos despertando a algo que no habíamos
concientizado: La oposición es esencialmente femenina.
Mi padre decía que los hombres siempre ganan, pero las mujeres jamás pierden.
Desde niño le fascinaba como el universo femenino abarca áreas enormes y siempre
funciona a la perfección. Asuntos que requieren de fatigas y coincidencias inauditas
como un bazar, la celebración de un matrimonio o doscientas hallacas, fluyen sin
aparente esfuerzo.
Pero no me refiero a los actos que tradicionalmente organizan las mujeres. Quiero
explorar esa alma femenina que busca el equilibrio ante lo masculino. Todos nos
movemos entre estas dos fuerzas. Una de las tareas de la civilización ha sido repartir
la carga y conceder a hombres y mujeres el poder disfrutar de ambas posibilidades y,
así, acercarnos plenamente a los que nos hace iguales: seres con la misma capacidad
de amar, de crear.
Los griegos representaron una y otra vez la amplitud de este espectro. Un ejemplo es
Hestia, imaginada como Diosa del nodo, del punto inicial de la orientación, del arreglo
del espacio, del centro de los asuntos domésticos, frente a un Hermes representado
como Dios de lo mutante, del perímetro, de los bordes, de lo impredecible e
incontrolable.
Hestia ha ganado terreno en un país como Venezuela, harto de extremos, con una
seria incapacidad para creer los unos en los otros, pero hambriento de certidumbre.
Hablar hoy de macroeconomía, de ideologías o de principios políticos es sospechoso y
ladilla. Lo doméstico, lo local, lo ordinario y cotidiano, la vida en su dimensión más
palpable ha pasado a primer plano. La gente quiere que su entorno se maneje como
las casas bien organizadas, y la búsqueda de ese inmenso hogar se ha convertido en la
consigna política que tiene mayores efectos.
La feminidad es una manera de enamorarse de la patria desde una sosegada
efervescencia. La feminidad encarna una introspección más natural ante la dispersión
y la duda. La feminidad es una paciente impetuosidad. La feminidad es la
perseverancia por mantener una noción de centro. Pero yo no soy quien para definir
todo lo que quiero descubrir.
Más seguro estoy de que el país está cansado de tanta masculina prepotencia, de
tanta guapetona incompetencia, de la desbordada vitalidad del acoso, de la terca
tenacidad, de exacerbaciones de lo masculino que mas incitan a la inhibición que al
ejemplo.
Hay una manera de narrar lo que nos está sucediendo:
Había una vez una mujer que se fue hartando del esposo. Cuando ella le decía:
—Es que me estás maltratando.
El marido le respondía:
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—Quédate tranquilita porque si reclamas mucho te voy a dar dos coñazos.
Y así llegó el día en que la esposa no aguantó más y habló claro:
—Ya no te quiero más.
Ahora falta saber cómo va reaccionar el marido. Su única ventaja es que la mujer aún
no está verdaderamente enamorada de otro, sólo harta de él. Pero, ¡cuidado! La
esperanza de felicidad hace a la mujer muy enamoradiza.
La verdadera falla de Maduro no ha sido el no saber mantener lo que heredó, más
grave es no haberse percatado de que heredaba una locura, y, peor aún, persistir en
sostener lo insostenible. Se necesita mucha sabiduría para saber enfrentar la perdida
de un amor, más aún cuando se juraba que este era incondicional, dependiente y
asustadizo.
La MUD ha revelado lo efectivo de su feminidad. Carecía de cargos y prebendas. Sólo
podía ofrecer promesas y paciencia. Era más un contexto que un elemento de poder
concreto. Hay una gran diferencia entre algo que ocurre y un lugar donde suceden
cosas.
Formar parte de la MUD era como llegar a un lugar de encuentro donde más importa
el diálogo que dominar con tu palabra. Aveledo y Torrealba supieron darle ese sentido
de inclusión al dirigirla sin imponerse, sin afanes de perpetuarse o figurar más que
sus representados.
El oficialismo, en cambio, fue exacerbando lo peor de la masculinidad. Exhibió sus
amenazas, su capacidad de aplastar, de inhabilitar, de rechazar, de encarcelar. El
mazo de Diosdado quedará para la historia como el símbolo de esta fuerza desmedida
que llegó a generar una suerte de “Nojodaismo”, muy cercano, por cierto, a las
pesadillas con dinosaurios. Las expresiones más perimetrales, más “al borde de”, más
impredecibles e incontrolables ocuparon el centro con ínfulas de perpetuidad.
No es casualidad que la victoria de la MUD derive en una Asamblea, la expresión de
poder más parecida a una gran casa. Los diputados elegidos deberán recordar que
Asamblea viene, a través del francés, de “juntar”. Y también lo mucho que tiene de esa
Hestia que fue diosa del hogar, o del fuego que da calor y vida a los hogares, y
también de la cocina y la arquitectura, dos tareas ligadas a lo más simple y sublime
del ser humano, que requieren mucho tiempo y trabajo, buenas ideas y, sobre todo,
saber concretar.
Existe otro principio más sutil que debe recordar todo diputado: el amor es
dolorosamente preciso y exigente. Mi padre me lo recordó un día y he tratado de no
olvidarlo:
—Una mujer enamorada le perdona a un hombre todo sus defectos, la que no
lo está, no le perdona ni siquiera sus virtudes.
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